En dos entradas
anteriores, critiqué una deriva cientificista basada en el uso de métodos de “fuerza
bruta” y apoyada por la publicación de sus pobres resultados en revistas de
alto impacto.
Me pareció pueril
la pretendida relación supuestamente observada del acervo genético con determinantes de fenotipos muy cuestionables, tanto los concernientes al
sufrimiento psíquico como los relacionados con una situación de aislamiento o
un comportamiento solitario.
Ya se sabe que no
hay un gen de la homosexualidad ni un gen del TDAH o del comportamiento criminal. Bueno, no pasa nada. Habrá
muchos, tiene que haberlos, eso es un postulado, uno de los nuevos dogmas, como
lo fue en su día el fracasado de la relación “un gen – una enzima”. Y para eso,
para ver todos los determinantes del genoma habidos y por haber, que decidirán
lo que cada uno sea y haga en su vida, siguen y siguen imparables los estudios “Genome
Wide”.
En abril de este
año se publicó en Molecular Psychiatry un trabajo sobre la supuesta base genética de la agresividad.
Hoy mismo, había
ecos de otro avance en el que se daba cuenta de la relación de más de mil
(1.271, para ser exactos) variantes en polimorfismos de nucleótido único (SNPs)
que influyen en el “éxito educativo”.
Los cuatro
trabajos mencionados son grandes ejemplos de una permanencia estática,
neurótica, en sacarle partido, en obtener rendimiento supuestamente científico
de lo que los métodos modernos de estudio genético ofrecen. Se trata de publicar
por publicar, porque tales resultados sencillamente no conducen a ningún sitio.
El impacto de las revistas que acogen estas publicaciones deteriora su
prestigio en vez de que tal prestigio avale la bondad de semejantes
conclusiones simplistas.
Los fenotipos no
pueden estar peor definidos, no pueden ser más vagos y
no merece la pena ya pararse a contemplar el paupérrimo diseño observacional
usado, que reside más en un enfoque “Big Data” que en ciencia real.
No estamos ante
una búsqueda científica que trate de abordar los secretos de una enfermedad y
buscar su curación. Mucho menos nos hallamos ante serias investigaciones
antropológicas o etológicas. Nos encontramos ante la inútil, insensata y vieja
pretensión de refuerzo de un postulado tan vulgar, tan simplista, que asusta
por sus evocaciones eugenésicas: todo lo que somos y hacemos se debe a nuestros
genes. Una pretensión de completitud (pasados ya los tiempos de los “criminales
XYY”) unida a un reduccionismo que equipara al ser humano a una máquina. No
extraña que tanta gente se maraville con las proezas de los sistemas de
inteligencia artificial, que son artificiales pero nada inteligentes. Y es que la inteligencia de muchos supuestos científicos parece brillar por su ausencia.
En cierto modo,
retornamos a una versión cientificista laica del calvinismo; ya todo está
dicho, estamos predestinados a la salvación entendida como éxito, “normalidad”,
salud, o a la condenación, a ser víctimas de nuestra torpeza intelectual, de nuestros
impulsos agresivos. No lo dice la Biblia, pero sí el
genoma, el nuevo libro sagrado a interpretar por los sacerdotes algoritmizados
embobados por las aproximaciones pseudo-enciclopedistas de tipo Big Data.
Asistimos a un
declive de la Ciencia por más que se diga que nunca hubo tantos científicos
vivos. Es mentira, ya que ser científico supone una concepción filosófica básica,
la que sustenta el propio método científico, el rigor de su mirada ante los múltiples
interrogantes de la Naturaleza.
De una “verdad”
científica falsable, modificable a la luz de los hechos (como lo han sido los
postulados de Koch), pasamos al consabido condicional de nuestro patético
tiempo. Todos los días se nos muestran las bondades de la ciencia en
condicional; "podría" curarse una forma de cáncer tras un nuevo hallazgo genético o tras descubrir cómo engañar a las células malas (suponiéndoles, de paso, intencionalidad), "podríamos" profundizar en el
conocimiento del origen del universo gracias a un nuevo satélite o a las ondas gravitacionales, "podríamos", "podríamos"… bla, bla, bla.
Pero ocurre que
el condicional no dice sencillamente nada, pues lo que podría ser (que la
esperanza de vida superase los 120 años, por ejemplo) podría también no ser (y que nos
muriésemos todos antes de los setenta). Cuando Koch mostró sus descubrimientos
sobre el carbunco, no hubo lugar a condicionales; nadie dijo que el microbio mostrado "podría" ser el causante de la enfermedad. Lo era. Los experimentos no ofrecían lugar a duda. Cuando el 24 de marzo de
1882 reveló, tras mucho trabajo de repetición, que un bacilo aislado en cultivo y mostrado al microscopio era el causante de la tuberculosis, sobró cualquier
condicional, cualquier “podría”; el agente etiológico estaba ahí y podía pasar de un ser
vivo a otro incluso a través de medios de cultivo. Eso era ciencia, la que asumía la buena repetición, la reproducibilidad y la claridad de planteamientos, y no este
coleccionismo de SNPs con el que se pretende dar cuenta de la mismísima alma humana.