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miércoles, 4 de octubre de 2017

MEDICINA. El premio Nobel de 2017 y los ritmos de la vida


El premio Nobel de Medicina de este año ha sido concedido a tres investigadores, Michael Rosbash, Jeffrey Hall y Michael Young por su trabajo sobre los ritmos circadianos

Hace ya muchos años que ha habido trabajos relevantes relacionados con lo que se ha venido en llamar “cronobiología”, es decir, sobre el hecho de que muchos fenómenos fisiológicos, bioquímicos, que ocurren en diferentes seres vivos, incluidos nosotros, varían cíclicamente con un período próximo a las 24 horas (con cierta tendencia a que sea de 25 horas más bien). 
 
Hay así un ritmo interno que acompaña al ritmo planetario. 

En general, hasta hace relativamente poco tiempo, los trabajos de investigación en este ámbito fueron esencialmente fenomenológicos: tratar de ver qué variables fluctúan y cuáles son los sincronizadores (“Zeitgeber”) relevantes en cada organismo. Una de las herramientas usadas en esos estudios descriptivos fue el llamado “cosinor” , un modo de representación gráfica de procesos biológicos rítmicos. 

La cronobiología tiene ya una edad. Hoy mismo he rescatado del olvido en mi casa un libro viejo, que adquirí hace tiempo, en 1974. Se trata de una obra editada en 1965 por Elsevier, cuyo título es “Biological Rhythm Research”. Su autor, Sollberger, se lo dedicó a dos pioneros, Erik Forsgren y Jakob Möllerström, desconocidos en la práctica. ¿Qué habrá sido de todos ellos? Un gran referente, Franz Halberg, que acuñó el término “circadiano”, murió en 2013.

Pero el enfoque fenomenológico no basta. Hay que ir más allá, desentrañando los mecanismos de ese reloj interno y, para ello, se recurrió, como suele hacerse siempre, a modelos experimentales más sencillos que nuestros cuerpos para tratar de alcanzar una explicación que acabe en los genes. Así lo hizo un gran investigador, Seymour Benzer figura esencial en la Genética Molecular, con su trabajo sobre la genética de estructura fina, y que utilizó moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) para tratar de comprender mejor los mecanismos subyacentes a estos ritmos, llegando a descubrir, con Konopka, un gen relacionado con ellos. También usó sus moscas para estudios de neurociencia. Uno acaba encariñándose con los organismos que estudia; en algún artículo perdido vi que quien quisiera trabajar en su laboratorio tenía que pasar por una ceremonia iniciática de ingesta de esas moscas. 
 
En esa búsqueda de los genes involucrados en los ritmos circadianos, cobraron una gran relevancia los hallazgos de los tres galardonados con el Nobel, un premio que a veces se otorga a lo que, siendo importante, ha dejado de ser llamativo, si alguna vez lo fue. 

Muchos científicos han sido y son tentados por el impacto, tanto en publicaciones especializadas como en el ámbito social. Se descubre un gen involucrado en el cáncer, se descubre la importancia de un marcador de Alzheimer, surge un robot quirúrgico, etc., etc. Y resulta estupendo publicar en Nature y salir en la televisión. Siempre hay esa mirada pragmática y vanidosa de la Ciencia como una herramienta de aplicación para resolver un problema, y, a la vez, una carrera hacia el reconocimiento personal. 

Pero el afán real de la Ciencia es el conocimiento en sí. Nada más y nada menos y, a veces, lo que parecía olvidado es felizmente rescatado y valorado.

Aunque se conocía la importancia de la cronobiología desde hace tiempo, se la llegó a asociar con publicaciones pseudocientíficas sobre biorritmos. El caso es que hay situaciones clínicas en las que se sabe de la importancia de la hora para medir un parámetro clínico o analítico o para ingerir un fármaco. Poco más. La cronobiología parecía cosa de unos cuantos chiflados. Ahora se reconoce su valor otorgando un premio Nobel a tres investigadores relevantes de ese campo. Curiosamente ahora, cuando hay tantos avances en el microbioma, en el epigenoma, en tantos “omas”, los del Instituto Karolinska deciden rescatar el valor de una variable física esencial, el tiempo, de un contexto, el bioquímico, en el que suele brillar por su ausencia. Y es que tenemos una visión demasiado estática de la Biología Molecular. Analizamos moléculas, secuenciamos genes, pero no atendemos a sus tiempos, a sus cinéticas. El avance en el conocimiento biológico sufre de esa visión empobrecida de la ausencia del tiempo, siendo así que la vida es dinámica.

Y, sin embargo, tantos tiempos particulares se integran en una gran armonía con el tiempo cósmico, que, a escala de la vida que conocemos, es el planetario, es el del sol, el de la luna, moviéndose a nuestro alrededor (nuestras células no tienen una visión heliocéntrica). Esa armonía es organizada por sincronizadores internos, que llegan a poder prescindir de señales externas aunque se hayan ajustado a ellas, a los ciclos diarios, semanales, mensuales, Esos “Zeitgeber” integran todos los flujos temporales de nuestras moléculas, de nuestras células, de nuestros órganos, para que nuestro cuerpo lo sea aquí y ahora, fluyendo en el tiempo cíclico del mundo. Es un ahora el que impulsará en especies de aves y peces movimientos migratorios. Un ahora también el que nos hará a nosotros sentir hambre o sueño, un ahora sin el que no sabríamos vivir. Y un ahora que retorna, cíclicamente. Día y noche, meses lunares, estaciones, años, enmarcan la vida periódica de nuestro organismo. 
 
Desde lo más básico, desde los estados estacionarios fuera de equilibrio que estudia la Termodinámica de procesos irreversibles, hasta las terribles alteraciones temporales maniaco-depresivas, pasando por los ciclos menstruales y los ritmos circadianos. Una repetición mantenida cíclicamente en un tiempo lineal. 
 
La narración mítica ha sabido armonizar esos dos modos de vivir el tiempo, el de la repetición cíclica y el del progreso lineal en él.

Como es habitual, alguien se preguntará (siempre sucede) ¿Para qué sirven los hallazgos reconocidos con el premio Nobel de este año? y muchos se esforzarán con mayor o menor acierto en responder. Pero es una pregunta extraña a la ciencia, insensata, porque la ciencia, aunque las otorgue, no persigue utilidades sino miradas. Y la mirada cronobiológica nos recuerda que nuestras células bailan la danza de las abejas, de las flores, del sol y de la luna.

Estamos incrustados en la maravilla del Ser, en la danza de Shiva.

Post dedicado a mi amigo, el Dr. Leopoldo García Alonso, quien concibió la Cronobiología como campo apasionante de investigación.

sábado, 26 de agosto de 2017

CIENCIA. Deseo y mirada.




“Los líquenes dieron con esta sabiduría cuatrocientos millones de años antes que los taoístas. Los verdaderos maestros de la victoria mediante la sumisión en la alegoría de Zhuangzi son los líquenes que se aferraban a las paredes rocosas alrededor de la cascada”. David George Haskell.

A Simon Schwendener no le resultó fácil convencer a sus colegas en 1869 de un gran descubrimiento. Había mostrado que los líquenes son organismos compuestos, hongos que conviven con algas microscópicas, desbaratando así la idea de lo individual, lo discreto, como único modo de vida. El beneficio mutuo recibido por los dos componentes dio lugar a que Albert Frank y Anton de Bary propusieran el nombre de simbiosis para tal asociación.

Kerry Knudsen tiene ahora 67 años. Siendo muy joven se emancipó para vivir en comunas anarquistas y durante un tiempo se dedicó a escribir poesía y a tomar LSD. A los veinte años, empezó a trabajar en la construcción. Un problema vascular en sus piernas le obligó a dejar su trabajo cuando tenía 52 años. Le gustaban las plantas y decidió estudiar Botánica de modo autodidacta. Finalmente se implicó en un proyecto de investigación sobre líquenes en el desierto de Sonora. Esa afición fue fructífera, pues en sólo 15 años descubrió más de 60 especies de líquenes y su colección consta de miles de especímenes.

Un líquen, Bryoria fremontii, sirve de alimento a indígenas del noroeste de Norteamérica, mientras que otro parecido, Bryoria tortuosa, es venenoso por sintetizar ácido vulpínico. Otro autodidacta apasionado de los líquenes, Trevor Goward planteó que las diferencias entre ambas especies podrían residir en que ambas albergaran una tercera forma de vida, una bacteria.

Toby Spribille se hizo a sí mismo autodidacta en un ámbito de fundamentalismo religioso poco propicio a la ciencia. Fue afortunado al ser acogido, sin un adecuado curriculum de presentación, en la prestigiosa universidad de Götttingen  Años más tarde él y otros pusieron a prueba la idea de Goward y, aunque descartaron la presencia de bacterias, observaron que ambas formas del líquen albergaban en distintas cantidades otra forma de vida, un basidiomiceto. Es decir, un líquen no era sólo cosa de dos, sino de tres especies en juego. Este hallazgo revolucionario se publicó en Science en julio de 2016.

La importancia de los líquenes es crucial en la intrincada red de la vida. Pero no trato aquí de contemplar a los líquenes sino de reflexionar sobre quienes los observan, porque ponen de relieve la importancia de la mirada.

Vivimos una época de extremo reduccionismo enmarcado en la metáfora informativa. El DNA es considerado, no sin fundamento, como elemento clave, y pareciera que todos los avances en Biología y Medicina pasan por secuenciaciones y más secuenciaciones del DNA de las distintas especies y sus variantes. En el caso humano, costosos estudios de “fuerza bruta”, los Genome Wide Associations, intentan reducir lo psíquico a una secuencia de bits, analizando, por ejemplo, qué variantes (generalmente de nucleótido único o SNP) se relacionan con algo tan poco “medible” como la inteligencia.

 
Contrasta con ese reduccionismo la mirada fenotípica, al estilo de los grandes naturalistas como Humboldt.

Esa mirada es necesaria pero no es por necesidad que se da, sino que surge más bien del asombro, de la curiosidad personal y del deseo de satisfacerla, de un deseo suscitado por la belleza natural. Y es que los líquenes, los musgos, las abejas, incluso árboles más viejos que la historia humana, toda la vida que nos rodea, es, sencillamente, maravillosa en su forma y en su complejidad extendida desde la escala molecular hasta la macroscópica.

Es por eso que un libro como el de David George Haskell es tan científico que se hace poético, mostrando en una gran cantidad de ejemplos la afirmación de Feynman cuando dijo que la ciencia no sólo no perturba la contemplación estética de una flor sino que la realza.

Los ejemplos aquí mostrados no son únicos. Afortunadamente abundan. Muchas veces, aunque parezca paradójico, sólo desde la ignorancia es posible el avance. Cuando Leonard Adleman oyó hablar del ADN, le importó muy poco lo que de esta molécula le dijeran desde el punto de vista biológico. Vio en ella la posibilidad de un nuevo modo de computación. Y haciendo uso de polinucleótidos, polimerasas y ligasas, pudo resolver un problema difícil (de los que llaman NP-completos): el camino hamiltoniano de siete nodos, o dicho de modo más coloquial, el problema del viajante. No vio genes en el ADN, sino un ordenador en paralelo. Su mirada, surgida desde el desconocimiento de la genética, desde una ignorancia que la facilitó, fue distinta y original. 

Vivimos una época triste para la ciencia porque, con pretendidos criterios de eficiencia basados en índices de impacto y demás medidas de “calidólogos” bibliométricos, con una educación presencial obligatoria para oír frecuentes lecciones anodinas y prescindibles, y demás tonterías burocráticas, venda los ojos, impide la mirada libre, entusiasmada, a un mundo misteriosamente bello.

Sólo el deseo es vehículo de lo humano. Lo es, en el caso de la Ciencia, dirigiendo la mirada. El deseo trata de recuperar la mirada ingenuamente abierta, inquisitiva y bondadosa de la infancia frente a un infantilizado contexto cientificista que pretende constreñirla.

miércoles, 2 de agosto de 2017

CIENCIA Y CIENTÍFICOS. SER Y TENER.


Ser científico supone responder a un deseo, el de saber, y aceptar que el acceso al conocimiento es factible en determinadas áreas, no en todas, mediante la aplicación del método científico, esencial para poder entender y opinar sobre resultados científicos, algo muy olvidado en la enseñanza y divulgación de lo que es la ciencia.

El avance de la ciencia implica necesariamente la comunicación del conocimiento logrado, algo que actualmente se hace principalmente a través de las publicaciones en revistas especializadas. Pero esta necesidad, que es el efecto final del interés científico, está pasando desde hace años a constituirse en motivación esencial de la carrera de profesionales de muy diversas disciplinas (no sólo científicas).

Se está confundiendo así al científico con un productor de publicaciones, a la vez que se tiende a olvidar muy seriamente el rigor que supone el método científico. De este modo, el afán epistémico es asfixiado por el interés obsesivo por un curriculum basado en el número y la supuesta calidad de las publicaciones realizadas; ambos elementos son tristemente cuantificados en forma de factores de impacto, índices “h” u otras medidas bibliométricas. 

Tal contexto pervierte la actitud de muchos investigadores, haciendo que su objetivo no sea el conocimiento sino la publicación, cada vez más separados. Se asiste de ese modo a una sobreabundancia de publicaciones, la inmensa mayoría de las cuales es perfectamente prescindible, a la vez que aumentan las que ofrecen resultados no suficientemente contrastados. Si lo único que realmente importa es publicar, se publicará, llenando las revistas de ruido, de falsedades por falta de reproducibilidad y, a veces, incluso de puro fraude. 
 
Pero ese exceso de ruido y falta de ciencia auténtica no se da por igual en todas las áreas. Predomina en Medicina, incluso en la más "científica", la llamada MBE, Medicina Basada en la Evidencia, o en pruebas como dicen los puristas, porque tal evidencia muchas veces es construida en vez de hallada. Para lograrla, la herramienta estadística es esencial, pero no siempre se emplea bien, ni al principio, por sesgos a la hora de establecer grupos de comparación, ni al final, a la hora de presentar las conclusiones (no es lo mismo, por ejemplo, resaltar un riesgo relativo que uno absoluto). Teniendo en cuenta que no escasean los conflictos de interés, pasa de todo a pesar de una apariencia metodológica correcta. 

Incluso con corrección metodológica, es habitual asumir una relación entre variables cuando la probabilidad, "p", de que los efectos se deban sólo al azar es baja (“p” menor de 0.05). Pero esa baja probabilidad bien puede ser insuficiente; basta con compararla con el nivel exigido en física de partículas en donde el resultado se acepta cuando “p” es mucho menor, un valor inferior a 0,0000003 o lo que se conoce como 5 sigma . Es concebible que llevar ese concepto de 5 sigma al contraste estadístico en Medicina permitiría establecer conclusiones más claras con menos falsos positivos, pero implicaría también mucho más trabajo riguroso. 

Un ya viejo lema dice “publish or perish”. Lamentablemente sigue siendo un hecho que, si un investigador no alcanza un nivel de “impacto” determinado en sus publicaciones, pueda en efecto perecer académica o incluso laboralmente. Pero, a la vez, con tanto “publish” es la propia ciencia la que perece en gran medida, sucumbiendo a un exceso de ruido.

¿Qué hacer? La política científica puede priorizar campos de investigación y decidir el dinero asociado a ellos, pero la buena ciencia sólo parece factible como un proceso que Guillermo Fernández Navarro califica, también para la divulgación de ella, de transformación y no de adaptación  Algo que difícilmente se podrá realizar bajo fuertes restricciones burocráticas y bibliométricas.

Quizá no precisemos tantos científicos sino sólo los que puedan permitírselo, los que nos podamos permitir, porque será difícil que alguien presionado laboralmente pueda investigar con un mínimo de libertad. Y es desde la libertad que se han conseguido importantes descubrimientos, o no tan llamativos, pero que propiciaron aplicaciones metodológicas de gran interés. Por ejemplo, las restrictasas, la hibridación celular o la proteína fluorescente verde, fueron en su día ejemplos de “curiosidades” que quizá no merecieran ser financiadas, pero su valor se mostró cuando se desarrollaron las técnicas de ADN recombinante, cuando se obtuvieron anticuerpos monoclonales o cuando se pudieron marcar proteínas concretas en células vivas. Algo parecido está ocurriendo con las técnicas de edición genética. A veces, la transición entre el juego y aplicaciones importantes es sutil.

La investigación científica requiere honestidad y rigor, algo que implica más cooperación que competitividad, más calma que prisa, más repetición que prioridad, menos publicaciones prometedoras y más resultados consolidados, menos ruido y más nueces. 
 
Eso supone educación y ética. La ética parece sugerir que, si no se puede hacer buena ciencia, mejor será dedicarse a otra cosa. La educación debe fomentar el pensamiento crítico que supone el método científico, más que limitarse a estudiar los grandes resultados a los que ha conducido. 
 
Al final, cualquier joven que se interese por la ciencia debiera elegir entre tener o ser. Entre luchar por tener un curriculum brillante basado en el sistema actual, bibliométrico, o tratar de ser un buen científico que persigue el conocimiento, con independencia de que, de su búsqueda, se deriven muchas o pocas publicaciones y de que éstas sean recogidas o no en las principales revistas. No son opciones incompatibles pero raramente coinciden

Agradecimiento: Quiero expresar mi gratitud a Guillermo Fernández Navarro, consultor de proyectos museísticos de ciencia, por proporcionarme frecuentes publicaciones relacionadas con su campo, una ardua tarea con la que intenta mostrar la ciencia como proceso de transformación y no de adaptación. 

sábado, 22 de abril de 2017

CIENCIA. La triste confusión entre ciencia y creencia o el olvido del método.


Un artículo periodístico tiene un título llamativo: “La mitad de los españoles cree por error que la homeopatía funciona”La expresión “cree por error” parece absurda, porque la creencia supone asumir la propia posibilidad de error; de no hacerlo, no es tal creencia sino fanatismo.

En dicho artículo se indica, entre otras cosas, que el Director general de la Fundación Española para Ciencia y Tecnología (Fecyt) se ha mostrado convencido de que "los poderes públicos deberían hacer algo para tratar de sacar a los ciudadanos de este error". Parece deseable que esa tarea sugerida opere en el orden educativo, principalmente de niños y jóvenes, y no en tendencias inquisitoriales como las que ya se están viendo en algunos sectores. 

Todas las revistas de divulgación científica (también la sección de “El País" que recoge el artículo citado) insisten en general en los resultados, en los avances epistémicos, pero el método queda en un oscuro segundo plano. Y así aparecen titulares espectaculares como los que señalaban en su día que Einstein “tenía razón” con ocasión del descubrimiento de las ondas gravitacionales. Para el avance científico da igual en realidad que alguien tenga o no razón, incluso llamándose Einstein. De no detectarse esas ondas, no pasaría propiamente nada negativo. La ciencia es insensible a famosos aunque necesite mentes geniales y seguiría su curso, refinando o descartando teorías, construyendo nuevas hipótesis, como siempre ha venido haciendo desde que es ciencia. No se trata de acertar, de tener razón, sino de trabajar con disposición receptiva, podría decirse que femenina (al margen de que el científico sea hombre o mujer). A principios del siglo XX, se creía por parte de grandes físicos que su disciplina estaba completa, cuando el estudio del cuerpo negro mostró una realidad más cruda y, a la vez, extraordinariamente bella. Fue estupendo que los grandes físicos clásicos no tuvieran razón al estudiar el cuerpo negro. No tendríamos la mecánica cuántica, que acabó imponiéndose a pesar de las reticencias de un gran clásico como fue Planck. Fue también en esa época cuando la teoría de la relatividad refinó extraordinariamente la perspectiva newtoniana.

La ciencia se basa en la bondad de su método (cuando es bien empleado, que habría mucho que discutir sobre esto). No es sólo el relato de sus resultados. La creencia ciudadana en la ciencia suele serlo más bien en una historia de ella, en quienes la divulgan y se facilita por las incontestables aplicaciones de la ciencia para mal o para bien: sin ciencia no habría bomba atómica; sin ciencia, no habría ordenadores. Los ejemplos son muy abundantes, pero cuando las aplicaciones son menos claras, algo relativamente frecuente en el ámbito médico terapéutico, la creencia como tal, sea en el relato científico o en uno alternativo, está servida.

Lo importante no es el teorema de Pitágoras en sí mismo, a pesar de su interés incuestionable, sino cómo fue descubierto. Lo importante no es la teoría evolutiva por sí sola, a pesar de ser el gran marco científico en lo concerniente a la vida, sino cómo fue elaborada, desconocer esto ha abocado a muchos a fantasías dogmáticas creacionistas. Por poner un ejemplo banal en Medicina, lo importante no es tanto el riesgo relativo cuanto el absoluto; habrá pacientes que precisen estatinas, pero … ¿cuántos son tratados de por vida con ellas sin necesidad con finalidad de prevención primaria? Sería éste un caso de creencia acrítica en resultados divulgados, obviando el método con que se han obtenido y lo que realmente indica.

Mientras se olvide el método, mientras se persista en un enorme analfabetismo científico, el acto de fe que supone toda creencia no distinguirá entre ciencia y pseudo-ciencia. Y la decisión política sólo tiene un campo de acción al respecto: facilitar una enseñanza metodológica más que de contenidos curriculares, inducir que se aprenda a pensar críticamente, que se cuestionen las verdades aparentes, que se enseñe qué es realmente la ciencia, el extraordinario valor de su método, y que se contemplen también sus límites, tanto los intrínsecos como los pragmáticos.

No es necesario defender el valor de la ciencia con prohibiciones sugeridas por protectores escépticos, pues se basta a sí misma. Es suficiente con saber enseñarla, que acaba siendo lo mismo que fomentar el pensamiento crítico y el aprendizaje de un método que, entre otras cosas, implica algo tan olvidado como la repetición y el olvido del narcisismo.


Ya sabemos que repetir observaciones, experimentos, es aburrido. Ya sabemos que descartar muchas horas de trabajo porque un resultado no “case”, supone un trastorno personal y puede acarrear consecuencias profesionales en la obsesión por publicar. Pero sin esa insistencia en la reproducibilidad, en la buena repetición, sin ese acto amoroso que supone primar el conocimiento real frente al deseado, estamos abocados a la repetición de lo peor.

En nombre de la ciencia, la propia ciencia puede ser ignorada, cediendo el paso a la creencia, aunque sea una creencia "científica".


sábado, 18 de marzo de 2017

Ciencia, mirada y cultura.




"Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperara al hombre para ser dicho". François Cheng.



La ciencia amplía la mirada. Hacia lo pequeño, lo grande y lo complejo. Y esa ampliación en el ámbito de lo complejo no parece tener fin de momento. La completitud es lejana, si no inexistente como en matemáticas.


Por razón misma de nuestro propio cuerpo y de nuestro modo de vida cotidiano, lo que se aleje de la perspectiva habitual, en un sentido u otro, varios órdenes de magnitud, podrá ser registrado, analizado, estudiado científicamente, pero muy difícilmente intuido cuando no imposible. Se podrá describir un electrón y predecir su comportamiento. Si hay algo que tiene importancia práctica son los electrones, soporte de aplicaciones eléctricas y electrónicas; también porque si no se dieran unos complejos flujos electrónicos en cloroplastos y mitocondrias no estaríamos aquí. Pero a pesar de todo el conocimiento existente y de su aplicación cotidiana, no es intuible un solo electrón. Que nuestra retina sea sensible a fotones de un estrecho rango de frecuencias no permite sin embargo que podamos “verlos” aisladamente como tales. Tampoco puede nuestra mente intuir las fabulosas distancias y tiempos del universo. Fáciles de escribir, imposibles de imaginar.


Y ocurre que esa dificultad de intuición se da también en lo concerniente a nuestra propia existencia como seres culturales, porque la Historia, eso que se inicia con la escritura, se hace pequeña. Los medios de información se han hecho eco ahora de lo que se considera el dibujo más antiguo realizado por seres humanos. Se trata de un animal, el uro, del yacimiento de Abri Blanchard. Hace 38.000 años que alguien lo hizo. Y perduró, mucho más tiempo que cualquier soporte informático imaginable (exceptuando, quién sabe, el que se augura basado en el ADN). Tal lejanía temporal, revelada por la ciencia, tampoco es intuible para quienes vivimos en general menos de cien años.


Si imaginásemos que mil años equivalen a un "mes", y sin afinar mucho el cálculo, ese dibujo se habría realizado hace un "mes" y una "semana"; Göbekli Tepe aparecería hace once "días" y Stonehenge hace cinco; la era cristiana sería cosa de anteayer; ayer ya no existiría el imperio romano, la ciencia habría nacido hace sólo pocas horas y la informática sería cosa de minutos o segundos.


O durante mucho tiempo hemos ido muy despacio o corremos demasiado en los últimos "segundos". Tal vez ambas cosas. Pero lo interesante parece ser que ese dibujo muestra algo importante. Y no tanto por lo representado, sino por el afán de representar. Quien trazó ese animal, como quienes pintaron en Altamira o en Lascaux, nos recuerdan a nosotros mismos en un intento esencial, el que persigue un saber y hace de ese intento expresión. Somos en un mundo y sabemos que somos en él. Un saber o un creer que siempre tiene mucho de simbólico, de mítico y de mágico.


En cierto modo, hay un gran paralelismo entre el grabado de ese animal y algo recientísimo considerando los años que nos separan de aquél. Se trata de la placa de oro transportada por la sonda Voyager, que contiene sonidos de la tierra y símbolos de nuestro mundo. El paralelismo podría resolverse en una palabra: expresión. Desde entonces hasta ahora, el afán de representación simbólica permanece. 


Podría decirse que hay más verdad en ese animal grabado que en la ciencia, porque apunta a una invariancia esencial de lo humano durante miles de años. Y eso supone un toque de atención a nuestra responsabilidad en lo que en comparación es novísimo, la ciencia con la actualización tecnocientífica de lo posible, sin cegarnos por el afán transformador del mundo. A la vez, ese animal nos recuerda el misterio de su vida y de la nuestra, de la vida en general, atendiendo al cual tal vez surja lo único que valga la pena, aunque parezca ser nada.


La ciencia nos amplía la mirada, permitiéndonos disfrutar de la inconcebible belleza del mundo, pero el saber real, el que tiene que ver con qué somos cada uno, es otra cosa. Supone la aceptación de la ignorancia esencial y la disposición a ser acogido en el misterio del mundo, en su belleza, y quizá tratar de mostrarlo sin más, sin finalidad alguna, sin apetecer los frutos de la acción, como nos enseña el Bhagavad Gita, y mirando los lirios del campo como nos decía Jesús. Eso sí, la ciencia nos permite mirarlos mejor, siempre que no la usemos para destruir los lirios y a quienes los puedan mirar.

domingo, 12 de marzo de 2017

El analfabetismo científico o el olvido del método.


El alfabeto es la primera enseñanza que nos introduce en la Historia. Alfa, beta… a, b… Con ese mágico significado de las letras, pueden escribirse y leerse sonidos que conforman palabras. Y esas palabras sirven para registrar todo lo que nos hace humanos. Las tablillas cuneiformes mostraban el interés comercial de las primeras civilizaciones, pero también algo que ha persistido como gran interrogante filosófico, poético. La epopeya de Gilgamesh no sólo se narró. También fue escrita y, al leerla, vemos que lo que más nos interesa ya inquietaba hace miles de años.

El 8 de septiembre del año pasado se celebraba el día internacional de la alfabetización. La UNESCO lo recogía así: “Cincuenta años. Leyendo el pasado.Escribiendo el futuro”. Entonces, los periódicos decían que en España aún hay casi 700.000 personas analfabetas, es decir, que no sabían leer. En plena Europa del siglo XXI.

La alfabetización es un medio de apertura al mundo, a la Historia. Aunque también puede servir sólo para una cotidianidad básica, elemental. Casi la mitad de los españoles no leen nunca un libro. 

Parece que leer cansa. Especialmente en un tiempo en que tenemos televisión e internet y en el que podemos “hablar” con los “smartphones” gracias a “Siri” o a un algoritmo similar. Nunca hubo tanta información tan accesible y tan poco accedida.

No se lee mucho y tampoco parece que se piense mucho, en general, aunque sí se hable y opine con gran y emocional seguridad de todo lo divino y lo humano.

Incluso en ámbitos universitarios cala con hondura la pragmática pregunta: “¿Para qué te sirve?” ¿Para qué le sirve a uno que es químico saber de historia o de poesía? ¿Para qué le sirve a un obrero de la construcción interesarse por lo que decían Kant o Newton?

Ese pragmatismo llega a hacerse inhumano. Y lo consigue por lo que supone de desprecio al alfabeto mismo, a leer, a enterarse de lo que otros han escrito. Eso permite hablar de un analfabetismo generalizado o sectorial. John Allen Paulos se refirió a los perjuicios que implicaba ser un analfabeto matemático en su célebre libro “El hombre anumérico”.

Hoy vemos cómo los científicos americanos se rasgan las vestiduras al darse cuenta de lo que puede suponer el triunfo democrático de Trump. Y, lo que es peor, al asumir el riesgo que la democracia misma implica cuando muchos votantes, tal vez la mayoría, son analfabetos científicos.

Vivimos una época fuertemente paradójica, pero sólo en apariencia. A la vez que se planifican viajes a Marte, a la vez que la Medicina avanza en todos los órdenes y que se muestra la existencia de los quarks, están en pleno auge todas las pseudo-ciencias y, peor aún, las pseudo-medicinas. Llegamos a un punto en el que, para muchos, Dios quedó atrás como objeto de creencia; se trata ahora de creer en la ciencia, que ha asumido el papel religioso, o en lo alternativo a ella, y de hacerlo además de un modo absolutamente dicotómico: científicos frente a “magufos”, se diría en cualquier blog de escépticos.

El analfabetismo científico parece avanzar paralelamente a la propia ciencia. La ciencia es concebida por parte de mucha gente como relato y, como tal, creíble o no. Es fácil creer en lo más increíble, en lo que aportan los grandes instrumentos observacionales, sean las ondas gravitatorias o el bosón de Higgs (aunque no se tenga ni idea de lo que es eso). Pero cada día se instala con más fuerza la sospecha sobre la verdad de la ciencia que tiene que ver con lo que sería más “próximo”: la salud, el clima… Desde el argumento de la maldad de la industria farmacéutica habrá quien se niegue a vacunar a sus hijos; desde la creencia en las energías o el cuerpo cuántico, habrá quien opte por alcalinizar su cuerpo contra el cáncer o en soñar con ángeles curativos. La homeopatía, las flores de Bach o la magnetoterapia conviven de un modo extraño con las modernas técnicas de imagen diagnóstica.

Carece de sentido pararse aquí y ahora en los riesgos que supone la insensatez del analfabetismo científico

Quizá sea más interesante analizar por qué ocurre esto. Por qué parecen darse dos opciones de creencia, porque al fin y al cabo de eso se trata, de creencia:  en la ciencia o en la magia. Como si no soportáramos la libertad, como si no asumiéramos el ser adultos, en ausencia de una santa inquisición, se ve como necesario que la lucha incesante de algunos nos oriente, que nos salve de la creencia en el maligno que siempre nos acechará con la magia. No es extraño que haya asociaciones protectoras ydefensoras de todo tipo  que muestren su vocación paternalista hacia una sociedad que, por analfabeta, consideran infantil.

El problema real con la ciencia se da en realidad cuando se la considera como relato. Y a eso han contribuido y siguen contribuyendo muchas obras de divulgación.

El problema esencial reside en no asomarse a lo que subyace a la ciencia y que es su método. No se trata de tener más horas de clase de ciencias, no se trata de leer más libros de física o de biología, sino de introducirse en lo que el método científico significa. Tal vez si los niños pisaran un laboratorio, si vieran por un microscopio, si usaran una balanza, un telescopio, si midieran en general y fueran conscientes de lo que significa el término “error”, si se dieran cuenta de lo que la ciencia significa, habría mucha menos necesidad de contarles lo que la ciencia ha dado.

Probablemente se aprenda más de ciencia con un manual dirigido a quien no tiene bibliotecas ni ordenadores, pero que facilita imaginar, pensar, construir instrumentos simples con los que intuir lo que la ciencia puede darnos. El viejo Manual de la Unesco para la enseñanza de las ciencias puede aportar muchísimo más que los libros de Hawking y, ya no digamos, los de otros divulgadores.


La ciencia no es un relato, aunque cuente cosas maravillosas. Es un método. Mientras no se entienda esto, el analfabetismo científico campará a sus anchas dando vía libre a la creencia mágica o cediendo a la creencia en la ciencia como único relato, descartando toda lectura humanística del ser humano y su mundo.