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martes, 7 de mayo de 2024

IGNORANCIA. Ciencia, Psicoanálisis y Cristianismo.

 


 

    La ignorancia tiene, por lo general, una connotación negativa. Y, sin embargo, con ella hemos de lidiar para hacer luz en nuestra vida, ella misma puede estimularnos a dirigir la mirada a lo auténticamente relevante. 

 

CIENCIA E IGNORANCIA


    El afán de saber es tan noble como necesario. Lo precisamos para conocer y mejorar el mundo y a nosotros, aunque pervertir el uso del conocimiento siempre es posible. 


    No obstante, ha de diferenciarse entre lo que uno puede saber y lo que, como colectividad humana, podemos alcanzar. Todos necesitamos saber una serie de cosas para movernos en el mundo, para llevar una vida, para “ganárnosla” como se dice tan habitualmente, A la vez, cada cual puede, según su deseo, profundizar en un ámbito que puede relacionarse o no hacerlo en absoluto con su trabajo cotidiano.


    Como tarea colectiva, la investigación aumenta lo que sabemos en muy diferentes áreas científicas y humanísticas. A la vez, a medida que sabemos, aprendemos también que parece aumentar la cantidad de cosas que desconocemos, dándose la aparente paradoja de que la luz del saber aumenta las tinieblas de la ignorancia.


    Podemos saber qué sabemos, podemos saber lo que no podremos saber, como ocurre con las restricciones a medidas simultáneas dadas por las relaciones de incertidumbre cuánticas. Es más difícil saber qué nos queda por conocer e incluso si algo que no sabemos y planteamos, como la existencia de un multiverso o las bases de la consciencia, no lo sabremos nunca. Todas esas cuestiones se dan en el ámbito científico y con implicaciones filosóficas. A la vez, el saber logrado se alía al desarrollo del conocimiento técnico, manteniendo entre ambos, no obstante, una diferencia que remite a los griegos.


    Y, aunque no sea objetivo de esta entrada, conviene recordar el saber específicamente singular, el creativo o “poiético”, manifestado de forma especialmente clara en el ámbito artístico, que usa la técnica e incluso la tecno-ciencia, como medios para un resultado original y que puede afectar al espectador, incluso transformarle.


    Finalmente, precisamos saber de nosotros, cada uno de sí, es decir, conocernos, algo que siempre ha sido perseguido tomando como meta la sabiduría, que da nombre a tal aspiración. Sabiduría y belleza parecen presentar una intensa relación y, además de la Filosofía, sería contemplable una Filocalía, pero este término ha quedado relegado a una práctica religiosa cristiana.


    Podemos saber muchas cosas, pero estar muy alejados de la sabiduría, que no es ni conocimiento solo ni, mucho menos, información, como afirmaba TS Eliot. Si el conocimiento requiere información y objetivación, la sabiduría implica un saber sobre el mundo y sobre lo subjetivo, especialmente de la propia ignorancia, siendo por ello natural que alguien dijera “sólo sé que no sé nada”. Podemos postular así que una inteligencia artificial nunca será sabia, lo que equivale a asumir que nunca será consciente de sí, por más que emule un comportamiento humano.


    Decía Harold Bloom que “no podemos encarnar la sabiduría, aunque podemos enseñar cómo conocerla, la identifiquemos o no con la Verdad que podría hacernos libres”. De lo que no cabe duda es de que cada uno encarna muchas ignorancias. Aunque no sepamos en qué consiste y mucho menos podamos, contra Bloom, enseñar cómo conocer la sabiduría, sí podemos alcanzar a sabernos grandes ignorantes. 


    La ignorancia es algo que puede intuirse o saber que existe en distintos campos de estudio, algo que sobreviene al conocimiento alcanzado en ellos.


    Marcus du Sautoy escribió un libro de título evocador, “Lo que no podemos saber”. En él abarca el comportamiento de sistemas caóticos (deterministas, pero con una gran sensibilidad a condiciones iniciales, que dan al traste con la predicción de un resultado empírico), la dificultad de interpretar la mecánica cuántica, con el entrelazamiento que remite a una realidad no local, por ejemplo, o en el deseo de saber cuándo una masa radiactiva emitirá una partícula, planteándose la relación entre lo epistemológico y lo ontológico. Se detiene también en el impacto que la incompletitud de Gödel tuvo en la axiomatización de Hilbert, que pretendía negar el “ignorabimus”. Contempla asimismo el problema que plantea la exquisita precisión para la vida humana de las constantes físicas del universo, así como de la alternativa de un hipotético multiverso, que liquidaría el argumento del principio antrópico que exige un universo único. También toca la conservación de la información en los agujeros negros y revisa rápidamente el gran problema de la consciencia.


    La cuestión que nos plantea el saber científico es la ignorancia que le acompaña y la ignorancia sobre si ella misma permanecerá en los distintos ámbitos. La frontera entre física y metafísica no parece tan clara en nuestros días como hace un siglo.


    Esa ignorancia se refiere a un saber colectivo sobre la Naturaleza, en el cual cada uno participa o no en mayor o menor grado con el estudio y contribuyendo o no a su progreso. El gran valor de saber qué es lo que no sabemos y de estar atentos a lo que no sabemos que desconocemos constituye el gran estímulo de la investigación científica que responde a un proyecto o a la curiosidad pura, respectivamente.

 

IGNORANCIA Y PSICOANÁLISIS. 


    La cuestión es distinta, mucho más próxima y lejana a la vez, cuando nos planteamos qué ignoramos de nosotros mismos, resonando en tal caso el viejo mandato délfico. Si el problema de la consciencia en sentido fuerte (la subjetividad, ejemplificada con el caso de los “qualia”) se presenta como irreductible a la comprensión neurobiológica, el de lo inconsciente no parece de menor calado. Y lo inconsciente tiene que ver con la subjetividad misma en su profundidad, con lo que queremos o no saber y querer en realidad y cómo operar con ese saber que, oculto a nosotros por nosotros mismos, tiene un peso determinista considerable, aunque no anule la responsabilidad por nuestros actos.


    El psicoanálisis puede desvelar lo que nos es oculto, a raíz de un largo trabajo que suele partir de una presentación sintomática, y eso proporciona un plus de una sabiduría que, aunque muy limitada, puede hacernos más libres por la verdad que supone, tomar mejores elecciones, caer en la cuenta de nuestros errores y evitar futuras repeticiones de lo peor. 


    A pesar de sus limitaciones, el psicoanálisis proporciona la alteridad profesional, en un encuentro que se produce de modo especialmente fecundo en el espacio analítico, reafirmando caso por caso el valor del descubrimiento freudiano. Será en él y desde una seria renuncia narcisista y una asunción realista de la posibilidad ética y la responsabilidad implícita a ella, que podamos hacer algo mejor con nuestra vida y nuestro mundo. 

 

IGNORANCIA Y RELIGIÓN


    Finalmente, hay algo que no podemos saber “a ciencia cierta”, pero en lo que podemos creer, no creer o limitarnos a no verlo como problema relevante. Se trata de una religación a lo Absoluto, se trata de lo que supone una religión.


    También aquí se da la situación del uno por uno, porque, incluso entre personas que comparten las mismas creencias básicas, los matices de creencia o increencia son tantos como biografías hay que las acogen.


    En el caso de la creencia, cada cual puede dar, pero, sobre todo, darse una serie de razones que la justifiquen.  Y en este caso, la ignorancia juega un gran papel. Una ignorancia pasiva es negativa porque, en la práctica, desprecia cuanto ignora. Pero la ignorancia “aprendida” es también parte de un camino religioso que responde a la elaboración de una creencia y actuación singulares, aunque compartan muchos elementos comunes con otras personas. Esa ignorancia, cultivada, aprendida, “docta”, parece necesaria para no reificar lo que se intuye como divino, lo Absoluto. La ignorancia aprendida será imprescindible para deshacerse de concepciones infantiles y aproximarse a una teología que ha de ser esencialmente humilde, negativa en lo accesorio, algo que es lo opuesto a la expresión “credo quia absurdum”. De Dios podremos decir que Dios no es…, no es… quedándonos sólo con lo manifestado, su Palabra, el Amor y la Belleza de lo que percibimos, de lo que, a veces, está a la mano. 


    La eliminación de elementos superyoicos tantas veces feroces (a la que puede contribuir curiosamente un psicoanálisis, algo fundado por un “maestro de la sospecha”), puede inducir al ateísmo o, por el contrario, facilitar que florezca la vida religiosa, no desde la seguridad que proporciona la ciencia, pero sí desde la confianza de una fe esencial. 


    La fe no estará exenta de dudas e ignorancia, pero puede ser suficiente para arrostrar las circunstancias más adversas con confianza amorosa. Los ejemplos abundan.

 

REFLEXIÓN FINAL      


    Una gran ignorancia permanece más allá de las cuestiones que plantean el mundo en que vivimos, nuestra vida, y el horizonte de la muerte. 


    Se trata de asumir la pregunta sobre por qué en un momento de la historia del mundo, cada cual ha sido convocado a él, ha sido llamado a ser, al Ser. 

 

 


lunes, 1 de abril de 2024

Ciencia y Fe.

 


Fotografía obtenida por el autor




        “Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí” I. Kant. Crítica de la razón práctica.

            

Bertrand Russell respetaba a Kant y su rechazo de las pruebas racionales de la existencia divina (la ontológica, la cosmológica y la teleológica), pero, en su obra “Por qué no soy cristiano”, nos muestra a Kant como un tanto incoherente, diciendo de él que “Era como mucha gente: en materia intelectual era escéptico, pero en materia moral creía implícitamente en las máximas que su madre le había enseñado. Eso ilustra lo que los psicoanalistas enfatizan tanto: la fuerza inmensamente mayor que tienen en nosotros las asociaciones primitivas sobre las posteriores”


Últimamente se están editando libros que parecen no sólo buscar una coherencia entre el conocimiento científico y la fe, sino incluso una demostración de la existencia de Dios a partir de la ciencia, usando dos de los argumentos racionales rechazados por Kant, el teleológico y, relacionado con él, el cosmológico.


No es algo novedoso que haya científicos que defiendan una perspectiva personal, separando ambos campos, ciencia y creencia, como hizo Stephen Gould en “Ciencia versus Religión” o Martin Gardner con su texto “Los porqués de un escriba filósofo”, que ya comenté en otra entrada de este blog. Bueno, ya decía S. Pablo que “lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras” (Rom.1,20). 


Me resultó, no obstante, llamativo, encontrarme con un extenso libro cuyo título es “Dios. La Ciencia. Las Pruebas”, de MY Bolloré y O Bonnassies. Hay otro texto anterior redactado por el ya fallecido y buen divulgador científico Amir D. Aczel, “Why Science does not disprove God”. Ambas obras, hay más, persiguen resucitar dos de los argumentos rechazados por Kant. Uno es el cosmológico, por el que el Universo, surgido de la singularidad del Big Bang, “demuestra” una causa incausada, acorde con la narración del Génesis. El otro argumento es finalista, mostrando la exquisita precisión de constantes físicas y su relación, así como la extraordinariamente baja entropía del Universo inicial (resaltada también hace años por Penrose), básicas para la aparición de la vida y su evolución hasta la génesis humana. En síntesis, se recogen datos conocidos y ya muy bien desarrollados en otros libros, como los de John D. Barrow, que sustentarían lo que se conoce habitualmente como principio antrópico fuerte, enunciado inicialmente por Brandon Carter. No cabe duda de que la admirable relación de “Las constantes de la naturaleza” (así se titula uno de los libros de Barrow), aunque alguna quizá no sea tan constante a lo largo del tiempo, incita a la reflexión y puede sustentar la atención de muchas personas, entre las que me encuentro. A Barrow se le otorgó el premio de la Fundación Templeton en 2006.


El libro de Bolloré y Bonnassies resulta muy interesante por la revisión que hace del saber cosmológico, mostrando un gran trabajo de recopilación y síntesis. Es introducido por Wilson, quien, con Penzias, ganó el Premio Nobel de Física de 1978 por su descubrimiento de la radiación cósmica de fondo, uno de los pilares de la actual perspectiva del cosmos. Ese galardón lo compartieron con Kapitsa, descubridor de la superfluidez. Los autores no se contentan con la narración científica que avala sus argumentos, sino que citan como respaldo la religiosidad de muchos científicos, heterogénea y que abarca el panteísmo de Einstein (“Creo en el Dios de Spinoza…”), aunque se refiriera también al “secreto del Viejo” en su correspondencia con Max Born, la creencia plausible o incluso la mera alusión como posibilidad de un Dios creador personal por parte de Hawking o de George Smooth... También se incluye a Gödel, que, años después de demostrar la incompletitud en Matemáticas, desbaratando el sueño axiomático de Hilbert, defendía, en formalismo matemático, el viejo argumento ontológico de San Anselmo.  


Un universo con origen contrasta claramente con la idea de una alternativa de eternidad, como sugería el ya olvidado estado estacionario con creación continua de materia defendido por Fred Hoyle. Eso, un origen, nos destacan Bolloré y Bonnassies, supuso la represión de no pocos científicos en el ámbito soviético, mostrando que una narración científica puede tener efectos, incluso letales, por avalar o contradecir una religiosidad tradicional o una religiosidad atea (no sobra recordar que John Gray escribió un libro titulado “Siete tipos de ateísmo”).


Hay una posibilidad que podría desbaratar la idea de un Universo con principio en una singularidad y abocado a una muerte entrópica. Se trataría de la existencia de múltiples universos heterogéneos en sus constantes fundamentales; es decir, el nuestro sería un elemento más de todos los universos que constituyen el propuesto multiverso, coherente con la teoría del campo inflacionario (la inflación de nuestro universo daría cuenta de su homogeneidad y la isotropía de la legalidad física), si bien hay que considerar que tal hipótesis teóricamente plausible según proclaman sus defensores, no parece ofrecer, por el momento, posibilidad de verificación, considerándose así, de momento, no “falsable” en el sentido de Popper.


Es curiosa la aparición de un libro cuyos autores indican que proporciona pruebas científicas de la existencia de Dios, pero no es menos cierto que antes de éste se publicaron artículos y libros en sentido contrario y con similar afán apologético. Se habla del “nuevo ateísmo desde hace un tiempo (parece que el término apareció en la revista Wired en 2006). En esa línea claramente cientificista destacan personas como Christopher Hitchens, Daniel Dennett, Sam Harris y Richard Dawkins, que se autodenominaron “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” en un libro conjunto con ese título y prologado por Stephen Fry. 


Hacer razonable una creencia no es demostrar una tesis o descubrir un axioma. Y Dios es, para el creyente, ante todo, creencia, confianza, esperanza … y, en el caso delas religiones del libro, revelación esencial que supone una adhesión siempre singular.


Desde mi punto de vista, el libro que he comentado tan brevemente, reverbera en mí no por una demostración que la ciencia no puede dar, sino por la belleza que la ciencia muestra y que, justo es reconocerlo, recoge ese texto, aunque incluya otros apartados mucho más alejados, alguno tan curioso como el milagro de Fátima.


Yo creo, desde el prisma cristiano, que Dios existe, como creo que la ciencia puede ser un camino personal para intuir esa existencia, pero no demostración de ella y que, en todo caso, remitiría al Ser de un modo extremadamente apofático.


La ciencia tiene su ámbito y la teología el suyo. Pueden darse fecundas relaciones entre ciencia y creencia, pero no debiera producirse una mutua invasión de campos con extrapolaciones a explicaciones indemostrables.


Ello no obsta para que personalmente me adhiera a un principio antrópico, no tanto epistémico como estético. De modo singular, no comunicable, sí que concibo al Dios estético y amoroso desde esa bellísima armonía de la legalidad física y su isotropía universal aparente, promotora y acogedora de la vida y de su evolución hacia la consciencia del mundo y de sí, también hacia el estremecimiento ante Dios. Es mirando un planeta, una flor, o ante la perspectiva del exquisito funcionamiento de una célula, que resuena en mí la expresión del Chandogya Upanishad, “tú eres eso”, esa invisible danza de partículas, atómica y por ello oculta en el vacío aparente de una semilla partida, esa participación en el Ser. Y así, desde la perspectiva estética, comparto la expresión de Sto. Tomás (cuyas pruebas de existencia divina desbarató Kant), “ex divina pulchritudine esse omnium derivatur”. Y coincido con el criterio de François Cheng cuando afirma que el Universo parece haber esperado al ser humano para ser dicho.


Pero la contemplación estética, pudiendo ser incluso extática, no bastaría si no fuera recepción amorosa que al Amor mismo impulsa.


Tampoco bastaría ese extasiarse ante la inconcebible complejidad de la vulgar hierba más próxima, sin la posibilidad de sentido propio singular, a la vez que compartido, como la hermandad que proclamaba Schiller en su “Oda a la Alegría”. No nos bastaría ni a mí ni a muchos. “Sólo Dios basta”, que decía Sta. Teresa, equivale a decir “Jesús basta”, pues en Él está la esperanza de muchos de nosotros, el sentido real de la vida en Dios.


La creencia, ya cristiana, en Dios, se ancla en la biografía del ser humano. No sólo en su pensamiento, sino también, esto no se puede negar, en lo que le es o le fue inconsciente, algo en lo que también tenía razón Russell.


El propio evangelio ya mostró el camino, en el que conviene, de vez en cuando, no sólo la actitud ética, sino también la esperanzadora y realista mirada estética, la que contempla los lirios del campo (Mt 6,28) y nos sitúa así en un mundo a cuya belleza y bondad podemos contribuir, asumiendo que quien no crea e incluso defienda apologéticamente su ateísmo, puede estar más cerca de Dios que el creyente más fervoroso.

 

 

lunes, 30 de enero de 2023

Morir es sólo morir...


Imagen tomada de Pixabay

 “Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
(J.L Martín Descalzo)”

 

“No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación” (Bertrand Russell)


"Esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizá, el hecho estético" (Borges)

 

       Estas entradas al blog se producen, o no, como algo un tanto autónomo; siempre son rápidas, no las corrijo en general. Fluyen o no.


Sin saber por qué, hoy tuve una intuición, creo que moriré, que no es lo mismo que saberlo de siempre, de verlo como natural en otros, en sus esquelas, obituarios, tanatorios, noticias... También creo en lo que me más me acongoja, en que morirán los demás a quienes quiero. 


Es decir, creo lo que parece asumible en otros, desconocidos, pero no en los más cercanos y en uno mismo, creo que esto, la vida, la familia, los amigos, el trabajo, el mundo… se acabará para uno, para todos quienes lo rodean, en un día vulgar para la inmensa mayoría, en un día vulgar incluso para quien muere.


Podría decirse que eso es una "boutade", que sabemos de sobra que moriremos, pero la ignorancia sobre el cuándo y el cómo facilita que ese saber desaparezca de la vida cotidiana o que, por el contrario, se haga creencia, en el sentido en que me parece que lo expresó Lacan ("La mort est du domaine de la foi. Vous avez bien raison de croire que vous allez mourir bien sûre; ça vous soutient.").


No me haré predicciones probabilísticas al estilo del principio de mediocridad de Gott. ¿Serviría de algo? Además, nadie es mediocre, aunque haya empeños abundantes en conseguirlo.


¿Sirve para algo “mirarse”, “controlar” los factores de riesgo, llevar una vida “sana”? Estimamos que sí, pero desde una mirada probabilística frecuentista, no bayesiana. Uno se vigila, atiende a todo tipo de alarmas de sus órganos y, al final, el signo menos inquietante resulta fatal o ni se muestra siquiera, apareciendo una repentina catástrofe. No es extraño siquiera que un médico especialista en algo muera precisamente de ese algo en vez de sucumbir a otra cosa, como si su atención específica apuntara a algo determinista. Lo inconsciente acierta en general y la prudencia elemental puede ser descartada.


Morirse parece a veces un milagro negativo con tintes de injusticia. ¿Cómo es posible? Con el bien que hizo, con lo buena persona que era, y acabar tan pronto (siempre es pronto) … bajo tierra, en la inhumación clásica, o en un “mix” tierra-aire con la cremación, incluso en forma de cuerpo desaparecido.


Conozco creyentes teístas y deístas, a agnósticos y a ateos. Admiro a dos personas que ya se fueron a la otra orilla, José Luis Martín Descalzo, sacerdote, y Bertrand Russell, más bien ateo. Respeto especialmente, aunque no la comparta, la perspectiva de aniquilación final  (“vuelve el polvo al polvo”). Cada cual ha de buscar su camino hacia el misterio, hacia el posible significado, y no siempre la creencia lo facilita o inmuniza ante lo aparentemente absurdo. Creer en Dios, haberlo percibido, no neutraliza la angustia en absoluto; hasta el propio Jesús vivió la tristeza más brutal y el absurdo del abandono.


Y, sin embargo, el milagro no es ese, no es morir, porque “morir se acaba”. El milagro es haber nacido. No se trata de un milagro como vulneración de la legalidad física, sino de uno de tantos “mirabilia” que nos conforman y que vemos (sólo si prestamos atención), aunque no nos los creamos por su abundancia. Se dice que se cree en lo que no se ve, pero la dificultad reside más bien en creer lo que vemos, porque resulta casi imposible asumir que, en un instante de la historia del mundo, lo hemos percibido, hemos caído en la cuenta de la propia posibilidad ética en el gran contexto armonioso, estético. Hoy mismo Venus lucía al atardecer. Precioso, haciendo tentadora una visita no factible todavía y que revelaría el carácter casi infernal de ese planeta próximo.


Y milagro todavía mayor es volver a nacer, como le sugería Jesús a Nicodemo, aunque uno sea viejo, eso que equivale a una conversión, a una metanoia desde la visión auténtica de las cosas, del mundo y de uno mismo. Un cambio en la propia perspectiva de un tiempo que deja de ser cronológico. Hay muchos tiempos, el filosófico, el psicoanalítico, el estético, el místico... todos ajenos a Kronos, pertenecientes a Aion y, a veces, contadas, a Kayrós, como en la decisión ética.


    Ante lo que importa, la muerte es mera anécdota. Lo mostraron Sócrates y muchos más. La muerte heroica valora, por ejemplar, la vida.


    Si el nacimiento de un niño requiere unos nueve meses, el renacimiento de un viejo puede precisar un simple instante eterno, el que lo enfrenta a la posibilidad de oír el viento, aunque no sepa de dónde viene ni a dónde va. 


    Siempre tenemos tiempo antes de morir. Basta con mirar, con dejarse penetrar por la belleza del cosmos, de la impresionante, indescriptible e irreductible a ecuaciones manifestación del Ser, del Amor, a pesar del absurdo creado por lo que es humanamente demoníaco, diabólicamente humano. 

            

miércoles, 26 de mayo de 2021

El placer de hacer una tesis

 


Esta entrada es un poco más larga que las habituales porque su destino es la expresión de agradecimiento. 

 

Habiéndome licenciado en 1975, fue en los años 80 cuando me surgió la posibilidad de realizar un deseo, doctorarme. Para ello, precisaba un proyecto de tesis y también una persona que me la dirigiera.

 

Inicialmente, el proyecto lo imaginé centrado en la investigación relacionada con dislipemias. Era un tiempo en que empezábamos en los laboratorios clínicos a estudiar las lipoproteínas implicadas en la aterogénesis, por lo que parecía natural centrar la tesis en esa temática: colesterol-HDL, apolipoproteínas 

 

Gracias a un compañero, fallecido poco tiempo después, me concedió una entrevista el Prof. Cabezas Cerrato, catedrático de Patología General en la Universidad de Santiago. Llevaba conmigo resultados de laboratorio, algo que conservo con cariño. Hablamos de los lípidos, pero él rápidamente me mostró la dificultad que entrañaba lo que se suponía un estudio de tipo observacional, que habría de realizarse con muchas personas, incluyendo niños. Al ver que se me iba por la borda esa posibilidad, le comenté que mi interés real poco tenía que ver con los lípidos y mucho más con la cinética celular y con su potencial perturbación por agentes físicos, como campos magnéticos estáticos. Esa contingencia inesperada resonó favorablemente en el Prof. Cabezas, que decidió concederme un tiempo para presentarle un proyecto detallado al respecto.

 

Cuando, al cabo de algunas semanas, me volví a reunir con él, y después de leerle todo el proyecto, incluyendo la bibliografía, surgieron por su parte algunas preguntas, tras las que me dio el visto bueno. Me dirigiría la tesis. 

 

Tenía ya un tema que me interesaba, facilidades y dificultades para realizarlo, y un catedrático que había pasado de una aparente intransigencia a una receptividad llamativa

 

Necesitaba un campo magnéticoy un medidor de su intensidad y nada parecía mejor que recurrir al catedrático de Electromagnetismo de la misma Universidad, el Prof. Rivas Rey, un hombre de gran calidad científica y humana, cuya amistad actual me honra, y que me brindó entonces todo tipo de posibilidades. 

 

Era una época interesante. Lo que ahora nos parecerían lastres, eran entonces aspectos de la modernidad. Al disponer en mi hospital de una excelente biblioteca, las revistas principales generalistas (Science y Nature), así como las principales médicas (NEJM, Lancet, BMJ), estaban disponibles. A la vez, había un curioso sistema, el Index Medicus, que recogía referencias de lo que se publicaba sobre distintos temas, de tal modo que, atendiendo al título de cada trabajo allí recogido, uno podía hacerse a la idea de si era interesante y, en tal caso, tratar de conseguirlo. Esa aproximación se complementaba con la ofrecida por el Current Contents. De ese modo, lo que no estuviera disponible, podía lograrse pidiéndoselo directamente, por correo postal, al autor. Peticiones y más peticiones en tarjetas ad hoc, con su sello de correos, que, con frecuencia, no siempre, eran respondidas con una atenta carta en la que se adjuntaba la separata solicitada o, como se le llama ahora, el “paper” en cuestión. Curiosamente, el tema abordado generaba especial interés al otro lado de lo que entonces se conocía como telón de acero. En Occidente, esa mirada tenía que ver más bien con aspectos de seguridad relacionados con el trabajo con campos magnéticos de alta intensidad, como los que se manejaban en física de partículas, y en la incipiente aplicación de la resonancia magnética nuclear a la obtención de imágenes. Los libros de Barnothy, Dubrov, Tenforde mostraban maravillas relacionadas con el campo geomagnético y los campos de gran intensidad. Era el tiempo en que se habían descubierto las magnetobacterias y la posible orientación en campos magnéticos débiles de macromoléculas con anisotropía diamagnética. Algo hermoso se mostraba. 

 

Lo que ahora es, en la práctica, instantáneo, como el correo electrónico, en aquellos tiempos se lograba o no tras el tiempo de espera que requería el intercambio postal. No era algo necesariamente negativo; llegaban correos manuscritos, encerrados en sobres con sellos de diferentes países… Y había una espera interesante, que ahora parecería paleolítica. 

 

La tesis proyectada era de carácter experimental, pero, como todas, requería una introducción al tema a tratar. Y eso constituyó una sorpresa personal, ya que disfruté más con el trabajo teórico de introducción, y después con el de discusión de los resultados, que con la experimentación misma. De ésta, más que con los resultados en sí, disfruté con la metodología, con las imágenes microscópicas, con algo ya un poco antiguo, como ver la diferente tinción de cromátidas hermanas de cromosomas y los intercambios de fragmentos entre ellas; la primera vez que lo vi en mi microscopio la sensación fue impresionante.

Convencido de que mi vocación era la investigación experimental, el interés bibliográfico y el esfuerzo de síntesis fue ya una señal de que eso era un error que, no obstante, persistió durante mucho tiempo, hasta que se me hizo evidente que mi deseo tenía que ver más con lo teórico que con lo experimental, con lo estético que con lo epistémico, aunque ambos aspectos fueran íntimamente ligados. 

 

Los ochenta fueron años de cambios, quizá de mayor envergadura de los que acontecieron después. Nadie usaba internet, pero ya se vislumbraba. Las máquinas de escribir seguían sonando en todos los departamentos de hospitales y oficinas. Había intercambios verbales cotidianos entre compañeros, presenciales diríamos hoy,  que empezarían a decaer paulatinamente. Y aparecían los primeros ordenadores, aunque muchos no merecieran propiamente tal nombre en comparación con el Apple II.

 

Ahora, que hacemos las fotos que queramos con cualquier “móvil”, no “saboreamos” la frustración que suponía pasarse horas al microscopio haciendo fotos para descubrir que el revelado de algún rollo de película aparecía totalmente negro o que ese carrete en cuestión ni siquiera se había movido. Hacer una diapositiva descriptiva suponía un lento trabajo de colocación de letras, signos y gráficos en un papel de color que sería fotografiado y “positivado”. Todo eso requería una gran pérdida de tiempo, pero entendida así sólo si concebimos el tiempo con los criterios apresurados de una supuesta eficiencia que, no pocas veces, nos acaba perjudicando. Las prisas nunca son buenas. 

 

Esos años fueron para mí un tiempo feliz, a lo largo de todas las fases de la tesis, leída en julio de 1987, a pesar de torpezas experimentales de todo tipo y de que los resultados obtenidos no fueran espectaculares precisamente, cosa que cabe esperar como posibilidad si uno tiene honestidad científica, la que permite reconocer que lo importante reside en la búsqueda más que en el resultado mismo. 

 

Ese goce implícito a todo el trabajo de tesis sólo fue posible por ser realizado en plena libertad, la que me otorgó, desde el primer momento, mi Director de Tesis. Nos veíamos pocas veces al año. Siempre recibí de él una crítica tan rigurosa como animosa, siempre confió en mí. La primera vez que ensayé la lectura de la tesis, tras escucharla pacientemente, se limitó a decirme que era un desastre. Y tenía razón. Salió bien después de eso. Me enseñó y aprendí.

 

Podría decir que me dirigió muy bien precisamente por no dirigirme, por dejarme hacer libremente. Su dirección fue en realidad la de una mirada compartida, sin decírnoslo, al valor del método científico, algo en lo que él era y sigue siendo un maestro. Algo que no olvidé. 

 

Monod hablaba del azar y la necesidad en el ámbito de lo viviente. Pues bien, en el desarrollo biográfico, son importantes la contingencia y un destino que no sólo está regido por genes y determinantes de todo tipo, generalmente inconscientes, sino también por el deseo. Es, en la medida en que unimos nuestro deseo a nuestro destino, que podemos saborear lo mejor de la vida, esa felicidad que, para Freud y para Russell, implicaba el trabajo creativo. 

 

Mucho después, la mirada psicoanalítica mostró el extraordinario valor de la creatividad amorosa. 

 

José Cabezas, un hombre cuyo interés no se limitó al inherente a su cátedra ni a la Medicina, sino que miró, y sigue haciéndolo, a todo lo humano (su reciente libro sobre el cerebro da buena cuenta de ello), fue un excelente maestro para mí. Y su amistad, ya de muchos años, un precioso regalo. Justo es reconocerlo públicamente alguna vez. Y cualquier momento es bueno para ello, como hoy, como ahora.


Dedicado a mi amigo, el Prof. Dr. José Cabezas Cerrato.

miércoles, 22 de abril de 2020

Lo real





Y aquí estamos. Perdidos.

Llega un virus y crece en nuestros cuerpos. No hay “porqué”. “La rosa florece porque florece”. Y ésta es una mala primavera para nosotros.

A veces, ese crecimiento es tolerado por el cuerpo. En otras ocasiones, no. Y no es porque el virus en sí vaya destruyendo nuestras células, nuestros tejidos, como podría hacerlo a escala macroscópica un tigre. No, es el cuerpo de quien morirá en el intento el que monta una defensa alocada, si así puede decirse de lo que no piensa ni habla, aunque exista un lenguaje molecular. 

Nosotros, que sí hablamos, a veces sin sentido, le llamamos a eso “tormenta de citoquinas”, que en unos se da y en otros no.

No hay finalidad aparente. Y eso resulta terrible en el contexto cultural, por más que, desde la óptica neodarwinista, se le atribuya a la selección natural un papel demiúrgico. Monod hablaba de teleonomía, un término más bien “light”. Siendo ateo, se resistía a esa carencia de causalidad finalista. Parece que es más fácil prescindir de la mirada teológica que de la teleológica. Y por eso construimos (o descubrimos) el mundo mítico. Ha sido nefasto desterrar a los dioses. El logos no puede afrontar el horror de lo real. Sólo la mirada mítica de los poetas puede encararlo. Y quienes lo hacen de verdad pueden acabar locos o extrañamente lúcidos. Novalis se reconcilia con la muerte, a la que llega a desear por amor, en sus “Himnos a la Noche”.

Muchas veces nos preguntamos, desde distintas perspectivas, sobre lo real. ¿Qué es lo real? No lo sabemos ni lo sabremos. Es inaccesible a la mismísima Ciencia en su "qué" esencial, tras el inicial, descriptivo y taxonómico, tras el cómo y el porqué. Va más allá, incluso en algo brutalmente simple como este virus, con su RNA y unas cuantas proteínas. Lo nombramos y creemos comprenderlo. Fue secuenciado, visto al microscopio electrónico. Podremos “combatirlo”, desde esa óptica bélica que considera armas a los fármacos y vacunas. Pero ahora mismo nos remite, sin decir nada, a nuestra fragilidad, desbarata el mito cientificista del progreso, quiebra el desarrollo económico, “limpia” el aire y las aguas… Eso es lo real. 

Eso no sabe de nosotros y nosotros no sabemos sobre lo que nos atañe de eso. ¿Qué quiere ese otro de nosotros? Nuestra vida, nuestra soledad ante la muerte, que es peor… Estamos ante lo siniestro, de nuevo, como tantas veces, ante el “Unheimlich” freudiano. La angustia se instala y desbarata la vulgaridad cotidiana de falsas seguridades.

Un virus muestra lo siniestro de la alteridad, y nos contagia de esa impresión, por la que ya vemos al otro, a cualquier otro, incluso al hermano, como albergue de virus, potencialmente letal. ¿Por qué algo así ocurre? ¿Por qué vuelve a cabalgar ese jinete pálido que apareció en 1918 y muchas otras veces antes? Por la misma razón que la rosa florece. No hay porqué.

Y las consecuencias de ese virus, pequeño, nombrado, cuya estructura molecular es conocida, precederán, con el horror que muestra en los hospitales y morgues, a la miseria adicional de la fragilidad de quien no recibirá un sueldo, una ayuda, de quien no podrá alimentar a su familia, de quien no volverá a trabajar, de quien caerá en cualquier modalidad psicótica.

Eso es lo real. Lo que no tiene nombre, aunque ahora le llamemos coronavirus. Es la innombrable criatura divina, como los árboles, los gorriones, los delfines, las arañas y las rosas. Como Dios mismo o, si se prefiere, como la Nada. Eckhart, que era sabio, no diferenciaba. ¿Quién puede imaginar lo inimaginable?

Nos ha dejado estupefactos hasta la estupidez. Tenemos medios para ir a buscarlo, para limitar su contagio, pero no los usamos, prefiriendo llenar las UCI de hospitales y optando por el confinamiento generalizado. El estupor se implanta en nuestras casas y en los políticos que nos dirigen como sociedad, esos que pretenden conjurar el horror de cada singularidad con la mejora supuesta del individuo colectivo, con esa curva estadística absurda. Una modalidad del Horla reside en nuestras casas y parasitará las mentes de muchos.

Eso es lo real. No una entelequia intelectual, aunque implique la mirada filosófica, sino lo más brutalmente pragmático y absurdo para la perspectiva antropomórfica y cientificista que regía en estos tiempos modernos. En la Ciencia confiamos, pero en la de verdad, que es la que nos ayudará y que es lenta. 

Esto es lo real para este siglo y para el otro y el siguiente. Como lo fue para los anteriores. Inasumible, inaceptable, precisamente por eso, por ser un real que marca la misteriosa distancia con lo que suponíamos, con lo que imaginábamos, con la falsa seguridad. Un real sísmico que nos recuerda el Misterio, que nos lo hace percibir en el peor de los modos.




jueves, 6 de febrero de 2020

El alma del águila.


Es curioso el mundo de las noticias. Hoy supimos del estudio genómico de más de 2.600 cánceres primarios abarcando 38 tipos distintos. Se trata de los resultados del Pan-Cancer Analysis of Whole Genomes recogido por Nature
  
Un gran resultado, de grande, más que de revolucionario, pero importante, a fin de cuentas, ya que el cáncer dista de ser algo comparable a un microbio, por dañino que éste sea.

El cáncer tiene mucho de aleatorio y su “solución”, a no ser que venga de un gran hallazgo empírico, parece requerir una medicina de detalle (tan mal llamada “personalizada”), iluminada por eso, por el estudio genético, y ligada a una integración de miradas, desde la genética, como la recogida en esta colección específica de Nature, a la quirúrgica, pasando por la celular, ejemplificada por los linfocitos T-CAR.

La gran ciencia, la de los grandes descubrimientos, es tan importante como la trabajosa, masiva, de acumulación de datos. Fue importante saber de la existencia de oncogenes en una época en la que algo así fue revolucionario; también lo es obtener datos y más datos sobre todo ese amplio abanico de mutaciones que pueden matarnos en forma de cáncer.

A la vez, también noticia actual, el afán científico se ocupa de reducir algo como el amor maternal a un correlato neuronal. ¿Cuántas veces se nos seguirán presentando hallazgos descriptivos (un correlato lo es) con relaciones explicativas? 

Y parece ya que ningún día, sea hoy, mañana o cualquiera, podremos prescindir de ser asombrados por la estupidez cientificista, esa que llega a medir la belleza masculina  No es nuevo referirse a la proporción áurea para decir tonterías.

Ah, el cerebro, los genes… ¿Cuándo nos hartaremos de la soteriología cotidiana? 

La información es causa y diana de todo, incluso del ser, se nos dice o sugiere insistentemente. La metáfora informativa ha cobrado una fuerza tan grande como pobreza tiene la teoría  de la consciencia centrada en ella, la teoría de la información integrada de Tononi, Koch y seguidores, una teoría que les impone recurrir a un panpsiquismo tan totalizador como absurdo, que ni Teilhard de Chardin soñó y que el propio Koch asume. De ser cierta, cabría legítimamente asociar consciencia al conjunto de eso que puede matar a uno, un cáncer. A fin de cuentas, no mata una sola célula cancerosa, sino un conjunto de ellas, algo complejo, también con su información integrada, en cierto modo como si una neoplasia fuera un neo-individuo consciente desarrollándose en el cuerpo huésped al que derrota tantas veces con la muerte de ambos, una consciencia letal.

Las imágenes cientificistas son el peor ataque que la Ciencia sufre a día de hoy. 

Hay, a la vez, otras imágenes, más realistas y misteriosas que tantos “modelos” científicos, sean de células intencionales o de rostros humanos.

Si en mi anterior entrada me referí a un potro que no se separaba de su madre muerta en una carretera, hoy muchos habremos sido tocados en lo más íntimo al saber de la visita de un águila al cementerio que aloja el cadáver de quien fue su dueño (así dicen, aunque habría que decir más bien amigo inseparable). 

El potro que no se alejaba de su madre, tantos perros que esperan pacientemente en los aledaños de hospitales a sus amigos enfermos, el águila que visita el cementerio, muestran algo físico, pero en el sentido griego. Es la Physis, lo misterioso, lo que ahí contemplamos, esa unión tan extraña como real por la que compartimos los átomos del universo, siendo nosotros tan diferentes por singulares; es eso que podemos percibir como amor. 

Amor animal, de anima, de esa alma que anima al cuerpo impregnándolo, haciéndose cuerpo. Es esa alma que no podrá reducirse jamás a una secuencia de bits ni a una imagen cerebral. Hoy, un águila nos lo ha vuelto a enseñar, aunque consideremos algo tan bello, tan misterioso, como mera anécdota. 

Esa águila nos hace partícipes de la gran posibilidad de tocar el Misterio, indicándonos a la vez que una tumba no es necesariamente signo de un término, sino muestra de que el amor es más fuerte que la muerte, aunque sea amor animal que corresponde a quien a ese animal amó.

jueves, 10 de octubre de 2019

Nobel de Medicina de 2019. La importancia de soñar.


Este año se ha premiado a tres investigadores centrados en desentrañar algo que es de suma importancia, la sensibilidad de las células a concentraciones de oxígeno, desde la que se ponen en marcha mecanismos de adaptación molecular que permitan sobrevivir en condiciones de hipoxia.

Algo sabido a la gran escala del organismo (la importancia de la eritropoyetina o la necesidad de la angiogénesis en supervivencia de tumores sólidos) se elucida ya a escala molecular, de regulación genética..
 
Dos de los premiados, Gregg Semenza y Peter Radcliffe, se han centrado en el gen de la eritropoyetina y en otros relacionados. A su vez, William G. Kaelin ha partido de una rara enfermedad (la de von Hippel Lindau) en la que aumenta claramente el riesgo de cáncer, debido, al parecer, a una proteína alterada, la VHL, que actúa señalando de modo incorrecto una situación de hipoxia. 
 
En síntesis, se ha partido de lo sabido y con dos enfoques que han permitido un gran avance en algo común a ellos y esencial en Biología Molecular. Uno ha sido generalista, basado en partir de la eritropoyetina y estudiar los genes de regulación asociados. Otro se ha centrado en una enfermedad rara pero relacionada con algo tan habitual como el cáncer, la de von Hippel Lindau, que afecta una de cada cincuenta mil personas aproximadamente. Si algo bueno tienen esas patologías raras es que sirven como “experimento de la Naturaleza”, como modelo de algo, en este caso de una sensibilidad celular especial a la concentración de oxígeno. 
 
Un tema común, dos aproximaciones diferentes. 
 
Cualquier persona interesada en esta cuestión dispone de una abundantísima bibliografía fácilmente accesible, pero el objetivo de esta entrada en el blog es ajeno a una divulgación que puede encontrarse de mejor modo en muchos lugares. Mi propósito aquí es hacer una breve reflexión sobre este premio Nobel. 
 
Por un lado, como en otras ocasiones, el Instituto Karolinska ha preferido lo importante a lo sensacional (aunque sea también importante). Era previsible el premio a investigadores relacionados con los linfocitos T-CAR o con los métodos de edición genética. Probablemente se otorguen en el futuro, pero ahora, que no se pensaba mucho en el oxígeno, se nos recuerda la importancia de la adaptación celular a cambios en la disponibilidad de algo tan elemental para vivir y, a la vez, aumentar la entropía del mundo, algo tan maravilloso que hace años se había llegado a suponer increíble, acuñándose el término “neguentropía”. Y no, la entropía ha de aumentar a la vez que la vida prosigue. Desde la emisión de fotones solares hasta el crecimiento de un niño y el mantenimiento del organismo hasta la muerte, y más allá de ella, la entropía universal va aumentando. Los alimentos se degradan y sus productos finales son literalmente quemados, oxidados por oxígeno en esas maravillas conocidas como mitocondrias, aumentando la entropía pero, a la vez, proporcionando energía libre (no energía “a secas”) para construir moléculas mediante reacciones encadenadas. No parece mala cosa premiar la profundización en lo más básico, en lo más fundamental. 
 
Por otra parte, en Biología y Medicina resulta imprescindible el uso de modelos experimentales u observacionales. Uno de los mayores científicos, Sydney Brenner, fallecido hace poco, no solo realizó investigaciones esenciales, sino que mostró la importancia de modelos experimentales como el C. elegans o el pez globo. Ahora, una enfermedad rara es usada como modelo natural para avanzar en la investigación básica. No es la primera vez que algo así ocurre, de modo que lo extraño, lo menos “normal”, los “outliers”, sirven precisamente para poder ver lo general, lo normal.

Y, finalmente, algo que parece olvidado en la investigación actual con su excesiva obsesión bibliométrica, que llega a equiparar investigar con publicar. Se trata de la pasión por el conocimiento, por buscarlo aunque no se logre. Eso no se da sin más ni más, se ancla en el niño que cada cual lleva dentro, en el deseo básico al que se puede responder o no.

Reside en el sueño que pasará a ser libre destino, expresión clara, por paradójica que parezca. Pues bien, a eso se han referido dos de los galardonados. Semenza lo expresó así Somos afortunados de tener esta carrera donde podemos seguir nuestros intereses y sueños donde sea que conduzcan”. Por su parte, Kaelin decía que “Me permití soñar que tal vez algún día esto sucedería”. A la vez, se refirió a que "la enfermedad de von Hippel-Lindau era el lugar correcto para ir de pesca", rememorando curiosamente la actividad favorita de su padre, cuyo secreto era saber dónde pescar, un recuerdo infantil.

Quizá un mensaje de este premio, más allá del reconocimiento de tres grandes investigadores, resida en mostrar que la ciencia no resulta tanto de una carrera curricular, por más que lo parezca a muchos, como de la actualización de un sueño, de la realización de un deseo propio, noble y fundamental, tanto si es reconocido por otros como si es ignorado por el mundo.