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miércoles, 16 de junio de 2021

MEDICINA. La incertidumbre insoportable o el encarnizamiento diagnóstico.

 

 


"Si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada."

Sta. Teresa. Camino de Perfección, 11,4.

 

    Vivimos tiempos modernos, en los que no sólo recibimos las bondades diagnósticas y terapéuticas que la investigación tecno-científica ha proporcionado. También asistimos a un cambio muy brusco, no siempre feliz, de la relación singular, transferencial, que supone el encuentro clínico.

    

     En cierto modo, internet ha cobrado el papel del médico y no sólo para cualquier hipocondríaco que se precie, convertido ya en “cibercondríaco”. Casi todos tenemos disponibles aplicaciones de “salud” en los “smart-phones”, que miden las pulsaciones, los pasos que damos o la calidad del sueño, y que pueden ser complementadas por datos que el móvil no puede medir, de momento, como el peso o la tensión arterial.

     

    Hay quien ve una situación ideal en el control permanente de esas variables que se llaman malamente “constantes”, contemplando como buena cualquier alarma de que nuestra frecuencia cardíaca se desmadra o de que no hemos dormido como se debe, porque todo esto ya parece un deber. Pero eso no basta; a veces, habrá que recurrir al médico… también a través del móvil. 

    

     El enfoque “e-Health” se presenta como un futuro magnífico en el que podremos prevenirlo todo, excepto las pandemias, como tristemente hemos visto y volveremos a caer en otra o volverán a ver quienes nos sucedan.

    

     Cuantos más sensores y registros tengamos (los “lab on a chip” llegarán en cualquier momento, si hay chips), más rápido detectaremos el mal posible que habita en el cuerpo y, de ese modo, podremos atajarlo con un tratamiento personalizado. Suena bien sólo en apariencia, porque pasamos, en la práctica, a definir la salud, no como ausencia de enfermedad en general, sino como la demostración constante, en tiempo real diríamos como modernos, de tal ausencia de todas las enfermedades posibles. 

    

    Ya ocurre que mucha gente va con su diagnóstico hecho al médico sólo para confirmarlo y recibir tratamiento, algo que los móviles no proporcionan de momento. 

    

    Los propios médicos, y no sólo los más jóvenes, parecen alabar que lo que hace tiempo se llamaba “ojo clínico”  haya sido sustituido por un ojo realmente adecuado, el de las técnicas de imagen, registros biofísicos, análisis bioquímicos, fenotípicos y genotípicos, pruebas funcionales… 

    

     Es difícil hoy en día acudir a consulta por un problema y salir tranquilo. Raro será el médico que se abstenga de rellenar en papel o de forma electrónica peticiones de algunas o muchas de esas pruebas que un día se llamaron complementarias y hoy parecen prioritarias. Se habla de medicina científica y personalizada. Atrás quedó la medicina mágica. Y, sin embargo, no todo está siendo maravilloso. 

     

    En esta medicina actual hay un problema que no acaba de resolverse bien, sino todo lo contrario. Se trata del manejo de la información y de la incertidumbre asociada a ella, especialmente a la hora de establecer un diagnóstico, pero también en lo concerniente al pronóstico y al tratamiento que aquél puede implicar. A veces, la situación es clara, bien porque una prueba complementaria confirma pronto la sospecha clínica, bien porque ni se necesita tal prueba desde la experiencia del médico. Otras veces, se requerirá una sucesión de estudios que permitan orientar o mostrar claramente el diagnóstico. 

     

    El juicio clínico tiene bastante de orientación bayesiana aunque no se formule como tal. Muchas veces se decidirá en función de lo que parece más probable, aunque tal probabilidad no se mida. Es esa decisión orientada por la experiencia y por una intuición personal la que subyace al buen ojo clínico, entendido correctamente como saber mirar. Pero ahora abundan los médicos que, obsesionados por el diagnóstico, aunque el malestar parezca banal, realizarán todas las pruebas habidas y por haber hasta encontrarlo o descartar (término muy en boga) todas las posibilidades etiológicas, algo que puede ir acompañado, tanto del desprecio de lo subjetivo como de la perspectiva contraria, la psiquiatrización de la queja, si no hay nada malo objetivable. 

     

    Permanece lo viejo en el peor modo, ese lema tristísimo del más vale prevenir, por el que uno puede verse impelido a una dieta de alcachofas o a machacarse en un gimnasio. 

     

    Ahora se trata de obtener toda la información relevante, de no incurrir en riesgo. Y cada médico habrá de decidir qué hacer. Pero no estamos sólo ante una cuestión de balance entre información y ruido (al margen del propio riesgo biológico inherente a algunas pruebas), sino ante el hecho de que tal cuestión se entrelaza con la relación médico – paciente. Y es aquí dónde no pocos médicos sucumben a la tentación de contagiar al enfermo la incertidumbre que debieran guardarse para ellos hasta que se disipe. Es muy distinto tener que comunicar un diagnóstico infausto que anticiparlo como posibilidad, cosa que se hace cada vez con más alegría, trasladando a quien ya tiene sus miedos la necesidad de “descartar” todo lo malo que pueda explicar algo que también, no es infrecuente, puede acabar siendo un problema pasajero que se resuelva solo. 

     

    La relación clínica es muchas veces un ejemplo de cómo en una situación transferencial puede actuarse del peor modo. Ya sobra con que el paciente muestre sus miedos, sus preguntas, sin necesidad de que el médico le ofrezca un panorama de desgracias potencialmente compatibles con ellos y que requerirán no sólo la realización de pruebas sino el tiempo implicado en ellas, algo que puede hacerse eterno si el médico ha contagiado sin necesidad alguna su incertidumbre. La transmisión de ese no saber como sospecha de lo peor propicia de un modo aparentemente cruel la génesis de angustia, antes de tiempo y, a veces, sin justificación a posteriori (a priori nunca la hay).

    

    Es difícil saber por qué ocurre esto. Se invoca con frecuencia la autonomía del paciente y se alude al antiguo e indigno paternalismo médico, pero un paciente acude precisamente para ser orientado desde un supuesto saber clínico, no para ser amedrentado por él. Si eso es paternalismo, lo quisiera para mí cuando precise de un médico. El paciente no necesita respuestas a preguntas que no formula y, aunque lo haga, hay muchos modos de orientarlas, desde la sensatez de referirse a la conveniencia de afinar el diagnóstico, hasta la brutalidad de describir todo lo peor que puede surgir de esos estudios. 

    

     Es plausible que la explicación resida en que un médico que actúa así, anticipando todos los males posibles a descartar, lo haga porque la incertidumbre le es insoportable, no tanto en el orden epistémico, cuanto en el emocional, cuando no con precaución jurídica excesiva. El médico que cree descargar así su incertidumbre antes de confrontarse a lo real no sólo no hace ningún bien, sino que transforma el tiempo de espera del paciente en tiempo de angustia innecesaria para él y sus familiares. 

     

    Ese parece el triste camino por donde están derivando muchas actuaciones clínicas. 

     

    Manejar tan mal la incertidumbre, en muchos, demasiados casos, supone en la práctica que estamos pasando a la encarnación del Dr. Google en muchos médicos. Esa fría, gélida a veces, “internetización” del médico, convertido en operario de algoritmos perversamente llamados “científicos” supondrá, de seguir así, el fin de la Medicina. Tendremos robots que nos diagnostiquen y que incluso nos intervengan quirúrgicamente (ya los hay, aunque “ayudados”), pero nos habremos quedado sin médicos de verdad una vez desaparezcan los que asumían la limitación de su conocimiento y de sus posibilidades y buscaban, a pesar de ello, la realización de ese deseo que ya parece lejano: “curar a veces, aliviar con frecuencia, consolar siempre”.

 


sábado, 8 de mayo de 2021

MEDICINA. Un gran cirujano.

 


Las manos y el lenguaje han permitido que pasáramos, hace unos cuantos millones de años, del mundo de la Biología al de la Cultura. 

 

Llegamos a la fase de “Homo faber” por tener manos. Más tarde, nos hicimos “Homo ludens” también por ellas. Un dedo oponible a los demás hizo posible que pudiéramos hacer cosas manuales con las finalidades más dispares, desde cazar hasta simbolizar. La propia mano alcanzó tal valor que se hizo símbolo a sí misma. Estrechamos la mano de otra persona para presentarnos, para cerrar un trato. Con las manos escribimos, comemos, nos aseamos, trabajamos, creamos. Hasta la mirada mágica pretendió augurar el futuro contemplándolas.

 

Vivimos inmersos en un excesivo “cerebro-centrismo”, el que identifica lo anímico con lo neuronal. Si Lacan dijo un día irónicamente que pensamos con los pies, en contra de esa reducción excesiva, la ironía es menor si pasamos a decir que pensamos con las manos. 


Somos teniendo, habitando, un cuerpo. Y en él, las manos permiten tocar incluso lo inefable. En el ámbito de las creencias religiosas, las manos han sido y siguen siendo esenciales. Con ellas se bendice a alguien, ellas hacen perceptible el milagro eucarístico partiendo el pan. Ellas reconcilian.

 

Hemos necesitado un virus con potencia letal para echar en falta la riqueza ritual de esas manos que se estrechan, que se posan en el hombro, que acarician. 


Somos humanos hablando y tocando… con las manos, sin las que todo contacto es pobre suplencia. 

 

Y, por eso, quien restituye la movilidad de las manos de otro, muestra la extraordinaria nobleza de la cirugía.

 

La cirugía muestra la singularidad de cada acto operatorio… y su milagro. Son las manos de un cirujano las que pueden obrar el milagro de oír la música lograda con unas manos recuperadas que vuelven a tocar un instrumento, el de facilitar la gestualidad de quien tropieza verbalmente sin ellas, el de permitir volver a ser como se era, antes de que una enfermedad o un accidente quebrara la posibilidad de expresión manual. 

 

Recuperar las manos en su funcionalidad es, en cierto modo, recuperar un lenguaje, algo literal en el caso de sordomudos, pero reconocible de modo universal. 

 

Hay muchos modos de mirar a la Medicina, desde la perspectiva dura, y realista a la vez, que mostró Klimt, hasta la que es sostenida por la fraternidad entre compañeros que acoge la admiración hacia lo que un amigo es capaz de hacer. 

 

Admiro a los cirujanos. De niño, presencié la seguridad curativa de mi amigo Norberto. Ya, siendo médico, contemplé la capacidad de mi amigo Antonio para ayudar a nacer, la de mi amigo Santiago de restaurar la visión. Muchos más he admirado y querido. Ahora, es otro cirujano y amigo, Ángel, a quien ya le había dedicado otra entrada, el que me anima, al verlo en el periódico, al recordarme con su semblante de seguridad, en estos tiempos tristes, que ser médico vale la pena, aunque sólo sea como observador de la proeza magnífica que otros realizan de forma cotidiana en un quirófano.

 

Como él, como Ángel Álvarez Jorge.


jueves, 29 de octubre de 2020

De “Cuerpos y almas” y rivalidades cientificistas actuales.

 


 

“El hospital ha matado al médico de familia y nadie saldrá ganando con ello” 

“¡Publicar! ¡Hoy en día es el sueño de todos!” 

Maxence van der Meersch (“Cuerpos y Almas”). 

 

     “Cuerpos y Almas” es una gran novela cuya primera edición tuvo lugar en 1943. Su autor, Van der Meersch, moriría en enero de 1951 a los 43 años a causa de tuberculosis, una enfermedad que es central en la obra. 

     La novela trata de médicos en un ambiente de hospital universitario y muestra con gran maestría cómo los cuerpos y las almas de los médicos de aquella época, que nos parece tan lejana, eran similares a los de los actuales. 

    La pandemia ha amplificado un afán de notoriedad que trasciende al ámbito de un hospital concreto, cosas de la globalización, y conduce a luchas cientificistas, que no científicas, siendo más propias de la doxa que de la episteme. No estamos ante resultados científicos, sino ante la opinión de epidemiólogos reputados frente a la de otros también célebres. Esto lo ha mostrado de un modo breve y brillante Sergio Minué en su excelente blog

    Viendo lo que vemos y leyendo lo que leemos, es difícil sustraerse a la opinión de que la Epidemiología tiene mucho de pseudociencia y que la Medicina Preventiva previene muy poco, incluso en los centros sanitarios. 

    Por las páginas de “Cuerpos y Almas” desfilan personajes que podemos encontrar hoy en cualquier hospital. Se dibujan los brillos conseguidos, el horror de la decadencia, la presencia de los “trepas” (“logreros y aduladores” les llama el autor), las diferencias sociales y su implicación en los cuidados, etc. 

    Y hay un personaje central. Bien situado, podría lograr un magnífico puesto al cabo de unos años cortejando a alguna de las figuras médicas relevantes, como también lo es su padre. Sin embargo, el amor a una mujer pobre y enferma de tuberculosis, muy alejada de su clase social, lo distancia a él del brillo curricular y del acomodo económico. El protagonista decide dejarlo todo para buscarla, casarse con ella y trabajar como “médico de barrio”. 

    Ya Mika Waltari había novelado en “Sinuhé el egipcio” el contraste de una medicina para ricos y otra para pobres en los albores de la Historia. Hasta en esto nuestros tiempos son similares a los de Van der Meersch. La Medicina de Familia no es precisamente una especialidad preferida por quienes van a hacer el MIR. Y, sin embargo, es principalmente a médicos generalistas o a su equivalente en la novela, el “de barrio”, a quienes les es dado realizar del mejor modo ese vieja tarea de curar a veces, paliar con frecuencia y acompañar siempre. 

    El joven médico de la novela trabaja así, como médico “de barrio”. Un amor inicial, de joven apasionado, de dudosa permanencia temporal para su padre, con quien lo enfrenta, se entrelazará con un amor humano generalizado y persistente, con una vocación real que se muestra en la acción posible en un medio pobre e inicialmente poco receptivo. 

    Esa necesidad de ayuda a pacientes en su singularidad, pasará al acto de múltiples maneras, incluyendo la compañía a quien agoniza, facilitándole el calor humano imprescindible para ese tránsito, no visto como fracaso médico, sino como un tiempo en que lo cronológico deja de tener sentido y donde el miedo y la soledad ceden si puede estrecharse una mano solidaria, la de un médico que, al lado, facilitará que incluso en esos momentos sea factible la serenidad y se revele tal vez el propio significado biográfico. 

    La novela es muy extensa, tanto como atractiva su lectura, y cada cual la leerá de un modo distinto. Me consta que ha influido en algún amigo y maestro mío, como Norberto. Yo la leí bastantes años después de ser médico y acabo de releerla hoy. 

    Tiene un fondo universal que permite comprender que su autor no tuviera que ser médico (ejerció la abogacía) para poder escribir algo así, tan hermoso. La novela acaba refiriéndose a Dios, pero es atractiva para creyentes y ateos, porque el Dios que se muestra es inmanente, porque se instala en el corazón humano cuando éste se abre a lo bueno. 

    Personalmente veo en esa novela mucha riqueza y hay algo que destacaría especialmente en ella sobre todo lo demás. Se trata de la heroicidad del protagonista al cumplir su deseo, su actitud ética derivada de un deseo amoroso que acaba siendo su destino.

miércoles, 8 de julio de 2020

COVID-19. ¿PRUDENCIA? LA OMS Y LA CALLE.




Volvemos a oír que el coronavirus puede transmitirse por el aire. Y no ya porque viaje en el cuerpo de turistas en aviones y lo haga tan tranquilo porque los controles de pasajeros son ausentes o inútiles. ¿Para qué hacer PCR (aunque sea grupal) en origen o destino? Mejor rastrear a posteriori, tarea imposible, si aparece algún caso en algún avión, algo probable.  

Ahora la OMS no descarta que el virus de la Covid se transmita por vía aérea”. Responde así a una carta firmada por 239 científicos en el New York Times en que pedían a ese organismo que se tomara en serio tal hipótesis.

¿Qué significa proclamar que no descarta? Nada. Supone una prudencia que no es tal, porque no estamos propiamente ante un experimento científico de dinámica de fluidos o análisis de infectividad aérea de modelos experimentales, que también, sino ante una hipótesis que, de confirmarse, implicaría reforzar las medidas de distancia y barreras como las mascarillas. Pero, ¿qué perderíamos si asumimos ya las bases, aparentemente sólidas, que sostienen esa hipótesis y tomamos esas medidas? Nada dañino. Así pues, ¿Por qué no optar por la prudencia preventiva en un ámbito que dista mucho de ser propiamente científico, como ya se vio? 

Sólo hemos tenido una evidencia en España y otros países científicamente desarrollados: los asesores preventivistas no han evitado nada, actuando sólo de elementos de apoyo a un patético y pretendidamente tranquilizador discurso político.

No estamos ahora ante un experimento neutro de contraste de hipótesis, sino ante la decisión de adoptar o no mayor prudencia ante una posibilidad que parece muy probable. Tardar en tomar la decisión correcta de reforzar medidas de distancia y de barrera supondrá más muertes si la hipótesis se confirma y no supondría ningún daño si, por el contrario, la hipótesis no llega a ser confirmada. ¿Por qué tanta parsimonia?

En Scientific American, ya se planteaba esta cuestión el 12 de mayo, aludiendo a un artículo aparecido en Nature, que no es una revista amarilla precisamente, en donde ya se contemplaba esa posibilidad de contagio por vía aérea y se proponía, entre otras cosas, el uso generalizado de mascarillas (aquí mucha gente las lleva como complemento en el codo, el cuello o la muñeca, y más gente no la lleva). Ese artículo de Nature se publicó el 27 de abril. Han pasado más de dos meses, un tiempo insignificante para confirmar una hipótesis, un tiempo vital cuando la hipótesis tiene que ver con muchos cuerpos humanos.

La relajación de medidas de prevención tan elementales como mantener distancias, lavarse con frecuencia las manos y usar mascarillas, se hace evidente en cualquier paseo. Los bares, por ejemplo, parecen considerarse mayoritariamente como salas quirúrgicas en las que la asepsia es tal que las mascarillas sobran. Pasan así a ser lugares propicios al bullicio y al narcisismo gritón que empapa de saliva el aire. En sus aledaños, en esas zonas de vinos ya vemos de forma reiterada lo que ocurre. ¿Distancia social? Sí, del orden de centímetros o de milímetros.

Se descansa en una responsabilidad individual que se sabe que es ausente, como lo fue por parte de tantos conductores sancionados en los tiempos del confinamiento masivo. ¿Por qué no se dan actuaciones policiales correctoras de desmanes que pueden, sencillamente, matar? Vivimos en la ciudad sin ley ante la pandemia. Asistimos a una pasividad que es potencialmente homicida y con un rendimiento cuantitativo que para sí quisiera cualquier asesino en serie. Un automovilista al que se le detecta una alcoholemia peligrosa puede acabar en un calabozo. Un joven sano y fuerte que contagia un coronavirus es indemne hasta de la sospecha misma. 

La consecuencia es evidente, tanto que se ve ya en forma de múltiples rebrotes en España.  Si el virus no sufre alguna mutación que sea bondadosa para nuestros cuerpos, su medio de cultivo, acabaremos de nuevo confinados. El afán de potenciar el turismo podría, curiosamente, destrozarlo por años.

No me resisto, en época de elecciones en mi tierra, Galicia, a incluir este comentario final: 

ELECCIONES GALLEGAS Y ASESORES 

Por poco. Una semana o dos antes y quedaría estupendo. Pero no. Algún asesor se fue de listo y sugirió más bien el día 12 de Julio para celebrar elecciones para el Parlamento Gallego.

Y eso acabó regular. No mal del todo, pero sí regular. De momento, que aún no sabemos cómo evolucionará la cosa. Porque hay un rebrote importante en A Mariña Lucense.

Tan llamativo que resalta en el mapa de España, con otros. Claro que para esto los expertos, que ya lo son sobrados, han aconsejado (y así se ha dictado) un confinamiento local de cinco días. Atrás quedaron aquellos catorce o quince días. Cinco son suficientes. Hasta la voz de su amo, el inefable preventivista, ha mostrado un desacuerdo que no planteó antes del 8M.

Y los colegios electorales estarán, según dicen, inmaculados, primorosos. No habrá, al votar, la posibilidad de contagio que se puede dar en celebraciones, charangas, sitios de copas, incluso en funerales.

Pero... no es, no será lo mismo que sin rebrotes. Porque otros expertos (abundan más que las arenas de las playas) insisten en que el virus, respiratorio él, se contamina por el aire (quién lo iba a decir). Y no sé yo cómo estará el aire de los colegios electorales.

¿Haremos la proeza de ir a votar en esa "fiesta de la democracia" (que para fiestas estamos)? ¿Y, si me contagio, a qué asesor se lo digo?




jueves, 2 de julio de 2020

Ser en el río.






El tiempo aparenta ser algo medible. Pero sólo en una de sus manifestaciones, como Chronos. No lo es Aión, tampoco Kairós.

Decía Lord Kelvin que sólo hay conceptos claros cuando se puede medir aquello de lo que se habla (“When you can measure what you are speaking about, and express it in numbers, you know something about it”). Y eso supondría una buena concepción del tiempo objetivable, cronológico. Sin embargo, algo así es discutible.

Sí sabemos de calendarios con ciclos circadianos, estacionales, anuales, orientados por ritmos astronómicos, pero inscritos en una direccionalidad que estructura las edades del ser humano. "Cumplimos" años. De “flechas temporales” se habla a veces. Nos orientan la cosmológica (el Universo tuvo un inicio y evoluciona), la termodinámica (la entropía del Universo aumenta) y la psicológica (podemos recordar eso a lo que llamamos pasado, pero no el futuro). 

Y, sin embargo, lo aparente apunta a un fondo de misterio. Desde Einstein, la imbricación del espacio y el tiempo, algo tan poco intuitivo, ha mostrado su potencia a la hora de explicarnos precisamente lo maravilloso predecible y no intuible desde la concepción newtoniana. Algo parecido ocurrió con la mecánica cuántica. Si la perspectiva atómica triunfó claramente en la comprensión de la materia y en la discretización de la energía, hay físicos que plantean que algo así también se daría con el tiempo, aunque fuera a escalas inconcebiblemente pequeñas. A la vez, hay quien simplemente niega el tiempo, considerándolo una mera correlación fenoménica.

Heráclito nos dijo que no nos bañamos dos veces en el mismo río. ¿Qué río? No siendo yo filósofo, no osaré interpretar esa frase de alguien a quien se le llamó “el oscuro”. La recuerdo sólo como elemento poético, por llamarlo de alguna forma, seguramente muy exagerada.

Es cierto que un río fluye y que cambia. En ese sentido, puede decirse con propiedad que ningún río será el mismo hoy que ayer. Sin embargo, lo que lo constituye principalmente, el agua, es indistinguible en términos moleculares o, si se prefiere, atómicos. No desaparecen unos para dejar paso a otros distintos. Dos, mil, o un billón de billones de moléculas de agua son idénticas entre sí. Todo cambia... o no tanto. No, al menos, el agua del río a escala microscópica. Sí lo hace macroscópicamente el río y su entorno, de modo cíclico estacional y a mayor escala en términos geológicos.

Pero no es probable que fuera el cambio del río en sentido literal lo que le interesara a Heráclito.

¿Qué cambia? Parece que quien se puede bañar en el río. Nosotros. Los que vivimos y moriremos. 

En su “Nueva refutación del tiempo”, Borges decía que “el tiempo es un río; pero yo soy el río”.  

Yo. Un término curioso. Tenemos tendencia a la visión narcisista, a una perspectiva cartesiana alejada de la realidad y desterrada por el psicoanálisis. Pero más allá, más alejado del presente, si algo es concebible de ese modo, como actualidad tan pretendidamente pura como inasible, vemos que lo individual es un modo de hablar y que hay una experiencia subjetiva que se ancla en la ontogenia misma de la que parte, y también en la filogenia (aunque ésta no sea recapitulada por aquélla).

Somos en y con una dinámica vital compartida con otros seres. Somos en un flujo material, en ese río.

En su obra para la Facultad de Medicina, Klimt pintó solo un afluente, el de la especie humana, que nace, crece, se reproduce y muere. Hygeia, que sabe de ese flujo, le da la espalda, impávida y orgullosa. A fin de cuentas, es hija de un dios.

Ese afluente confluye con otros viejos y se unirá a otros nuevos en el gran río de la vida, rico en especies, en presas y depredadores, en vida y muerte. Relaciones alométricas, determinantes genéticos, contingencias diversas, regirán tiempos de permanencia en el río. Cambios raros en su flujo como la caída de un meteorito modificaran su composición vital.

El río de la vida no es solo biográfico, sino biológico en el sentido más amplio, porque todas las especies, en mayor o menor grado, se relacionan entre sí. Un afluente, el vírico, se ha unido recientemente a nuestro afluente para desgracia nuestra, pero así es la vida y su dinámica. Llevamos incrustadas en nuestro genoma más secuencias virales antiguas que las que llamaríamos “propias”, esas que informan nuestras proteínas. ¿Qué es lo “propio”? Parece pueril hablar de determinismos genéticos de modo excesivo.

Ese substrato biológico lo es de nuestra posibilidad humana, trágica al convertirse en biografía si ésta se pretende auténtica. 

A la vez, cada individuo no es un ente estático en ese río, siendo prácticamente todas sus células removidas a la vez que fluye en él. Nos destruimos y construimos, rechazamos e incorporamos información de seres muy diferentes y que suponíamos alejados. Cambia el río porque cambiamos nosotros y todos los elementos de vida con los que nos relacionamos. Cambia el río porque todo lo que parece diferente y estático en apariencia, las especies, también lo hacen, naciendo, viviendo y muriendo, a veces dando paso a otras que de ellas emergen.

Es un río extraño por maravilloso, por estar lleno de “mirabilia”. 

En realidad, sólo una vez se baña cada cual en él, el tiempo en que vive. Algunos suponemos una desembocadura, un mar. No es raro que Freud hablara de la perspectiva mística como de algo oceánico. Pero eso ya es suponer, creer, incluso confiar, en ese viejo y noble sentido del término "fe", tan deteriorado.

Vislumbrar ese océano hace que el río cobre un cierto sentido direccional, pero, en realidad, eso quizá sea lo menos importante en comparación con sabernos río con tan diferentes seres, incluso aquellos que pueden hacernos salir prematuramente de él.




lunes, 22 de junio de 2020

El valor del miedo




    No podríamos vivir sin miedo. Las consecuencias autopunitivas de cualquier paso al acto, incluyendo la propia muerte, no serían tenidas en cuenta. 

    Hay núcleos neuronales que sostienen una explicación neurobiológica al miedo. La amígdala cerebral parece implicada. La evolución, basada en contingencias múltiples y en resultados de una selección natural, algo más complicado que lecturas simplistas, nos ha dotado de lo que percibimos como carencial y amenazador, nos ha dado el miedo, esa emoción compleja que activa un comportamiento que elude el estímulo causal. El miedo va ligado, de modo ancestral, a nuestra posición en la Naturaleza. Hay temores a depredadores, a tempestades, a terremotos, a lo desconocido, a la oscuridad, a semejantes que tornan en enemigos… 

    Pero la civilización nos ha traído otros miedos. Tememos lo real, pero también lo fantasmático. Podemos temer a fantasías nocturnas siendo niños; también, como adolescentes y jóvenes, a ser frustrados en la conquista amorosa. El horror al fracaso en la relación erótica alimenta un sector del mercado farmacéutico. Muchos temen suspender un examen, no conseguir un trabajo o desempeñarlo mal si lo logran. Libros y libros de autoayuda intentan, sin éxito, que ignoremos el miedo.

    Hay un miedo que surge de lo natural y de lo cultural, es el miedo a la muerte. Lo hay incluso, culturalmente, también a ese hipotético más allá que inspiró el “Ars moriendi” medieval.

    Pensar en la muerte es perturbador, la veamos como la veamos. Sea como tránsito, sea como la gran castración, es el absurdo definitivo. 

    Culturalmente, el miedo tiene mucho que ver con la ausencia y la presencia de otros. Hay miedo a la soledad, que se expresa del modo más crudo cuando el ser querido, necesario, muere. Es el miedo terrible del duelo, de la herida del alma. También el que acompaña al amor que se quiebra cuando no es correspondido. En algunos casos, la propia muerte parece balsámica ante el desvalimiento implícito a la gran soledad.

    A la vez, la presencia de los otros puede ser terrible. El “mobbing” o el “bullying” son tristes ejemplos actuales de víctimas acosadas por el grupo. La necesidad de integración social puede soportar una alienación por suponerla más aceptable que el miedo a la propia libertad, como tan bien nos mostró Erich Fromm. La tentación del servilismo totalitario siempre está presente.

    Miedos y miedos. Hay tal variedad de objetos e intensidad de ellos que se habla, curiosamente, de miedos normales y patológicos, esos que pueden incluirse bajo el término “fobias”. Alguien puede sufrir mucho en un avión a causa de su miedo a volar, un excelente escritor puede preferir una enfermedad a tener que hablar en público sobre su obra, hay quien sencillamente no puede salir de casa. De nada valdrá lo racional ante el miedo que no sabe de razones.

    Muchos proyectos vitales han sido bloqueados por miedo. Otros han sido posibles por él. 

    El miedo y el valor van íntimamente unidos. No es valiente quien no tiene miedo, sino quien es capaz de asumirlo y sobreponerse éticamente a él. Gary Cooper, en “Solo ante el peligro” encarnaba a un sheriff que tenía miedo real a que lo mataran; podría haberse ido, escapar dignamente como todos le sugerían, pero su coherencia ética fue superior a esa salida, a su miedo. Ahí residió su valor.

    A veces, sin embargo, la relación entre miedo y valor es extraña. Una gran valentía en una faceta vital puede ser la respuesta a una cobardía en otro orden. En su novela “La impaciencia del corazón”, Zweig mostraba este efecto; la incapacidad de romper una relación amorosa presuntamente compasiva (“impaciente”) impulsa el valor militar del personaje en la guerra, una heroicidad que no es tal porque no podrá compensar la gran cobardía biográfica.

    El miedo no es comparable a la angustia. Tiene objeto, percibido con mayor o menor claridad. En cierto modo, sin miedos definidos, quedaríamos desprotegidos, no sólo ante la temeridad, sino ante la angustia. Cuando no hay “nada” aparentemente a lo que temer, puede surgir la angustia que la inhibición o el síntoma velaban, como nos enseñó Freud.

    El miedo patológico puede ser paralizante y causar él mismo más miedo. Miedo al miedo, algo que se produce tras un ataque de pánico. Sin saber por qué, surge, aterra y se va, pero deja un temor brutal a que algo así, demoníaco, pueda volver. 

    Los miedos, personales, tienen siempre algo de comunitario, de colectivo, de histórico. Delumeau lo destacó en su obra “El miedo en Occidente”, en la que, no obstante, incide en el anterior aspecto comentado: El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”

    Los miedos colectivos han recurrido con demasiada frecuencia en la Historia a la búsqueda de chivos expiatorios. Los judíos han sido muchas veces el blanco preferido del odio ligado al miedo. Se les hizo responsables, en épocas de peste, de envenenar el agua. Los nazis legitimaron su exterminio. La iglesia católica tenía en cuenta hasta hace relativamente poco en sus oraciones pascuales a “los pérfidos judíos”, como si su referencia, Jesús, no perteneciera a ese pueblo. Otros grupos han sido perseguidos o esclavizados por razones étnicas, tribales, de opción sexual… (incluso llevar gafas podía suponer la muerte bajo el régimen de Pol Pot ).

    Solemos pensar en lo malos que han sido otros que atemorizaron a gente por distintos motivos. Y, si eso es la cruz de la moneda, su cara es el puritanismo imperante que pretende negar la propia Historia como narración de avances y retrocesos éticos y culturales de los hombres. Estos días vemos la condena “in effigie” a muertos como Churchill o Cervantes por atribuirles a posteriori un supremacismo racial. En la época del nacional-catolicismo se consideraba pecaminoso ver la película “Lo que el viento se llevó” o “Gilda”, por sus connotaciones eróticas. El neopuritanismo actual, pretendidamente ateo, hace esas películas abominables por suponerlas supremacistas o machistas. 

    Nuestro actual presidente de gobierno, Pedro Sánchez, no fue tan desencaminado al hablarnos de la “nueva normalidad”. Aunque es un oxímoron, tiene pretensión idealizadora. Se aspira a una normalidad estadística en la que los valores sean los neopuritanos; todos distintos pero, a la vez, todos iguales, todos mediocres y “educados” por una televisión muy plural en cadenas pero única en pretensión alienante. Y se pretende nueva, porque la Historia, con sus abundantes personajes negativos, es algo a desterrar. No sería descartable que acabemos contando con un ministerio de Historia al estilo orwelliano. 

    Vivimos realmente una época nueva en la que la influencia de la televisión y redes sociales facilita como nunca el rebañismo. El término “herd immunity” es así tristemente acertado.

    Y esta genial dosis de creatividad es comprensible por parte de alguien cuya acción política ha salvado 450.000 vidas, que no es poco, de las garras de un virus devastador. El difícil equilibrio entre la salud y la economía de nuestro país ha propiciado esa meta, la “nueva normalidad” a la que hemos llegado tras fases sucesivas de desconfinamiento y movilidad.
     
    Abiertos ya los aeropuertos al turismo, las playas a los bañistas y las terrazas a la charla amistosa, carece de sentido permanecer en un alarmismo que ya no se fundamenta, por más que la OMS diga lo contrario, que la pandemia va a más
Aquí afortunadamente, el turismo estará bajo triple control, térmico, de cuestionario y facial, nada menos. Un control aparentemente inútil, pero control a fin de cuentas.

    Empieza el verano y empieza la fiesta, con la responsabilidad de todos que, sin embargo, no se ve. Más bien, parece que la sociedad se ha hecho, con esta nueva normalidad, maníaco-depresiva. Es de suponer que la cantidad de personas con tristeza y depresión haya aumentado claramente por razones obvias, como pérdidas de familiares, afectación por la enfermedad, descalabro económico o miedo incluso aunque no haya ocurrido nada de lo anterior. Pero, en las calles y terrazas hay aparentes notas hipomaníacas, con narcisistas buscando con sus risas estrepitosas ser centros de atención, con ciclistas circulando a alta velocidad y haciendo malabarismos en zonas peatonales, con una agresividad que ya ha conducido a peleas callejeras, etc. 

    Esa aparente hipomanía, que brilla más que la eutimia también existente, es facilitada por los mensajes políticos y comerciales que dan, en la práctica, por finalizado el incordio del virus. Lo que antes podía ser superfluo se ha convertido en esencial.

    El riesgo de ese frenesí de alegría, mostrado especialmente en encuentros multitudinarios en discotecas o en la calle en ciudades europeas tras el confinamiento, es evidente en forma de contagios potenciales y parece que una ciertadosis de miedo racional podría neutralizar parcialmente estas conductas. Sería deseable que, tanto el gobierno central como los autonómicos y todos los que anuncian con voz empalagosa sus productos en radio y televisión, dejaran de temer al miedo y más bien lo propiciasen. Además de la ley, parece que sólo desde un miedo realista podría adoptarse la necesaria prudencia.

    Si en cada parrilla de anuncios se incluyeran cinco segundos de ruidos corporales e instrumentales de una cama de UCI con un paciente intubado en decúbito prono afectado por Covid-19, quizá la hipomanía social decayera algo para bien de todos y como muestra de respeto a tantos muertos habidos, a tantas familias destrozadas. Ya se hicieron anuncios así, "crueles", para evitar accidentes de tráfico. No sobrarían otros análogos enfocados a la prevención de una enfermedad muy dura y tantas veces letal.

     


jueves, 11 de junio de 2020

MEDICINA. El coronavirus hace turismo





La pandemia actual ha tenido mucho que ver con la globalización. No estamos en 1918, cuando la “gripe española”, aunque lo parezca a la luz de lo que hacen u omiten los sabios que asesoran al gobierno y a la luz de las decisiones políticas del gobierno central y de los autonómicos, con disputas terribles entre responsabilidades de un mando único ministerial y las consejerías sanitarias regionales.

Tras un confinamiento decidido políticamente tarde mal y arrastro, se consiguió reducir claramente la escandalosa tasa de contagios y el consiguiente número de muertos.
Los efectos en el orden económico son obvios, con un aumento indecente en el número de parados, de personas que han de recurrir a comedores de caridad, etc. Y con la morbi-mortalidad asociada a la carencia de lo elemental. Hemos visto la desposesión de la propia dignidad de muchos, algo que hace indignos a todos quienes propiciaron tal desastre.

Ahora asistimos a lo que llaman “desescalada” y que se hace, en la práctica, como se podría hacer en el siglo XIX o en el XVIII, a ciegas. A ver qué ocurre… en los bares, en los colegios, en las playas, en la calle, en general.

Hay que recuperar la actividad como sea y parece que al precio que sea; darwiniano si procede, que algo así ya ocurrió con los viejos “con patologías previas”.

Y un sector básico en nuestra economía es lo que Dios nos ha dado, un país bien ubicado para que a él acudan turistas y se dejen el dinero en hoteles, tiendas, museos, restaurantes, chiringuitos, etc.

Pero he ahí que los turistas pueden traernos no sólo dinero sino más carga viral de la que ya anda campando por aquí. El coronavirus, ya se sabe, no tiene ningún problema para meterse en un avión o en un barco (aunque ya no hay cruceros), siempre y cuando sea dentro de los cuerpos que así viajan.

El preclaro D. Fernando Simón aludió hace poco a la importancia de estar alerta ante casos “importados”. Y es que ya sabemos de la importancia de la importación, pues el virus no es español, ni siquiera europeo; es chino, que ya lo dijo Trump, o apátrida si no le hacemos caso tampoco a este sabio.

Se ha hablado de cuarentenas, de quiénes y cómo se pagarían, de sus efectos, etc. Y se han descartado. ¿Quiénes viajarían para estar confinados una o dos semanas?

Se ha hecho un plan piloto, a ver qué ocurre cuando lleguen unos cuantos alemanes a las Baleares (algunos de ellos tienen segunda residencia ahí). A ver qué pasa. Seguramente nada o o quizá algo malo. Cualquier respuesta es válida porque no lo saben ni siquiera los comités de sabios que asesoran al gobierno y a las comunidades autónomas.

Y no lo sabemos porque no se harán pruebas para detectar a quienes sean portadores de un virus turístico. En su edición de hoy mismo, el Diario de Mallorca decía que “El Govern renuncia a hacer test PCR a los turistas del plan piloto”.

PCR significa “reacción en cadena de la polimerasa”. Es algo que sirve para detectar un fragmento de secuencia genética, en este caso, específico del virus. El RNA que tiene, listo ya para empezar a codificar proteínas en cuanto ha entrado en una célula (RNA monocatenario positivo se le llama), es convertido en DNA y amplificado hasta ser detectado. El método responde a una simple pregunta: en una muestra de un turista, tomada con un hisopo, por ejemplo, hay o no presencia de ese incordiante virus.

La PCR usada para eso, como la determinación de la glucemia o, en general, cualquier analítica convencional, puede hacerse de un modo más o menos sensible y específico, más o menos rápido o lento, más o menos automatizado o no. Hoy en día existe la posibilidad de realizar PCR de forma prácticamente automatizada en un plazo de horas. Basta con instalar módulos y dedicar personal a ello.

Incluso en situaciones de baja prevalencia, como sugieren los estudios serológicos (tanto los llamados “rápidos” como los ELISA), podrían hacerse PCR a mezclas de muestras de un grupo de individuos (todos los pasajeros, la mitad, la décima parte…). Si el resultado es negativo en un “pool” concreto, todos los que lo integran serán libres de confinamiento; en caso contrario, habría que afinar en los grupos positivos hasta detectar los individuos infectados. Con uno solo nos llega para un rebrote. Ese caso o los casos detectados serían aislados hasta que mostraran PCR y clínica negativas. Solucionado en gran medida el problema.

¿Por qué no hacer PCR para detectar portadores en quienes aterrizan en los aeropuertos de nuestro país? Podrá decirse que es caro. Pero eso es algo a negociar entre quienes corresponda (países, compañías aéreas, los viajeros...). Hay que disponer de instrumental y pagarle a gente que lo haga. Incluso habrá una tasa de falsos positivos y de negativos. Y hay un cierto incordio para los turistas, que no podrán pasear a sus anchas hasta saber el resultado. En cualquier caso, los costes derivados parecen muy escasos en comparación con los que puede implicar el que no se detecten casos potencialmente contagiosos.

Es obvio que, siendo la contagiosidad posible por parte de personas infectadas sin síntomas, tomarles la temperatura y pedirles que rellenen un cuestionario tendrá el mismo efecto preventivo que exigirles su carta astral o practicar la quiromancia con ellos.

Pues bien, éste es el país en que vivimos. Esa es la puesta en acto de un sector de su “ciencia” epidemiológica. 

Esperemos que el virus turista descanse en su afán reproductor por efectos de la estación. Alternativamente, podemos optar por recursos medievales.