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sábado, 18 de marzo de 2017

Ciencia, mirada y cultura.




"Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperara al hombre para ser dicho". François Cheng.



La ciencia amplía la mirada. Hacia lo pequeño, lo grande y lo complejo. Y esa ampliación en el ámbito de lo complejo no parece tener fin de momento. La completitud es lejana, si no inexistente como en matemáticas.


Por razón misma de nuestro propio cuerpo y de nuestro modo de vida cotidiano, lo que se aleje de la perspectiva habitual, en un sentido u otro, varios órdenes de magnitud, podrá ser registrado, analizado, estudiado científicamente, pero muy difícilmente intuido cuando no imposible. Se podrá describir un electrón y predecir su comportamiento. Si hay algo que tiene importancia práctica son los electrones, soporte de aplicaciones eléctricas y electrónicas; también porque si no se dieran unos complejos flujos electrónicos en cloroplastos y mitocondrias no estaríamos aquí. Pero a pesar de todo el conocimiento existente y de su aplicación cotidiana, no es intuible un solo electrón. Que nuestra retina sea sensible a fotones de un estrecho rango de frecuencias no permite sin embargo que podamos “verlos” aisladamente como tales. Tampoco puede nuestra mente intuir las fabulosas distancias y tiempos del universo. Fáciles de escribir, imposibles de imaginar.


Y ocurre que esa dificultad de intuición se da también en lo concerniente a nuestra propia existencia como seres culturales, porque la Historia, eso que se inicia con la escritura, se hace pequeña. Los medios de información se han hecho eco ahora de lo que se considera el dibujo más antiguo realizado por seres humanos. Se trata de un animal, el uro, del yacimiento de Abri Blanchard. Hace 38.000 años que alguien lo hizo. Y perduró, mucho más tiempo que cualquier soporte informático imaginable (exceptuando, quién sabe, el que se augura basado en el ADN). Tal lejanía temporal, revelada por la ciencia, tampoco es intuible para quienes vivimos en general menos de cien años.


Si imaginásemos que mil años equivalen a un "mes", y sin afinar mucho el cálculo, ese dibujo se habría realizado hace un "mes" y una "semana"; Göbekli Tepe aparecería hace once "días" y Stonehenge hace cinco; la era cristiana sería cosa de anteayer; ayer ya no existiría el imperio romano, la ciencia habría nacido hace sólo pocas horas y la informática sería cosa de minutos o segundos.


O durante mucho tiempo hemos ido muy despacio o corremos demasiado en los últimos "segundos". Tal vez ambas cosas. Pero lo interesante parece ser que ese dibujo muestra algo importante. Y no tanto por lo representado, sino por el afán de representar. Quien trazó ese animal, como quienes pintaron en Altamira o en Lascaux, nos recuerdan a nosotros mismos en un intento esencial, el que persigue un saber y hace de ese intento expresión. Somos en un mundo y sabemos que somos en él. Un saber o un creer que siempre tiene mucho de simbólico, de mítico y de mágico.


En cierto modo, hay un gran paralelismo entre el grabado de ese animal y algo recientísimo considerando los años que nos separan de aquél. Se trata de la placa de oro transportada por la sonda Voyager, que contiene sonidos de la tierra y símbolos de nuestro mundo. El paralelismo podría resolverse en una palabra: expresión. Desde entonces hasta ahora, el afán de representación simbólica permanece. 


Podría decirse que hay más verdad en ese animal grabado que en la ciencia, porque apunta a una invariancia esencial de lo humano durante miles de años. Y eso supone un toque de atención a nuestra responsabilidad en lo que en comparación es novísimo, la ciencia con la actualización tecnocientífica de lo posible, sin cegarnos por el afán transformador del mundo. A la vez, ese animal nos recuerda el misterio de su vida y de la nuestra, de la vida en general, atendiendo al cual tal vez surja lo único que valga la pena, aunque parezca ser nada.


La ciencia nos amplía la mirada, permitiéndonos disfrutar de la inconcebible belleza del mundo, pero el saber real, el que tiene que ver con qué somos cada uno, es otra cosa. Supone la aceptación de la ignorancia esencial y la disposición a ser acogido en el misterio del mundo, en su belleza, y quizá tratar de mostrarlo sin más, sin finalidad alguna, sin apetecer los frutos de la acción, como nos enseña el Bhagavad Gita, y mirando los lirios del campo como nos decía Jesús. Eso sí, la ciencia nos permite mirarlos mejor, siempre que no la usemos para destruir los lirios y a quienes los puedan mirar.

martes, 25 de octubre de 2016

La mirada microscópica y lo real.






El 24 de octubre de 1632 nacía van Leeuwenhoek  . Hasta Google nos lo recordó con uno de sus “doodles”. Y con él nacería el microscopio. Una sola lente fue necesaria. Algo simple pero extraordinariamente potente. Quien vea por primera vez una imagen de ese microscopio se asombrará
ante su forma y más aun si se le dice que con un instrumento así pueden ser vistos espermatozoides y microorganismos. Los microscopios compuestos tardaron algo más en llegar y superar a ese primitivo y a la vez fantástico microscopio. Hoy en día puede construirse algo similar, con el mismo fundamento, si se tiene paciencia para ello. Basta con materiales sencillos. 



La refracción de la luz a través de una o más lentes acaba proporcionando una imagen ampliada de lo que se observa. En realidad, cualquier microscopio recoge, más bien, un efecto de difracción que después es transformada en imagen de modo directo, mediante lentes ópticas o electrónicas, o, como en el caso de los rayos X, haciendo uso de un procedimiento matemático conocido como síntesis de Fourier



Hoy en día hay una amplia variedad de objetivos y oculares, cada uno de ellos con un conjunto de lentes corregidas para evitar aberraciones cromáticas y de esfericidad. Se habla de objetivos acromáticos, apocromáticos, plan-apocromáticos, y de variantes de microscopía óptica, de fases, de polarización, óptica de Nomarsky, etc.



Pronto, con Abbe  , se creyó que el poder de resolución de los microscopios tenía un límite inherente a la llamada apertura numérica y a la longitud de onda de la luz utilizada. Parecía que la naturaleza de la luz suponía un límite físico insuperable y el único modo de alcanzar mayor resolución vino de la mano de una radiación de menor longitud de onda que la visible, la proporcionada por electrones acelerados. Nacía el microscopio electrónico con sus variantes  recompensado con el premio Nobel de 1986 . La difracción de rayos X por cristales de proteínas o de ácidos nucleicos supuso una forma de visión microscópica a escala molecular aunque en este caso hubiera de obtenerse matemáticamente, en ausencia de lentes capaces de formar imágenes. Más tarde, haciendo uso de efectos cuánticos, se lograron microscopios de barrido (de efecto túnel, de fuerza atómica) de apariencia simple con los que se lograba ver superficies resolviendo en ellas alturas de un átomo. Incluso esos átomos podían manipularse.



Pero hay que ser cuidadoso a la hora de establecer límites, por intrínsecos que parezcan. La microscopía STED (Stimulated Emission Depletion) lograba traspasar el limitado poder de resolución que Abbe había otorgado a la luz visible, jugando precisamente con ella en forma de láser. Algo tan importante supuso el premio Nobel de 2014 para quienes lo desarrollaron (Betzig, Hell y Moerner) . Y ya antes, jugando con la estructura mecánica, había nacido una forma muy poderosa de microscopía, la confocal , que, al permitir enfocar cada punto con gran nitidez, facilitaba, mediante reconstrucción por ordenador, estudiar de modo tridimensional las células dispuestas en el portaobjetos.



Surge una pregunta obvia. ¿Qué vemos con un microscopio? En algunos casos, los menos, la respuesta es simple: lo que colocamos en el portaobjetos: bacterias o paramecios en agua, por ejemplo. Pero generalmente llegar a ver algo de interés supone una técnica muy laboriosa de preparación de lo que se desea estudiar, mediante tinciones de mayor o menor complejidad (Golgi y Cajal hicieron buen uso de las de plata), métodos inmunológicos con los que adherir un fluorocromo a una molécula de interés, o mediante marcado isotópico (llamado autorradiografía, Calvin elucidó así la bioquímica relacionada con la fotosíntesis, lo que le valió la concesión de un premio Nobel en 1961).

Un método de gran poder reside en utilizar la proteína fluorescente verde  o sus derivados. La naturaleza siempre es rica en proporcionarnos medios. Estas pequeñas proteínas fluorescentes pueden asociarse por métodos genéticos a otras proteínas de interés que serán así “marcadas” y observables en células vivas. También este método supuso el premio Nobel en 1980 para quienes lo descubrieron y desarrollaron, Shimoura, Chalfie y Tsien.
 

Tantos galardones Nobel para la mirada microscópica revelan que en Ciencia puede ser mucho más importante descubrir un método que un resultado, ya que un método permite la apertura de nuevos modos de contemplación de la naturaleza; los resultados vendrán después.



Las posibilidades que ofrece la nanotecnología no hacen sino enriquecer el panorama de la visión que puede lograrse a través del microscopio. Los Quantum Dots  han ampliado el abanico de posibilidades del marcado por fluorescencia y facilitado el estudio de relaciones funcionales con técnicas como la transferencia de energía de resonancia



De nuevo, la pregunta, ¿Qué vemos? que se relaciona claramente con otra, ¿Qué queremos ver? La respuesta a la primera depende de la que le damos a la segunda. Una imagen de un corte de tejido teñido con colorantes habituales o haciendo uso de técnicas inmunoquímicas tiene un gran interés diagnóstico. El resultado del análisis microscópico de una biopsia suele ser concluyente y pocas veces discutido, un resultado que puede sosegar o anunciar un pronóstico oscuro. En este caso, lo que queremos ver es una imagen diagnóstica de la que inferir un pronóstico vital. Con eso es suficiente. No importa mucho el detalle de cada célula ni que esté muerta para poder teñirla; basta con su aspecto, con la visión de conjunto del corte tisular observado. 



Pero podemos querer ver algo más. Podemos querer ver propiamente una célula, por ejemplo. ¿La vemos así? Es discutible. En realidad, tenemos sólo una imagen parcial que nos permite observar algo de ella y, a partir de ahí, en conjunción con datos bioquímicos y biofísicos, establecer lo que se llama un modelo. Un modelo de integración de distintas visiones, pero modelo al fin y al cabo, generalmente estático. 

Lo que vemos se acerca cada día más a lo real, pero sin llegar a tocarlo. No se trata sólo de aumentar la resolución, de detectar moléculas o actividades concretas, sino del sueño de ver una simple célula en su vida habitual. Podemos incluso manipular células, extraerles su núcleo e introducirles el de otra; un microscopio invertido nos permitirá ver lo esencial para poder hacerlo. Pero siempre acabaremos topándonos con esa imposibilidad de alcanzar lo real. Es más difícil ver una célula que un árbol. Claro que tampoco resulta fácil ver de verdad un árbol.  



El microscopio nos acerca a lo real. También un telescopio. También lo hace el descubrimiento de la legalidad física. Pero ese real siempre esconderá algo, lo más esencial. La aproximación científica a él podrá ser asintótica pero, como en el caso de las rectas paralelas, no parece probable alcanzarlo, quedando siempre abiertas cuestiones que ya no serán científicas sino filosóficas.


jueves, 13 de octubre de 2016

La mirada. Mundo y ceguera.




Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen. Mt. 13, 16.


Todos los seres vivos lo somos porque sentimos, aunque ese “sentir” sea un término muy amplio y con tintes antropomórficos. Una planta siente la luz y la gravedad aunque no sea consciente de ello. También el movimiento de una bacteria puede ser influido por agentes químicos que tocan su membrana.


Nosotros tenemos órganos de los sentidos y la vista es uno muy importante, lo que no implica que sea esencial. Hay grandes ejemplos de vida digna a pesar de una gran deprivación sensorial desde el nacimiento. Hellen Keller sería uno de los más célebres.   Y hay casos de vidas muy productivas a pesar de la ceguera sobrevenida. La ceguera de Borges no perturbó su creatividad y probablemente facilitó la de quien fue su lector, Alberto Manguel
 

Podría decirse que la mirada supone más que lo que la vista hace accesible. Podemos ver sin mirar, de tal modo que lo visto sea irrelevante. A la vez, cabría hablar de una “mirada” mediada por el tacto o el olfato. Indudablemente, la mirada es facilitada por una vista adecuada y es lógico que uno de los grandes miedos se asocie a la ceguera.


En el contexto de que hay ya días para cada enfermedad o conjunto de ellas, el segundo jueves de octubre es el “Día Mundial de la Vista”. En este día no podían faltar las recomendaciones preventivas y así los telediarios y periódicos  nos hablarán de la importancia de una correcta evaluación de trastornos refractivos, del riesgo que supone la diabetes y del enemigo silencioso que es el glaucoma, a la vez que nos darán esperanzas con los grandes avances con células madre o perspectivas biónicas.


Pero todas estas advertencias, consejos y soluciones lo son para quienes nos lo podemos permitir, para el primer mundo. Porque ocurre que las cataratas, por ejemplo, algo que ya se considera prácticamente banal por solucionable en nuestro medio, siguen siendo la principal causa de ceguera en países de ingresos medios y bajos, según la OMS.  Y sucede también que el tracoma y la oncocercosis hacen aun estragos a pesar de los esfuerzos de esta organización, en uno de cuyos documentos se nos indica que el 80% de cegueras se pueden prevenir o curar.


No sólo hay defectos de visión. También los hay de mirada. En el día de la vista el primer mundo no mira al tercero. Es cierto que la OMS tiene planes como “Vision 2020”, la "Iniciativa Global para la eliminación de la ceguera evitable” pero la atención allí (porque es allí y no aquí) y ahora a muchas personas que pueden recobrar la vista descansa en buena medida en ONGs como “poderver” , una organización que precisa hacerse visible, como indicó en un artículo reciente, publicado en “Mujer Hoy”, Julia Navarro.
  
Las publicaciones de la OMS sobre la distribución de la ceguera en el mundo son elocuentes. Como en tantas otras circunstancias, no cabe hablar de “la humanidad” como si tal universal se diera, sino de ricos y pobres, como siempre. Haití, recientemente destruido por un huracán, es un ejemplo más, brutal, de lo que el término “humanidad” representa, sencillamente nada.

Se dice con bastante acierto que no hay más ciego que el que no quiere ver. La mirada local, egocéntrica, sosiega tanto como encubre una realidad cruel, la que puede mostrarnos cualquier niño condenado a quedarse ciego por tracoma, una enfermedad curable, sólo por haber nacido donde nació. Nadie es culpable. A la vez, todos lo somos.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Psicoanálisis. De la escucha a la mirada en Barcelona.

Es bien sabido que Freud creó el psicoanálisis. No fue algo que surgiera de la nada. Una excelente biografía suya, la de Peter Gay, nos muestra su evolución desde la investigación básica al descubrimiento de lo inconsciente y, con ello, la posibilidad de incidir sobre algo que era para los pacientes tan perturbador como oculto.

Un descubrimiento así no es equivalente al de un antibiótico.  Hay que hacer un trabajo hermenéutico de lo que se tiene entre manos y ya desde un principio hubo disonancias entre psicoanalistas, siendo célebre la existente entre Freud y Jung. Pero, a pesar de distintas concepciones, prácticas y escuelas, el psicoanálisis ha evolucionado desde Freud y es en la actualidad un enfoque clínico potente. 


Hay algo consustancial a esta práctica: reconoce el límite que impone la singularidad de lo subjetivo. Ese reconocimiento implica una posición de escucha. En cierto modo, simplificando, la escucha del analista permite que el paciente vaya dándose cuenta de su determinación biográfica, tan distinta de la restricción biológica y, desde ese darse cuenta, desde esa situación en la que donde era Ello acontece el Yo, según diría Freud, alguien puede hacer algo mejor con su propia vida.

Pero precisamente esa actitud de escucha es la que también se abre más allá de la clínica, la que está atenta a la patología social, a lo que ocurre en nuestra civilización, tan inconsciente como la propia Historia nos muestra. Freud mismo la utilizó en sus ensayos.

No sorprende por eso que un psicoanalista pueda interpretar, mejor que un científico, un historiador o un filósofo, las acciones humanas. Y tampoco sorprende que, precisamente para lograr un mayor entendimiento, se abra al discurso de otros. Hay, pues, una doble escucha por parte del psicoanálisis, más allá de la clínica singular: la de lo que sucede en el mundo y la del discurso de otros sobre ese suceder.


Los días 12 y 13 de diciembre de este año, Barcelona, ciudad hermosísima y acogedora donde las haya, albergó un encuentro marcado por esa doble escucha: a lo que ofrece el mundo, incluso con sus silencios, como los que acompañaron al duelo en París, y a lo que puedan ofrecer otras personas desde actividades ajenas al psicoanálisis. 


Un día para cada una de esas escuchas en las Jornadas de la ELP. Quienes asistimos a ellas fuimos afortunados porque hemos aprendido, desde la escucha de la escucha, si así puede decirse, a mirar. A mirar la realidad en que nos hallamos, a tratar de comprenderla y a recordar que nada humano puede ser ajeno a esa mirada.

Fueron muchas las intervenciones y hábil la elección de la inaugural y de la final. 


Éric Laurent inauguró las jornadas con una conferencia riquísima en detalles en la que fue mostrando cómo la acción humana es inconcebible obviando la singularidad. Tomando como núcleo lo traumático de los asesinatos de París, acabó iluminándonos sobre la gran paradoja del cientificismo: cuantos más factores causales se encuentran, menos claro es que haya una causa; lo hizo comparando las explicaciones sociológicas del yihadismo con las biológicas del autismo. Dos fenómenos bien distintos, tanto como las ciencias que pretenden abordarlos (Sociología y Biología), pero que comparten algo común, la imposible objetivación científica de lo subjetivo.
 

Y las cerró, con el brillante rigor que le caracteriza, Miquel Bassols, refiriéndose al cuerpo hablante. No tendría sentido resumir lo que dijo, por ser mucho y necesario, pero quizá baste como ejemplo ilustrativo su alusión  a E.T.A. Hoffmann (quien ya había inspirado un ensayo de Freud) para mostrar lo siniestro posible de actualizar, el siniestro cuerpo de la tecno-ciencia. 

Ésta no es la edad de la ciencia sino la del mito científico, que es muy diferente. Un mito pobre que aspira a la imposible completitud epistémica y que confunde progreso y bondad.

Actividades como la que Barcelona acogió los días 12 y 13 mantienen la esperanza en que es posible reconocer el misterio, en que no todo es igual, en que ser humanos supone una responsabilidad ineludible para cada uno.