(Imagen de Pixabay)
Siempre resuenan
las viejas preguntas kantianas. Entre ellas, “¿qué puedo saber?” La respuesta honesta
se da en términos negativos. Podemos llegar a cernir, a acotar, aquello de lo
que no podemos hablar, siendo entonces, como sugería Wittgenstein, mejor
callarse.
Esa ignorancia
esencial no sólo es filosófica, pudiendo devanarnos los sesos inútilmente
reflexionando sobre por qué hay algo y no más bien nada y sabiendo que no
podemos saber que Dios exista, por ejemplo. Es también de índole científica y
se incrusta en lo aparentemente más sólido; la incompletitud de Gödel desbarató
el sueño axiomático de Hilbert, y las relaciones de incertidumbre de Heisenberg
mostraron unos límites en la precisión al hablar simultáneamente de variables
canónicamente conjugadas, es decir, cuyo producto tuviera unidades de acción,
como la constante de Planck; por ejemplo, el producto de la energía por el
tiempo, o de la posición por el momento. La Física Clásica, que podemos dar por
finalizada en 1900, no era tampoco completa.
Pero entre ambos
extremos, el de la física de lo más elemental y la pregunta filosófica más
general, cabe el planteamiento relacionado con qué podemos saber sobre el mundo
y nosotros en él. El saber es algo colectivo y, a la vez, individual. También
tiene algo de contingente.
Preguntarse, opinar, llegar en el mejor de los casos
al logro de una evidencia, se relaciona con la circunstancia histórica.
Conocemos más que lo que conocían los griegos, pero eso puede referirse sólo a
una acumulación, incluso enciclopédica si se pretende, de datos. Un científico
actual sabe más cosas que Newton y ya no digamos que Aristóteles, pero es
dudoso que sea más sabio. La sabiduría, eso inalcanzable que ama la filosofía,
no es cuantificable, medible. Ni siquiera definible.
Por otra parte,
la pregunta puede incidir más o menos en el aspecto pragmático que en el
teórico, ser planteada por muchos, ser crucial en algunos aspectos o suponer la
banalidad de un divertimento .
Aquí y ahora, en
este año en que vivimos, la muerte de tantos por una causa novedosa, una
pandemia concreta, induce a que nos preguntemos si podemos aprender algo de
eso, más allá de reconocer el poder que lo azaroso tiene en nuestras vidas y de
saber qué hacer en aspectos muy concretos de la existencia (cómo protegernos
mejor, cómo llevar la vida en medio de algo global en lo que no hubiéramos
pensado como colectivo hace solo unos cuantos meses, etc.).
En rigor, podría
postularse que no aprenderemos nada. Otras catástrofes, naturales o humanas, dan
cuenta de que la Historia no se aprende, sólo se repite. Tras el horror de la
Primera Guerra Mundial, vino el de la Segunda, pocos años después, con muchas
personas que participaron en ambos conflictos. Es sólo un ejemplo entre muchos,
demasiados.
No es éste el
medio para hacer un análisis riguroso sobre lo que podemos aprender de algo tan
terrible como la invasión de los cuerpos por un virus que parece altamente
contagioso (especialmente porque puede serlo sin haber mostrado su presencia con síntomas
o signos en los cuerpos habitados) y con una tasa de letalidad que no es precisamente menor. Pero sí
puede ser lugar para suscitar alguna reflexión sobre lo que está pasando. Y es
por ello que me permito expresar mi opinión al respecto, exponiendo sólo
algunas cosas que creo que podemos aprender. Son las siguientes.
LA FRAGILIDAD. La
de cada cual, no sólo ante accidentes humanos o naturales, sino ante un cambio
ecológico aparentemente menor, como lo supone que un virus desarrolle de
repente un tropismo, una afinidad, por tejidos y órganos humanos. Eso, tan
olvidado y que ha sucedido en más ocasiones en nuestra Historia, ocurre ahora y
puede repetirse. A pesar de los avances médicos, la variabilidad nosológica
potencial no es predecible.
EL FRACASO DE LA
PREVENCIÓN. La Medicina ha pasado de lo que llegó en tiempos a ser, empíricamente
preventiva, usando desde medidas higiénicas a acciones de vacunación, pasando
por cambios de aires o de aguas, para hacerse curativa o paliativa. Con esa
finalidad, la investigación se centra en que, en los países que puedan
sostenerla, la gente viva más y mejor, gracias a sus sistemas sanitarios y la preparación de quienes en ellos trabajan, pero ya no contempla las posibles
catástrofes epidemiológicas. El coronavirus ha encontrado nuestros sistemas
sanitarios con antibióticos, antirretrovirales y, sobre todo, UCIs y personal
sanitario preparado y valioso, pero sin mascarillas ni equipos suficientes de
protección personal. Esta pandemia ha mostrado el gran fracaso de la
Epidemiología y Medicina Preventiva, tanto en términos “macro” de asesoramiento
a la decisión política, como en los “micro” de toma de decisiones en
geriátricos, centros educativos, hospitales, supermercados, etc.
Colateralmente, algo beneficioso puede ocurrir y es que, en el futuro, aun cuando ya no exista el riesgo de este coronavirus, seamos más higiénicos, lavándonos más las manos. Algo tan simple como tan olvidado puede literalmente salvar vidas de ser infectadas por microbios de cualquier tipo.
EL VIGOR DE LA
PSEUDOCIENCIA. La insensatez conspiranoica campa a sus anchas, no siendo pocas las personas que creen que la causa de la pandemia no es vírica y haciendo viral en cambio la creencia en que todos los males asociados se deben a la conjunción de la maldad de la industria farmacéutica, el desarrollo 5G y el afán de poderosos por vacunarnos, "chipeándonos" de paso para tenernos dominados. No es tan sorprendente esta visión desde el momento en que también hay gente que cree en la tierra plana, así, en sentido literal, siendo afortunados los que no estemos en esos límites
fronterizos traspasados los cuales nos “caeríamos” a saber dónde.
EL FRACASO
CIENTIFICISTA. Científicamente,
es tan importante estudiar hígados como líquenes o los satélites jovianos,
porque la ciencia, no la influencia en ella del contexto político o económico,
sólo responde a la curiosidad. Es cierto que podemos diferenciar entre una
ciencia básica y otra aplicada, pero la distinción acaba siendo incorrecta
porque, en general, se obtienen más aplicaciones técnicas de lo que consideramos
“básico” que de proyectos dedicados a fines (nuestra tecnología actual de
telecomunicaciones y de diagnóstico médico sería inconcebible si no se hubiera
desarrollado algo tan “teórico”, tan fundamental, como la mecánica cuántica).
Todo es digno de
estudio en nuestro mundo. Y, si los líquenes suponen muy pocos fondos de
investigación, los destinados a virus tampoco han sido especialmente
abundantes. Sí se han usado como material “reactivo”, y los “fagos” han tenido
un gran papel en el desarrollo inicial de la Biología Molecular. Pero los
virus que afectan a animales o plantas parecen no importarnos especialmente,
con excepciones históricas (mosaico del tabaco, sarcoma de Roux y algún ejemplo más). Siempre es a toro pasado que los vemos como problemáticos. El
coronavirus no centró a muchos científicos… hasta ahora, después de habernos
producido un gran quebranto en vidas y dinero.
El cientificismo venera
a la ciencia a la vez que la reduce a lo meramente utilitario. La investigación
científica que se financia tiene, en general y especialmente en el orden
biológico, una visión miope, a corto plazo. La que se premia tiene miras curriculares bibliométricas. Por eso no extraña que precisamente
los países con un mayor desarrollo científico, como los EEUU y muchos europeos
(incluido el nuestro), hayan reaccionado tan mal y tardíamente ante la
pandemia. Una pandemia posible en el futuro nunca será un problema ni un virus interesante. Gran parte de una investigación científica potencial muy interesante se hace imposible por criterios basados en "líneas productivas" y que evitan una investigación que sea claramente libre.
Frente a esa
óptica de ciencia rápida y utilitaria, de que todo es científico o simplemente no es, la
ciencia auténtica acabará respondiendo, con el tiempo necesario, y en eso
confiamos, casi religiosamente. Pensamos que habrá vacuna en el caso de la
Covid-19, aunque no la llegó a haber en el caso de virus distintos como el VHC
o el VIH. Si algo bueno tiene esta triste pandemia es serlo, porque ello, su globalidad, facilita una carrera auténtica para la consecución de una vacuna eficaz y segura.
Pero todo lo que se hace va un tanto contaminado con el modo competitivo de hacer ciencia. Si hasta hace
poco se publicaba abundantemente sobre genes del TDAH, de la hipertensión o la
obesidad, ahora se hace sobre el coronavirus y sobre las variantes humanas de
sensibilidad a él, con una producción bibliométrica ingente en la que se
mezclan trabajos revisados por pares y “pre-prints”, lo que dificulta, más que
facilita, los planteamientos sosegados que la ciencia requiere.
EL ERROR DE LA
CONCEPCIÓN DE INDIVIDUO BIOLÓGICO. El virus nos ha recordado, aunque no
queramos saberlo, que somos uno con todos los seres vivos grandes y pequeños
del planeta, incluso con esos tan “simples” que llevan a la discusión de si
están vivos y muertos. Claro que están vivos. Nosotros, desde la perspectiva de
un imaginario coronavirus consciente, seríamos sólo su medio de cultivo. Hasta
que, como en tantos otros casos, su genoma se integre incluso en el nuestro, o
se vaya y nos deje en paz. El término “individuo” carece de sentido profundo a todas las escalas, desde la celular hasta la de cuerpo separado. De hecho,
ya tenemos más genes de origen vírico en nuestros cromosomas que exones para
proteínas “propias”. Paradójicamente, tenemos la opción de la libertad asumible,
la de pasar de la concepción de individuos biológicos a la de sujetos, algo que
evoca lo singular e irrepetible. Pero esa subjetividad no puede despreciar sus
raíces biológicas, las que nos hacen a todos partícipes de un continuum vital
LOS CUATRO
JINETES DEL APOCALIPSIS CABALGAN JUNTOS. Uno de ellos es el hambre. Esta
pandemia no solo tiene efectos en la macroeconomía global. Amplificará, ya lo
está haciendo, la peor diversidad humana, la implícita a las diferencias
socioeconómicas entre personas y países, conduciendo a muchos a una morbi-mortalidad
por pobreza, en la que la falta de recursos, incluyendo el hambre en sentido literal, quiebre muchas vidas.
EL AISLAMIENTO. Se ha jugado en
exceso con la fantasía de la bondad humana. Se dijo mucho tiempo (en proporción
al que llevamos inmersos en esto) que “cuando esto pase, que pasará…” pues eso,
vendría todo lo bueno de siempre, besos abrazos, alegrías, etc. Tenemos los dos
extremos, pandas de jóvenes y menos jóvenes que hacen botellón sin que esto pasara, facilitando hasta la saciedad el resurgimiento vírico
y, a la vez, viejos y no tan viejos aislados ya desde antes de que esto
aconteciera y que, si sobreviven, se verán aún más solos que antes. Cuando
pase. Para muchos ya pasó. Definitivamente. Y, sin embargo, el mar de irresponsabilidad
y estupidez ha permanecido si no ha crecido incluso.