Los neologismos nos invaden. Hay uno que hace furor, a tal punto que el
Diccionario Oxford lo consideró palabra del año 2016. Se trata de “Post-Truth”
(“post-verdad”). Es usado para referirse a “circunstancias en que los hechos objetivos
influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la
emoción y a la creencia personal”.
Estamos inmersos
en pleno avance científico. Cada día nos sorprenden nuevos acontecimientos en la
comprensión del mundo y en las aplicaciones que permiten transformarlo. Nuestra
Medicina, nuestra Cosmología, nuestra Física, se han desarrollado de un modo
impresionante incluso en términos de poco tiempo. La mecánica cuántica y la
relatividad se formularon hace sólo un siglo; el modelo de ADN se publicó en
1953.
Tanta bondad de la
ciencia ha hecho de sus resultados lo que se muestra como más verdadero. Bueno,
eso es lo que nos creíamos, hasta que topamos con un renacimiento vigoroso del
poder de la opinión infundada y del simplismo que se observa en todos los
ámbitos, desde el educativo hasta el político. Proliferan los “top doctors”,
los “top professors”, los líderes religiosos “New Age”, los políticos carismáticos
por su lenguaje banal, etc.
Es cierto que
siempre permaneció un atractivo por lo mágico, pero parece que estamos ante una
escalada de estupidez colectiva. A día de hoy, subsisten las medicinas
alternativas, hay quien evita que sus hijos se vean beneficiados por vacunas de
eficacia probada, los hay que defienden el poder antitumoral de dietas
alcalinas o la conspiración de los “chemtrails” y quienes confían su vida y
amores al pronóstico astrológico o del tarot.
Podría decirse que
allá cada cual siempre y cuando sus elecciones sólo le afecten a él, pero el
problema se da cuando tales decisiones afectan a otros, desde un poder que
puede ir desde el ámbito familiar hasta la presidencia de un estado.
La ética va ligada
al conocimiento sensato, especialmente cuando está en juego la acción política.
Y en esto llega Trump que, a la vez que el Brexit, mostró el valor de eso que
se da en llamar “post-verdad” y que no es sino idiotez generalizada. Ya hubo
adelantados que implantaron el creacionismo en algunos estados americanos. Fue
un aviso. Ahora tenemos el negacionismo del cambio climático y la prepotencia
autoritaria que reclama un saber sobre buenos y malos, haciendo de éstos (Obama
incluido) elementos a desechar de un país que se precia (“make America great
again”).
Y es ahora cuando
tantos científicos americanos se echan las manos a la cabeza. Ahora y no antes
es cuando reclaman que se rechace lo que la “post-verdad” ha hecho posible,
porque ven que ese cambio climático que anunciaban es negado por el sentido
común de Trump, hombre sensato y sabio donde los haya, y de quienes lo votaron, y que, si hay que negarles el pan y la sal a colegas brillantes por ser de otro
país, se les negará, por mucho que sufran pragmáticamente por su pérdida
Google, el CDC o lo que sea. Lo ven ahora, no antes, tal vez porque su
ensimismamiento investigador les impidiera leer libros de Historia y aprender
de ellos. Y resulta que lo que ven ahora, eso de lo que reniegan, ya ocurrió, y
también en democracia. En la punta de lanza de la civilización, en Alemania, la
Ahnenerbe surgía a la vez que Göttingen era foco intelectual de lo más granado
de las Matemáticas y la Física. Antes ya había florecido la sociedad Thule. Y
eso facilitó, entre otras condiciones, el triunfo del nazismo, que, surgido de
una sociedad democrática, promovió el desarrollo de las mayores tonterías
pseudocientíficas, en un continuum que abarcó desde la búsqueda del Grial hasta
el exterminio masivo, industrial, de los campos de concentración.
Las pseudociencias
no son inocuas. Conviven armoniosamente con las peores dictaduras. Sucedió en
Alemania y ocurrió en la Rusia soviética, en donde las tonterías de Lysenko
fueron letales para plantas y para quienes de ellas se nutrían.
Parecía que la
Ciencia era salvífica. Y en esa idea ha calado con fuerza un cientificismo
cuasi-religioso y autoritario que se erige como único relato. Pero ocurre que se
ha predicado más ese relato esperanzador que el método que descubre lo
relatado. Es abundantísima la divulgación científica, pero lo es de resultados
más que de método y, de este modo, la ciencia pasa para muchos a ser creencia
en vez de reto intelectual.
El fruto de la exclusiva e infantiloide divulgación de resultados acaba conduciendo curiosamente a un gran
analfabetismo científico. Se vio recientemente en nuestro país. El presidente
de una asociación con afán educativo y sin ánimo de lucro invocaba la existencia de los cromosomas X e Y para insistir en
fundamentar la “normalidad” exclusiva de la heterosexualidad, enraizada según
él en lo anatómico genital y en los cromosomas. No sorprende que tal ignorancia
conviva con lo peor de las creencias mágicas, las que marcan al que se
considera diferente, llegando a usar un autobús de campaña afirmativa de una
pretendida normalidad dicotómica (niños / niñas), en la que transexuales,
lesbianas o gays serán ajenos, enfermos o perturbados, y habrán de ser tratados
o segregados. No sorprende que tamaña ignorancia, que tal “post-verdad” anclada en un pseudo-catolicismo anticristiano e inhumano,
facilite lo peor atávico. De ahí a retornar a la castración química, como la que se le “pautó” a
Alan Turing sólo hay un paso. Y el paso es sencillo, pues basta con que gente
así alcance el poder político. La elección de Trump no es un fenómeno que sólo pueda
darse en EEUU.
En una interpretación
perversa de lo que implica la democracia, parece que todos tenemos derecho a
opinar de lo que desconocemos y creer, desde nuestro
“sentido común”, que no hay cambio climático o que Trump tiene razón si
prescinde de científicos de etnia poco recomendable. Los alemanes ya lo
hicieron con Einstein, Gödel y tantos otros en su momento, cuando se defendía
la “ciencia alemana” frente a la maldad judía.
Tanto parloteo narcisista en
redes sociales, tanta falta de pensamiento y de silencio, sólo sirven para
allanar el camino a algo que siempre fascina, la pulsión de muerte, algo que
siempre estuvo ahí y que encuentra ahora un contexto extraordinario, el
permitido por la pseudo-comunicación técnica. ¿Sería posible Trump sin twitter?
Mientras sigamos impasibles
ante la estupidez, no sólo viviremos en un mundo “post-truth”; facilitaremos
también el regreso a otra era. Estando ya en la Post-Modernidad, se requerirá
un esfuerzo de imaginación para nombrarla. Tal vez sea adecuado el término “post-History”
para lo que puede suponer el regreso a una nueva Edad Media o, peor, a un invierno nuclear.
Los científicos se
manifiestan ahora, como si a Trump y a los “post-verdaderos” les importara un
pimiento. A fin de cuentas, para ellos se trata de números, de votos.
La “post-verdad”, la
estupidez potencialmente letal que comporta, no se combate desde lo cuantitativo
sino desde lo cualitativo, desde una reflexión sobre las propias carencias,
desde una mirada crítica al mundo. Y no es tan difícil hacerlo; quizá baste con
leer de vez en cuando y con cierta calma un periódico.