La etología animal es interesante. Muchos animales se comunican en mayor o menor grado. Alertan de amenazas, establecen pautas de cortejo o dominancia… Pero no hablan. Parece que lo que nos hace humanos es principalmente eso que ellos no tienen, el lenguaje. ¿Cómo ocurrió? Tal vez bastaran pocos cambios en algunos genes, quizá uno solo como el FoxP2 , pero aun es un enigma.
El lenguaje, en sentido amplio, abarca todo lo que somos y podemos llegar a ser. No sabemos cómo se comunicaban en el Paleolítico pero las pinturas rupestres apuntan hacia una capacidad muy notable de entender de algún modo el mundo, expresar la relación con él y hacerlo además de un modo que apunta a la conservación de algo esencial durante milenios, la posibilidad de cierto habitar poético y el valor del símbolo.
Fue en una época relativamente tardía en nuestra evolución que el lenguaje pudo no sólo hablarse sino escribirse, lo que supuso el nacimiento de la Historia misma. Si la Historia es siempre colectiva a pesar de singularidades importantísimas, la biografía es personal y, en general, simplemente vivida y no narrada, salvando diarios y autobiografías. En ese sentido, aunque contribuyamos todos en mayor o menor medida a la Historia en la que nos insertamos, no hay propiamente una historia personal, con una excepción curiosa, la que confieren las enfermedades, en cuyo caso se habla de “historia clínica”.
La historia clínica apunta, como todas las historias, a una narración que, sin embargo, cada vez cede más terreno a una métrica soportada por el registro instrumental en forma de analíticas, imágenes, medidas antropométricas y físicas y últimamente, hasta secuencias genéticas. Todo eso conforma un conjunto de datos que pueden registrarse electrónicamente, como secuencia de bits. Aunque propiamente haya enfermos y no enfermedades, éstas tienen elementos comunes que permiten establecer una nosología incluso de los trastornos del alma. Y la nosología cobra cada día más importancia, ontologizando lo que es más bien falta, carencia.
En nuestro tiempo un paciente acaba siendo dicho más por lo que muestra su cuerpo que por lo que transmite su lenguaje. Y esto ocurre en un contexto, el metafórico. La metáfora informativa de la vida se mantiene en pleno vigor, llegando al extremo de que se tiende a ver a cada persona como un conjunto de datos, como una secuencia de bits. En ese contexto, se enferma porque, en mayor o menor grado, se está predestinado para ello por la información genética.
Son los genes lo que heredamos de nuestros padres biológicos pero a la vez lo que nos sitúa como emparentados con otros que pueden vivir o haber vivido muy alejados de nosotros, como perfectos desconocidos. Busquemos y encontraremos. Cada día es más barato obtener información genética personal y rastrear en nuestros orígenes, en la construcción de un buen árbol genealógico. ¿Por qué no contribuir a constituir grandes bases de datos para bien de la Medicina? A fin de cuentas, esos datos genéticos propios son "hackeables".
Seamos humanos, compartamos información genética que, a fin de cuentas, es algo más cómodo que donar sangre o un riñón. En DNA.Land acogerán encantados nuestras secuencias genéticas si las tenemos y aunque sean incompletas. Quieren disponer de millones de genomas y sólo van por unos cuarenta mil.
La obsesión por hallar el oráculo genético es bien conocida y no vale la pena ser reiterativo. Pero tal afán simplificador (a pesar de la extraordinaria complejidad que reside en la expresión genética) abarca también a lo que parecía menos reducible, al propio lenguaje, que pasa a ser valorado no ya como contenido sino como vehículo.
Es cierto que al hablar uno aporta más que palabras. Las emociones acompañan a esas palabras, con lágrimas, con expresiones faciales, con emisiones entrecortadas, con silencios… El valor del psicoanálisis reside precisamente en esa atención a la palabra, a la que se dice cuando menos se espera, a la que apunta a lo que uno no conoce de sí mismo y va siendo revelado. Pero vivimos un tiempo en que cada vez se escucha menos, incluso en la consulta clínica, y, a la vez, se pretende oír todo. Es la época del “Big Data” y ya no importa lo que diga uno de su vida sino pronosticar su vida misma como consumidor o como enfermo potencial, y para eso la propia voz acaba resultando importante en manos de los nuevos gurús, esos que diseñan algoritmos pronósticos.
Una organización, Canary Speech, ha relacionado millones de breves conversaciones telefónicas recogidas por una compañía aseguradora con datos clínicos y demográficos proporcionados por esa misma compañía. Los algoritmos dirán con más claridad que la pitonisa de Delfos que alguien acabará padeciendo Alzheimer o Parkinson. Y por su bien se le amargará prematuramente la vida en forma de diagnóstico precoz inútil, a la vez que quizá se le excluirá de un servicio de seguros o de la posibilidad de conducir.
El Big Data supone, en cierto modo, el fin de la ciencia, ya que su objetivo no es explicar, comprender, sino sencillamente predecir, sea este pronóstico aplicado a la extensión de una epidemia, a la aceptación de un nuevo refresco o a señalar directamente a alguien que será “costoso” por su futura enfermedad o incluso un posible criminal.
El deterioro del encuentro clínico es sólo la punta de un gran iceberg. Por mucho "whatsapp", por muchas redes sociales que haya, el caso es que nos estamos olvidando de hablar. Estamos pasando de ser sujetos atravesados por la palabra a organismos legibles en los genes, en una imagen funcional o en la voz, entendida como resultado de un proceso neurológico alejado del alma.
Hay científicos e inventores, en Google, en el MIT, en tantos sitios, que protestan ahora contra Trump. Como si los científicos fueran puros y no tuvieran ninguna repercusión en la sociedad que lo ha elegido ni una enorme culpa en la gran distopía cientificista que se avecina, que se está implantando ya, alienándonos. Una pureza que también se pretendió en Alemania hace años.
Si los científicos sólo se preocupan por la Ciencia, por más que hablen del cambio climático, descuidando la responsabilidad ética que toda investigación supone, estaremos abocados a mucho sufrimiento; eso sí, será científico y por nuestro bien.
Querido Javier, me asombra que mantengas un calor humanista ante el mismo inquietante panorama que tú mismo describes con claridad meridiana. Gracias por inyectar un poco de humanidad en estos gélidos fines de semana de aislamiento, televisión y aguaceros.
ResponderEliminarIgnacio Castro.
Querido Ignacio,
EliminarSí. El panorama es inquietante. Pero no es la primera vez que algo así ocurre. Siempre queda cierta esperanza en que lo que nos ha hecho humanos prevalezca frente a la humana estupidez.
Gracias por tus palabras.
Un abrazo,
Javier
Impecable artículo, Javier. El panorama que describes es francamente desolador, pero como bien dices, no tenemos que perder la esperanza. Por suerte contamos con muchísimos buenos profesionales no sólo en el ámbito de la medicina, sino también en otras ciencias, que cada día logran que prevalezca eso que nos ha hecho humanos a quienes parece que nos estamos deshumanizando. Muchas gracias por compartir tu modo de ver las cosas. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Estrella.
EliminarTienes razón. Hay muchas personas magníficas como tales y en su profesión. Lo que ocurre es que lo más visible siempre o casi siempre es lo peor. Pero tanta gente buena, aunque no se la vea en los medios de comunicación, sustenta la esperanza.
Un abrazo,
Javier
Querido Javier: tu observación de que -estrictamente- no existe una historia personal, sino tan solo lo que denominamos “historias clínicas” (un arte por cierto en desuso, puesto que muchos de los antiguos historiales clínicos eran auténticas obras de maestría literaria), me ha hecho pensar que seguramente eso explica al menos una parte del éxito planetario de las redes sociales.
ResponderEliminarComo lo señaló mi querido Zygmunt Bauman en más de una ocasión, las redes sociales sociabilizan la soledad, no tanto en el sentido literal, sino la soledad que es inherente a la existencia misma. Eso encaja muy bien con lo que tú señalas, puesto que si en tanto individuos somos los olvidados de la historia (te recomiendo “14 Juillet”, de Ériv Vuillard, uno de los novelistas franceses actuales más extraordinarios, un libro en donde vuelve a contar la toma de la Bastilla pero desde la perspectiva de los personajes anónimos que formaban la turba popular, y que por supuesto no dejaron huella en la Historia pese a ser sus verdaderos artífices), las redes sociales nos proporcionan la falsa ilusión de hallar una suerte de “trascendencia” histórica. De allí que la gente se empeñe en mostrar fotos de situaciones cotidianas bastante estúpidas, como la pizza que alguien se comió la noche anterior, o las gracias de su perro: en ello palpita el anhelo de existir, de abandonar la miserable condición anónima en la que transcurre la mayor parte de las vidas humanas, para alcanzar la gloria de una visibilidad digital, sin necesidad de que la fama o la fortuna te coloquen en el centro del foco mediático. Lástima que esa gloria sea efímera, y que se disuelva en la tumultuosa corriente de bits que son almacenados en los basureros cibernéticos. Aunque el genoma sea tan irrepetible como la huella digital del dedo, ambos son en definitiva algo por completo ilegible para el sujeto que somos, puesto que dicen todo y a la vez nada de nosotros mismos. Eso no significa reducir el valor presente y futuro de las investigaciones en materia genética. Solo que uno se interroga por las consecuencias que supone el hecho de que nuestra historia se escriba en este lenguaje que los profanos no sabríamos hablar ni descifrar. Sin duda, una forma de alienación que Marx no alcanzó a conocer.
El psicoanálisis nació como consecuencia de un descubrimiento extraordinario: que el inconsciente es a la vez el impedimento pero al mismo tiempo la condición de que podamos apropiarnos de nuestra historia. El método analítico convirtió la imposibilidad de saber en la causa de la emancipación de la palabra. Nos volvió protagonistas, y fundamentalmente autores del argumento de nuestras vidas. Y dado que al menos hasta ahora el psicoanálisis no ha podido ser conquistado ni secuestrado por ninguna ideología política, sigo apostando a que seguirá formando parte, junto con la poesía, la literatura, y otras formas artísticas, de ese dispositivo de resistencia que impida que el círculo mortal se cierre, o que al menos demore ese desenlace lo más posible.
Un abrazo, y como siempre gracias por tus hermosas reflexiones,
Gustavo
Querido Gustavo, estoy convencido de que, como dices, el psicoanálisis “seguirá formando parte, junto con la poesía, la literatura, y otras formas artísticas, de ese dispositivo de resistencia que impida que el círculo mortal se cierre, o que al menos demore ese desenlace lo más posible”. No es poco aunque sólo fuera demorar.
EliminarTe refieres a la incapacidad de descifrar el lenguaje genómico por parte de profanos. En realidad, no hay nada que descifrar, no hay lenguaje ahí; sólo metáfora que parece un resto de la necesidad teleológica, aunque no sea ya teológica. Sólo hay, y no es poco, una información que sustenta la organización corporal. Pero no somos dichos por eso. En el peor de los casos (enfermedades genéticas), hay un determinismo restrictivo, incluso tanto a veces que hace imposible la vida. Pero, a pesar de los pesares, nadie es “dicho” por su genoma, sino sólo restringido por él como pueda serlo por nacer en Rwanda, y por eso, con todos los condicionantes adversos imaginables, seguimos siendo, como indicas, “autores del argumento de nuestras vidas”. Una autoría que suele suponer la tragedia, pero así es la vida real, muy alejada a ese narcisismo apresurado y supuestamente felicitario que sostiene las redes sociales.
Gracias una vez más por tus sabias palabras.
Un abrazo, Javier.