lunes, 16 de febrero de 2015

El extraño recuerdo de lo trivial

“Preguntóle Temístocles para qué servía aquel arte: respondió el maestro que para acordarse de todo; y Temístocles replicó: “Más te agradecería que me enseñases el arte de olvidar lo que yo quisiera””.

Cicerón. De Oratore 2, 299.

La memoria es básica para llevar una vida normal: abrocharse los botones de una camisa, tomar un bus, saber en qué día vivimos, quiénes son los que nos rodean… Lo cotidiano vive del pasado; lo sabido ahora, de lo aprendido antes.

No todo se recuerda porque no todo es ya importante o porque no lo ha sido nunca. A veces, aunque ahora no sirva, su valor emocional pasado, bueno o malo, hace de algo recuerdo imperecedero. La zona basolateral de la amígdala cerebral parece importante en ese recuerdo selectivo ligado a emociones. Un sentimiento biográficamente importante iría ligado a un baño adrenérgico interior al que serían sensibles adrenorreceptores localizados en el nervio vago que proyecta al locus coeruleus por medio de núcleos del tracto solitario. A tal punto los afectos del alma se encarnan, que se ha sugerido la atenuación de intensidad de un stress postraumático mediante propanolol u opiáceos administrados poco después de que eso que no debía producirse, el trauma, haya ocurrido. [1]

Al margen del recuerdo emocional, hay una memoria necesaria, la de todo lo que nos permite trabajar, una memoria que acumulará datos y esquemas operacionales adaptados a necesidades concretas de actuación laboral, sea como médicos, como taxistas o como cocineros. Y existe también la memoria dedicada a la actuación principal en la vida, la que rige el comportamiento ético y que se enmarca en el plano cultural en el que vivimos. Esa memoria ha sido conducida mucho tiempo por tradición oral hasta que nació la escritura. La historia ejemplar, el mito transmitido durante generaciones acabó así dando lugar a norma leída, a libros sagrados, y lo mítico y lo místico vivificadores cedieron al dogma extraño y al fanatismo letal. La letra sin alma acabó imponiéndose en muchas almas iletradas.

Parecería que sólo lo importante es recordado y que sólo una alteración profunda como la que ocurre en el autismo puede trastocar la priorización de recuerdos. La película protagonizada por Dustin Hoffman, “Rain Man”, muestra ese contraste. Muchos “savants” son perfectos ignorantes. No siempre la buena memoria, brillante en algunos aspectos, va ligada a la normalidad psíquica. En esas personas parece regir una mezcla extraña de sensaciones ligadas, algo conocido como sinestesia, por la que los números o palabras pueden percibirse no sólo visualmente sino también como sabores y olores. El gran Borges fantaseó con la posibilidad de una memoria exhaustiva, completa, la que reflejó en el relato de “Funes el memorioso”, de quien dice que “pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez”. En esa narración se alude a un modo de sinestesia: “Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc.” El protagonista, Ireneo Funes, acaba muriendo pronto y no sabemos cómo podría soportar su vida, pues destaca Borges que “pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”.

Es ya un tópico decir que la realidad supera la ficción y ocurre que existen personas que recuerdan fuertemente a Funes. Solomon Shereshevskii fue una de ellas. Llegó a fascinar con sus demostraciones como mnemonista, recordando con todo su ser, pues los números eran para él personajes en acción y la apetencia por los alimentos dependía de cómo se le nombraran. Su prodigiosa memoria no le facilitó la relación social [2].

En el año 2000 una mujer llamada Jill Price le escribía al neurobiólogo McGaugh pidiendo ayuda. Decía literalmente que para cualquier fecha desde 1974 hasta el presente podía decir en qué día había caído, lo que estaba haciendo ese día y si había ocurrido algo importante en esa ocasión. McGaugh confirmó en su laboratorio tales afirmaciones y más tarde acabó encontrando unos cincuenta casos poseedores de lo que definió como memoria autobiográfica altamente superior (HSAM) [3]. Una memoria tan extraordinaria hizo que un locutor, Brad Williams, recibiera el apodo de “hombre Google”.

Son pocos casos los recogidos, pero indican algo llamativo: hay personas que guardan en su memoria todo lo trivial. Al margen de estudiar qué mecanismos fisiológicos subyacen a esa capacidad (parece que el fascículo uncinado, alterado en la enfermedad de Alzheimer, establece mejores conexiones en estos casos), es inevitable la cuestión heurísticamente finalista: ¿por qué se guarda lo trivial? No parece que en estos casos, a diferencia de personas como Shereshevskii, se den trastornos mentales; algunos suelen estar satisfechos de ese “poder”. Tampoco parecen más inteligentes ni dotados de mayor capacidad mnemonística. Dicho de otro modo, ese exceso de memoria ni les sirve ni les perturba 

¿Sería gente así la que pudo transmitir oralmente las grandes epopeyas antes de que surgiera la escritura? 




[1] McGaugh JL. Making lasting memories: remembering the significant. PNAS. 2013. 110:10402-10407.

[2] Yaro C, Ward J. Searching for Shereshevskii: what is superior about the memory of synaesthetes? Q J Exp Psychol (Hove). 2007 May;60(5):681-95.


[3] McGaugh JL, LePort A. Remembrance of all things past. Sci Am. 2014;2:41-45.

viernes, 6 de febrero de 2015

Memoria y presagio. Omina mortis.

Las diferentes formas de amnesia muestran que una memoria básica hace posible que vivamos nuestro presente.
Todo lo que sabemos, incluso la Ciencia, es construido desde el recuerdo. Vemos fenómenos que suceden a otros y de ahí inferimos relaciones causales. No son demostrables, sólo inducidas pero eso basta, o quizá no. Nos movemos en la explicación causal basada en la constancia de lo recordado y en la esperanza de que una relación fenoménica permanezca en el futuro. Desde esa inducción no sólo podemos predecir observables; también tratamos de explicarlos en términos de causalidad eficiente. Despreciando la finalidad el lenguaje biológico es heurísticamente más finalista que nunca.

Esa necesidad pronóstica siempre se dio y, en ese sentido, el pasado no sólo nos sitúa en el presente; también desvela en mayor o menor grado el futuro, aunque muchas veces los métodos utilizados para ese pronóstico sean inútiles y conduzcan a errores manifiestos. Hay gente que sigue ganándose la vida echando las cartas, leyendo manos o haciendo horóscopos.
Aunque no puede compararse la predicción mágica con la científica, ambas son sostenidas por nuestro modo de ser en el mundo, ambas dependen de que nosotros mismos somos temporales y queremos controlar lo que pueda sucedernos.
Es esa fe la que, en forma de magia, religión o ciencia confiere un sentido a nuestro mundo. Sin ella no hubiera sido posible la revolución neolítica ni ningunos de los bondadosos avances culturales que la siguieron hasta nuestros días. Pero tampoco serían posibles, sin esa fe, todos los males que han acompañado a la Historia humana.

Del afán pronóstico surgieron los calendarios y todo lo que los hizo posibles, la astronomía, el cálculo… El calendario sostuvo y fue sostenido a su vez por la religión. Tal vez sin esa necesidad no hubiera surgido Copérnico. Sólo es aparente la paradoja de que la Iglesia hiciera posible y condenara a la vez a Galileo.
El afán pronóstico impregnó la Medicina hipocrática, para la cual el diagnóstico era un medio como sigue siéndolo en nuestros días. La actividad clínica cristaliza en un diagnóstico del que deriva un pronóstico, un saber sobre el futuro del organismo y que deja abierta la posibilidad o no de una terapia que mejore las malas señales. Ha cambiado mucho la perspectiva clínica. De un empirismo observacional y un cuadro explicativo mítico en los que se movieron celebridades como Galeno, Avicena o Paracelso, hemos pasado a una aplicación de la Ciencia a la Medicina; hemos incluso matematizado el pronóstico siendo las ecuaciones de regresión logística uno de tantos ejemplos de ese intento cuantificador. La Ciencia es un buen marco, pero el cientificismo hace de la ciencia mito, el que señala a la utopía del progreso, a una nueva religión secularizada. El contexto en cierto modo no ha cambiado porque nosotros no lo hemos hecho como organismo biológico ni cultural. Seguimos precisando el mito, aunque sea un mito científico.
Lo que ocurre es que ese mito no retiene la fuerza explicativa de otros tiempos para vislumbrar el futuro.

El historiador Miguel Requena ha dedicado un precioso libro a los presagios de muerte (“Omina mortis”) a emperadores romanos. De su lectura deducimos que si los dioses nos abandonan, nos espera sufrimiento y muerte y que ese  abandono se acompaña de signos que anuncian la irrupción de lo salvaje, de lo caótico, en la ciudad que la divinidad protegía, signos que anuncian la muerte de su mayor responsable político. Pero el abandono divino no es caprichoso sino consecuencia de la falta ética, y los signos anuncian las mortales consecuencias. No sorprende que Cómodo haya sido objeto preferente de los omina mortis. A veces, esos presagios anuncian que, con la muerte del héroe, no hay tanto abandono del dios cuanto divinización de aquél, y auguran, por ello, más bien la apoteosis que la muerte que la precede.
La ambivalencia ritual de la sangre en la antigüedad, como contaminante o como fuerza vital, permanece en nuestros días. Lo apotropaico colectivo precede el afán soteriológico individual de los misterios, que también hace de la sangre elemento vivificador, sea con Mitra o con Cristo. El símbolo de la puerta que da paso a la vida pero que puede abrirse al infierno, también subsiste. El libro está centrado en la Roma republicana e imperial, pero mantiene su vigencia, con matices, en nuestro tiempo. No podría ser de otro modo siendo el sujeto un ser simbólico.

Y ocurre que precisamente por ser el sujeto más que un mero organismo, los pronósticos actuales científicos pierden fuerza en el ámbito clínico. Recientemente Enrique Gavilán ilustraba en un bello artículo la posibilidad de elegir incluso ante lo peor y cómo esa elección transforma el tiempo vital, de forma cualitativa y, a veces incluso también cuantitativamente. http://www.nogracias.eu/2015/02/04/las-dos-muertes-de-ivan-illich/#comments En el mismo sentido se había expresado Stephen Gould, desde una sólo aparente frialdad matemática http://cancerguide.org/median_not_msg.html


Y es que, viviendo en el tiempo, podemos sin embargo tener atisbos de eternidad, presentes eternos porque lo que importa es sólo eso: el presente pues, como dijo Wittgenstein, “tiene vida eterna quien vive en el presente”. Sólo desde esa “presentificación” puede también incluso la creencia imaginar lo eterno.

viernes, 30 de enero de 2015

ELLA. Promesa y olvido.

“…aunque se hundan en el mar saldrán de nuevo, 
aunque los amantes se pierdan quedará el amor; 
y la muerte no tendrá señorío”


(Death shall have no dominion. Dylan Thomas).

“Hoy te prometo amor eterno”… canta Il Divo.
Una promesa así, de lealtad amorosa perenne, sólo surge desde la imposibilidad de prometer nada, desde el enamoramiento. Creo que Lacan decía que amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es, o algo parecido. Pero nadie está para reflexiones lacanianas ni de otro tipo cuando se enamora.

Esa promesa puede cumplirse, incluso sin saberse, incluso casi sin querer, como muestra la hermosa “Carta a D.” de André Gorz, un hombre que se lamentaba en ese texto al recordar que para él “un amor naufragado, imposible, concedía nobleza literaria” y que “se sentía cómodo en la estética del fracaso y la aniquilación”. Esa aspiración romántica juvenil que pretende realzar el amor erótico mezclándolo con la fascinación de thanatos que lo haría imposible acabó en su caso cediendo al amor perenne… hasta la muerte de ambos. Fue la enfermedad de ella la que desencadenó un suicidio conjunto porque la vida de él dejaría de ser vida real sin su amor, el único, el suyo, sentido siempre pero tardíamente expresado en palabras, aunque ella no las necesitara… o tal vez sí.

El recuerdo actualizado de la gran pasión amorosa equipara el olvido que supondría el duelo a la muerte misma y, ante eso, la opción del suicidio parece la única posibilidad.
Es habitual que una promesa de amor se quiebre tras la legalización que supone el matrimonio. En la Iglesia católica, la promesa romántica cede ante la promesa sacramental, la que obliga…“hasta que la muerte os separe”. Y cuando la promesa se transforma en compromiso simplemente desaparece. Para dos enamorados, nada más fácil que prometer como puro sentimiento inefable que implica el deseo de envejecer juntos, algo no siempre posible y que ha inspirado un hermoso poema gallego cuya traducción a diecinueve idiomas conforma, con preciosas ilustraciones, un libro único, “Se envellecemos xuntos”. La inspiración del poeta (Xulio López Valcárcel) surgió del lamento de una joven al ver a su novio abatido por las balas (“Adiós amor, ya no envejeceremos juntos”).

El joven judío Jesús respondió a una pregunta farisaica sobre la pareja en el más allá desde la carencia de sentido de la cuestión planteada (Lc. 20; 27-37). Pero la promesa de amor eterno no contempla la muerte ni el olvido. Tampoco ningún cielo. Tal vez por ello, el libro de Haggard, “Ella”, ha sido tan interesante como para ser citado por Freud (“Un libro raro, pero lleno de un sentido oculto; el eterno femenino, lo imperecedero de nuestros afectos”) y por Jung (“El anima es impulso vital, pero además tiene algo extrañamente significativo, algo así como un saber secreto o sabiduría oculta”…“A su Ella, Rider Haggard la llama hija de la sabiduría”). Ayesha, la protagonista, “la que debe ser obedecida”, ha conseguido la inmortalidad tras el paso por el fuego purificador, e instalada en ella espera el regreso de su amor reencarnado. Invitándolo a la inmortalidad, para ella el segundo paso por la llama supone la muerte y eso hace que sea él, desde la invulnerabilidad adquirida, quien tome el testigo de la espera durante eones de la reencarnación de su amor perdido. El amor puramente erótico le había hecho olvidar a ella cualquier restricción ética, mostrando que quien ama no es necesariamente amable y pudiendo la insatisfacción erótica acompañarse tanto del mantenimiento de la esperanza en el único amor como de la tiranía odiosa hacia todos los demás que despliega la protagonista.

El deseo sustenta la necesidad del amor imborrable incluso tras la muerte porque más allá del mito, lejos de la religión, es necesaria la permanencia del amor desde el sentimiento de promesa inicial y, si hacemos caso a Dylan Thomas, ni siquiera la muerte tendrá señorío sobre ese deseo.

viernes, 23 de enero de 2015

Donde habita el olvido

"... donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia
...
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.”

Luis  Cernuda

En una canción de Sabina, antes en un poema de Cernuda y antes aún en un verso de Bécquer, se alude a ese extraño lugar en donde habita el olvido. Un lugar para ser buscado, generalmente desde el fracaso. Un lugar que no existe… o sí, quizá en nuestro hipocampo o en alguna de sus conexiones. Pero el lugar poético no es el anatómico y tampoco el camino a él. Una indagación que parece extraña al ser humano pero no por ello infrecuente. Se busca la calma donde no la habrá. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido” decía Neruda. El oxímoron del olvido en el recuerdo, la imposibilidad de actuar sobre lo que es más ajeno a la voluntad.

Los hay que optan por atajos. Jorge Negrete, más sensible de lo que su machismo aparentaba, le cantaba a “Ella”
“Quise hallar el olvido 
al estilo Jalisco,
 

pero aquellos mariachis y aquel tequila;
 

me hicieron llorar.”
Y lo hacía mintiendo ya que no tomaba alcohol según dicen a pesar de lo cual murió joven por insuficiencia hepática. Así son las cosas; el alcohólico Leigh Fermor moría tras más de noventa años de vida lúcida y activa. Lo estadístico no tiene valor individual.

Quizá en el fondo estemos ante la pulsión de muerte liberada al fracasar el amor y que puede pasar al acto como suicidio o como lenta intoxicación. Porque querer olvidar no parece muy distinto a querer morir.

Pero tal vez tengan razón esos pocos que hablaron de “donde habita el olvido”. ¿Dónde puede habitar mejor que en casa? No en la casa actual, sino en la más propia, casi placentaria, en la de la niñez. Es curioso que quieran ir allí, a “su” casa quienes ya están propiamente instalados en un mal olvido (no el peor quizá), el que supone la enfermedad de Alzheimer. Es allí, en ese lugar del recuerdo primigenio, que en muchos casos no existe ya en el mundo físico (como tampoco los padres), donde habita ese olvido de terrible apariencia y que sólo la muerte dulcificará a los ojos de quienes contemplan el drama. “Quiero ir con mis padres”, “quiero ir a mi casa”… y de nada valen argumentos ante eso que se muestra como más real, ante esa atracción de la casa iluminada en la que habita el olvido.
De forma más rápida, esa vuelta a casa, tras la que seremos olvidados, es descrita por quienes han tenido experiencias próximas a la muerte, en forma de encuentros con familiares fallecidos, como luz que sosiega… 

El tiempo existencial no es el tiempo de reloj sino el de vida vivida, y, sea en años de demencia o en segundos de tránsito, nos espera al final la vuelta a casa, como tierra que acoge un cadáver o como misterio que trasciende al tiempo, según creencias. Pero se cierra así el ciclo. 

Y será en ese atardecer cuando quizá seamos juzgados en el amor, como decía San Juan de la Cruz, tal vez por nosotros mismos… ya no lejos, ya donde sí habita el olvido.

jueves, 15 de enero de 2015

¿Dónde está la sabiduría?

" Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in information?"

T. S. Eliot

Es fácil hoy en día saber mucho más de lo que sabía Aristóteles, pero eso no supone ser más sabios de lo que él era.
Incluso en este tiempo de saberes especializados en que es habitual que investigadores científicos de renombre sepan mucho de un ámbito reducido de lo real y muy poco o nada de fuera de él, hay personas que pueden tener un afán enciclopedista y pretender saber de muchas cosas. La imagen del ideal renacentista permanece.
Hay incluso quien imagina una simbiosis con la máquina, cuando no una captación real de su pretendido saber, en forma de datos y más datos, una Wikipedia bionizada.
Pero tener mucha información sobre algo no equivale a conocerlo. Uno puede saber mucho de un país pero desconocerlo. Los datos, la información, esa triste palabra que alimenta el sueño cuantitativo, no suponen conocimiento. Es posible, desde luego, lograrlo, saber desde la experiencia real; no es lo mismo leer sobre la India que vivir una temporada en ella. No es igual leer sobre una religión que haber sido educado en una familia religiosa. 
¿Quién no aspira al conocimiento? Se habla de las supuestas (y falsas) virtudes del “aprender jugando”, sea ese aprendizaje de inglés o de matemáticas. Estamos en un tiempo en que el conocimiento se considera algo que se tiene, como una cosa, algo a lo que se le suele llamar curriculum vitae, como si la vida profesional fuera una acumulación de certificados y reconocimientos. Conocer como tener (antes se usaba la expresión “tengo estudios”), en forma de diploma o licenciatura o cualquier otro modo enmarcable. Hoy en día retornamos a esa triste concepción del saber bajo el modo industrial, el de la normativización ISO y tonterías similares.
Hay personas que conocen mundo, que saben mucho de muchas cosas. Pero ese saber sigue siendo algo ajeno a la sabiduría.

¿Dónde está? ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? 

El infatigable lector Harold Bloom se hizo esa pregunta al borde de la muerte y de ella surgió un precioso ensayo… sin respuesta. Porque no la hay propiamente. Él, un judío gnóstico, picó aquí y allá, en la fuente J, en la fuente Q, en Proust, en Freud, en Shakespeare, en Montaigne. Un gnóstico un tanto decepcionado incluso por lo que paradójicamente le ayudaría, por Nag Hammadi, donde el sueño se confrontó al hallazgo.
Si Harold Bloom no la da encontrado, ¿A quién recurrimos? ¿A maestros religiosos? ¿A filósofos? ¿A poetas? ¿Buscamos desde la ciencia? ¿Indagamos en la Historia?

Tal vez la clave resida en la imposibilidad. En que, si el conocimiento es alcanzable, la sabiduría no; en que si el conocimiento da respuestas, la sabiduría sólo puede ofrecer preguntas. Y tal vez por ello no fuera propiamente humilde Sócrates si dijo que sólo sabía que no sabía nada. Quizá así reveló en realidad un gran orgullo.
Tal vez también por ello, Kant fuera más sabio que otros que le precedieron, porque formuló preguntas… que respondió como respondió. Pero las hizo.
Y la gran pregunta es tan importante que surge como mandato, como norma de vida
buscadora. Se plasmó en Delfos y sigue vigente. Una cuestión que enlaza con otra formulada por un gran psicoanalista contemporáneo: ¿Qué quieres? Y que va más allá, por ir más al centro existencial, que las cuestiones kantianas.

No es descartable que la sabiduría se dé como la felicidad, sólo ocasionalmente. Un célebre y hermoso cuento proclamaba que el hombre feliz no tenía camisa. Diógenes, de quien dicen que era sabio, tampoco se vestía muy bien. El mal no reside en la imposibilidad de ser sabios sino en el olvido de que la sabiduría existe aunque no la alcancemos. Es probable que muchos nos muramos sin tocarla, pero valdrá la pena buscarla.