" Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in
information?"
T. S. Eliot
Es fácil hoy en día saber mucho más de lo que sabía Aristóteles,
pero eso no supone ser más sabios de lo que él era.
Incluso en este tiempo de saberes especializados en que es
habitual que investigadores científicos de renombre sepan mucho de un ámbito
reducido de lo real y muy poco o nada de fuera de él, hay personas que pueden
tener un afán enciclopedista y pretender saber de muchas cosas. La imagen del
ideal renacentista permanece.
Hay incluso quien imagina una simbiosis con la máquina, cuando no
una captación real de su pretendido saber, en forma de datos y más datos, una Wikipedia
bionizada.
Pero tener mucha información sobre algo no equivale a conocerlo.
Uno puede saber mucho de un país pero desconocerlo. Los datos, la información,
esa triste palabra que alimenta el sueño cuantitativo, no suponen conocimiento.
Es posible, desde luego, lograrlo, saber desde la experiencia real; no es lo
mismo leer sobre la India que vivir una temporada en ella. No es igual leer
sobre una religión que haber sido educado en una familia religiosa.
¿Quién no aspira al conocimiento? Se habla de las supuestas (y
falsas) virtudes del “aprender jugando”, sea ese aprendizaje de inglés o de
matemáticas. Estamos en un tiempo en que el conocimiento se considera algo que
se tiene, como una cosa, algo a lo que se le suele llamar curriculum vitae,
como si la vida profesional fuera una acumulación de certificados y
reconocimientos. Conocer como tener (antes se usaba la expresión “tengo
estudios”), en forma de diploma o licenciatura o cualquier otro modo
enmarcable. Hoy en día retornamos a esa triste concepción del saber bajo el
modo industrial, el de la normativización ISO y tonterías similares.
Hay personas que conocen mundo, que saben mucho de muchas cosas.
Pero ese saber sigue siendo algo ajeno a la sabiduría.
El infatigable lector Harold Bloom se hizo esa pregunta al borde
de la muerte y de ella surgió un precioso ensayo… sin respuesta. Porque no la
hay propiamente. Él, un judío gnóstico, picó aquí y allá, en la fuente J, en la
fuente Q, en Proust, en Freud, en Shakespeare, en Montaigne. Un gnóstico un
tanto decepcionado incluso por lo que paradójicamente le ayudaría, por Nag
Hammadi, donde el sueño se confrontó al hallazgo.
Si Harold Bloom no la da encontrado, ¿A quién recurrimos? ¿A
maestros religiosos? ¿A filósofos? ¿A poetas? ¿Buscamos desde la ciencia?
¿Indagamos en la Historia?
Tal vez la clave resida en la imposibilidad. En que, si el
conocimiento es alcanzable, la sabiduría no; en que si el conocimiento da
respuestas, la sabiduría sólo puede ofrecer preguntas. Y tal vez por ello no
fuera propiamente humilde Sócrates si dijo que sólo sabía que no sabía nada.
Quizá así reveló en realidad un gran orgullo.
Tal vez también por ello, Kant fuera más sabio que otros que le
precedieron, porque formuló preguntas… que respondió como respondió. Pero las
hizo.
Y la gran pregunta es tan importante que surge como mandato, como
norma de vida
buscadora. Se plasmó en Delfos y sigue vigente. Una cuestión que enlaza con otra formulada por un gran psicoanalista contemporáneo: ¿Qué quieres? Y que va más allá, por ir más al centro existencial, que las cuestiones kantianas.
buscadora. Se plasmó en Delfos y sigue vigente. Una cuestión que enlaza con otra formulada por un gran psicoanalista contemporáneo: ¿Qué quieres? Y que va más allá, por ir más al centro existencial, que las cuestiones kantianas.
No es descartable que la sabiduría se dé como la felicidad, sólo
ocasionalmente. Un célebre y hermoso cuento proclamaba que el hombre feliz no
tenía camisa. Diógenes, de quien dicen que era sabio, tampoco se vestía muy
bien. El mal no reside en la imposibilidad de ser sabios sino en el olvido de
que la sabiduría existe aunque no la alcancemos. Es probable que muchos nos
muramos sin tocarla, pero valdrá la pena buscarla.
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