Uno puede olvidar y también ser olvidado. En el libro del
Éxodo se nos habla, ya en su comienzo, de un faraón que no conocía a José (Ex.
1:8). Sabemos qué consecuencias tuvo para los israelitas esa ignorancia. La
impronta egipcia de José, poco importa que fuera él real o mítico, se evaporó
con su muerte, como ocurre con la memoria que se ha tenido de casi todos; como
ocurrirá con la que se tenga de nosotros.
Ahora bien, aunque el olvido acontezca de modo natural, no
es posible obligar a olvidar. Sólo son factibles olvidos parciales, como hemos
visto con ocasión de juicios contra Google relativos a un llamado “derecho al
olvido”. Parece ya que sólo desde la acción es posible la omisión, que sólo un
acto jurídico puede borrar los actos realizados en ese mundo nuevo en la
Historia humana en el que somos, además de cuerpos y almas, un conjunto de
datos que fluyen por cables (en la “nube” se suele decir).
Ni siquiera cuando parecía más fácil fue posible olvidar. En
Roma la divinidad se asoció al poder del principado, ya desde el propio
Octavio, y su muerte era identificada con la apoteosis. “Sis felicior Augusto,
melior Traiano”, se les deseaba a quienes eran designados para la dignidad que
implicaba en vida ese futuro eterno, pero pocos o, más bien, ninguno, de los
que accedieron al principado tras los tiempos de Trajano fueron tan capaces,
siendo algunos auténticamente nefastos, como Cómodo o Heliogábalo. La
liberación que suponía su muerte no era suficiente para los liberados; se
precisaba hacer desaparecer al déspota (o al competidor) también del recuerdo, de cualquier
recuerdo. Dictar la damnatio memoriae suponía un considerable esfuerzo de
borrado de estelas, de monedas, de estatuas, de todo lo que recordara al maldito…
para nada, porque siempre quedaba algo y tan es así que aún sabemos de los condenados
al olvido.
Mucho después de que la misma Roma fuera olvidada en la
práctica, la damnatio memoriae se mantuvo, aunque no fuera de un modo oficial
contra el poder pasado, sino oficioso desde un poder presente. Las fotografías
manipuladas en la época de Stalin son equivalentes a la alteración de la
Historia pintada por Orwell.
En nuestra Historia
reciente no sólo se ha matado; también muchos muertos han sido condenados al
olvido, tirados en fosas comunes. El daño se extiende así a todos los que no
pueden asumir ese olvido, a sus familiares y amigos, no sólo de una generación, y es que, siendo seres
corpóreos, los restos de un cadáver se convierten en reliquia imprescindible
para los vivos, que precisan atávicamente disponer de ellos para inhumarlos o
incinerarlos, pero siempre en algún lugar. Se muere en un sitio y es preciso
saber de él, aunque sea fosa común, para recuperar en el muerto la
individualidad de que gozó en vida, para poder construir un duelo, recuperar la
calma y quizá incluso olvidar que es la mejor forma de perdón y de facilitar
que la Historia avance.
La negación del necesario recuerdo que se sigue dando en
España, con una Ley de Memoria Histórica obviada de facto, no es aceptable en un país civilizado que debe estudiar su historia
reciente, plasmándola en documentos, en libros. Decía Stefan Zweig que “…los
libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres
humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la
fugacidad y el olvido”. Quizá por ello el libro más necesario, más que el narrativo, el filosófico o el científico, sea el texto
histórico cuyos actores ya no están entre nosotros. A todos ellos les debemos
el recuerdo.
Borrando el pasado se destruye el futuro.
ResponderEliminarGracias, Jaume, por tu comentario. Sintetizas perfectamente el problema. No se trata de recordar para mantenerse en el pasado sino precisamente para enfrentarse a él y poder construir un futuro en el que se imaginable que lo ocrurrido no se repetirá.
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