“…aunque se hundan en
el mar saldrán de nuevo,
aunque los amantes se pierdan quedará el amor;
y la muerte no tendrá señorío”
y la muerte no tendrá señorío”
(Death
shall have no dominion. Dylan Thomas).
“Hoy te
prometo amor eterno”…
canta Il Divo.
Una promesa así, de lealtad amorosa
perenne, sólo surge desde la imposibilidad de prometer nada, desde el
enamoramiento. Creo que Lacan decía que
amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es, o algo parecido. Pero nadie
está para reflexiones lacanianas ni de otro tipo cuando se enamora.
Esa promesa puede cumplirse, incluso sin
saberse, incluso casi sin querer, como muestra la hermosa “Carta a D.” de André Gorz, un hombre que se lamentaba
en ese texto al recordar que para él “un
amor naufragado, imposible, concedía nobleza literaria” y que “se sentía cómodo en la estética del fracaso
y la aniquilación”. Esa aspiración romántica juvenil que pretende realzar
el amor erótico mezclándolo con la fascinación de thanatos que lo haría
imposible acabó en su caso cediendo al amor perenne… hasta la muerte de ambos.
Fue la enfermedad de ella la que desencadenó un suicidio conjunto porque la
vida de él dejaría de ser vida real sin su amor, el único, el suyo, sentido
siempre pero tardíamente expresado en palabras, aunque ella no las necesitara…
o tal vez sí.
El recuerdo actualizado de la gran
pasión amorosa equipara el olvido que supondría el duelo a la muerte misma y,
ante eso, la opción del suicidio parece la única posibilidad.
Es habitual que una promesa de amor se
quiebre tras la legalización que supone el matrimonio. En la Iglesia católica, la
promesa romántica cede ante la promesa sacramental, la que obliga…“hasta que la
muerte os separe”. Y cuando la promesa se transforma en compromiso simplemente
desaparece. Para dos enamorados, nada más fácil que prometer como puro
sentimiento inefable que implica el deseo de envejecer juntos, algo no siempre
posible y que ha inspirado un hermoso poema gallego cuya traducción a diecinueve
idiomas conforma, con preciosas ilustraciones, un libro único, “Se
envellecemos xuntos”. La inspiración del poeta (Xulio López Valcárcel) surgió del lamento de una joven al ver a su
novio abatido por las balas (“Adiós amor, ya no envejeceremos juntos”).
El joven judío Jesús respondió a una pregunta farisaica sobre la pareja en el más
allá desde la carencia de sentido de la cuestión planteada (Lc. 20; 27-37).
Pero la promesa de amor eterno no contempla la muerte ni el olvido. Tampoco ningún
cielo. Tal vez por ello, el libro de Haggard,
“Ella”,
ha sido tan interesante como para ser citado por Freud (“Un libro raro, pero lleno de un sentido oculto;
el eterno femenino, lo imperecedero de nuestros afectos”) y por Jung (“El anima es impulso vital, pero además tiene algo extrañamente
significativo, algo así como un saber secreto o sabiduría oculta”…“A su Ella,
Rider Haggard la llama hija de la sabiduría”). Ayesha, la protagonista, “la
que debe ser obedecida”, ha conseguido la inmortalidad tras el paso por el
fuego purificador, e instalada en ella espera el regreso de su amor
reencarnado. Invitándolo a la inmortalidad, para ella el segundo paso por la
llama supone la muerte y eso hace que sea él, desde la invulnerabilidad
adquirida, quien tome el testigo de la espera durante eones de la reencarnación
de su amor perdido. El amor puramente erótico le había hecho olvidar a ella cualquier
restricción ética, mostrando que quien ama no es necesariamente amable y pudiendo la
insatisfacción erótica acompañarse tanto del mantenimiento de la esperanza en
el único amor como de la tiranía odiosa hacia todos los demás que despliega la protagonista.
El deseo sustenta la necesidad del amor
imborrable incluso tras la muerte porque más allá del mito, lejos de la
religión, es necesaria la permanencia del amor desde el sentimiento de promesa
inicial y, si hacemos caso a Dylan
Thomas, ni siquiera la muerte tendrá señorío sobre ese deseo.
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