Hace pocos días (el 15 de febrero), la revista médica “Lancet Psychiatry” publicó los resultados de la investigación desarrollada por el Grupo de Trabajo “Enigma ADHD” , en un artículo firmado por 82 autores, comparando las imágenes de resonancia magnética cerebral entre 1.713 pacientes con TDAH y 1.529 controles, con edades comprendidas entre los 4 y los 63 años.
Los resultados muestran diferencias de tamaño de estructuras subcorticales entre ambos grupos, que fueron más claras en el caso de menores de quince años. Teniendo en cuenta el tamaño muestral estudiado, así como los efectos observados, en línea con descubrimientos previos, parece natural que los autores del artículo concluyan algo tan impactante como que el TDAH es un desorden del cerebro, lo que puede ayudar a reducir el estigma de atribuirlo a una mala educación (“just a label for difficult children and caused by incompetent parenting”), proporcionando un modelo que concibe el trastorno como un retraso en la maduración cerebral. En este contexto, es importante que el mayor efecto se haya constatado en la amígdala, dada su implicación en la regulación de las emociones. No se hallaron diferencias con respecto al tratamiento ni con relación a la gravedad de la situación clínica; sólo con la presencia o ausencia del diagnóstico.
Al margen de que estos resultados tengan un interés morfológico observacional y que puedan abrir la vía a una investigación más enfocada a la realidad fisiopatológica, conviene considerar críticamente sus aspectos metodológicos.
Nos hallamos ante una heterogeneidad potencial en la asignación diagnóstica por parte de los distintos grupos participantes (países muy diversos), así como en la evaluación de imágenes, aunque se intente paliarla con métodos de armonización. Se trata de un diseño caso – control no aleatorizado, algo claramente distinto a un proyecto longitudinal randomizado. No se tiene en cuenta la gravedad del cuadro sino sólo el diagnóstico. Con respecto a los estudios de neuroimagen, se excluyeron como “outliers” los situados por encima o debajo de una vez y media el rango intercuartílico. Finalmente, la significación estadística se acompañó de una diferencia morfológica más bien pequeña, teniendo en cuenta que el caso que señalan como más claro, la amígdala, se asoció a una “d” de Cohen de -0.19.
La metodología y la discusión del artículo apuntan a algo que va más allá de la ciencia que en él pueda existir y que parece, a pesar del número de casos estudiados por neuroimagen, bastante pobre. Estamos ante más de lo mismo. Desde hace años se viene insistiendo en diferencias en la maduración cerebral establecidas por métodos morfológicos macroscópicos, que son muy groseros si tenemos en cuenta la complejidad del cerebro.
La información obtenida no dice propiamente nada a escala individual, teniendo en cuenta que no parece influir en la imagen la gravedad del cuadro ni su tratamiento. Por otra parte, ha de recordarse que el criterio diagnóstico carece de métricas y marcadores y es susceptible de sesgos subjetivos. No se trata de negar que el TDAH exista pero parece aconsejable tener en cuenta que se da un probable exceso diagnóstico que puede fácilmente inducir a medicalizar comportamientos que simplemente se separan de la norma sin ser propiamente trastornos psíquicos. Parece probable que, de haber vivido su infancia en la actualidad, Einstein, Feynman y muchos más célebres científicos e inventores fueran tratados con metilfenidato.
¿A qué obedece la publicación de un trabajo así que no parece aportar nada sustantivo ni en el orden fundamental ni mucho menos en el aplicado, y que supone una metodología criticable? La respuesta parece residir en la pretensión neopositivista de sustentar la tesis de que el TDAH (y cualquier comportamiento TDAH – like) es un trastorno de desarrollo cerebral, eliminando así cualquier atisbo de responsabilidad parental o personal en que alguien lo padezca.
Sorprende la insistencia de adoptar con nuevos métodos el viejo enfoque frenológico de equiparar una imagen (obtenida por resonancia magnética ahora) a un comportamiento. En la entrada anterior publicada en este blog hice referencia al valor conferido en un artículo de Nature a la imagen cerebral en el caso del autismo.
Es obvio que los trastornos mentales implican al cerebro pero es mucho menos evidente que uno nazca predeterminado a estar deprimido o a sufrir TDAH. La existencia de una relación, anatómica en este caso, no implica en absoluto a priori que lo sea de causalidad, y suponerla es anticientífico y sólo sostiene la idea preconcebida de que el trastorno mental es siempre patología neurológica.
Por otra parte, la estigmatización del trastorno mental en general no se anulará por hacerlo neurológico, sino por una correcta visión del problema, algo que implica una adecuada atención clínica, educativa y social a los pacientes, caso por caso, incluyendo los “outliers” y evitando reduccionismos homogenizadores neomecanicistas.