La ciencia ha avanzado gracias a un método poderoso, uno de cuyos pilares es el escepticismo; un pilar que exige algo que ya no se tiene tanto en cuenta, la reproducibilidad. Es desde la buena repetición que lo novedoso alcanza una objetividad intersubjetiva y se acepta como científico.
La ciencia, además de desvelar el orden, la belleza del cosmos, sus leyes y contingencias, sostiene cualquier filosofía intentada para comprender en dónde estamos y qué somos. Pero la ciencia es la base para un relato, no el relato mismo ni mucho menos el único. Los llamados a sí mismos “escépticos” en blogs, sociedades, círculos, revistas, etc. hacen, sin embargo, de la ciencia apología y única narración. Desde esa apología, que la ciencia no precisa por bastarse a sí misma, se propicia un discurso único en el que parece repetirse un viejo postulado eclesiástico enunciado de otro modo: fuera de la ciencia no hay salvación.
Es desde ese supuesto aval científico como única verdad que los “escépticos” despreciarán todo lo que no sea científico y predicarán la conversión de los descarriados al único saber verdadero que ellos detentan.
Estamos ante una nueva forma de religiosidad con sus sacerdotes cientificistas, como Dawkins. Ante ella, hay grados de pecado. El peor es incurrir claramente en la práctica de las abundantes pseudociencias (astrología, “ciencias ocultas”, homeopatía, magnetoterapia, ufología, etc.). Toda lucha es poca ante el pecado. Es lógico así que la predicación contra el maligno sea ejemplar con nuevas ordalías en forma de fallidos suicidios homeopáticos que muestran con claridad la necesidad de que los necios renuncien a sus prácticas mágicas.
Los "escépticos", en guerra contra los “magufos” y demás atolondrados, consideran que muchos adultos siguen en minoría de edad, incapaces de comprender que la homeopatía carece de la menor base científica o que la presencia de extraterrestres, de darse, requeriría, siendo algo extraordinario, una prueba extraordinaria, como decía el verdadero escéptico Shermer.
Los “escépticos” son tan simpáticos en su actuación como los conductores de programas dedicados a lo paranormal, pero mucho más inquietantes. Y es que ellos deciden sobre el bien y el mal, llamándole ciencia a lo que es (y a veces a lo que no es por falta de reproducibilidad o contaminación por fraude) y “magufada” a lo que no es ciencia. Si sólo la ciencia vale como cosmovisión, si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con la Medicina, que no es propiamente una ciencia aunque se sustente en ella? Porque la Medicina se centra al final en una relación subjetiva informada por la ciencia. Si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con el Psicoanálisis, surgido de la ciencia aunque no sea ciencia? ¿o con la Historia (aunque haya quien se empeñe en verla científica)? ¿o con la Literatura? Y, finalmente, ¿qué haremos con la Filosofía, que parecerá a muchos neopositivistas ingenuos un arcaico juego de palabras rozando lo mítico?
La ciencia surgió en un contexto religioso y no se da desprendido de él. Lo único que cambia es que son muchos quienes prentenden hacer de ella misma religión, la única verdadera. La tentación inquisitorial está así servida. No sería extraño ver en un futuro próximo iniciativas parlamentarias dedicadas a fortalecer ese relato único pretendido. Ya hay instancias en ese sentido en plataformas electrónicas de recogida de firmas. De hecho, ya asistimos a algo inquisitorial en la práctica con el desplazamiento que está sufriendo la enseñanza de las humanidades a favor de una concepción del ser humano que apuesta decididamente por su formación tecno-científica de modo exclusivo.
Los "escépticos" tienen, a su pesar, su cosmovisión, pues ésta es, por ingenua que resulte, consustancial al ser humano: sólo su visión es correcta y ha de imponerse mediante el desprecio y la prohibición de cuanta “magufada” se detecte. Una paupérrima perspectiva que trata de infantilizarnos y enseñarnos lo correcto por nuestro bien. Siempre por nuestro bien, lo peor ha sucedido en la Historia. Estamos ante una pseudo-filosofía que hace de lo utilitario dogma de vida y del “¿para qué sirve?” la cuestión esencial.
Los “escépticos” parecen ignorar que la ciencia precisa de una creencia básica en algo que la trasciende. Es precisa una fe fundamental en la isotropía e invariancia de lo legal físico, en el poder de la inducción e incluso en la garantía de la articulación deductiva lógico-matemática. También parecen ignorar el poder de la confianza básica para la vida misma de cada uno. El efecto placebo es muy claro, tanto que ha de contrastarse en cada ensayo clínico. ¿Tiene sentido despreciarlo, en nombre de la ciencia, y negarle a alguien con una enfermedad terminal su búsqueda del imposible milagro?
La negación del mito es imposible. La renuncia al mito clásico nos arroja en manos del mito del constante progreso, un progreso que, sin restricción ética (no científica), puede acabar matándonos a todos en sentido literal, como civilización e incluso como especie. Después no habrá vuelta atrás. Si la ciencia es maravillosa, el cientificismo se está convirtiendo en una lacra.