Ochenta años, toda una vida que muchos no alcanzan porque se mueren antes, es lo que nos separa de otro verano caluroso, el de julio de 1936.
Inercia de acomodados poderosos, ilusión republicana, sectores del ejército que se sublevan, un golpe fracasado, sueños rojos revolucionarios, guerra civil. Y, por si fuera poco, los horrores de la represión en ambos bandos, oficiosa en un lado, oficial en el otro. Guerra que no acaba, que continúa en la gran contienda mundial.
La brutal insensatez hecha cotidiana.
Cada uno en su bando, no siempre el deseado, ni siquiera deseable desde tanta ignorancia, sino el que toca por mero azar geográfico.
Y lo peor de la guerra, y de la posguerra, sobreviene en forma de “paseos”, cabezas afeitadas, aceite de ricino, venganzas bajas y rastreras, las miserables justicias de los cobardes que brillarán también en Francia y en Rusia después de que los valientes las liberen.
Hambre, piojos, retorno al pasado brutal. Cruzada le llaman los más necios. Guerra fratricida se dice también de ese horror, como si las guerras fueran otra cosa que matarse, como si los fratricidios precisaran guerras.
En nombre de Cristo, se bendice lo peor. En nombre de Cristo, el suave Jesús es olvidado. Y él mismo es atacado en imagen porque quienes decían transmitir su dulce y dura palabra no lo han hecho, lo han traicionado, excepto unos pocos que llegan a morir por él en su coherencia. En nombre de Cristo, un dictador que firma sentencias de muerte irá a misa bajo palio. El cinismo vence. La religión se hace nacional-católica, tridentina, medieval, anticristiana.
El cristiano auténtico Unamuno, que siempre se equivoca y, tal vez por ello, siempre dice verdades, clamará a destiempo pero con dignidad, como “sumo sacerdote” en el “templo de la inteligencia”, contra la pulsión de muerte del lisiado Millán Astray. Poco después morirá. Ni siquiera le fue concedida la muerte heroica en ese acto universitario.
Muchos héroes murieron, muchos cobardes fueron condecorados.
Todo debería haber pasado a los libros, a los archivos, a las tumbas. No hubo muchas cruces en campos de batalla, como las que florecieron en Verdún, que señalan la paz para todos, sino una sola gigantesca, que anuncia la victoria de unos cuantos.
Tuvieron que venir hispanistas ingleses a hablarnos de nuestra guerra y de nuestra paz, si paz se le pudo llamar a lo que vino después, ese mar de luto siempre que el luto se pudiera expresar.
Se negó y se niega la memoria histórica pensando que carece de sentido e incluso que así se consigue un olvido reconciliador, un cierre, pero es un cierre en falso, porque fosas desconocidas en las que yacen cadáveres hacen imborrable el recuerdo esencial.
En ese contexto de olvido, incluso hoy, transcurridos ochenta años desde el inicio de aquella barbarie, hay algo memorable: tres palabras con las que alguien concluyó su discurso, que se entendió inútil (todo lo bueno es casi siempre "inútil") en lo que quedaba de las Cortes Republicanas: paz, piedad, perdón.
En comparación con países como Alemania o Francia en relación con la Segunda Guera Mundial; la Guerra Civil española, y en lo que nos tocó en primera persona, la vida durante la dictadura, son temas sobre los que todavía me parece que hay que pensar y hablar bastante. Jesús Alberdi
ResponderEliminarGracias, Jesús, por resaltar algo tan necesario.
EliminarA diferencia de Alemania, por ejemplo, con su Gestapo primero y su Stasi después en el sector oriental, en donde se pudo dar un saber de lo acontecido, eso no es tan claro aquí a día de hoy.
Dices, y dices muy bien, que hay que pensar y hablar bastante. Yo añadiría que, antes, hay que mirar: desde documentos hasta los muertos mismos. No es concebible que no haya habido una recuperación adecuada de los propios datos y restos humanos sobre los que construir una historia que aun es deficitaria.
Un abrazo,
Javier