“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo” … “un tiempo para callar y un tiempo para hablar”. Eclesiastés, 3,1; 3,7.
“Voll Verdienst, doch dichterisch,
wohnet der Mensch auf dieser Erde”
Hölderlin.
Ser filósofo supone no eludir las grandes preguntas y, mucho menos, contentarse con una respuesta por grandiosa que lo parezca. Ninguno de los grandes relatos humanos es, por ello, satisfactorio para un alma inquieta.
Cuando no cabe esperar ya ninguna salvación política, cuando los nuevos mitos caen, cuando el enigma abruma, cuando nada llena, puede surgir la urgencia de una casa en que habitar. No se trata de retornar a la familiar que cobijó la niñez y la adolescencia ni de incomunicarse en la que ya se vive. Lo que se persigue es el retorno a un origen y nada más originario que la propia tierra. Muchos lo han hecho yendo al desierto, al bosque… Se trata de vivir en una casa que facilite, que imponga incluso, la soledad necesaria para saber preguntarse mejor todo, a riesgo de no tener respuesta a nada.
En una casa así, situada en una montaña gallega, como podría estarlo en otro lugar, un filósofo llamado Ignacio se pregunta “¿Qué queda del concepto, del régimen del pensamiento, de la acción misma, cuando uno está completamente solo, a solas con las cosas que callan?” Y escribe esperando que mil días de soledad den lugar a algo, a una transformación, a una cierta salvación personal que pueda dar cuenta del mundo, de los otros y de uno mismo. Pero la escritura que fluye de modo absolutamente necesario en ese lugar revela que sólo él calla, aunque escriba. Todo lo exterior habla sin lenguaje. La nieve, el sol, los árboles, el propio cuerpo… Basta con mirar y escuchar y resulta que él sabe hacerlo y expresarlo, contradiciendo hermosamente su planteamiento inicial. No es tan cierta esa soledad cuando sólo es social; más bien es imposible.
Desde esa escucha, desde esa mirada, la escritura ya no será sólo filosófica, como se pretendía y se consigue, sino que se hará primordialmente poética, pudiendo así satisfacer el “imperativo de cura” y manifestar “el gran relato de la existencia”. Quien vivió mil días en soledad ha acertado plenamente en su intuición originaria de “la poesía como antena de la verdad”. Lo ha sido. La lectura de un libro tan bello sugiere que no cabe una filosofía auténtica si no es, a la vez, poética, algo que podría decirse también de la ciencia. La polis sólo será humana desde la poiesis.
Es fácil evocar otros textos como el de Patrick Leigh Fermor (“Un tiempo para callar”), pero estamos ante algo bien distinto, como distinto es cada cual. Fermor parece más distante, más observador… y está con otros, aunque callen. Ignacio se sumerge en esa realidad desconocida aunque creamos saber de ella, y no es desapasionado; está él solo y busca una cura existencial que acabará consiguiendo de un modo singular, asumiendo la aporía de la fortaleza en la debilidad.
No hay soluciones pero se nos muestra una laboriosa catarsis que podríamos llamar mistérica precisamente porque nada misterioso se muestra, aunque el misterio iniciático esté ahí. Siempre lo está. El narcisismo cede a una serena autenticidad que permite unir armoniosamente en un libro la reflexión filosófica con el detalle biográfico, incluyendo cartas familiares fechadas, y con preciosas líneas sin solución de continuidad con los bellos haikus orientales.
Hay un tiempo para callar … y para leer un libro tan bueno como “Roxe de Sebes. Mil días en la montaña”, de Ignacio Castro Rey.
Mil gracias, Javier, por tu generosidad. Este texto breve es tan bueno que me sirve a mí mismo de guión. Apertas y hasta mañana. Ignacio Castro
ResponderEliminarGracias a ti por tu comentario, Ignacio.
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