"Una sola cosa es
necesaria" (Lc.10,42).
Hay algo tan
evidente como desconocido: A es A. Se puede decir poéticamente, como Gertrude
Stein en “Sacred Emily” ("A rose is a rose
is a rose"), algo que
recuerda la canción de Mecano (“Una rosa es una rosa”) .
Un pez, una abeja, el mar o una estrella, da igual. Una flor
simboliza todo, encierra todo, comprende, abarca, todo el cosmos, el Ser. En su
texto sobre “La flor de Coleridge”, Borges nos dice que “más increíble que una
flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria
flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.” Es, fue,
será. Un brote recuerda el pasado y anuncia milagros futuros, pero es ahora, es
presente y en él se muestra el misterio del mundo.
No sorprende que el gran hombre que
fue Freud no se interesara tanto en una posible vida tras la muerte como en la
vida misma aquí y ahora, como le declaró en una entrevista a George Sylvester
Viereck, "I am far more interested in this blossom than in anything that
may happen to me after I am dead". Es este brote floral lo que realmente
interesa, lo que sorprende, lo que vive y nos hace vivir.
Un viejo místico ya profundizó en
el milagro, diciendo que la rosa es sin porqué. Florece porque florece. (“Die
Rose ist ohne Warum. Sie blühet, weil sie blühet". Angelus Silesius. Der Cherubinischer Wandersmann).
Y
el misterio se revela, pero no se desvela. Apunta a lo increíble, aunque sea
sensible a la vista, al tacto, al olfato. Es referido de modo inefable, porque
atiende al qué esencial, a lo real inalcanzable o, si se prefiere, a lo Innombrable, a Dios
mismo.
La
ingenuidad cientificista se conforma con responder a la pregunta "¿Por qué?". Atiende a la explicación
causal. Ni siquiera la quiebra que la mecánica cuántica causó a todo marco
intuitivo, frenó la búsqueda obsesiva de la legalidad física de la que derive
todo. Se admite la contingencia como un hecho perturbador, incluso aunque de
ella haya dependido la evolución biológica y que nosotros mismos existamos y
nos sintamos. Pero lo importante para la ciencia acaba siendo la cifra, la clave, el enunciado
legal del que todo sería deducible. Lo inicial, que primero fueron átomos, después quarks y leptones, campos, quizá lo
sean cuerdas, tan alejadas de la intuición como las partículas.
La
ciencia ha olvidado al Gran Misterio que se muestra en la asunción de la ignorancia que la propia ciencia va desvelando día a día. Se trata de lo inalcanzable, de esa Belleza de la que todo deriva, como tan lúcidamente expresó Santo Tomás, “Ex divina pulchritudinem esse omnium derivatur”.
La
cuestión no es "¿Por qué?" aun siendo importantísima. La cuestión es ¿Qué? No el
inicial, descriptivo, taxonómico, sino el esencial, el que daría cuenta de todo
sin decir cómo, el que expresaría a cada uno y al mundo. En el que estamos, nos
movemos y existimos. Lo que está fuera del tiempo aunque en él se desenvuelva.
La ciencia surge de la admiración, profundiza en la belleza, pero demasiadas veces la olvida, adoptando una fe pobre que cree alcanzar lo misterioso inalcanzable y la completitud ya desbaratada.
Pero es la observación de una simple flor, aunque sea facilitada por la visión científica, como mostró Feynman, la que de un modo tan próximo y sensible nos muestra lo misterioso y eterno.