“Pero en su alma
entraba a raudales la luz, e inaudible llenaba la estancia la música del
Cosmos”. Stefan Zweig. “La
resurrección de Händel”.
¿Por qué
celebramos la Navidad? Quizá la mejor respuesta sea la más simple; porque sí. Sería
lo que dijera un niño, aunque lo adornara en el contexto de un relato oído en
su casa o en la escuela.
Es un día más, se
dice con frecuencia, desde la nostalgia por ausencias o desde el hastío de toda
la parafernalia comercial, pero no es menos cierto que es un día especial y no
otro más.
La pregunta ¿Por
qué la celebramos? sólo es formulada por mayores, desde la pérdida de la
inocencia infantil en la que era creíble también el gran milagro posterior, el
de los reyes magos.
Sólo los mayores
podemos preguntar por qué hemos de cargar con esa nostalgia de tiempos pasados
que, esa noche sí, son percibidos como mejores.
Ya se sabe lo que
se dice. Siempre se celebró algo así, relacionado con el tiempo cíclico. El
solsticio de invierno anuncia la victoria solar. Pero, ¿a quién le importa
ahora el dichoso solsticio?
Se podrá decir
que se celebra, por los cristianos, el nacimiento de su gran referencia, Jesús
de Nazaret, que, a pesar de eso, de ser de Nazaret como parece, había de nacer
en Belén para que casaran bien las cosas con el relato mítico. Los evangelistas
Mateo y Lucas no coinciden precisamente en muchas cosas y son los únicos que se
refieren a ese nacimiento.
Pero el relato
evangélico, incrustado necesariamente en la tradición judía, de la que se hizo herejía, anuncia algo
milagroso y cotidiano: la vida.
Y, a la vez,
muestra la gran realidad de lo celebrado, el desvalimiento (“…Y dio a luz a su
hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no
tenían sitio en el alojamiento”. Lc. 2,7). Hubo ahí todo lo contrario a lo que
se aspira o lo que se cree percibir del propio pasado: ni grandes familias, ni
familias normales (una mujer que, receptiva al ángel, acoge el Espíritu, un
padre que no lo es y un niño que habría de ser referencial tras una vida más
bien corta y extraña).
Y hubo soledad. Esa es la navidad para mucha gente. Demasiados
niños nacen aquí y ahora y seguirán naciendo en condiciones infrahumanas. Demasiadas
personas apagarán la televisión para evitar el contraste con su soledad; otras
la dejarán para que les haga la única compañía posible.
Para el
cristianismo, es el mismísimo Dios el que se encarna en un niño en un momento
dado de la Historia. Eso, tantas veces repetido, creído o no, remite a lo
simbólico, al Misterio, que requiere renunciar a lo que no puede ser dicho. Basta el silencio.
La navidad,
natividad, es nacimiento y, en la narración evangélica, implica la relación con
la posibilidad de renacer, de volver a nacer incluso siendo viejo, cosa que le
parecía imposible a Nicodemo (Jn.3,4).
La narración
evangélica de la Navidad no es un relato histórico, pero sí un texto hermoso
porque apunta a la radicalidad humana, a su desvalimiento, al misterio de la
vida y a la gran posibilidad de un cambio, de un renacer que no tiene en cuenta
los años vividos. Es por eso que el “Cuento de Navidad” de Dickens es excelente
y sostiene la necesidad de celebrar lo que el viejo Ebenezer Scrooge detestaba (y en eso simpatizamos con él).
Demasiadas veces la gran posibilidad se oculta y es preciso que aparezcan
fantasmas para caer en la cuenta de lo que es importante. El cuento de Dickens
no es propiamente para niños, sino una llamada a los que somos adultos, un
recuerdo de la gran posibilidad de cambio, para el que no hay edades, ni
siquiera cuando se está próximo a la muerte.
Ni Nicodemo, “maestro de Israel”,
ni Scrooge, entendían que vivir es mucho más que durar y hacer lo correcto. Dickens alude a un viejo
acontecimiento de hace dos mil años que induce a ver, a verse, a ver – ser.
Al final, la
Navidad supone la posibilidad del retorno a casa y no a la de ahora o la de
antes, no a la que fue ni a la que es, sino a la más propia, la que nos une por
un momento, aunque ni casa haya, aunque seamos forzados enemigos, como ocurrió en la Gran Guerra,
la que nos alienta cuando la decisión trágica se ha tomado, como se nos muestra
en la excelente película “De dioses y hombres”. Basta con compartir vino en buena compañía, de unión de soledades, con el fondo de un fragmento musical, en la que es
suficiente algún cruce de miradas para comprender que sólo la coherencia,
aunque parezca locura, es asumible desde el honor, desde la grandeza que supone
ser humano.