En un
magnífico trabajo sobre la angustia, el psicoanalista Manuel Fernández Blanco
dice que “lo traumático es algo que no podía ocurrir y, sin embargo, ocurrió” (1). Parece
imposible expresarlo con mayor claridad.
Hay traumas individuales y traumas colectivos. Una violación sexual o un accidente de coche suponen algo singular. Un tsunami, un atentado terrorista o la entrada en combate afectan simultáneamente a muchas personas. En cualquier caso, el trauma siempre acaba siendo singular, de cada uno, aunque implique a muchos simultáneamente, y la respuesta posterior al mismo también, porque es la subjetividad de cada cual, su modo de ser, su forma de afrontar algo tremendo, con ayuda o sin ella, lo que acabará influyendo en la implicación mayor o menor, de un modo u otro, del episodio traumático en su vida.
El trauma será recordado; a veces como acontecimiento, otras por los síntomas que derivarán de él. Existe, en ocasiones, una cierta congelación biográfica del trauma en forma de “stress post-traumático”. Se puede sobrevivir al trauma, pero quedar marcado por él; el síntoma lo recordará incesantemente. Basta con echar un vistazo a un texto tan manido (y pobre) como el DSM para hacerse una idea de qué significa esa expresión diagnóstica. Hay a quien el trauma le cambia la vida de un modo muy duro, hay quien logra superarlo en mayor o menor grado. Pero está ahí, en forma de memoria.
Si no hubiera sucedido… pero ocurrió. Si no se recordara… pero se recuerda. Y aquí es donde entra la salvación tan prometida como inalcanzable desde el exceso cientificista, un nuevo anuncio mesiánico en el que han incidido distintos medios de comunicación, haciéndose eco de una publicación reciente; la solución estaría en el olvido farmacológico del trauma.
Algún medio, como la cadena SER, recoge la cura prometida por Strange y su grupo: “La reconsolidación nos da un posible portal para acceder a memorias negativas. Si tienes un accidente de tráfico, te podría producir ansiedad la próxima vez que coges el volante y podría suceder que no quieras conducir un coche, aunque de ello dependa que vayas al trabajo o lleves a tus hijos al colegio. Si hay una manera de reducir la memoria del accidente, podríamos ayudar a esa persona". No dice que, en caso de recordar, tal vez sea bueno que el traumatizado no vuelva a conducir un coche; nunca se sabe. Podría tratarse de alguien que repite lo que en su día hizo muy mal.
El artículo en el que el grupo de Strange publica sus hallazgos (2) recuerda que puede reactivarse por evocación una memoria consolidada hacia un estado lábil, del cual podrá “reconsolidarse” tras un tiempo. Su estudio muestra que tal reconsolidación puede perturbarse administrando un anestésico llamado propofol. Usaron dos grupos de sujetos tratados con ese fármaco para una endoscopia con sedación. Se les habían mostrado a todos dos series de imágenes que, en el medio, contenían una escena de carga emocional y se ensayó la memoria asociada a ese aspecto, el emocional, a corto plazo (27 a 105 minutos) en un grupo, o al cabo de 24 horas en el otro. Fue este último grupo el que permitió inferir la conclusión de que el propofol interfería en la reconsolidación de la memoria emocional.
En su apartado de “Discussion”, el artículo incide en la posibilidad de que el propofol, un agonista GABAérgico, actuara amortiguando la actividad de la amígdala y del hipocampo, así como el acoplamiento entre ambos. Admiten desconocer si la memoria emocional fortalece “per se” el recuerdo o si hay una diferencia cualitativa entre ella y una memoria neutra. Y concluyen sugiriendo la necesidad de ensayos clínicos con pacientes afectados por recuerdos traumáticos.
De eso se trata; hubo un trauma, borremos su recuerdo y se acabarán las consecuencias a que, en forma de stress, fobias o lo que sea, haya dado lugar ese episodio deplorable.
El trabajo que da lugar al artículo aparenta pobreza metodológica, por más estadística de la que se adorne. Estamos ante una sugerencia. Nada más en la práctica. Parece que ninguno de los participantes había sufrido un episodio traumático y que tampoco tomaban psicofármacos. Eran pacientes sometidos a exploración endoscópica (algo bastante alejado a episodios o exploraciones psiquiátricos) y a los que se sometió a un test de memoria que incluía una carga emocional. Algo así como si se estudia a gente sana que ve un melodrama en el cine. No parece que abunden los traumas psíquicos por el visionado de películas si no hay un contexto psíquico que lo facilite.
Es decir, se hizo un estudio observacional que no concluyó propiamente nada ni sobre el trauma ni mucho menos sobre el stress post-traumático, sencillamente porque ni lo uno ni lo otro fue abordado sino sólo sustituido por una supuesta memoria emocional artificiosa, de película. De una observación de un posible efecto neurológico de un fármaco se hace una extrapolación prácticamente infundada sobre su potencial uso en un cuadro psiquiátrico completamente alejado de la realidad observada en el estudio. Dicho de otro modo, mucho más crudo, estamos ante fantasía, no ciencia.
Ahora bien, al margen del revuelo que algo así ha causado y que cesará rápidamente en este tiempo de noticias que aparecen y desaparecen con rapidez, es un hecho que la neurociencia avanza de modo extraordinario. No es imposible descartar a priori que esa fantasía fuera realizable en el futuro y que se pudiera, con el propofol, con otros fármacos o con electrochocks, borrar literalmente el recuerdo traumático. Y, en tal caso, surgen muchas cuestiones. Centrémonos en algunas.
¿Dónde estaría el límite? El substrato neurobiológico del miedo es algo que va siendo relativamente conocido a escala macroscópica aunque muchísimo menos en el orden microscópico y molecular. ¿Sería posible actuar sólo sobre un recuerdo concreto? ¿Valdría la pena llevarse por delante un trozo de biografía acompañante, borrar todos los recuerdos considerados traumáticos, aunque no lo sean? ¿Se acabarían los síntomas que ese episodio “borrado” de la mente puede seguir ocasionando?
De las consecuencias de un borrado un tanto generalizado sabemos, y muy poco, desde la observación de amnesias, incluso en su grado peor, la de dementes. Pero incluso en estos casos, ocurre a veces una situación que parece inversa al borrado, porque puede darse un trauma en plena enfermedad y tener efectos, aunque aparentemente el trauma no se perciba por terceros, que verán todo borrado en el paciente. Puede ocurrir que la persona que padece Alzheimer pregunte cuando nadie lo espera por lo traumático que no se ha oscurecido absolutamente por su enfermedad: ¿Qué pasó con …? ¿Por qué no está…? Y nadie querrá responder. Nadie esperaría que en el mar del olvido generalizado surgiera la cuestión biográficamente relevante para el enfermo. Nadie esperaría tener que contestarla. Y no habrá respuesta, pero sí permanecerá en el aire la pregunta. El límite sólo lo pondrá la hermana muerte.
En un neo-positivismo radical, parecen ignorarse las preguntas más elementales (y difíciles) ¿A qué le llamaríamos trauma? Ya sabemos que la estupidez reina en la educación de hijos a los que se desea libres de “traumas”, con cariñosas madres que sólo consienten que el pediatra explore a su hijo mientras ellas le dan de mamar, padres que dejan que sus hijos campen a sus anchas molestando a todo hijo de vecino, neuróticos que aspiran a que sus hijos “triunfen” como compensación a sus fracasos vitales, etc. La definición inicial de M. Fernández Blanco parece claramente operativa por afinar fenomenológicamente en lo esencial.
Qué borramos? La expresión “borrón y cuenta nueva” se pretende literal, tanto como imposible, en el dudoso caso de que fuera factible técnicamente, si no renegamos de nuestra condición humana.
Hay traumas y consecuencias de ellos, pero no estamos ante una relación de causalidad evidente como la que puede darse en el ámbito físico o en situaciones neurológicas simples (no está de más recordar que la causalidad en Biología es muy difícil de establecer, no digamos ya en Medicina y especialmente en Psiquiatría). Un trauma puede ser condición necesaria para generar un stress post-traumático, pero no causa suficiente. Y no lo es porque el trauma le acontece a alguien en un momento dado de su ser en el mundo. Y uno responderá de un modo, y otro de forma diferente. Y, así como hay soldados que sufren de ese tipo de stress, también hay héroes de guerra que lo son porque han tenido miedos ocultos, inconfesables por banales.
Estamos ante un revival del afán topográfico en su forma más idiota. La frenología tuvo su lógica en el contexto en que se desarrolló; no ahora. La lobotomía tuvo su tiempo, que no es éste. No hay un lugar para cada trauma, aunque todos impliquen modificaciones neuronales, moleculares, memorias a corto y largo plazo. Sí existen áreas relacionadas con esas memorias, con sentimientos de miedo y de asco. También las hay ligadas al lenguaje, pero nadie habla como otro, nadie siente como otro, nadie es como otro. El sueño del "lavado de cerebro" está bien como inspiración de torturadores, no en Medicina. Y el proyecto MKUltra fue lo que fue, quedando como aparente fascinación para algunos, un atractivo inquietante y perverso.
La biografía afectada no se puede corregir con amputaciones biológicas (exceptuando clara etiología orgánica), sea de áreas macroscópicas, sea de circuitos concretos mediante fármacos o editores de potenciales cambios epigenéticos. La época de las lobotomías enseñó (incluso con el reconocimiento de un premio Nobel) dónde se puede llegar en el frenesí curativo.
Un paciente debe ser ayudado en todos los órdenes, su dolor corporal y anímico debe ser tratado y los fármacos actuales y, sobre todo, los que se desarrollen, pueden ser de gran ayuda, pero mal enfoque es el que se encuadra en el marco de una anestesia perenne, por parcial que parezca.
Es de esperar que el avance neurocientífico facilite la perspectiva antropológica y dote a la Medicina de recursos magníficos como los que auguran los ya existentes sistemas de transducción de señal cortical a sistemas robóticos o las retinas biónicas. La neurociencia facilitará la comprensión del ser humano, pero es el ser humano el que debe plantearse qué neurociencia es posible y, sobre todo, aplicable, desde la ética.
Hay traumas individuales y traumas colectivos. Una violación sexual o un accidente de coche suponen algo singular. Un tsunami, un atentado terrorista o la entrada en combate afectan simultáneamente a muchas personas. En cualquier caso, el trauma siempre acaba siendo singular, de cada uno, aunque implique a muchos simultáneamente, y la respuesta posterior al mismo también, porque es la subjetividad de cada cual, su modo de ser, su forma de afrontar algo tremendo, con ayuda o sin ella, lo que acabará influyendo en la implicación mayor o menor, de un modo u otro, del episodio traumático en su vida.
El trauma será recordado; a veces como acontecimiento, otras por los síntomas que derivarán de él. Existe, en ocasiones, una cierta congelación biográfica del trauma en forma de “stress post-traumático”. Se puede sobrevivir al trauma, pero quedar marcado por él; el síntoma lo recordará incesantemente. Basta con echar un vistazo a un texto tan manido (y pobre) como el DSM para hacerse una idea de qué significa esa expresión diagnóstica. Hay a quien el trauma le cambia la vida de un modo muy duro, hay quien logra superarlo en mayor o menor grado. Pero está ahí, en forma de memoria.
Si no hubiera sucedido… pero ocurrió. Si no se recordara… pero se recuerda. Y aquí es donde entra la salvación tan prometida como inalcanzable desde el exceso cientificista, un nuevo anuncio mesiánico en el que han incidido distintos medios de comunicación, haciéndose eco de una publicación reciente; la solución estaría en el olvido farmacológico del trauma.
Algún medio, como la cadena SER, recoge la cura prometida por Strange y su grupo: “La reconsolidación nos da un posible portal para acceder a memorias negativas. Si tienes un accidente de tráfico, te podría producir ansiedad la próxima vez que coges el volante y podría suceder que no quieras conducir un coche, aunque de ello dependa que vayas al trabajo o lleves a tus hijos al colegio. Si hay una manera de reducir la memoria del accidente, podríamos ayudar a esa persona". No dice que, en caso de recordar, tal vez sea bueno que el traumatizado no vuelva a conducir un coche; nunca se sabe. Podría tratarse de alguien que repite lo que en su día hizo muy mal.
El artículo en el que el grupo de Strange publica sus hallazgos (2) recuerda que puede reactivarse por evocación una memoria consolidada hacia un estado lábil, del cual podrá “reconsolidarse” tras un tiempo. Su estudio muestra que tal reconsolidación puede perturbarse administrando un anestésico llamado propofol. Usaron dos grupos de sujetos tratados con ese fármaco para una endoscopia con sedación. Se les habían mostrado a todos dos series de imágenes que, en el medio, contenían una escena de carga emocional y se ensayó la memoria asociada a ese aspecto, el emocional, a corto plazo (27 a 105 minutos) en un grupo, o al cabo de 24 horas en el otro. Fue este último grupo el que permitió inferir la conclusión de que el propofol interfería en la reconsolidación de la memoria emocional.
En su apartado de “Discussion”, el artículo incide en la posibilidad de que el propofol, un agonista GABAérgico, actuara amortiguando la actividad de la amígdala y del hipocampo, así como el acoplamiento entre ambos. Admiten desconocer si la memoria emocional fortalece “per se” el recuerdo o si hay una diferencia cualitativa entre ella y una memoria neutra. Y concluyen sugiriendo la necesidad de ensayos clínicos con pacientes afectados por recuerdos traumáticos.
De eso se trata; hubo un trauma, borremos su recuerdo y se acabarán las consecuencias a que, en forma de stress, fobias o lo que sea, haya dado lugar ese episodio deplorable.
El trabajo que da lugar al artículo aparenta pobreza metodológica, por más estadística de la que se adorne. Estamos ante una sugerencia. Nada más en la práctica. Parece que ninguno de los participantes había sufrido un episodio traumático y que tampoco tomaban psicofármacos. Eran pacientes sometidos a exploración endoscópica (algo bastante alejado a episodios o exploraciones psiquiátricos) y a los que se sometió a un test de memoria que incluía una carga emocional. Algo así como si se estudia a gente sana que ve un melodrama en el cine. No parece que abunden los traumas psíquicos por el visionado de películas si no hay un contexto psíquico que lo facilite.
Es decir, se hizo un estudio observacional que no concluyó propiamente nada ni sobre el trauma ni mucho menos sobre el stress post-traumático, sencillamente porque ni lo uno ni lo otro fue abordado sino sólo sustituido por una supuesta memoria emocional artificiosa, de película. De una observación de un posible efecto neurológico de un fármaco se hace una extrapolación prácticamente infundada sobre su potencial uso en un cuadro psiquiátrico completamente alejado de la realidad observada en el estudio. Dicho de otro modo, mucho más crudo, estamos ante fantasía, no ciencia.
Ahora bien, al margen del revuelo que algo así ha causado y que cesará rápidamente en este tiempo de noticias que aparecen y desaparecen con rapidez, es un hecho que la neurociencia avanza de modo extraordinario. No es imposible descartar a priori que esa fantasía fuera realizable en el futuro y que se pudiera, con el propofol, con otros fármacos o con electrochocks, borrar literalmente el recuerdo traumático. Y, en tal caso, surgen muchas cuestiones. Centrémonos en algunas.
¿Dónde estaría el límite? El substrato neurobiológico del miedo es algo que va siendo relativamente conocido a escala macroscópica aunque muchísimo menos en el orden microscópico y molecular. ¿Sería posible actuar sólo sobre un recuerdo concreto? ¿Valdría la pena llevarse por delante un trozo de biografía acompañante, borrar todos los recuerdos considerados traumáticos, aunque no lo sean? ¿Se acabarían los síntomas que ese episodio “borrado” de la mente puede seguir ocasionando?
De las consecuencias de un borrado un tanto generalizado sabemos, y muy poco, desde la observación de amnesias, incluso en su grado peor, la de dementes. Pero incluso en estos casos, ocurre a veces una situación que parece inversa al borrado, porque puede darse un trauma en plena enfermedad y tener efectos, aunque aparentemente el trauma no se perciba por terceros, que verán todo borrado en el paciente. Puede ocurrir que la persona que padece Alzheimer pregunte cuando nadie lo espera por lo traumático que no se ha oscurecido absolutamente por su enfermedad: ¿Qué pasó con …? ¿Por qué no está…? Y nadie querrá responder. Nadie esperaría que en el mar del olvido generalizado surgiera la cuestión biográficamente relevante para el enfermo. Nadie esperaría tener que contestarla. Y no habrá respuesta, pero sí permanecerá en el aire la pregunta. El límite sólo lo pondrá la hermana muerte.
En un neo-positivismo radical, parecen ignorarse las preguntas más elementales (y difíciles) ¿A qué le llamaríamos trauma? Ya sabemos que la estupidez reina en la educación de hijos a los que se desea libres de “traumas”, con cariñosas madres que sólo consienten que el pediatra explore a su hijo mientras ellas le dan de mamar, padres que dejan que sus hijos campen a sus anchas molestando a todo hijo de vecino, neuróticos que aspiran a que sus hijos “triunfen” como compensación a sus fracasos vitales, etc. La definición inicial de M. Fernández Blanco parece claramente operativa por afinar fenomenológicamente en lo esencial.
Qué borramos? La expresión “borrón y cuenta nueva” se pretende literal, tanto como imposible, en el dudoso caso de que fuera factible técnicamente, si no renegamos de nuestra condición humana.
Hay traumas y consecuencias de ellos, pero no estamos ante una relación de causalidad evidente como la que puede darse en el ámbito físico o en situaciones neurológicas simples (no está de más recordar que la causalidad en Biología es muy difícil de establecer, no digamos ya en Medicina y especialmente en Psiquiatría). Un trauma puede ser condición necesaria para generar un stress post-traumático, pero no causa suficiente. Y no lo es porque el trauma le acontece a alguien en un momento dado de su ser en el mundo. Y uno responderá de un modo, y otro de forma diferente. Y, así como hay soldados que sufren de ese tipo de stress, también hay héroes de guerra que lo son porque han tenido miedos ocultos, inconfesables por banales.
Estamos ante un revival del afán topográfico en su forma más idiota. La frenología tuvo su lógica en el contexto en que se desarrolló; no ahora. La lobotomía tuvo su tiempo, que no es éste. No hay un lugar para cada trauma, aunque todos impliquen modificaciones neuronales, moleculares, memorias a corto y largo plazo. Sí existen áreas relacionadas con esas memorias, con sentimientos de miedo y de asco. También las hay ligadas al lenguaje, pero nadie habla como otro, nadie siente como otro, nadie es como otro. El sueño del "lavado de cerebro" está bien como inspiración de torturadores, no en Medicina. Y el proyecto MKUltra fue lo que fue, quedando como aparente fascinación para algunos, un atractivo inquietante y perverso.
La biografía afectada no se puede corregir con amputaciones biológicas (exceptuando clara etiología orgánica), sea de áreas macroscópicas, sea de circuitos concretos mediante fármacos o editores de potenciales cambios epigenéticos. La época de las lobotomías enseñó (incluso con el reconocimiento de un premio Nobel) dónde se puede llegar en el frenesí curativo.
Un paciente debe ser ayudado en todos los órdenes, su dolor corporal y anímico debe ser tratado y los fármacos actuales y, sobre todo, los que se desarrollen, pueden ser de gran ayuda, pero mal enfoque es el que se encuadra en el marco de una anestesia perenne, por parcial que parezca.
Es de esperar que el avance neurocientífico facilite la perspectiva antropológica y dote a la Medicina de recursos magníficos como los que auguran los ya existentes sistemas de transducción de señal cortical a sistemas robóticos o las retinas biónicas. La neurociencia facilitará la comprensión del ser humano, pero es el ser humano el que debe plantearse qué neurociencia es posible y, sobre todo, aplicable, desde la ética.
Referencias
1)
Fernández
Blanco M. “Lo viejo y lo nuevo de la angustia”. El Psicoanálisis. 2007; 11:
27-42
2) Galarza
Vallejo A, Kroes MCW, Rey E, Acedo MV, Moratti S, Fernández G, Strange BA. “Propofol-induced
Deep sedation reduces emotional episodic memory reconsolidation in humans”. Sci.
Adv. 2019;5:eaav3801. 20 March 2019