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" Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos " (Mt. 18, 3).
Allí y en otro momento que hoy recuerdo, fue uno de tantos “aquí y ahora”, aparentemente igual a muchos previos y probablemente a otros que vendrán, pero distinto sólo por haberlo reconocido, por ser de nuevo consciente de que hay un tiempo en que podemos parar el pensamiento habitual o la mera distracción, y un lugar cualquiera donde hacerlo, como en la adolescencia. No importa el cuándo ni el dónde, ni siquiera lo que estemos haciendo entonces, sólo que dejemos que ocurra.
Un instante espacio-temporal basta para contemplar la Vida, para tratar de mirar lo esencial, siendo, de paso, conscientes de que eso ocurre, por más quietud que haya, viajando, con la tierra que pisamos y todos los seres que la habitan, a algo más de cien mil kilómetros por hora en torno al sol, casi treinta kilómetros por segundo. Un instante que puede presentarse como la repetición de tantos otros de nuestra vida pasada. Y, sin embargo, cada aquí y ahora en que Somos realmente, podemos retornar del mejor modo a la frescura juvenil con el potencial deseo del buen olvido de proyectos y de logros prescindibles, y con gran receptividad pasiva a la belleza del mundo y de la Vida.
En una Audiencia General, habida el 11 de mayo de 2022, el Papa Francisco, decía que, en la vejez, se “es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad”, aclarando poco después que, “como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban”.
En muchas profesiones y trabajos de todo tipo, cada vez más, se da un largo proceso métrico al que, desde el colegio (hoy en día ya desde la etapa preescolar) hasta la jubilación, nos sometemos, un proceso al que solemos llamar “carrera”, con buen sentido porque corremos por buenas notas escolares, superación de exámenes, calificaciones académicas, reconocimientos bibliométricos, indicadores de empresa, índices de “calidad”, etc. Nos instalamos así durante demasiados años en una métrica curricular, que no excluye la social y económica. Hay quien no para de correr y sigue haciéndolo tras la jubilación, no necesariamente jubilosa, para lograr puestos de relevancia social. Siempre hay quien se fascina ante las nuevas versiones del “cursus honorum”.
A la vez, decidirse por una u otra carrera, si eso es factible, supone, además del deseo inconsciente que pueda haber, elegir y descartar a una edad de inmadurez para hacerlo, optando, en el aparentemente mejor de los casos, por un enriquecimiento epistémico muy parcelado. En cualquier ámbito del conocimiento, se cede entonces necesariamente en curiosidad, o se la mantiene sin acabar de concentrarse sólo en lo que nos es exigible. Pueden bien ser tiempos de frustración en los que el afán de saber se reprime ante el proyecto curricular, y eso tiene consecuencias. La aspiración a la belleza que implica el conocimiento desprendido se ve frustrada ante la enseñanza pragmática, “reglada”, de datos.
¿Y al final de todo eso, en la jubilación, qué? Hasta el propio Francisco, ya mayor pero que no se ha jubilado, recogía la pregunta que muchos nos hicimos y hacemos con la abrupta, aunque sabida, llegada de ese momento, porque ni siquiera es algo gradual, “¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?” Parece claro que lo más sensato y difícil sea eso, acoger el vacío para despojarse del mejor modo de todo lo que lastra la mirada del alma.
Y vaciarse puede ser apoyado por la buena nostalgia de un tiempo, el de la adolescencia y juventud inicial, más rico en carencias y en deseos que en proyectos definidos, más abierto a la contingencia que a ninguna planificación. Eso va ligado a una nostalgia de la época en la que el pensamiento era mucho más libre por una ignorancia menos constreñida, en que el conocimiento no estaba encorsetado en “materias”, en “disciplinas, en "especialidades”. Nostalgia de músicas, películas y tiempos en los que se suplía la carencia de libros con el vuelo de la imaginación y con el aburrimiento, que siempre es fructífero. Nostalgia de soñar despiertos.
Sucumbir a esa nostalgia parece un buen impulso para una nueva mirada, que incluya un desapego y un amor crecientes, por paradójico que esto parezca. Desde la nostalgia, se nos muestra la necesidad de contemplar de nuevo el mundo y la Vida.
Libres de “fines”, podemos, si no lo hicimos antes, ir más allá y renacer a lo mejor, a lo Inagotable. Es en un “aquí y ahora” que el vacío puede acoger la Vida. Es en ese elemento espacio-temporal que toda la biografía pasada es relativizada rescatando de ella los momentos de amorosa lucidez que, por serlo, fue creativa, pudiendo serlo nuevamente y mejor.
Refiriéndose a la eternidad, François Cheng decía que “lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo” y que “está hecha también de instantes únicos”. Es decir, nada que ver con una aburrida inmortalidad. La tarea más aceptable sería recrearse, también soportar miedo, tristeza y angustia si se dan, en esos instantes que ya son factibles aquí, participando sin percibirlo, sólo queriéndolo, en la danza cósmica de las estrellas.
En su segunda carta a Timoteo, S. Pablo escribía esto: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Eso me parece lo esencial, conservar la Fe, entendiendo por tal lo que vemos más claramente, la Vida, lo que puede abrir a uno, no sin dificultad, a un tiempo nuevo, primaveral, en el invierno de su vida.
Siempre son accesibles instantes de mirada y de comprensión, buscando siempre o recordando, si se olvidó, la gran conclusión vital.