miércoles, 19 de noviembre de 2025

Búsqueda y encuentro. Psicoanálisis. Del síntoma a la posibilidad.

 


    Imagen tomada de Wikimedia Commons

                     

En mi entrada anterior y en otras de este blog aludí a la importancia de la infancia, en la que uno puede permanecer del mejor modo, abierto al deseo de saber incluso de sí mismo y a una energía biográficamente primigenia desde la que basar una búsqueda de conocimiento y de sentido.

    

En realidad, no parece factible tal cosa en sentido literal si uno mira a la propia infancia y a la de otros, pues ésta suele ser una etapa de siembra de gérmenes familiares de la neurosis de cada cual. Ser neurótico puede facilitar el avance en distintos conocimientos científicos como los que suponen al afán taxonómico o la obsesión curricular, pero acoge de peor modo la posible búsqueda de sentido.


Se alude con frecuencia al lema délfico, “Conócete a ti mismo”, pero eso es tan fácil de enunciar como difícil de aplicar porque, en realidad, nadie se conoce a sí mismo desde la reflexión solitaria sobre sí, sino mediante el encuentro dialéctico con la alteridad, una relación que puede facilitar o perjudicar el saber de sí. Se requiere otro con mirada y escucha desinteresadas con quien confrontar los rasgos más propios de cada sujeto, los sintomáticos, esos que hacen sufrir tanto a uno y tantas veces a otros, que parecen promovidos por un goce extraño ajeno al propio sujeto en quien se inscribe. No se precisa exactamente un maestro, aunque esta figura sea muy importante.


Ese otro, que fundamenta al psicoanálisis, encarna un saber derivado de su formación teórica y práctica, así como de su propio análisis. Es en un psicoanálisis que se caen las identificaciones y que se abre un espacio de libertad en el que cualquier búsqueda permanecerá o no, pero ya liberada de la tendencia a la repetición de lo peor. El objetivo va más allá de un “furor sanandi” volcado en el síntoma por el que alguien suele iniciar su análisis.


El psicoanálisis libera y relativiza las cosas, permitiendo al sujeto una orientación propia en todos los órdenes de la existencia, también en la búsqueda de sentido cuya prosecución facilitará o destruirá creencias y cosmovisiones que se percibían previamente como firmes.


Hay una película de cierto interés, “La última sesión de Freud”, en la que el ateo Freud y el apologeta cristiano CS Lewis discuten sobre la existencia de Dios (como curiosidad, Anthony Hopkins interpreta aquí a Freud y había interpretado a CS Lewis en “Tierras de penumbra”). Algo así no sería concebible hoy como sesión de psicoanálisis, en la que sobraría un papel tan instructivo del terapeuta.


Es con el psicoanálisis que una creencia fundamental, como la religiosa, puede desbaratarse, mantenerse o incluso hacerse más firme, pero algo así no dependerá de la posición al respecto del analista. La pasión curricular podrá ceder ante otros intereses o buscar fines más nobles, menos narcisistas. La creatividad podrá hacerse amorosa.


Mi entrada anterior fue carente de algo que di por conocido y no lo es tanto. Espero haber subrayado en ésta la importancia liberadora e incluso catalizadora (por largo que sea el análisis) en cualquier búsqueda de sentido que alguien se plantee.  

 

sábado, 11 de octubre de 2025

Búsqueda y encuentro


Imagen tomada de Pixabay           


“Buscad y encontraréis" (Mt.7,7)

 

Buscad … ¿Qué? El texto sagrado hace intuir lo que se pretende encontrar, aunque sea de modo difuso. Sería una búsqueda de Dios. Pero hay muchos tipos de búsquedas por objetivos independientes del ámbito religioso, aunque pueda darse una relación a posteriori en uno u otro sentido. 


Hay, como afanes, búsquedas geográficas, científicas, técnicas, filosóficas … Se puede ir en busca del conocimiento "per se",  por las ganancias económicas implícitas, por el impacto social general o el brillo curricular que otorga en el contexto académico.


Permanecer de la buena manera en la infancia, siendo adulto, supone una actitud de búsqueda que cuestiona, sin restricciones inherentes a la edad, aspectos importantes del mundo, la vida, el espíritu… Eso implica hacer compatible el saber técnico, científico o artesanal que exige el trabajo cotidiano con una perspectiva de búsqueda del saber que sostiene finalidades vitales, de sentido o, a veces, de su posible ausencia.


            ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Para qué? Son preguntas que pueden atender a banalidades, a intereses profesionales, a proyectos científicos o a la tarea filosófica, pero cuyas respuestas, o la ausencia de ellas, tanto si se consideran inalcanzables como inexistentes, pueden conferir o no un sentido a quien se las hace.


            Pueden ser cuestiones de ámbito científico, con un "qué" generalmente taxonómico que precede a indagar la modalidad, la causalidad y el "qué" esencial. Su respuesta suele requerir del trabajo observacional y experimental de muchos profesionales investigadores y de una generalización teórica, predictiva, que suele expresarse en lenguaje matemático. La ciencia nos sitúa en un espacio-tiempo de decenas de órdenes de magnitud y que alberga la complejidad de la vida, pero sus respuestas no resuelven apetencias de sentido, sino de constitución y belleza, algo que la ciencia realza, tanto con su narración explicativa como con el silencio que sus límites epistémicos imponen.


            Pero esas cuestiones también pueden implicar significado y sentido hacia un "qué" y un "por qué" fundamentales. Preguntas abiertas que pueden acoger la respuesta espiritual de distintos signos, la indagación filosófica, la mirada religiosa, la decisión política, la manifestación poética o la asunción de que tal respuesta no existe o de que las cuestiones son irrelevantes o sus respuestas triviales.


En buena medida, las cuestiones de sentido tienen que ver, en mayor o menor grado, con el hecho cierto de que moriremos nosotros y quienes amamos. En general, las cuestiones mismas y la respuesta que podamos alcanzar tienen mucho que ver con la tradición en que surgimos y que seguimos o repudiamos.


            François Cheng, autodefinido como taoísta y “crístico”, se preguntaba y respondía sobre la muerte: “¿Tendrá la muerte la última palabra? Esto es improbable” A la vez, se refería al “mandato del Cielo” para “designar lo que corresponde a cada vida” y citaba a Rilke y Hillesum como vocados a ayudar a Dios en vez de reclamar el auxilio divino.


            Las preguntas de sentido personal pueden tensar una tradición religiosa milenaria sin que quien se las haga lo desee. Sta. Teresa y S. Juan de la Cruz lo hicieron. Y los místicos renanos. Y Teilhard de Chardin fue un buen ejemplo de esa tensión entre el dogma de su Iglesia y su teología cristiana. La mística se ha asociado con frecuencia a experiencias extáticas de iluminación y de no dualidad y, como tales, se han buscado desde dentro y fuera de las tradiciones cristianas y orientales, tanto con técnicas de meditación y contemplación como con el uso de enteógenos, olvidando con frecuencia que tal experiencia se da como regalo más que como resultado. El Bhagavad Gita enseña al respecto y en general que no procede apetecer los frutos de la acción.


            Brillos y oscuridades se dan en un proceso de búsqueda y posibilidad de encuentro con un sentido vital. Las respuestas son múltiples y pueden trascender los límites ortodoxos de una tradición, sea o no religiosa, llegando incluso al cambio radical de una conversión, como le sucedió a Edith Stein, hoy una santa católica asesinada en Auschwitz por su condición de judía.


Cada cual puede así reconocerse ante sí mismo y otros como buscador, buscador de algo o alguien verdadero y esencial como sentido de la propia vida y muerte de quien busca. Uno puede ser educado desde niño en el ateísmo, en el agnosticismo o en una tradición religiosa, pero lo transmitido será aceptado o no, si surge la búsqueda personal.


            Aldous Huxley, que experimentó con “Las puertas de la percepción” y que pidió que se le leyera “El libro tibetano de los muertos” cuando falleciera, publicó un hermoso libro recopilatorio de perlas de sabiduría bajo el título “La Filosofía Perenne”, tomado de Leibniz. Es un texto recomendable, tanto por lo que abarca como por la invitación a la ética que, desde distintas fuentes, defiende, Una “ética que pone la última finalidad del hombre en el conocimiento de la Base inmanente y trascendente de todo el ser”.


            Lamentablemente, contrariamente a la posición de Huxley, se da un curioso recurso cientificista o, más bien, pseudo-científico, que pretende una solución combinando toscamente (a veces, mera palabrería) ópticas científicas ajenas a la intuición. Así, se recurre sin base a una explicación cuántica de todo lo que ofrece carácter enigmático. Es ya un tanto habitual asumir como postulado explicativo de lo que no comprendemos un supuesto mecanismo cuántico; no comprendemos la consciencia ni la mecánica cuántica (Feynman dixit), luego asociemos ambos campos y tendremos como explicación de consciencias y trascendencias… nada. Eso no obsta para que un cierto misticismo haya calado en célebres investigadores de la mecánica cuántica.


            La búsqueda de sentido puede ser facilitada si se da en la tradición religiosa del propio contexto biográfico, pero no necesariamente y el descontento con respuestas tradicionales puede llevar a indagar fuera de ellas. Mucha gente ha viajado a tierras muy lejanas en busca de sosiego, de la calma precisa para un encuentro fundamental con el Ser. Otros muchos lo han hecho para propagar la Palabra en la que creyeron. Y otros han hallado el sentido tras muchos años dedicados a la creación literaria o artística o a través de su tarea científica. En muchos casos, el sentido simplemente se muestra como dedicación familiar. A veces, largas vocaciones son frustradas en un choque tardío con la realidad mientras que hay quienes encuentran significado esencial súbitamente en un paseo cualquiera. Puede bastar con contemplar una flor. D.T. Suzuki lo mostró refiriéndose a Basho en el libro redactado con E. Fromm “Budismo zen y Psicoanálisis”.


Finalmente, no basta con haber descubierto lo que se hace ya interior, cosmovisión propia, que llega a ser real cuando puede soportar lo insoportable, como ocurrió en el caso ejemplar de van Thuan, reflejado en su libro autobiográfico “Cinco panes y dos peces”. Ni la tarea de búsqueda ni su resultado, si se da, pueden medirse en tiempos dedicados. No siempre se precisa mucho tiempo de búsqueda para hallar un resultado claramente satisfactorio, pudiendo bastar un instante de gracia para adherirse a una llamada misteriosa que tiene el Amor como vocación esencial. En otras ocasiones, la búsqueda puede suponer toda una vida. Y siempre habrá valido la pena. El "homo" se hizo "sapiens" no porque supiera sino porque buscó y, en medio de muchos fracasos, aprendió.

 

domingo, 17 de agosto de 2025

Renacer como posibilidad y destino.



Imagen tomada de Wikimedia Commons


Nicodemo era un judío relevante en su tiempo. Eligió la oscuridad de una noche para hacerle una discreta visita a Jesús.


Y Jesús le dice entonces que “el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Nicodemo le pregunta: "¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?"  Jn. 3.3-4.


Hay una valoración de la mirada infantil en la perspectiva de Jesús, que también dijo en una ocasión “Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos” Mt.19,14. Y “si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” Mt. 18,3.


Esos pasajes evangélicos contrastan con los valores habituales de nuestra cultura, en la que se aprecia más bien lo cuantitativo logrado por adultos y el tiempo y seriedad de dedicación implícito a una tarea social. El tiempo biográfico, tras su ausencia en la infancia, pasa pronto a escindirse en pasado y futuro adultos, ámbitos de producción de cosas o méritos y de ganancias asociadas, también de proyectos de orden curricular que cuantifican pretendidamente el valor de alguien en una flecha temporal biográfica.


Jesús aconsejó un cambio radical de valores que mira a la inocencia infantil: “Pues ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?” Mc. 8, 36-37.


Las citas evangélicas anteriores sugieren que Jesús no defiende una infantilización, sino que realza la gran posibilidad de asombrarse, maravillarse y jugar en y con el mundo, algo propio de la infancia, en contraste con la seriedad y también limitación adultas, como la mostrada por Nicodemo. Un contraste también del tiempo infantil, de presente, con el pasado logrado y el futuro proyectado seriamente cuando uno empieza a hacerse mayor.


Aunque en el contexto familiar y social se dé una dinámica de relación del niño con la alteridad que sostiene el lenguaje y la internalización de figuras parentales con sus valores y represiones, existe siempre una singularidad propia del niño, de cada uno, y que tiende a perderse, pese a las apariencias, en una homogeneidad adulta.


Los adultos tendemos a definir una singularidad que sólo es tal, real, en la infancia, a veces con prolongación adolescente y, menos, también juvenil, aunque esto resulte contraintuitivo, cuando predominan la inocencia y el juego, la potencialidad única en el espacio y el tiempo de ser, de llegar al Ser, de acercarse a Dios mismo, del único modo posible, jugando, riendo, sintiéndose querido, base para el querer mismo. 


San Francisco, en su pobreza elegida, hermanando el sol, la luna, el agua, incluso la muerte, y predicándoles a los pájaros, mostró de un modo ejemplar, santo, el valor de permanecer o retornar a una limpieza de mirada amorosa con la manifestación del Todo.


Un niño no sólo se nos muestra; sin pretenderlo, nos recuerda la gran posibilidad que tenemos de nacer de nuevo en un parto liberador de todo mérito, del pretendido valor curricular, que será infinitamente inferior a las sonrisas y miradas de una nueva infancia.


La existencia de Dios, mucho más allá de narraciones míticas, no es demostrable por la argumentación científico – filosófica que tanto incurre en la perspectiva de una deidad “tapa-agujeros”, sea la génesis de la vida en nuestro planeta, sea el Big Bang único contra la posibilidad de un multiverso. Y, sin embargo, Dios, misterio inefable de Amor infinito, es visible más bien en cada niño, de uno en uno, próximos a Jesús en intercambio de sonrisas. Visible en la potencialidad singular primigenia de cada criatura humana y en su cristalización posible en la santidad, meta a la que no sólo los creyentes religiosos son convocados.


La gran ciencia no se ha construido tanto por el esfuerzo refrendado en serias publicaciones cuanto por la ingenuidad infantil de los grandes, de quienes, como los niños y adolescentes, imaginaron, jugaron y construyeron las grandes teorías físicas y descubrieron los bellos secretos biológicos de la Naturaleza. 


El Deus absconditus se hizo epifánico como niño en un pesebre, como joven que sostiene la fe como seguridad sin límites, que ama y que cura, también como joven que renuncia a una “carrera” entre sabios rabinos y acaba, por amor, en una de tantas cruces rodeado de unas pocas miradas de dolor y muchas más indiferentes o jocosas ante el aparente fracaso.


Muchos (o pocos, no se trata de cuantificar) creemos en la resurrección de Jesús y que su exaltación del Amor fue un hecho salvífico para el ser humano. Desde él, también cabe admitir que todos. como seres humanos, tenemos tiempo de metanoia salvífica, lo cifremos en segundos o décadas.


Tenemos tiempo, antes de morir, para renacer, algo que le parecía imposible al buen Nicodemo.


Tenemos tiempo, antes de morir, para nacer de nuevo, desprovistos de méritos, desnudos ante la cruz que nos convoca a pasar por una puerta estrecha y que precede a la liberación del tiempo mismo para ser acogidos por Dios.



 








miércoles, 16 de julio de 2025

Semiología dermatológica y mirada generalista. A un médico.

 



        

        En este blog he dedicado algunas entradas a médicos amigos. Son personas que he ido conociendo y en los que se ha dado, desde mi óptica personal, la calidad humana que requiere toda praxis médica. He sido paciente de algunos de ellos, como el que destaco ahora. Se trata del médico dermatólogo Walter Martínez, que acaba de cesar por jubilación en el sistema sanitario púbico.

 

En Walter he visto el brillo del saber clínico como especialista. Rápido, resolutivo, certero. Dotado de una seguridad en su saber plenamente justificada por su estudio constante y enriquecido con una experiencia clínica de muchos años. Un estudio al que dedicó buena parte de su tiempo libre. Hace años, cuando la biblioteca de nuestro hospital albergaba excelentes fondos bibliográficos, era frecuente ver a Walter en ella, en solitario, los sábados, cuando nadie más había allí, estudiando libros, algo que ya era infrecuente cuando éramos jóvenes. Fueron esos libros, con el complemento de separatas complementarias de actualización, el material que acrecentó su gran conocimiento de la piel y también de lo que este “órgano” cubre. La medicina más externa, la de mirada dermatológica, alumbró siempre en Walter una comprensión del cuerpo que semejaba la perspectiva internista.

 

Hace años, en los 90, le vi diagnosticar un caso raro, que publicó después. Brilló para mí en ese momento por su saber y naturalidad en su práctica. Yo también fui paciente suyo y siempre tuve en él la sabia mirada del médico que usa la ciencia sin ser cientificista y dotado de una empatía que, en nuestra profesión, parece declinar algunas veces. 

 

Desconozco qué porcentaje de pacientes habrá derivado Walter a compañeros de otras especialidades, exceptuando pruebas complementarias imprescindibles, pero intuyo que fue muy bajo. Eso realza sus características de buen clínico, pues Walter es un gran especialista sin sucumbir al carácter fronterizo al que tristemente ceden muchos profesionales cuando su necesaria especialización cercena otros excursos. Para él la piel era opaca a veces, transparente otras, según cada caso que diagnosticaba y seguía. 

 

Su amabilidad se reflejó siempre en atenta disponibilidad. Nada del cuerpo humano le es ajeno, tampoco del dolor anímico que se expresa en la piel. Es esa feliz conjunción de saber científico, curiosidad perenne, docencia fecunda y acogida curativa la que hace que uno sienta, es mi caso, que, al ir a su consulta, no acude sólo al dermatólogo, siéndolo excelente, sino al médico en el mejor sentido del término, curando con su saber científico y clínico, con su receptividad y con la palabra.

 

Afortunadamente para muchos, seguirá ejerciendo algo que le apasiona, aunque sea a un ritmo asistencial menos exigente en cantidad de pacientes a consultar.

 

Afortunadamente también para muchos, otros compañeros, algunos muy jóvenes, otros no tanto, que ejercen como médicos de familia, cardiólogos, nefrólogos... encarnan la función médica esencial, su noble intención, recordada por las palabras de Troudeau: “curar a veces, paliar con frecuencia, acompañar siempre”. 



 

domingo, 20 de abril de 2025

RESURRECCIÓN. 2025


     

    Es relativamente sencillo, natural para muchos en los que me incluyo, percibir la existencia de un Dios estético, creador del cosmos y de la vida. Los “errores” de la dinámica evolutiva, o la desmesura de especies extintas hasta que el juego azaroso condujo a un ser que es consciente de sí mismo y que habla, no nublan, sino que realzan la asombrosa belleza de lo observable, un orden desordenado en el que aparecemos como seres singulares y con sensibilidad para asumir o no un sentido universal del todo al que llamamos, en las religiones del libro, Dios. 

    La belleza aparente se acrecienta con la aproximación instrumental y con la herramienta y lenguaje que proporcionan las matemáticas a la perspectiva física y biológica. A pesar de catástrofes naturales endógenas o exógenas, incluyendo las que suponen dramáticas enfermedades infantiles, accidentes o terremotos, la extraordinaria abundancia de Belleza en el mundo, asociada a una intuición de Bondad subyacente, nos incitan a muchas personas a creer en un Absoluto amoroso que abarca y sostiene lo inmanente y lo trascendente. Y que hace, de la abundancia de astros y formas de vida, sometidos a relaciones de causalidad y también azarosas, signo de sentido.

    Y, sin embargo, por atractiva que sea, tal perspectiva es incompleta, ingenua si no contempla la existencia del mal en el mundo, tanto el de origen natural como, especialmente, el humano, consustancial a serlo y cuya manifestación es generalizada. El mal natural de la enfermedad y la muerte será conocido en la vida de cada cual. El mal humano de tintes apocalípticos, como el hambre y la guerra, ha ejercido y sigue ejerciendo a lo largo de la historia una fascinación innegable. La bondad del avance tecno-científico ha tornado con demasiada frecuencia en paso al acto de la pulsión de muerte. Es bien conocida al respecto la conferencia de Heidegger (“Sólo un dios puede salvarnos”).

    Pues bien, quienes nos declaramos cristianos, asumimos que, efectivamente, sólo Dios, misteriosamente único y trinitario, ha podido salvarnos mediante el auto-vaciamiento, la “kenosis”, del Logos, del Hijo, encarnándose, muriendo y cargando así con el mal humano originario y fuertemente enraizado. Atravesó el sufrimiento y abandono ante la muerte, realzada por la crueldad con que fue precedida y culminada. Y todo quedaría ahí como ejemplo de bondad humana, o de imprudencia (Jesús podría haber "trepado" pacíficamente en la jerarquía judaica de su tiempo, sin darle disgustos a su madre y amigos) de no haberse dado lo que se ha hecho núcleo central, esencial, de la esperanza cristiana, la resurrección, tras sacrificar Su Vida por Amor.
    Todo masoquismo queda fuera de lugar en la fe cristiana, a la vez que todo tipo de sufrimiento que el amor exija, la cruz de cada cual, será puerta estrecha a la vida más real, eterna, fuera del tiempo métrico, destino a la visión beatífica como se decía antes

    El acceso a Dios parece muy limitado si se queda en búsqueda de contemplación, en ideal de unión mística, aunque ésta se haya dado en el caso de algunas personas. Un gran regalo divino, pero no meta humana. El acceso al Dios estético sostiene, más bien, una fe facilitada.

    La resurrección de Cristo funda la esperanza amorosa sin límite en quienes la afirmamos. Sostiene la "pequeña esperanza" como la llamaba Charles Péguy. Muchos pagaron su fe con esa "esperanzita" por Amor con su propia vida.

    Hoy muchos recordamos que Cristo resucitó.