En la célebre pintura de Fildes, “The Doctor”, se muestra
resignación esperanzada. Se reconoce la limitación del médico pero permanecen
la espera de él y la esperanza en él. Acompaña. Lo hace en una casa humilde.
Un médico es un ser humano. En él se puede esperar, confiar,
incluso ciegamente; algo que, sin embargo, no es factible hacer con la
Medicina. Un médico nos podrá ayudar curando, paliando o acompañando, pero la Medicina nunca
conseguirá detener el gran río de la vida, en el que es precisa la muerte para
que la vida permanezca, resurja.
Saber de nuestra muerte nos hace vivos, de un modo distinto
a los animales. Para bien y para mal. Para bien porque podemos percibirnos
radicalmente como seres existentes, como sujetos, Dasein, únicos y condenados a
nuestra libertad. Para mal cuando ese saber nos oprime en vez de liberarnos,
cuando la angustia se convierte en una mera ansiedad que sofoca las ansias.
Cuántas promesas, desde las “balas mágicas” de Ehrlich hasta
terapias génicas, con anticuerpos monoclonales o con células madre. Cuántos
avances quirúrgicos. Cuántos éxitos pero, a pesar de todos ellos, sabemos que
la Medicina sólo quiere saber, que es insensible a cada uno, a cada elemento de
ese río que fluye y que seguirá haciéndolo mostrando que su manantial no se
agota.
La Medicina nos estudia y es estudiada por quien quiere
ejercer esa noble y vieja profesión compasiva en sentido auténtico. Pero no nos
salvará individualmente. Tal vez enlentezca algo el río. Nunca nos salvará
definitivamente. Eso lo sabemos aunque queramos olvidarlo. Y no hay olvido más
patético que el del sueño transhumanista.
No sorprende que Klimt escandalizase con el recuerdo de esa
extraña relación de la Medicina con nuestras vidas. La vida y la muerte se
imbrican. Ambas se sostienen entre sí. Eros y Thanatos nos impulsan.
Hygieia ofrece a la serpiente la copa con agua del Leteo. Lo
hace de espaldas al río de la vida. Lo seguirá haciendo. El higienismo actual
es una pobre religión a cuyos creyentes su diosa les da la espalda.