Las diferentes formas de
amnesia muestran que una memoria básica hace posible que vivamos nuestro
presente.
Todo lo que sabemos,
incluso la Ciencia, es construido desde el recuerdo. Vemos fenómenos que
suceden a otros y de ahí inferimos relaciones causales. No son demostrables,
sólo inducidas pero eso basta, o quizá no. Nos movemos en la explicación causal
basada en la constancia de lo recordado y en la esperanza de que una relación
fenoménica permanezca en el futuro. Desde esa inducción no sólo podemos
predecir observables; también tratamos de explicarlos en términos de causalidad
eficiente. Despreciando la finalidad el lenguaje biológico es heurísticamente
más finalista que nunca.
Esa necesidad pronóstica
siempre se dio y, en ese sentido, el pasado no sólo nos sitúa en el presente;
también desvela en mayor o menor grado el futuro, aunque muchas veces los
métodos utilizados para ese pronóstico sean inútiles y conduzcan a errores
manifiestos. Hay gente que sigue ganándose la vida echando las cartas, leyendo
manos o haciendo horóscopos.
Aunque no puede
compararse la predicción mágica con la científica, ambas son sostenidas por
nuestro modo de ser en el mundo, ambas dependen de que nosotros mismos somos
temporales y queremos controlar lo que pueda sucedernos.
Es esa fe la que, en
forma de magia, religión o ciencia confiere un sentido a nuestro mundo. Sin
ella no hubiera sido posible la revolución neolítica ni ningunos de los bondadosos
avances culturales que la siguieron hasta nuestros días. Pero tampoco serían
posibles, sin esa fe, todos los males que han acompañado a la Historia humana.
Del afán pronóstico
surgieron los calendarios y todo lo que los hizo posibles, la astronomía, el
cálculo… El calendario sostuvo y fue sostenido a su vez por la religión. Tal
vez sin esa necesidad no hubiera surgido Copérnico. Sólo es aparente la
paradoja de que la Iglesia hiciera posible y condenara a la vez a Galileo.
El afán pronóstico
impregnó la Medicina hipocrática, para la cual el diagnóstico era un medio como
sigue siéndolo en nuestros días. La actividad clínica cristaliza en un
diagnóstico del que deriva un pronóstico, un saber sobre el futuro del organismo
y que deja abierta la posibilidad o no de una terapia que mejore las malas
señales. Ha cambiado mucho la perspectiva clínica. De un empirismo
observacional y un cuadro explicativo mítico en los que se movieron
celebridades como Galeno, Avicena o Paracelso, hemos pasado a una aplicación de
la Ciencia a la Medicina; hemos incluso matematizado el pronóstico siendo las
ecuaciones de regresión logística uno de tantos ejemplos de ese intento
cuantificador. La Ciencia es un buen marco, pero el cientificismo hace de la
ciencia mito, el que señala a la utopía del progreso, a una nueva religión
secularizada. El contexto en cierto modo no ha cambiado porque nosotros no lo
hemos hecho como organismo biológico ni cultural. Seguimos precisando el mito,
aunque sea un mito científico.
Lo que ocurre es que ese
mito no retiene la fuerza explicativa de otros tiempos para vislumbrar el
futuro.
El historiador Miguel
Requena ha dedicado un precioso libro a los presagios de muerte (“Omina mortis”)
a emperadores romanos. De su lectura deducimos que si los dioses nos abandonan,
nos espera sufrimiento y muerte y que ese abandono se acompaña de signos que anuncian la
irrupción de lo salvaje, de lo caótico, en la ciudad que la divinidad protegía,
signos que anuncian la muerte de su mayor responsable político. Pero el abandono divino no es caprichoso sino consecuencia de la falta ética, y los signos anuncian las mortales
consecuencias. No sorprende que Cómodo haya sido objeto preferente de los omina
mortis. A veces, esos
presagios anuncian que, con la muerte del héroe, no hay tanto abandono del dios
cuanto divinización de aquél, y auguran, por ello, más bien la apoteosis que la
muerte que la precede.
La ambivalencia ritual de la sangre en la antigüedad, como contaminante
o como fuerza vital, permanece en nuestros días. Lo apotropaico colectivo
precede el afán soteriológico individual de los misterios, que también hace de
la sangre elemento vivificador, sea con Mitra o con Cristo. El símbolo de la
puerta que da paso a la vida pero que puede abrirse al infierno, también
subsiste. El libro está centrado en la Roma republicana e imperial, pero
mantiene su vigencia, con matices, en nuestro tiempo. No podría ser de otro
modo siendo el sujeto un ser simbólico.
Y ocurre que precisamente por ser el sujeto más que un mero organismo,
los pronósticos actuales científicos pierden fuerza en el ámbito clínico.
Recientemente Enrique Gavilán ilustraba en un bello artículo la posibilidad de
elegir incluso ante lo peor y cómo esa elección transforma el tiempo vital, de
forma cualitativa y, a veces incluso también cuantitativamente. http://www.nogracias.eu/2015/02/04/las-dos-muertes-de-ivan-illich/#comments
En el mismo sentido se había expresado Stephen Gould, desde una sólo aparente
frialdad matemática http://cancerguide.org/median_not_msg.html
Y es que, viviendo en el tiempo, podemos sin embargo tener atisbos de
eternidad, presentes eternos porque lo que importa es sólo eso: el presente pues,
como dijo Wittgenstein, “tiene vida eterna quien vive en el presente”. Sólo
desde esa “presentificación” puede también incluso la creencia imaginar lo
eterno.