martes, 16 de junio de 2015

Del "memento" al momento.

Tal vez por la propia naturaleza del recuerdo, evocación del pasado, sea sorprendente la insistencia que el contexto judeocristiano de nuestra cultura otorga al recuerdo del futuro. Si ser judío supone la inmersión en una herencia materna y en una tradición que mira hacia un futuro prometido colectivo y terrenal desde el recuerdo de una alianza pasada con el Dios de los padres (en el caso de que persista la creencia al lado de la tradición), el cristianismo mira más bien a un futuro personal trascendente. Como indica Aussman (“Poder y Salvación”) el cristianismo parece más próximo a Egipto que el judaísmo, atendiendo más a la salvación individual que a la de un pueblo. 

La visión apocalíptica del judío Jesús fue transformándose en una religión cristo-céntrica paulina, con todas las variantes a las que dio lugar y con casi todas ellas centradas progresivamente en la muerte como el gran momento, el del tránsito hacia un juicio, incluso aunque todo estuviera predeterminado, predestinado, como en el calvinismo. 

A lo largo de la Historia del Cristianismo, la responsabilidad individual, entendida principalmente como culpa, fue haciéndose mayor; ya no bastaba con ser bautizado y enterrado “ad santos”; ya no bastaba con que, en algún momento, uno sabría que había llegado su hora. Entre los siglos XIV y el XVI proliferan las “artes moriendi” y a partir del XVII el purgatorio entra con fuerza en el imaginario creyente. 

Fuera con confianza o con angustia, el cristianismo miró demasiado a la muerte (incluso son frecuentes en la pintura las miradas a restos humanos, calaveras principalmente, por parte de santos) y eso tuvo como efecto algo tan llamativo como vivir recordando lo que no se puede ni imaginar: el acontecimiento futuro de la propia muerte, del que sólo se sabe que ocurrirá. 

Se suele decir que esa reflexión sobre la propia mortalidad se imponía a cada triunfador romano por el portador de la corona triunfal (“Respice post te, mortalem te esse memento”) pero eso es algo recogido por Tertuliano, lo que hace sospechar de una realidad generalizada; parece incoherente que en pleno principado, cuando cabía incluso la posibilidad de divinización apoteósica post-mortem, pudiera alguien aguantar tales monsergas en el mejor de sus días.

Ese “memento” cuajó con el triunfo de la propia Iglesia que, cada miércoles de ceniza,  insiste en esa expresión macabra: “Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”. La angustia de tal memoria sólo podía paliarse implorando el propio recuerdo del Salvador, y ningún modo más adecuado para hacerlo que rezar el requiem franciscano: “Recordare, Iesu pie quod sum causa tuae viae, ne me perdas illa die”

Y ahora , ¿qué? Ahora tenemos la Ciencia. En ese nuevo contexto vivimos, como colectivo, con confianzas cuasi - mesiánicas y, como individuos, con esperanza salvífica, no en la trascendencia, sino en la negación o el retraso indefinido de la muerte. Los transhumanistas llevan esta esperanza en la singularidad tecno-científica a extremos claramente psicopatológicos. 

Desde la óptica pragmática individual, se confiere omnipotencia a la Medicina. Se sigue recordando el momento de la muerte pero ya no como algo que acontecerá cuando menos esperemos sino como algo que está en nuestras manos retrasar. Con razón decía Bauman que ya nadie se muere de mortalidad y es que, si uno se muere, es por no haberse mirado y cuidado. De ese modo, la vida pasa de considerarse como algo con calidad y cualidad a concebirse desde una métrica, a cuantificarse. Sea desde la obligación cristiana de cuidar el cuerpo otorgado por Dios, sea desde la perspectiva atea de que no hay tal Dios, hay demasiada obsesión ahora con vivir muchos mañanas, incluso a expensas de estar muerto cada hoy. Del memento del momento se ha pasado a ver éste como algo a retrasar, y el “carpe diem” ha dado lugar en muchos casos a una vida tristemente higiénica.


La vida es demasiado hermosa para confundirla con supervivencia. Vida y amor van de la mano y ya dijo Machado que “en amor locura es lo sensato”.  Y es que, al final, todo será "in icto oculi".

viernes, 5 de junio de 2015

No podemos cambiar el pasado... pero lo parece.

"Denn wenn man nicht zunächst über die Quantentheorie entsetzt ist, kann man sie doch unmöglich verstanden haben"
Niels Bohr

"If you think you understand quantum mechanics, you don't understand quantum mechanics."
Richard Feynman


Una partícula elemental puede comportarse como tal partícula o como una onda (principio de complementariedad), dependiendo esa elección del sistema de observación elegido. No sólo ocurre con partículas elementales, pero es en ellas en donde ese extraño comportamiento es más fácilmente observable. 

Ya en 1927 se observó que un haz de electrones que atraviesa una doble rendija forma un patrón de interferencia, incluso aunque los electrones pasen de uno en uno. Si se usa un láser con muy baja intensidad, de modo que los fotones pasen de uno en uno a través de una doble rendija, pueden registrarse flashes de partículas en detectores situados frente a cada rendija o, si no hay tales detectores, podemos ver un patrón de interferencia en una pantalla. Es decir, el modo de observación hace que cada fotón “elija” comportarse como partícula o como onda. Se plantea una cuestión: ¿Cuándo toma el fotón esa “decisión” para un sistema observacional dado?

Hay un experimento que indica que lo que el fotón haya decidido en el pasado dependerá, curiosamente, de lo que elija el experimentador en el futuro. En ese experimento, imaginado por Wheeler en 1978 y llamado de “elección diferida”, en vez de usar una doble rendija, se hace  incidir un rayo láser en un espejo semirreflectante que lo dividirá en dos, un haz que lo atraviesa y otro que se refleja en él. Ambos haces pueden ser reunidos mediante espejos de forma que incidan en una pantalla y en ella se encontrará un patrón de interferencia. Si, en vez de esa pantalla tuviésemos dos detectores obtendríamos flashes en uno o en otro (no simultáneamente en ambos). La elección de pantalla o detectores es retrasada con respecto a la “decisión” tomada por el fotón (actuar como partícula o como onda) pero influye en ella.  

Las dificultades de realizar ese experimento mental dependen de que hagamos un cambio efectivamente retrasado con respecto a la emisión de fotones y, a ser posible, aleatorio, entre detección de interferencia de ondas o de partículas aisladas.  Tales dificultades fueron solventadas en 2007 utilizando un interferómetro Mach Zender. El fotón se detectará como onda o como partícula según la disposición elegida del detector. 

El 25 de mayo de este año, 2015, se publicó otro experimento real de elección diferida, pero llevado a cabo con átomos de helio, en un camino lento pero progresivo hacia lo macroscópico.

Esa elección puede ser muy retardada, incluso millones de años, en otro experimento  posible, el de hacer elección diferida en el modo de detección de la luz emitida por un quásar muy lejano y que haya sufrido la influencia de una lente gravitatoria debida a una galaxia interpuesta. 

En síntesis, lo que decida un observador influye en la decisión tomada en el pasado, incluso muy remoto, por una partícula (o un átomo o… quién sabe dónde se alcanzará un límite). Aunque debe resaltarse que tal conclusión es una mera interpretación.  

Alternativamente, si no podemos cambiar el pasado, parece que lo que hagamos en el presente influye en el modo de narrarlo desde lo que observamos. 

Quizá haya que conformarse sólo con los hechos, con las excelentes predicciones de la mecánica cuántica, porque si pretendemos interpretarla, en el modo que sea, chocamos con algo muy extraño, incomprensible para una intuición que, filogenéticamente, parece haber sido construida para entendérselas con un mundo clásico. 

Referencias:
1. Greene B. El tejido del Cosmos. Espacio, tiempo y la textura de la realidad. Crítica. Barcelona. 2006.
2. Jacques V, Wu E, Grosshans F, Treussart F, Grangier P, Aspect A, Roch JF.  Experimental Realization of Wheeler's Delayed-Choice Gedanken Experiment. Science 2007; 315: 966-968.
3. Manning AG, Khakimov RI, Dall RG, Truscott AG. Wheeler's delayed-choice gedanken experiment with a single atom. Nature Physics 2015. Online. doi:10.1038/nphys3343



martes, 2 de junio de 2015

Nostalgia.

"He visto la luz
Hace tiempo Venus se apagó
He visto morir una estrella en el cielo de Orión."
(M-Clan

A veces la nostalgia nos invade. No es algo precisamente placentero. Remite penosamente a una felicidad anterior, más imaginada que real, pero que no volverá, o refiere a un lugar real o soñado al que aspiramos en el futuro.

El propio término expresa esa conjunción: νόστος y ἄλγος, lo que revela un componente esencial, el dolor, un modo de sufrimiento psíquico, pero es νόστος  el que muestra algo también importante aunque más general: el regreso. Los “nostoi" son relatos de ese regreso a casa, siendo la Odisea el mejor ejemplo. Se retorna a lo más deseado. La añoranza es sentida en presente y orienta la acción cuyo horizonte de futuro es, a la vez, lo bueno del pasado: el reencuentro con lo propio, con quien le espera a uno, con lo familiar y auténtico. 

Todas las peripecias del viaje a Ítaca podrían considerarse estimuladas por esa nostalgia, por el dolor, sentido como carencia, que induce al regreso; no es una nostalgia paralizante sino, por el contrario, un sentimiento que promueve la acción, en la que se incluye también saber rechazar ofertas interesantes, descartando, incluso con la fuerza, el atractivo y letal canto de las sirenas.

La buena acepción del término “nostalgia” apuntaría a ese regreso entendido, no tanto como retorno a un pasado inmutable, sino como un encaminarse hacia una referencia, que puede concretarse en un lugar o en un modo de ser. Tan es así que, en el caso de los creyentes místicos, puede hablarse de una nostalgia celestial, de la nostalgia de buscar lo no conocido pero sí esperado como lo mejor, porque “sólo una cosa es necesaria” (Lc. 10, 42). El dolor nostálgico no sería aquí propiamente tal, sino tensión creativa; no sería ansiedad sino ansia… de amor, de comprensión, de acceso definitivo al Misterio.

Pero no es raro que se dé un dolor real, el que insta a un regreso imposible porque la ubicación se da en el pasado, una imposibilidad debida a la distancia que cantaba Roberto Carlos o a la muerte misma a que aludía Gardel, en cuyo caso la nostalgia petrifica el duelo.

Hay quien queda anclado en un tiempo congelado, repitiendo incesantemente lo peor. Hay también momentos en los que el pasado hiere, momentos desencadenados por estímulos sensoriales aparentemente menores. Ese retorno nostálgico al momento en que uno decidió o fue decidido a una opción entre otras, puede abarcar desde un mero sentimiento emocional más o menos interesante hasta una parálisis cuando el propio estímulo desencadenante es buscado, como si se diera una adicción.

Si la nostalgia es dolor asociado al regreso, bien podría decirse que sólo es aceptable, valiosa incluso, cuando ese regreso es propiamente progreso, transformación personal, la que busca ese despojarse de lo malo e inútil para encaminarse hacia lo que nos hace humanos, en un viaje a través de todo tipo de contingencias biográficas a recibir benéficamente, a incluir en esa flecha más errática que lineal que configura nuestra vida que siempre es, en mayor, menor o incluso mínimo grado, libre.

Tal ambivalencia del término, factible en el ámbito individual, nunca ocurre cuando la nostalgia es tomada de forma colectiva, en cuyo caso ese sentimiento siempre es potencialmente terrible. Si mira al futuro, porque lo hace desde una óptica utópica, lo que conduce indefectiblemente a la distopía, sea la de la conversión forzada al cristianismo, sea la del nazismo, la del paraíso comunista o, en nuestro tiempo, la del progreso científico. Y, si mira al pasado, porque supone algo peor que la parálisis, al implicar un camino de retorno mítico en el peor sentido, hacia el olvido de lo humano, despreciando lo que hizo posible la civilización misma.

Una hombre judío dijo muchas cosas sensatas, sabias. Una de ellas se la dirigió a un joven: “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt. 8, 22). Esa recomendación sigue vigente, poderosa, porque la vida nos reclama.

sábado, 23 de mayo de 2015

Duino. No podemos recordar el futuro.

"¿Wer, wenn Ich schriee, hörte mich denn aus der Engel Ordnungen?"
"¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles?"
R.M.Rilke

La invariancia temporal de la dinámica newtoniana contrasta con la evolución macroscópica del mundo. Recordamos lo que aconteció en el pasado y no lo que ocurrirá en el futuro.  Se habla de tres flechas del tiempo, la cosmológica, la entrópica y la psicológica, siendo ésta la que más nos incumbe íntimamente. Decimos que el tiempo transcurre de prisa, cuando somos nosotros los que nos apresuramos en él, siempre que tenga sentido hablar propiamente de tiempo.

El contraste entre la invariancia temporal microscópica y la irreversibilidad macroscópica dista de ser conocido. Boltzmann aportó una aproximación extraordinaria: no es lo individual microscópico lo que es afectado por el tiempo sino lo colectivo, el conjunto de muchos entes individuales, moleculares, atómicos. La entropía, algo medible termodinámicamente, fue relacionada por él con un criterio estadístico: el número de microestados que son compatibles con un macroestado dado. Se suelen poner muchos ejemplos al respecto; desde gases confinados que se expanden, hasta líquidos derramados. En esos ejemplos, por mucho que esperemos, no veremos un retorno a la situación inicial. Ahora bien, resulta que también esa relación tiene invariancia temporal "a priori", pues, si es previsible que en el futuro el desorden aumente, también podría aumentar hacia el pasado desde un momento considerado, lo que no parece ocurrir. Y, si no ocurre, una de dos, o algo va mal con esa relación que liga la mecánica estadística y la termodinámica, o partimos, como se suele admitir, de un origen temporal de entropía mínima. Sería esa condición inicial, una situación altamente ordenada en el origen del universo, la que uniría la flecha cosmológica a la entrópica y, siendo nosotros seres biológicos, también a nuestro propio desorden en forma de envejecimiento y, finalmente, muerte, aunque la vida misma pueda construirse respetando el segundo principio, aumentando la entropía del universo.

Boltzmann parecía sufrir fuertes depresiones alternando con estados eufóricos; tal vez ahora fuera diagnosticado como bipolar, quién sabe. Él mismo relacionaba su situación, aunque fuera bromeando (¿se bromea sobre esto?), con haber nacido en la frontera que separa el martes de carnaval del miércoles de ceniza. 

En 1905 escribió escribió sobre su viaje a Berkeley en tono alegre (“Reise eines deutschen Professors ins Eldorado”). En septiembre de 1906 fue a pasar unas cortas vacaciones a Duino, un lugar hermoso que inspiró las elegías de Rilke. Antes de finalizar esa estancia, mientras su esposa y su hija menor se bañaban en las aguas del Adriático se ahorcó y así fue descubierto por su horrorizada hija Elsa, de quince años. 

No se le negó el funeral católico, tras el que fue enterrado en Viena en una zona conteniendo tumbas honorables (Ehrengraben): Beethoven , Schubert… Una peripecia post-mortem hizo que su cuerpo reposara finalmente en el cementerio central de Viena en 1922. En 1933 se erigió un monumento en el que se inscribió su célebre fórmula, que relaciona la entropía con la mecánica estadística.

¿Por qué se mató Boltzmann en Duino? Abundan quienes dicen que su depresión tuvo que ver con la hostilidad de otros científicos a la teoría atomística. Lidiar con Ostwald y Mach no debió ser fácil, pero Boltzmann fue reconocido y honrado como científico en vida y sería demasiado simplista asumir que el debate científico fuera causal en su suicidio. No tiene por qué haber “razones” para la depresión y, por otra parte, la depresión no queda en casa si uno se va de vacaciones; y un paisaje romántico no necesariamente sosiega. Un alma atormentada puede hallar en él el estímulo preciso para el paso al acto letal.

Su obra permanece vigorosa e influyente en el orden filosófico. Un trabajo reciente (2010) de Gressman y Strain publicado en PNAS ha revitalizado aun más el genio de Boltzmann, nos lo ha recordado y, al hacerlo, también indirectamente la imposibilidad, a la que ya estamos acostumbrados, de recordar el futuro. Somos en el tiempo.

A mi prima Teresa Peteiro, mujer vitalista ejemplar, In Memoriam. 

domingo, 17 de mayo de 2015

El olor del recuerdo



"En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar... el recuerdo se hizo presente... Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena... apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…"
Marcel Proust.

La experiencia de Proust suele citarse en cuanta revisión haya sobre la neurobiología del olfato, aunque Proust se refiera a sabor, más que a olor. Olfato y gusto van íntimamente ligados en lo que tiene que ver con el placer primordial de supervivencia: comer y beber.

En el olor, como en el gusto, hay química. A diferencia de lo que ocurre con el recuerdo visual o el auditivo, el desencadenante que un determinado olor produce es químico en su naturaleza y sorprendente en su resultado. En receptores asociados al rinencéfalo de Proust algunos componentes químicos de esa mezcla de una magdalena y té le hicieron revivir más que una experiencia puramente sensorial inmediata; como él indica, tuvo clarísimos recuerdos visuales asociados a ella, sugiriendo fuertes emociones implícitas en ese retorno a un tiempo pasado.

¿Por qué ocurre eso? Sabemos de la importancia del olfato en muchos animales, de cómo algunos perros policía pueden identificar trazas de droga o la existencia de un cadáver. En nosotros, ese sentido parece algo accesorio más allá de la experiencia de agrado o desagrado que un olor supone; en algunos casos, el olor advierte de algo malo, contaminante; en otros, el propio cuerpo alterado emite olores que son característicos para médicos experimentados. Se busca también facilitar el buen olor corporal no sólo con la higiene sino con el uso de perfumes y hay quien dice que su efecto se basa en potenciar mensajes químicos entre sexos, facilitando la acción de feromonas. Hay quien va más allá y alaba los pretendidos efectos de la aromaterapia. La tradición cristiana incluso reconoce santidad en alguien cuyo cadáver es delicadamente aromático (“murió en olor de santidad”, se dice). Süskind jugó con todo el impacto emocional asociable a olores en su célebre obra “El Perfume”.  

Sea como sea, la rememoración por medio del olfato se diferencia de otros modos de memoria en la necesidad de un desencadenante químico de mayor o menor complejidad, que se da las más de las veces por azar, y en su relación con la evocación brillante de vivencias antiguas. Podemos tratar de recordar a voluntad imágenes o sonidos, sean música o palabras, pero esa posibilidad no ocurre con la memoria olfativa: no recordamos ese olor que, si resurge por azar, haría revivir lo inefable de lo antiguo, lo que se alberga en el fondo biográfico. No recordamos bien los olores, pero los olores suscitan muy bien los recuerdos.

Con el oído y la vista percibimos respectivamente una banda de ondas sonoras y una parte muy pequeña del espectro electromagnético; también hablamos y reflejamos luz haciéndonos reconocibles a otros. Podemos grabar esas ondas y reproducirlas; podemos oír música, ver películas, hacer fotos… Pero ninguna foto, ningún video ni grabación sonora pueden situarnos en el pasado como puede hacerlo una conjunción de olores, porque el olor parece retrotraernos a lo más emocional, a lo más animal de nuestra sensibilidad, a ese punto en que lo biológico y lo biográfico se encuentran, cuando el mundo es olido de un modo único, para amarlo o devorarlo, para creer por un momento que el eterno retorno de lo mismo es factible. 

¿Por qué no grabar también olores? La respuesta no es sencilla, porque no estamos ante el registro de una onda sonora modulada o de un campo electromagnético, que puedan ser reproducidos, sino ante captación y reproducción de mezclas químicas cualitativa y cuantitativamente precisas. En ese intento se ha dado un paso tan aparentemente tosco como importante por parte de Amy Radcliffe con su prototipo “Madeleine”, con el que el olor de algo, emanado como mezcla gaseosa puede ser captado en una resina desde la que podrá establecerse la composición química de esa mezcla por espectrometría de masas. Ese espectro sería el análogo al negativo de una fotografía en una película sensible o, atendiendo a la complejidad implícita, al patrón de difracción de rayos X de una estructura cristalina. Si el revelado de un negativo parece sencillo, lo es menos la conversión de un patrón de difracción en un modelo estructural, como también lo es la transformación de una información analítica en la síntesis química en proporciones correctas de la mezcla detectada. 

Es decir, estaríamos en la primera fase del proceso: un registro analógico, en "negativo", del olor. ¿Qué ocurriría si se lograse el objetivo de reproducir lo que lo origina, la fase de revelado del negativo? Es difícil pronosticarlo pero algo así permitiría múltiples experimentos en modelos animales y en seres humanos, que abrirían las puertas a la comprensión del recuerdo que quizá sea más primordial, aquél en que lo más visceralmente biográfico entroncaría con nuestra animalidad.