"Se os abrirán los ojos y seréis como dioses"
Gen.3,5.
Woody Allen expresó su deseo de ser inmortal, no por sus obras, sino por no morirse.
Raymond Kurzweil es un hombre que también quiere ser inmortal de ese modo, no muriéndose, pues no lo pretende como creyente religioso sino desde la fe tecno-científica. Opina que la expansión exponencial del desarrollo tecnológico, que ya había enunciado Moore en su célebre ley hace algún tiempo, no sólo se está verificando sino que es previsible que, en pocos años (hacia 2045), se alcanzará un punto de no retorno en el que habrá una cierta explosión de inteligencia, que supone híbrida, humana - máquina. Habla metafóricamente de “singularidad”, tomando este término del nada intuitivo de la física y de las matemáticas.
Alcanzada la singularidad tecnológica, nuestras mentes podrán ser replicadas, la consciencia humana será propiamente híbrida con la de máquinas y probablemente el cuerpo mismo sea indefinidamente reparable o ya no necesario.
Kurzweil percibe que es posible que su cuerpo actual no tenga la estabilidad suficiente para alcanzar ese año, y por ello ingiere unas doscientas píldoras al día para “reprogramar” su bioquímica y tratar de mantenerlo hasta entonces. Las acompaña con vino tinto en un aislado ejercicio de sensatez.
Podría pensarse que estamos ante un iluminado más, similar a los que esperan la llegada de alienígenas o de un inminente Armaggedon, pero Kurzweil no parece sólo un fantasioso. Es un superdotado que ha contribuido poderosamente a mejorar la vida de mucha gente gracias a notables aplicaciones tecnológicas, lo que le ha valido reconocimiento internacional y múltiples premios. Parece que sabe de lo que habla cuando habla de ciencia. Colin Powell no se reunía con cualquiera para charlar sobre defensa.
La creencia de Kurzweil, sostenida por predicciones suyas previas que se han cumplido, es compartida, aunque sea con matices, por otros científicos conocidos como transhumanistas.
Hay cierta base para esa esperanza, suministrada por los espectaculares logros tecnológicos habidos en muy pocas décadas en varios ámbitos: neurobiología, nanotecnología, informática y genética molecular, principalmente. ¿Por qué no pensar en la posibilidad de una tecnología auto-mejorada constantemente que evolucione sin cesar, exponencialmente, hacia la emergencia de la consciencia, en fusión con nuestras mentes o sin ella? El gran von Neumann ya imaginó algo así.
En realidad, no sabemos qué pasará en el 2.045 ni en el 3.002; mucho menos en el 25.459. En realidad, no sabemos qué ocurrirá mañana o la próxima semana. Hacer previsiones sobre capacidades técnicas futuras es interesante sólo como ciencia-ficción, aun cuando puedan inspirar aplicaciones poco bondadosas de carácter militar.
Lo interesante de Kurzweil no es imaginar si acertará, cosa que parece muy poco probable y menos importante aun. Lo interesante en realidad es su planteamiento mismo, algo que ofrece en su libro, “The Singularity is Near”, y en el documental “The Transcendent Man”.
El documental es especialmente interesante porque es el propio Kurzweil quien habla, quien defiende la posibilidad de que lo escrito en el libro del Génesis se haga realidad, que el conocimiento nos haga como dioses.
Pero hay algo que llama especialmente la atención porque se muestra casi sin querer, y es la alusión de Kurzweil a su padre, muerto con 58 años. Vemos en el documental a Kurzweil derramando una lágrima ante la tumba de su padre, a la vez que dice que es probable que no vuelva a verlo. Probable, no seguro, porque Kurzweil no quiere salvarse solo, sino resucitar a su propio padre. Habla de exhumar su cadáver para obtener el DNA y tratar de generar un clon con esa información genética, pero también sabe que nadie es sólo biología y para ello tiene previsto echar mano del recuerdo de su padre y de los recuerdos que el propio padre legó en forma de fotos, videos, facturas incluso. Le servirá el material que tiene recogido en un montón de cajas y con el que espera modelar el cerebro del clon hasta reconstruir, resucitar, a su padre.
La clonación ya dio de sí en su día para imaginar la reproducción de nuevos Hitler en la película “Los niños de Brasil” basada en la novela de Ira Levin. También en esa narración se considera la necesidad del entorno educativo; no basta con los genes. A Kurzweil lo inspira algo aparentemente más amable que al imaginado Dr. Mengele de la película. No sólo quiere vida eterna para él; también para su padre, aunque éste murió en 1970 y parece poco probable que expresara un deseo en ese sentido. Es igual. Quiere revivirlo, en una posibilidad monstruosa de transformar a su padre en un niño o una máquina hasta que en la artificial madurez, con toda su mente copiada desde el papel a ese engendro, pueda volver a reconocerlo como padre.
Tal esperanza razonada parece la expresión de un serio problema biográfico. El padre de Kurzweil era músico pero, como compositor, aunque bueno, no parece haber sido alguien especialmente relevante, no al menos para este curioso mundo informativo que es internet, con sus "wikipedias" y demás fuentes. Sin embargo, un joven Raymond de 17 años logró que un ordenador construido por sí mismo “compusiera” música. Más tarde, con el asesoramiento de Steve Wonder, fundó la compañía Kurzweil Music Systems dedicada a producir instrumentos musicales electrónicos. Hizo muchas más cosas que facilitar la creación musical, pero la música es el nexo inicial y mantenido con el padre. Y en eso aparentemente, de otra forma, lo superó. Por ello… ¿Qué quiere apaciguar resucitándolo?
Esta aparente locura es compartida por quienes conciben la ciencia como posibilidad soteriológica sin límites. Kurzweil no es, ni mucho menos, el único creyente. Y esta nueva creencia cientificista puede conducirnos a la peor distopía. Estamos ante una nueva religión que no quiere creer en Dios sino construirlo literalmente. Algo que parece compartir Tipler y que recuerda remotamente pero del peor modo, justamente al revés, al poético Teilhard de Chardin.
La mayor inteligencia puede ser ciega a lo más oculto y, a la vez, a lo más evidente de uno mismo, a lo que sólo es revelado en la casa del ser que es el lenguaje; en esa casa heideggeriana que precisa al otro para ser dicho.
La vida humana es más que un saber mantenerla. Hölderlin lo expresó desesperadamente en su petición: “Nur Einen Sommer göhnth, ihr Gewaltigen!” Sólo un verano (y un otoño pedía también). Le fue tristemente concedido mucho más pero de otro modo; tuvo una prolongación de vida como locura. No importa la duración de la vida sino el goce pleno de su misterio. ¿Quién quiere vivir para siempre?