lunes, 20 de junio de 2016

El olvido de la subjetividad. Ratones autistas




Muy recientemente (el 16 de junio), la revista “Cell” publicó un trabajo muy laborioso (por la cantidad de métodos que implica su diseño experimental) por parte del grupo de Costa-Mattioli.



Los autores, tras recordar que hay datos que avalan la relación de obesidad materna con una mayor incidencia de trastornos del espectro autista, así como alteraciones de la flora intestinal en estos pacientes con respecto a controles, muestran en su estudio que la descendencia de ratones hembra sometidas a una dieta muy rica en grasas fue socialmente perturbada y también tenía alterada su flora intestinal. La reintroducción de una bacteria, Lactobacillus reuteri, mejoró la sociabilidad en estos ratones. Esta bacteria promueve, por un mecanismo aun no claramente establecido, la síntesis de oxitocina cerebral que, activando neuronas del área tegmental ventral (algo que también ocurre en seres humanos), influiría en la sociabilidad.  En la discusión de sus resultados, proponen la utilidad potencial de una combinación adecuada de probióticos para el tratamiento de pacientes con trastornos del espectro autista.



Hay muchas analogías en la fisiología y fisiopatología de distintos mamíferos, lo que ha propiciado el uso de los llamados modelos experimentales, que tienen ventajas e inconvenientes. Por un lado, facilitan una experimentación que no sería ética ni rápida en el caso de personas; por otro, no siempre es factible extrapolar directamente los resultados obtenidos en modelos animales a la situación humana (el caso de la talidomida ha sido un dramático ejemplo). La dificultad de esa extrapolación se hace claramente mayor cuando hablamos de lo psíquico.



Se ha intentado, con mayor o menor acierto, relacionar alteraciones psíquicas humanas con un comportamiento observable animal, es decir, lo subjetivo humano con lo medible animal. Eso ha ocurrido con la depresión y ocurre también con el autismo. En el ejemplo que proporciona este trabajo,  se evaluó la sociabilidad de los ratones midiendo la cantidad de tiempo que cada uno de ellos interactúa con una jaula vacía, con otro ratón familiar y con otro que le es extraño.



El trabajo realizado es riguroso, laborioso, y proporciona conclusiones interesantes… para estudiar la influencia de la flora intestinal sobre la sociabilidad observable en ratones. Nada más. Pero basta una sugerencia final en su redacción para que estemos de nuevo, como cada día, ante el condicional esperanzador, ante el “podría” y no es extraño que los periódicos se hagan inmediatamente eco de ese “podría”; en este caso, de la bondad de los probióticos.



La Ciencia no vive de condicionales, aunque precise hipótesis y teorías, sino de hechos contrastables empíricamente. Lo que ocurra en el comportamiento "social" de ratones es interesante, de momento, sólo para ratones. Estamos en un tiempo en el que, tal vez por la necesidad de captar fondos para líneas “productivas”, los resultados obtenidos en ellas han de impactar al gran público. Eso facilita que un trabajo riguroso en el método, como el aquí comentado, lo sea menos en su redacción, en la que parece confundirse con frecuencia correlaciones con causalidades, e impresiones con conclusiones.



En ausencia de relaciones lineales claras de causalidad, tenemos la peligrosa estadística. Una amplia revisión publicada en 2011 (The California Autism Twins Study) reveló que la influencia de factores genéticos en la susceptibilidad a desarrollar autismo puede haber sido sobreeestimada, destacándose la posible importancia de factores ambientales: edad parental, bajo peso al nacer, partos múltiples e infecciones maternas durante el embarazo. No es descartable que la flora intestinal tenga su importancia. Ver en ella el factor clave es, cuando menos, prematuro.



Suele ocurrir que la necesidad de solución ante algo dramático se satisfaga con respuestas simplistas. Así, se ha relacionado sin base el autismo con el conservante de vacunas, lo que ha propiciado en mayor o menor grado posiciones anti-vacuna, con consecuencias letales en algún caso. ¿Serán los probióticos la gran prevención o solución para el autismo? Sería magnífico pero precisamente los dislates del movimiento anti-vacuna nos advierten del riesgo de simplificar en exceso.

martes, 14 de junio de 2016

El recuerdo del árbol prohibido. ¿Creación o descubrimiento?



“… y seréis como dioses” Gen. 3, 6.

Pasó mucho tiempo desde que Aristóteles añadiera un quinto elemento (el éter) a los cuatro ya establecidos por Empédocles (aire, agua, tierra y fuego). En 1661 aparecía la obra “The Sceptical Chymist”, en la que Robert Boyle establecía el criterio moderno de elemento: una sustancia básica que puede combinarse con otras para formar compuestos. En 1799 Joseph Louis Proust mostró que había relaciones numéricas claras entre los pesos de los constituyentes de un compuesto dado, algo que John Dalton explicó en 1808 invocando la naturaleza atómica de la materia, remontándose a la teoría epicúrea que recogía las perspectivas de Leucipo y Demócrito. Fue Berzelius quien publicó una lista de pesos relativos (atómicos) de los elementos conocidos, tomando como unidad el peso del hidrógeno, algo que refinó Cannizzaro.

Habiendo muchos elementos conocidos, se intentó relacionarlos en función de sus propiedades. A los intentos de Döbereiner (1816) y de Dumas (1859) y Newlands (1863), siguieron los trabajos de Lothar Meyer y, sobre todo, de Mendeléiev,  quienes, independientemente, vieron que, en orden creciente de peso atómico, se alcanzaban periodicidades con respecto a las propiedades químicas. Ese orden permitió apreciar la existencia de “huecos” a ser rellenados por elementos aun no conocidos entonces. 

Un gran hallazgo fue el de Moseley, quien, en 1914, estudió el espectro de emisión de rayos X producidos por distintos metales, viendo que su longitud de onda disminuía de forma regular al avanzar en la tabla periódica. Los elementos fueron entonces ordenados por algo distinto al peso relativo; lo fueron por un número de orden llamado atómico. 

La mecánica cuántica permitió entender qué era subyacente al orden numérico y a la periodicidad de propiedades. El número atómico indica la cantidad de protones que hay en el núcleo de cada elemento y se asocia a la vez a la configuración electrónica responsable de sus propiedades químicas. El peso atómico acabó siendo menos importante, ya que depende también de la cantidad de neutrones y tiene que ver, por tanto, con propiedades físicas, pero no químicas, del elemento en cuestión.

A medida que se iban descubriendo elementos químicos, la tabla periódica se iba “completando” lo que sugería el poder predictivo de una buena clasificación. Los primeros 94 elementos se han hallado en la Naturaleza, aunque sea en cantidades traza. No ocurre así con los siguientes, que han tenido que ser “construidos” bombardeando elementos pesados con núcleos más ligeros en aceleradores de partículas.

En general, estos elementos “creados” son muy inestables pero no se descarta que otros, aun más pesados, puedan ser especialmente estables. 

Muy recientemente se ha dado nombre a los últimos cuatro elementos conocidos, cuyos números atómicos son 113, 115, 117 y 118. Se completa así la séptima fila de la tabla periódica. ¿Se iniciará la octava?

¿En qué estriba el interés por obtener nuevos elementos? Hay razones pragmáticas (el caso del plutonio, fundamental para armas nucleares, muestra ese triste, inhumano, pragmatismo) pero en la investigación de la tabla periódica hay algo más, un fuerte atractivo epistémico y estético. Se trata de saber, de conocer lo elemental atómico (que sabemos que no es propiamente lo más elemental) en su diversidad, en su relación ordenada y periódica, intrínsecamente bella. También de alcanzar toda la diversidad existente, la completitud en este ámbito. Y esto supone plantear la cuestión del límite, ¿cuál sería el elemento de mayor número atómico con posibilidad de ser creado o encontrado? Por razones de mecánica cuántica, Feynman pensaba que sería el elemento 137. No deja de ser llamativo que la constante de estructura fina sea precisamente próxima a 1 / 137. 

Los números atómicos ejercen una fuerte fascinación estética, casi pitagórica. Hubo un apasionado por la química, el neurólogo Oliver Sacks recientemente fallecido, que se refería a su edad biológica asociándole el nombre del elemento cuyo número atómico coincidiera con ella. 

¿De dónde surge la belleza? Tal vez de que la tabla periódica es ejemplar para mostrar la necesidad taxonómica, la que desarrolla la cuestión del "¿Qué?" inicial. Primero nombramos, después clasificamos, y eso lo hacemos con animales, plantas, minerales, cristales, estrellas… No se trata sólo de poner orden. La tabla periódica ilustra que es desde las clases que podemos dar el salto a las causas. El orden requiere la explicación. Otro ejemplo sugerente es el de la clasificación estelar del diagrama de Hertzsprung-Russell.

Y surge una cuestión que suele plantearse más bien en matemáticas: ¿Estamos ante algo descubierto o creado? ¿Cabe una Química que sea, en cierto modo, platónica? Puede ocurrir que un elemento, como sucedió con el plutonio, sea creado antes de ser descubierto en la naturaleza en cantidades traza. ¿Pasará lo mismo con todos los elementos creados en el laboratorio? De no ser así, de no existir en la naturaleza, esa creación sería una mimesis que se ha quedado sin objeto que copiar y, en tal caso, tal creación sería algo propiamente humano, de tal modo que, a diferencia de otros ámbitos, en el de la Química esa antigua tentación de ser como dioses estaría en gran medida colmada. 

jueves, 9 de junio de 2016

MEDICINA. El recuerdo del presente.




El recuerdo alude a lo temporal pero se enmarca necesariamente en el espacio.

Hay algo interesante en el recuerdo, sea biográfico o histórico, y es que suele tener un carácter local, situándose en espacios que son relevantes para nosotros: nuestra casa, el barrio, la ciudad. También el país o incluso el continente, pero la viveza e importancia de lo recordado parecen inversamente proporcionales a la extensión espacial que implica. 


En general, el recuerdo pasa de ser biográfico a histórico en la medida en que el espacio se amplía. Saber de guerras lejanas como las europeas del siglo XX es importante porque el conocimiento histórico nos sitúa, nos da perspectiva, pero, emocionalmente, parece prescindible frente a impresiones biográficas particulares aunque sólo a nosotros nos importen y a pesar de que lo biográfico dependa de lo histórico; las consecuencias de la guerra civil española, por ejemplo, siguen sintiéndose biográficamente por parte de muchas personas.


No importa que los medios de comunicación nos proporcionen información casi en tiempo real de lo que ocurre en los lugares más apartados del mundo. Tampoco que podamos desplazarnos a ellos en un tiempo razonablemente corto. Somos egoístas en el recuerdo.


Es imposible recordar sin que haya habido un presente que se hizo pasado. Y hay acontecimientos presentes que precisan ser contemplados, recordados, porque no sólo nos sitúan de un modo descriptivo o explicativo (algo imposible si no tenemos en cuenta lo inconsciente). Precisan ser contemplados porque nos interrogan éticamente.  Es, en ese sentido, que se hace imperioso asumir que precisamos recordar la amplitud del mundo en que vivimos, que necesitamos recordar lo que está sucediendo, que es preciso el recuerdo del presente.


Lo cuantitativo, lo estadístico, nubla la vista e impide observar lo importante, que siempre, siempre, es cualitativo. Que nos digan que el paro ha disminuido o aumentado no nos dice nada si sabemos que una persona concreta trabaja mucho y, a pesar de ello, es pobre. Que en los telediarios se hable de la guerra de Siria tampoco nos dice mucho más que para sostener charlas de café estratégicas. Pero la cosa cambia si sabemos de alguien concreto que está allí, como ocurrió con el pediatra de Alepo muerto en un ataque al hospital en que trabajaba. 


Una de las mejores revistas médicas es el New England Journal of Medicine (NEJM). En su último número (9 de junio) recoge un artículo cuyo título es elocuente: “El infierno de los hospitales de campaña de Siria”. Su autor, Samuel Attar, es un cirujano de Chicago que ha vivido ese horror cotidiano.  Su texto es tan duro que se hace difícil leerlo entero, aunque sea breve. Basta con poner un ejemplo. Frente a tanto protocolo, consentimiento informado y criterios de calidad y seguridad al paciente en nuestros hospitales, contrasta una de sus preguntas, tan simples como duras: "Si tenemos dos pacientes críticamente heridos y sólo sangre suficiente para salvar a uno, decidimos a cuál.... ¿Qué decimos a la familia cuyo hijo dejamos morir sabiendo que podríamos haberlo salvado?"


La guerra muestra lo peor del ser humano, su barbarie, su crueldad, su absurdo. Pero también muestra algo bueno: el coraje y el amor de gente valiente, radicalmente humana como estos médicos, que no sólo se juegan su vida en Siria sino que además han de tomar decisiones insoportables porque su resultado siempre es terrible, trágico.


El viejo problema de la Teodicea (o Dios no es bueno o no es omnipotente) sigue siendo tan irrelevante como siempre. Lo es para los ateos por razones obvias, pero también para los creyentes, porque no hay ningún Dios antropomórfico al que cargar con un mal debido a la brutalidad de la que sólo un ser humano, por demasiado humano y no animal, es capaz. 


Por eso es necesario recordar el presente, lo que ha ocurrido estos días, lo que pueda pasar hoy, en lugares a los que hace pocos años podríamos ir como turistas.


Recordar el presente es saber no sólo que lo peor de la Historia se repite hoy mismo, refinándose incluso su maldad. Supone también asumir que no bastan “soluciones” estructurales, de despacho, geoestratégicas, ni siquiera de dólares o euros de ayuda para paliar miserias humanas, sino que lo que realmente cuenta, lo que realmente salva al ser humano es que algunos tomen la decisión de ayudar a otros en las peores condiciones posibles.


viernes, 3 de junio de 2016

Entre el escepticismo metodológico y el escepticismo dogmático.


En cierto modo, podemos decir que somos desequilibrados porque sólo tras la muerte iniciamos el camino hacia el equilibrio… químico. 

En cada una de nuestras células se producen en cada instante muchas reacciones químicas, relacionadas entre sí en un juego restringido por balances de energía libre determinados por variaciones de entalpía y de entropía. El hecho de vivir supone un constante aumento de la entropía universal y eso parece bastante milagroso. Podríamos no vivir más que un instante o hacerlo durante cientos de años sin violar las leyes termodinámicas. Es cuestión de ajustar las reacciones químicas entre sí, de modo que haya un delicado balance entre destrucción y síntesis.

Estamos constituidos por una riquísima interacción molecular que no puede obviar ni la primera ni la segunda ley termodinámicas, pero es un hecho que estamos lejos de ese equilibrio químico letal. Podría decirse con pleno sentido que somos sistemas termodinámicos alejados del equilibrio. 

En 1977, Ilya Prigogine recibió el premio Nobel “por sus contribuciones a la termodinámica de no equilibrio, particularmente la teoría de estructuras disipativas”

Acostumbrados a una visión química y al exceso metafórico informativo - genético, olvidamos muchas veces la importancia de las restricciones físicas en la posibilidad de que existamos como seres vivos. Prigogine contribuyó significativamente a la conciliación de la Biología con la Termodinámica.

Como suele ocurrir en ciencia, Prigogine no partió de la nada y, de hecho, se refirió a una reacción química, la que lleva el nombre de Belousov - Zhabotinsky (BZ), como el descubrimiento más importante del siglo XX, más incluso que la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. 

¿Exageró Prigogine? Parece que sí pero, a pesar de eso, la reacción BZ fue un descubrimiento tan importante como desapercibido durante años.

Boris Belousov encontró a principios de los años cincuenta que una mezcla de bromato potásico, ácido cítrico e iones de cerio mostraba cambios periódicos de color. No había un proceso dirigido al equilibrio sino más bien un ritmo en el estado químico del sistema. Eso parecía contradecir claramente la segunda ley de la Termodinámica por lo que su hallazgo  no se aceptó para publicación en revistas serias y sólo apareció como una oscura comunicación, a pesar de lo cual se difundió como curiosidad entre colegas moscovitas. 

Unos diez años más tarde, Anatol Zhabotinsky se fijó en esa reacción para la realización de su tesis doctoral, haciendo ligeros cambios en los componentes reactivos (ácido malónico en vez de ácido cítrico). Era evidente lo que muchos negaban desde su perspectiva de la ley física: había las oscilaciones periódicas que, más tarde, Prigogine asoció a estados estacionarios alejados del equilibrio.

Después se encontraron más sistemas así, incluso en el ámbito bioquímico. El comportamiento periódico, regido por lo que se conoce como atractores de ciclo límite, es algo habitual en sistemas biológicos. Podría decirse que somos en el tiempo y lo somos de modo lineal pero también rítmico.

La reacción BZ es un ejemplo de algo que, en apariencia, es meramente curioso y que parece contradecir la segunda ley. Sin embargo, no sólo no la contradice sino que ha permitido enriquecer el conocimiento que dicha ley nos proporciona.  
Esa curiosidad, esa anomalía, ha abierto las puertas de la física clásica a lo viviente. No es extraño que Prigogine alabara un descubrimiento que nadie quiso reconocer desde la miopía escéptica

Podemos extraer una lección de algo que podría haber quedado en anécdota. El escepticismo sólo sirve metodológicamente, no como idea. Estamos demasiado imbuidos en el convencimiento de que el avance científico es una sucesión de aciertos (como confirmaciones empíricas) de teóricos importantes que lo anunciaron, y así fue entendido el descubrimiento del bosón de Higgs o el de las ondas gravitacionales: Higgs y Einstein tenían razón. Pero no hubiera ocurrido propiamente nada en realidad si no la hubieran tenido pues, en tal caso, la teoría simplemente tendría que descartarse o modificarse. No se trata de acertar, de hacer casar los hechos con el marco teórico existente, sino de ser escéptico frente al propio escepticismo que dogmatiza que los hechos no explicables aquí y ahora simplemente no existen o son artefactos. 

Sigue siendo cierto lo que decía Michael Shermer en el sentido de que algo extraordinario necesita pruebas también extraordinarias. Y por eso no podemos creer sin más en fenómenos paranormales o en la presencia de alienígenas entre nosotros. Pero, a veces, como en el caso de la reacción BZ, estamos ante hechos extraordinarios, que parecen contradecir una ley básica y que, sin embargo, son reales y acaban mostrándose como tales mediante las verificaciones oportunas. 

El escepticismo ideológico arrinconó la reacción BZ. El escepticismo metodológico supuso un premio Nobel para quien entendió y desarrolló todo lo que daba de sí ese fenómeno extraño. 

Una cosa es ser escéptico y otra, muy diferente, creer en el escepticismo. Quizá nadie como Martin Gardner para ilustrar la posibilidad de un gran contraste en la vida de uno entre el escepticismo metodológico y la creencia no escéptica.

domingo, 29 de mayo de 2016

Medicina. El necesario recuerdo de la acción política.


ζῷον πoλιτικόν


Hay quien se empeña en percibir que uno se hace médico desde una vocación, algo así como lo que lleva a alguien a hacerse monje. Por alguna extraña razón, la firma ROCHE lleva a cabo una curiosa campaña destinada a registrar lo que llaman “Historias de vocación” en la que ilustres colegas muestran por qué eligieron la opción de ser médicos. Seguramente ROCHE sólo tiene un fin altruista con tal esfuerzo, aunque se nos escape a quienes estamos cargados de prejuicios.

Y es que, en realidad, es difícil ver que alguien se haga médico por vocación cuando todavía es muy joven, casi adolescente. De hecho, ni siquiera la comparación religiosa es válida pues cualquier persona vocada a ella ha de pasar un período de noviciado, de iniciación, que le permita confirmar que quiere realmente lo que creía querer. Eso no ocurre en quien se matricula de Medicina. En caso de seguir y acabar la carrera, acabará siendo médico. 

Hablar de vocación médica no es, en general, muy realista, si se hace en el sentido de responder a una llamada, se interprete ésta del modo que sea. Si fuera así, nadie exigiría “notas de corte” para iniciar los estudios. Si fuera así, probablemente los primeros números del MIR engrosarían el cuerpo de médicos sin fronteras o algo parecido en vez de elegir hacerse cirujanos plásticos o dermatólogos.

Sin embargo, esa vocación sí acaba existiendo. Después. Se ve en quien, de modo cotidiano, pasa al acto su saber, su humanidad, su amor, ejerciendo como médico. No es algo que surja, sino que se realiza. No es tanto una llamada como una respuesta.

Ahora bien, ¿a qué responde uno en el ejercicio de la Medicina? Aparentemente es claro: a diagnosticar y curar, paliar o, al menos, acompañar a quien sufre. Pero, siendo eso necesario, no es suficiente.

No basta con hacer lo que uno pueda para tratar a sus pacientes, siendo eso muchísimo. Es preciso que reclame lo mejor para ellos, sean medicamentos, hospitales o condiciones socioeconómicas. Y eso supone la acción política. Por ello, no sólo se necesitan médicos generalistas y especialistas; también los que, ejerciendo la Medicina en cualquiera de sus posibilidades, se dedican a hacer que tal dedicación sea facilitada en su medio.

Hay políticos que podríamos llamar profesionales, aunque sea un término exagerado. Se trata de ministros, consejeros, directores de algo, etc. Pero cada uno de nosotros es, quiera o no, por acción u omisión, un animal político, como nos decía el viejo Aristóteles. Y, desde esa ontología aristotélica, negada tantas veces por quienes creen que un cargo representativo les confiere exclusividad en el ejercicio de la política, un médico puede y debe criticar lo que ve mal para mejorarlo. Esa crítica no es solo la legítima realizable desde su posición concreta o a través de un sindicato, sociedad científica o colegio profesional; no es sólo la que atiende a sus condiciones laborales, sino la destinada nada más y nada menos que a mejorar la situación de sus pacientes. Una mejora que no sólo tiene que ver con posibilidades farmacológicas o quirúrgicas, sino con todo lo que supone relación con la salud, desde la comida, el domicilio y la higiene básicas hasta la atención hospitalaria.

Esa atención es siempre local. No se trata de cambiar el mundo entero sino el propio, el que a cada cual le es concedido. El Dasein incluye el “ahí” más concreto, en donde se está, en donde se puede ser precisamente estando de la buena manera, en que la Sorge heideggeriana, el cuidado, se hace posible.

Una óptica así, calificable por tantos de conflictiva, de combativa, requiere esfuerzo documental en que basar la acción, atención al sufrimiento, tesón, resistencia a la maledicencia, cuando no persecución u ostracismo. No es tarea fácil y pocos de nuestros compañeros son capaces de abordarla, pero es gracias a ellos que nuestros hospitales serán mejores, que nuestro sistema público resistirá veleidades de mediocres y de oportunistas, que quien esté enfermo será mejor atendido.

Necesitamos médicos atentos no sólo a la semiología del cuerpo de cada paciente sino también a la semiología del medio en que viven, al síntoma de su tiempo. Sólo desde el análisis adecuado de ese síntoma será posible la revolución humanista que mira preferentemente, como hacía el joven judío Jesús, a los más desfavorecidos por un sistema cruel. Poco importan sus creencias o ideologías. Sólo su ética de compromiso con el ser humano. 

Este post es dedicado a mi amigo Pablo Vaamonde, uno de esos médicos que intentan mejorar las condiciones mismas en que la propia Medicina puede ejercerse.


martes, 24 de mayo de 2016

La exageración de Klimt.

"No permitas que la sed de ganancias o que la ambición de renombre y admiración echen a perder mi trabajo, pues son enemigas de la verdad y del amor a la humanidad y pueden desviarme del noble deber de atender al bienestar de Tus criaturas."(Fragmento de la Oración de Maimónides).

Todos estamos atravesados por algo propio y ajeno, por eso que configura la subjetividad, esa extraña amalgama de libertad y determinismo biográfico. Ni siquiera el científico más puro está libre de la contaminación subjetiva. 

Un determinado lenguaje, un modo de mostrar lo evidente pueden dar lugar a la objetivación intersubjetiva que permite la Ciencia. Eso no ocurre en el Arte, en donde lo propio muestra lo suyo, su cosmovisión, su modo de percibir lo que se suele llamar la realidad y que nadie sabe qué es.

Klimt dejó obras maravillosas. Una de ellas parece marcada por el sufrimiento personal, que sabemos padeció en seres queridos. Se trata de “Medicina”. La imponente figura poderosa, sabia, de la hija de Asclepio, está de espaldas al flujo de la vida. Su conocimiento parece importante en sí, para sí, y eso lo hace aparentemente más inhumano.
Hygieia se satisface a sí misma. Podría auxiliar pero sólo le interesa el afán epistémico.

Muchas veces, esa pintura de Klimt es fácilmente asociable a la frialdad de la Medicina moderna. Muchos han padecido esa indiferencia de quienes son conferidos con el supuesto saber de sanar, porque lo que prefieren es simplemente saber. Sanar a otros es mero efecto colateral de un saber narcisista que no mira nunca a alguien sino a algo, que trata de objetivar lo subjetivo. Se trata del médico técnico que, desde el saber objetivante, proporcionado por la observación instrumental, diagnostica y pronostica en una dinámica que toma la fábrica como modelo.

La célebre serie “House” jugó con un dilema, la elección entre un médico humanista pero bastante ignorante y la del encarnado por “House”, un técnico frío pero resolutivo cuando hay solución. Que a uno le sonrían cuando se está muriendo pero no hagan nada por curarlo es mucho peor que ser tratado fríamente pero curado. Pero es un falso dilema porque no necesariamente un saber va desprovisto de humanidad. De hecho, suele ocurrir lo contrario; quien sabe Medicina suele saber además ser médico, que parece lo mismo, pero no lo es.

La visión de Klimt fue magnífica por ser oracular. Previó los excesos de la medicina moderna, de la medicina cientificista para la que el ser humano pierde su condición de sujeto para ser individuo muestral. Previó, sin mostrarlo, el exceso estadístico. El flujo de la vida es el que es. El enfoque “Big Data”  nos dirá más cosas de él o simplemente nos dará más ruido, el reduccionismo geneticista facilitará un falso entendimiento de lo que pasa, pero en ese río vital nadie importa realmente nada a la encarnación de la Medicina.
Afortunadamente, sin embargo, Klimt exageró y, por hacerlo, erró aunque fuera poco, muy poco, todo hay que decirlo. Klimt se equivocó porque la mirada de la Medicina no es única sino la de cada médico, tomado de uno en uno, aquí y ahora.

Hay médicos con una determinada visión de la Medicina. Eso la hace siempre local, algo que se muestra en la singularidad de cada relación clínica. Y esos médicos, buenos por su saber y por su forma de ejercerlo, existen. No son cosa del pasado. Aunque no la hayan leído nunca, practican la oración de Maimónides en su vida cotidiana. Saben Medicina y, por ello, saben de sus límites sin contagiar incertidumbres sino confianzas. Saben Medicina y, por ello, otorgan lo mejor, la salud, como algo por lo que no pretenden reconocimiento alguno. Saben y son sencillos precisamente por ese saber.

Los tenemos con nosotros. No siempre tenemos la fortuna de encontrarlos, pero cuando eso sucede, el desvalimiento se desvanece en la esperanza. Una relación transferencial se instala junto a la confianza en un supuesto saber. Una relación que se hace curativa en sí misma al descansar en la omnipotencia conferida al otro. 

No se harán ricos, en general no destacarán en los medios de comunicación ni serán ponentes brillantes en congresos. Pero sabrán y sabrán transmitir lo que saben, lo que realmente importa, a quien esté dispuesto a recibir ese conocimiento tan especial. Y así, casi sin querer, siempre sin notarse, harán que la vida de muchos sea, si no más feliz, más llevadera. Y así incluso podrán acompañar cuando la vida se acabe, ayudando a dotarla de sentido cuando nadie lo vea, quizá tampoco el moribundo. 

Son esos médicos quienes hacen que otros que lo somos de un modo mucho más burdo nos demos cuenta del valor de la Medicina, quienes nos enseñan. Son ellos quienes realmente pueden salvar aun cuando no haya salvación posible. 

Nuestro sistema público tiene innumerables defectos, muchos de ellos propiciados por decisiones políticas estúpidas fervorosamente aplicadas por gestores mediocres y sus mandos intermedios. Pero no son esos médicos serviles de las cadenas de mando los que cuentan por mucho daño que hagan. Afortunadamente, en ese sistema, con todos los ataques de que es objeto, incluso “por su bien” en modo de certificaciones, algoritmos, vigilancias… , aun quedan médicos de verdad, de los que saben lo que se llevan entre manos.

No seré redundante con posts previos. Dedico éste, esta vez sin repetir nombres, a todos esos compañeros que me han enseñado, sin pretenderlo siquiera, lo que significa ser médico y la fortuna que acompaña a quien, desde el otro lado, da con uno de ellos.