El recuerdo alude a lo temporal pero se enmarca
necesariamente en el espacio.
Hay algo interesante en el recuerdo, sea biográfico o
histórico, y es que suele tener un carácter local, situándose en espacios que
son relevantes para nosotros: nuestra casa, el barrio, la ciudad. También el
país o incluso el continente, pero la viveza e importancia de lo recordado parecen
inversamente proporcionales a la extensión espacial que implica.
En general, el recuerdo pasa de ser biográfico a histórico
en la medida en que el espacio se amplía. Saber de guerras lejanas como las
europeas del siglo XX es importante porque el conocimiento histórico nos sitúa,
nos da perspectiva, pero, emocionalmente, parece prescindible frente a
impresiones biográficas particulares aunque sólo a nosotros nos importen y a
pesar de que lo biográfico dependa de lo histórico; las consecuencias de la
guerra civil española, por ejemplo, siguen sintiéndose biográficamente por
parte de muchas personas.
No importa que los medios de comunicación nos proporcionen
información casi en tiempo real de lo que ocurre en los lugares más apartados
del mundo. Tampoco que podamos desplazarnos a ellos en un tiempo razonablemente
corto. Somos egoístas en el recuerdo.
Es imposible recordar sin que haya habido un presente que se
hizo pasado. Y hay acontecimientos presentes que precisan ser contemplados,
recordados, porque no sólo nos sitúan de un modo descriptivo o explicativo
(algo imposible si no tenemos en cuenta lo inconsciente). Precisan ser
contemplados porque nos interrogan éticamente.
Es, en ese sentido, que se hace imperioso asumir que precisamos recordar
la amplitud del mundo en que vivimos, que necesitamos recordar lo que está
sucediendo, que es preciso el recuerdo del presente.
Lo cuantitativo, lo estadístico, nubla la vista e impide
observar lo importante, que siempre, siempre, es cualitativo. Que nos digan que
el paro ha disminuido o aumentado no nos dice nada si sabemos que una persona
concreta trabaja mucho y, a pesar de ello, es pobre. Que en los telediarios se
hable de la guerra de Siria tampoco nos dice mucho más que para sostener
charlas de café estratégicas. Pero la cosa cambia si sabemos de alguien
concreto que está allí, como ocurrió con el pediatra de Alepo muerto en un
ataque al hospital en que trabajaba.
Una de las mejores revistas médicas es el New England
Journal of Medicine (NEJM). En su último número (9 de junio) recoge un artículo
cuyo título es elocuente: “El infierno de los hospitales de campaña de Siria”.
Su autor, Samuel Attar, es un cirujano de Chicago que ha vivido ese horror
cotidiano. Su texto es tan duro que se
hace difícil leerlo entero, aunque sea breve. Basta con poner un ejemplo. Frente
a tanto protocolo, consentimiento informado y criterios de calidad y seguridad
al paciente en nuestros hospitales, contrasta una de sus preguntas, tan simples
como duras: "Si tenemos dos pacientes críticamente heridos y sólo sangre
suficiente para salvar a uno, decidimos a cuál.... ¿Qué decimos a la familia
cuyo hijo dejamos morir sabiendo que podríamos haberlo salvado?"
La guerra muestra lo peor del ser humano, su barbarie, su
crueldad, su absurdo. Pero también muestra algo bueno: el coraje y el amor de
gente valiente, radicalmente humana como estos médicos, que no sólo se juegan
su vida en Siria sino que además han de tomar decisiones insoportables porque
su resultado siempre es terrible, trágico.
El viejo problema de la Teodicea (o Dios no es bueno o no es
omnipotente) sigue siendo tan irrelevante como siempre. Lo es para los ateos
por razones obvias, pero también para los creyentes, porque no hay ningún Dios
antropomórfico al que cargar con un mal debido a la brutalidad de la que sólo
un ser humano, por demasiado humano y no animal, es capaz.
Por eso es necesario recordar el presente, lo que ha
ocurrido estos días, lo que pueda pasar hoy, en lugares a los que hace pocos
años podríamos ir como turistas.
Recordar el presente es saber no sólo que lo peor de la
Historia se repite hoy mismo, refinándose incluso su maldad. Supone también asumir
que no bastan “soluciones” estructurales, de despacho, geoestratégicas, ni
siquiera de dólares o euros de ayuda para paliar miserias humanas, sino que lo
que realmente cuenta, lo que realmente salva al ser humano es que algunos tomen
la decisión de ayudar a otros en las peores condiciones posibles.
Querido Javier: es verdad que el mal es en ocasiones ese fondo negro en el que podemos reconocer pequeñas vibraciones de luz. También hubieron (pocas) excepciones cuando el Horror Supremo perpetuado por los alemanes dejó en nuestro rostro el gesto espantado del cuadro de Munch.
ResponderEliminarLo cierto es que en ningún período histórico ha estado ausente la barbarie de la que el ser humano es capaz. Tal vez la crueldad y la pulsión destructiva sea la forma más antigua de la globalización. Sé que se trata de una visión muy pesimista, pero más allá del juicio que sobre ello hagamos, es una constatación. Lo que sucede en Siria por vía aérea, se practicaba antes de Cristo a mano, con espadas, alfanjes o fuego. Stephan Zweig escribió una vez que la civilización es una fina capa de polvo que un soplo puede barrer, y de hecho el viento de la muerte no ha dejado nunca de soplar desde que nos hemos alzado en dos patas sobre este sufrido planeta.
La barbarie no es un accidente de la condición humana, sino que la integra, del mismo modo que también Eros nos habita. Cada tanto, y mucho me temo que sin ninguna esperanza de cambio, algo se revuelve en el interior del hombre, y entonces se entrega a lo peor. Norman Mailer escribía hace 50 años que la humanidad se divide en dos clases de personas: los caníbales y los cristianos. Los cristianos no eran para él necesariamente los que creen en Jesucristo. Llamaba así a los católicos, a los judíos, a los musulmanes, y a cualquier otra colectividad que apostase por la vida. Creo que esas dos categorías son en verdad las dos mitades de las que estamos hechos: somos una rara mezcla de cristianos y caníbales. Mailer era en el fondo un optimista, porque creía que los caníbales al menos estaban regidos por un principio que actuaba como límite: no devorar a los de su propia familia. Creo que eso es una expresión de deseos, un ejemplo de “wishful thinking”. La ferocidad caníbal no conoce límite alguno: Goebbels y su mujer les dieron pastillas de cianuro a sus propios hijos. Y la guerra fratricida de Siria, como la de la ex-Yugoeslavia, y tantas otras -incluyendo la nuestra, por supuesto- forman parte de una lista infinita, tan larga como la propia historia.
Recordar es, en el fondo, algo contra natura. El ser hablante olvida. Aunque se levanten monumentos, memoriales, se tomen actas y se escriban libros, millares de libros de historia, el ser hablante está hecho para olvidar. Y repetir. Por eso necesitamos personas como ese médico de Chicago, y gente que escriba blogs como el tuyo…
Un abrazo
Gustavo Dessal
Querido Gustavo,
EliminarMuchas gracias de nuevo por este comentario que, por ser tan lúcido, no puede ser optimista. ¿Quién podría?
Te refieres a ese fondo negro, a ese corazón tenebroso, y es muy acertada tu alusión a la barbarie alemana. Suele hablarse más bien del horror nazi, pero yo creo que el término más adecuado es el otro, el que implica la culpa de los alemanes (sería la tesis de Goldhagen), aunque los hubiera buenos y valientes y aunque muchísimas de las víctimas, judíos principalmente, fueran alemanes.
Fue en la culta Alemania en la que pudo organizarse de tal modo industrial esa “ferocidad caníbal” a la que te refieres. No sería posible en un país menos ordenado, menos culto. Sólo en ese foco cultural pudo el mal ser banalizado como señaló Arendt. No se precisaron los odios que se cruzaron en el frente ruso.
Hay algo con lo que iluminas a todos quienes leamos tu texto: “El ser hablante olvida”. Es un enunciado para tener en cuenta, para grabárselo cada uno en su mente… aunque lo olvide; una afirmación que, a la vez, sugiere paradójicamente el estímulo a lo contrario, al recuerdo imposible.
Un abrazo,
Javier