¿Qué me pasará a mí? ¿Qué le ocurrirá a mi ciudad?
Viejas preguntas que antes eran respondidas en Delfos, entre otros santos lugares. Sabemos algo de cómo era esa respuesta; era enigmática, ambivalente. Las murallas de madera tuvieron que ser traducidas a barcos para que Atenas se salvara. Temístocles supo interpretar el oráculo de la ciudad. Edipo fue mucho más torpe con el suyo personal.
Las preguntas subsisten aunque sea en un modo más descaradamente pragmático ¿Quién gobernará el país? o ¿Cuánto tiempo me queda de vida? También, ¿Seré afortunado? ¿Encontraré el amor? ¿Tendré trabajo?
La necesidad oracular persiste. Hay quien se gana la vida respondiendo. Una respuesta que puede darse con el auxilio de viejos métodos: echando las cartas, leyendo la mano, mirando una bola de cristal, consultando el I Ching…
También responde algo pretendidamente más serio, las matemáticas, la estadística. Cuanto más científico es o pretende ser un oráculo, más pierde su respuesta en riqueza cualitativa optando por lo cuantitativo o simplemente lo dicotómico. El oráculo genético es, en muchos casos, determinante. O lo era hasta que se descubrió la llamada resiliencia genética, un modo de decir que hay casos de personas que, “debiendo” ser enfermas porque lo dictan sus genes, no lo son.
Hay muchas preguntas que uno se hace sobre la vida misma y sus condiciones.
¿Se morirá, doctor? Probablemente sí. Y es más, podemos estimar esa probabilidad, por regresión logística, en 0.857.
¿Cuál será la proporción de votos alcanzada por el Partido de Defensa Arbórea en las próximas elecciones? Pues se sitúa en una horquilla del 1,23 % al 2,35 % con una confianza del 95%.
¿Debo tomar estanoles o estatinas si mi colesterol es superior a 200 mg/dL? ¿Qué dosis y cuánto tiempo? ¿Toda la vida? ¿Cuál es mi riesgo de sufrir un infarto si no me trato? Deberá tomar diez miligramos de la X-statina cada noche todos los días. De no hacerlo, la probabilidad de que sufra un infarto en los próximos cinco años, teniendo en cuenta su edad y demás factores de riesgo es de 0,32. Si lo hace, esa probabilidad se reduce muchísimo, pasando a ser de 0,19.
Esas son muestras de preguntas y respuestas “científicas” posibles. En la práctica, aunque no se proporcionen datos numéricos a pacientes (ni los sepan sus médicos), las respuestas ante cuestiones tan diversas como las electorales y las clínicas suponen una métrica, probabilística, pero métrica al fin.
Desde que Fisher utilizó la estadística en sus experimentos con plantas han pasado unos cuantos años. Él, Pearson, Student (pseudónimo de William Sealy Gasset) y tantos otros, hicieron furor en el asentamiento de lo que se llamó “Bioestadística”.
Cualquier trabajo médico que se precie implica un análisis estadístico, algo que dice hasta qué punto los resultados obtenidos son “significativos” o no. Parece simple. Se trata de contrastar una sencilla hipótesis, llamada nula, que dice que toda relación observada entre variables se debe al azar. Si el análisis estadístico muestra que eso es muy improbable, rechazamos tal hipótesis y admitimos una relación que, en el mejor de los casos (el experimental), llega a ser entendida como causal. Es así que se han hecho posibles los ensayos clínicos, el cálculo de riesgos relativos y absolutos, el número necesario de pacientes a tratar con un medicamento dado para evitar una muerte por una enfermedad concreta, etc., etc.
El cálculo estadístico se inició con varios términos, siendo curioso uno de ellos, “esperanza matemática”. Esperanza. Eso es lo que hay cuando hablamos de estadística. Esperamos que el Partido de Defensa Arbórea consiga tantos escaños, esperamos que un paciente sobreviva, esperamos que un medicamento sea eficaz, esperamos poder disminuir un riesgo de muerte. Esperamos y cuantificamos esa esperanza.
Y esas esperanzas son muchas veces frustradas porque el oráculo estadístico no es enigmático pero sí sensible. No precisa ser interpretado subjetivamente pero requiere prescindir de la subjetividad misma, y una buena muestra de ello son los ensayos clínicos controlados a doble ciego que tratan de neutralizar el efecto placebo.
Y ocurre que un oráculo así, tan matemático, falla demasiadas veces. Un buen ensayo clínico bastaría; no precisaríamos meta-análisis. Pero… ¿cuándo podemos hablar de un “buen” ensayo clínico? Por otra parte, la estadística parte de un criterio de igualdad. Todos iguales, todos individuos, con lo que una frecuencia muestral se hace equivalente a una probabilidad individual. Pero eso no sucede nunca en la clínica, que trata a sujetos y no individuos y, con razón, los bayesianos se oponen a ese criterio frecuentista y hacen de la probabilidad un grado de… fe, de confianza subjetiva (pero desde el punto de vista del médico), que se modificará a posteriori en función de pruebas.
Muy recientemente hemos visto el fracaso aparente de la Estadística. En el Reino Unido se decidió un “Brexit” con el que no se contaba y en España no se dio el “surpaso” anunciado en la comparación de dos partidos. Se hicieron encuestas randomizadas y estratificadas que manejaban grandes cantidades de datos para obtener un alto grado de confianza (cuantificable en función del tamaño muestral). ¿Cómo es posible que fracasaran sus estimaciones? A fin de cuentas, estamos ante el problema aparentemente más simple en análisis estadístico: estimar una sola variable, la proporción de votos en cada caso.
Tanta fe hay ya en el cálculo estadístico que rápidamente ocurrió un fenómeno de los llamados “virales”. El resultado electoral, que negaba la conclusión estadística, sólo sería explicable por manipulación, por conspiración. Y desde esa conspiranoia se reclaman auditorías, vigilancias, se asume una vez más la infantilización de la sociedad que vota.
Si tales fracasos estrepitosos (y muy costosos económicamente) ocurren con la estimación de una proporción, con lo más simple, ¿Qué no ocurrirá en tanto meta-análisis que “demuestra” la eficacia de un medicamento o la maldad de un factor de riesgo? ¿Qué no sucederá en cualquier regresión logística a la que se le escapen variables importantes?
Es obvio que el problema no reside en el aparato estadístico ni en los ordenadores que calculan ni en los programadores ni en las agencias. La estadística acaba chocando con la subjetividad. Bien puede ocurrir que un pirómano arrepentido acabe votando al Partido de Defensa Arbórea o que el más ferviente defensor de los árboles no tenga gana de votar ese día o que vote en contra por haber hallado trabajo en una industria papelera. Y todas esas decisiones, subjetivas, pueden cambiar sin saberse bien por qué entre el día de la encuesta y el día de la votación.
Y, en Medicina, un enfermo es él, sólo él, aunque se parezca a muchos más en los síntomas y signos que muestra y bien puede ocurrir que la salvación esperada en forma de cápsula roja le produzca náuseas, le dé taquicardia o le produzca un fallo hepático fulminante. Y también puede suceder que concluyamos, desde un estudio de correlación, que el número de cigüeñas en un pueblo tiene que ver con el número de niños que en él nacen (se han publicado conclusiones menos llamativas pero tanto o más estúpidas).
Los bayesianos han supuesto un soplo de aire fresco sólo aparente frente a los frecuentistas. Ambos acaban ignorando la subjetividad de aquél a quien dicen mirar, sea como votante o como paciente. Ese olvido conduce a lo peor, no sólo en expectativas de voto; también en cuestiones de salud.
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