domingo, 16 de octubre de 2016

Cientificismo delirante. La "parentalidad positiva".


Ser padres no es tarea fácil. Claro que, en realidad, tampoco es propiamente una tarea pues, a diferencia de otras que sí lo son, se trata de una relación y no de un trabajo dirigido a metas, a objetivos. Pero eso es lo que creemos los antiguos. Resulta que, para una gran cantidad de expertos universitarios, hasta ahora no se sabía bien cómo ser padres y es preciso el auxilio de la evidencia científica para conseguir algo tan complicado.

Hay que ser positivos. La "psicología positiva" expande su campo de acción y ahora, por fin, pasa a ocuparse de los atribulados padres que no saben cómo educar a sus hijos. 

Gracias al loable trabajo de tantos expertos disponemos incluso en nuestro país de una magnífica web cuyo nombre es claro: “Familias en positivo”. En esa página los aprendices de padres pueden disponer de numerosos recursos, como una guía práctica para trasladar a los padres y las madres el potencial educativo del deporte en el desarrollo de sus hijos e hijas”. Pero quizá el recuso principal ofrecido sea la “Guía de buenas prácticas en parentalidad positiva”. Alguien se preguntará qué es eso. Pues bien, la parentalidad positiva se refiere al “comportamiento de los padres fundamentado en el interés superior del niño, que cuida, desarrolla sus capacidades, no es violento y ofrece reconocimiento y orientación que incluyen el establecimiento de límites que permitan el pleno desarrollo del niño”, algo absolutamente novedoso, pues atiende a la “necesidad de sustituir el concepto de autoridad parental, centrado únicamente en la necesidad de lograr metas de obediencia y disciplina en los hijos e hijas, por otro más complejo y demandante como es el concepto de responsabilidad parental”. 

Se trata de apoyar el ser “madres y padres en positivo”, no en negativo como parece haberse hecho durante milenios. De hecho, en un trabajo publicado en “Psychosocial Intervention” se nos recuerda que la recomendación del Consejo de Europa 19 (2006) al respecto de estas positividades “se basa en la idea de que todos los padres precisan ayuda psico-educacional (por ejemplo, online) para realizar mejor su tarea como padres. El soporte online ofrece un rango de oportunidades de desarrollo que ha sido apodado como e-empoderamiento”.

La Guía de buenas prácticas resultaría, si no tenemos motivación positiva de partida, un texto soporífero porque no parece decir nada, excepto repetir hasta la saciedad términos que podemos ver en cualquier manual de marketing. Por el contrario, desde la positividad asertiva, entenderemos la necesidad de esa insistencia y la riqueza del Decálogo que la inspira, uno de cuyos puntos es la “Fundamentación Científica” (¿adónde iríamos sin la ciencia?), aunque no sabemos en qué reside tal base pero sí que se logrará haciendo uso de indicadores basados en respuestas cualitativas. Y es que “se proponen esos indicadores porque se trata de apresar elementos observables con los que poder constatar sin equívocos la presencia de esa buena práctica”.

La ciencia siempre responde, aunque no esté. Y es necesario que lo haga porque “se alzan muchas voces de desánimo entre los propios padres y madres, quienes en ocasiones se ven impotentes en su tarea al no saber cómo actuar para lograr metas educativas tan complejas”

La parentalidad positiva es ya esencial y, quizá por ello, su ejercicio debe ser considerado como un ámbito de la política pública”. Alguna mente muy torpe llegará a evocar la peculiar interacción de política y familia en regímenes ya pasados de moda en nuestro medio, como el nazi o el estalinista, pero no es eso lo que se pretende, en absoluto, sino algo que quizá pronto sepamos.

Afortunadamente, nuestros representantes políticos, siempre atentos al bien común y abnegados en su labor, no son insensibles a su esencial implicación en la educación de los padres y por eso aprobaron en el Congreso de Diputados una proposición no de ley urgiendo al Gobierno a emprender acciones que promuevan el principio de la parentalidad positiva (6 de junio, 2011)”.

Los antiguos, quienes tenemos el cerebro ya esclerosado, no llegamos a apreciar la bondad de algo que, como su nombre indica, es positivo. Estamos anclados nostálgicamente en la Historia, recordamos al "pater familias" romano y sus exageraciones permitidas que a veces eran, aunque legales, letales.

Y recordamos a Freud, que nos habló del superyó, algo también en desuso gracias a la ciencia. 

La nostalgia llega a propiciar la herejía e inmerso en ella me declaro. Sigo creyendo que ser padre no es algo que se aprenda de expertos sino de la relación misma de paternidad con el hijo que se tiene y desde el hijo que uno fue. Con todos los defectos de cada cual, se es padre siendo, no haciendo cursos para lograr metas. El niño es un sujeto en construcción que debe obedecer, algo que suena muy mal en esa parafernalia positiva que ni positivista es. 

El niño ha de internalizar la ley paterna para no ser un salvaje y en esa internalización que llega a ser inconsciente juega un papel importante algo que no se aprende en libros ni en videos. Es el amor de verdad, el que implica la autoridad que hace de los padres para el niño algo muy diferente a lo que puedan suponer para él otras personas por expertas que sean.

Por supuesto, las familias hoy no son como hace incluso pocos años. Las hay monoparentales, existen los matrimonios homosexuales, etc. Y sigue y seguirá habiendo conflictos y trastornos que requieran ayuda de verdad por parte de psicólogos clínicos, psiquiatras infantiles y educadores. Sigue y seguirá habiendo neurosis cuya raíz es familiar. Pero tratar de homogenizar desde una ciencia que no existe para ello el “ser padres” sólo puede conducir a una infantilización aun mayor de la sociedad en que vivimos, algo que, lamentablemente, lleva ya cierto recorrido con el beneplácito de los poderes públicos.

Lo más llamativo en este caso es la alusión a la "evidencia" aunque no se vea por ninguna parte, y a la ciencia aunque no haya ciencia posible de lo subjetivo. 

La parentalidad positiva es uno de los mejores ejemplos de cientificismo, el que desconoce la ciencia pero la invoca constantemente con ánimo de persuadir para acabar tocando lo que es pura pseudociencia mediante un lenguaje que se enmarca en esa confusión actual de la oratoria con la charlatanería.

jueves, 13 de octubre de 2016

La mirada. Mundo y ceguera.




Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen. Mt. 13, 16.


Todos los seres vivos lo somos porque sentimos, aunque ese “sentir” sea un término muy amplio y con tintes antropomórficos. Una planta siente la luz y la gravedad aunque no sea consciente de ello. También el movimiento de una bacteria puede ser influido por agentes químicos que tocan su membrana.


Nosotros tenemos órganos de los sentidos y la vista es uno muy importante, lo que no implica que sea esencial. Hay grandes ejemplos de vida digna a pesar de una gran deprivación sensorial desde el nacimiento. Hellen Keller sería uno de los más célebres.   Y hay casos de vidas muy productivas a pesar de la ceguera sobrevenida. La ceguera de Borges no perturbó su creatividad y probablemente facilitó la de quien fue su lector, Alberto Manguel
 

Podría decirse que la mirada supone más que lo que la vista hace accesible. Podemos ver sin mirar, de tal modo que lo visto sea irrelevante. A la vez, cabría hablar de una “mirada” mediada por el tacto o el olfato. Indudablemente, la mirada es facilitada por una vista adecuada y es lógico que uno de los grandes miedos se asocie a la ceguera.


En el contexto de que hay ya días para cada enfermedad o conjunto de ellas, el segundo jueves de octubre es el “Día Mundial de la Vista”. En este día no podían faltar las recomendaciones preventivas y así los telediarios y periódicos  nos hablarán de la importancia de una correcta evaluación de trastornos refractivos, del riesgo que supone la diabetes y del enemigo silencioso que es el glaucoma, a la vez que nos darán esperanzas con los grandes avances con células madre o perspectivas biónicas.


Pero todas estas advertencias, consejos y soluciones lo son para quienes nos lo podemos permitir, para el primer mundo. Porque ocurre que las cataratas, por ejemplo, algo que ya se considera prácticamente banal por solucionable en nuestro medio, siguen siendo la principal causa de ceguera en países de ingresos medios y bajos, según la OMS.  Y sucede también que el tracoma y la oncocercosis hacen aun estragos a pesar de los esfuerzos de esta organización, en uno de cuyos documentos se nos indica que el 80% de cegueras se pueden prevenir o curar.


No sólo hay defectos de visión. También los hay de mirada. En el día de la vista el primer mundo no mira al tercero. Es cierto que la OMS tiene planes como “Vision 2020”, la "Iniciativa Global para la eliminación de la ceguera evitable” pero la atención allí (porque es allí y no aquí) y ahora a muchas personas que pueden recobrar la vista descansa en buena medida en ONGs como “poderver” , una organización que precisa hacerse visible, como indicó en un artículo reciente, publicado en “Mujer Hoy”, Julia Navarro.
  
Las publicaciones de la OMS sobre la distribución de la ceguera en el mundo son elocuentes. Como en tantas otras circunstancias, no cabe hablar de “la humanidad” como si tal universal se diera, sino de ricos y pobres, como siempre. Haití, recientemente destruido por un huracán, es un ejemplo más, brutal, de lo que el término “humanidad” representa, sencillamente nada.

Se dice con bastante acierto que no hay más ciego que el que no quiere ver. La mirada local, egocéntrica, sosiega tanto como encubre una realidad cruel, la que puede mostrarnos cualquier niño condenado a quedarse ciego por tracoma, una enfermedad curable, sólo por haber nacido donde nació. Nadie es culpable. A la vez, todos lo somos.

viernes, 7 de octubre de 2016

Los vigilantes. Gestores y expertos. Hacia la infantilización por el empoderamiento.


Resulta que sí, que la RAE recoge en su diccionario el término “empoderar”, aunque lo hace con una sola acepción: “Hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido”, lo que podría significar dar alimento o incluso armas a los pobres; pero también ascender al mediocre que, a fin de cuentas se sentirá desfavorecido si sus esfuerzos por trepar pasan desapercibidos. 

Constantemente se habla del empoderamiento. Y se hace incluso por parte de quienes están implicados en la educación misma, cada día más confundida con el adiestramiento. Estos días se celebra un congreso de título llamativo: “Hacia el Empoderamiento de los Profesionales de la Educación”, organizado por Asociación Nacional de Inspectores de Educación.
De ahí, los inspectores saldrán empoderados para inspeccionar mejor y podrán a su vez empoderar a otros. Y saben hacerlo bien en la elección de ponentes, contando, nada menos, que con la maestría incuestionable de Elsa Punset, dignísima hija de su egregio padre, quien ya nos había acercado a los grandes misterios de la naturaleza, incluyendo los factores biológicos que influyen en algo tan importante como la elección de pareja.

Pero dejemos la educación. La salud también es importante. De ella nos hablan en todos los telediarios, en los que recogen la opinión de “los expertos”, que nunca sabemos quiénes son, pero que los hay y para todo, sea para referirse al nuevo gen descubierto en ratones que hace que las malas células tumorales se escondan, sea para advertirnos de enfermedades emergentes como la nomofobia.

¿Qué hacer con la salud? Gestionarla. Para eso hay gestores como los gerentes, directores, subdirectores, coordinadores y jefes de servicio que han sido empoderados para ello … por sus servicios, por más que mentes calenturientas piensen que lo son por su servilismo.

Pero no se trata sólo de eso, de gestionar un sistema público para hacerlo privado según las apariencias, porque en lo privado está la luz. No. Se trata también de empoderar a todos, incluso a los pacientes. Y para eso se hacen cursos de gestión del dolor, de gestión de la ansiedad y de gestión del stress. Mucha gente no se ha enterado de que lo que le ocurre, su ansiedad, sus miedos, sus dolencias, son por su culpa, por no saber reconocer “el poder del ahora”, es decir, por no haber despertado, como diría el gran maestro E. Tolle. Y así pasa lo que pasa, que hay gente a la que le diagnostican cáncer y no sabe que eso es, en realidad, un reto para crecer, del mismo modo que reto es también que a uno lo echen del trabajo pues es probable que en el paro se dé cuenta de la culpa que ha tenido en ello y de lo que realmente quiere y le gusta aunque nunca pueda llegar a satisfacer esas ansias y recaiga en ansiedades, controlables, eso sí, con el Tai Chi, el mindfulness o la aromaterapia.

Aun quedamos nostálgicos que creemos que uno llega a saber algo en la medida en que piensa y estudia, y que estudiar supone leer libros, reflexionar críticamente sobre lo que se lee y cosas así. Ese criterio facilitaba hace años que hubiera personas que pudieran hacer una carrera “por libre”, estudiando y presentándose a los exámenes. Había que hacer algunas “prácticas”, como en Química o Medicina, pero, a fin de cuentas, eso era un paripé. Ahora resulta que el paripé se ha empoderado y todas las clases han de ser presenciales, por aburridas que puedan parecer a insensatos que no se adaptan a la modernidad de estos tiempos, en los que, sin embargo, ha crecido extraordinariamente la atención prestada a la calidad, en la línea de la industria automovilística. 

Los criterios iniciados por los fabricantes de coches japoneses son ya seguidos con gran eficacia y eficiencia por todos. Y no sólo por Volkswagen u otras marcas de coches; también por los respetables colegios médicos y las tan respetables sociedades científicas que extreman su vigilancia sobre el buen hacer de los facultativos y pasarán en breve a exigir, con criterios de calidad y eficiencia, la  acreditación continuada de su empoderamiento, basada en cursos y comunicaciones a congresos (muchas de las cuales pueden realizarse en media hora; tampoco exigen tanto), todo puntuable en aras de la vigilancia… por ellos, pues sólo los empoderados podrán empoderar.

Tan profundas y esenciales iniciativas suponen hablar siempre del “valor añadido”, que los expertos sabrán qué es, y que seguro que existe. Y así proliferan cursos de todo tipo y así también se entra en rica interacción dinámica entre médicos, educadores, políticos y conductistas que nos conducirán a todos hacia la obligada felicidad que nos corresponde. 

A pesar de las evidencias, seguirá habiendo, sin embargo, obstinados que crean que todos esos esfuerzos tengan como fin sólo una infantilización de la sociedad.

martes, 4 de octubre de 2016

La lengua materna. Psiquiatría y Literatura.


“Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo” (Gen. 11,9).

Se estima que hay más de cinco mil lenguas en el mundo. Con frecuencia, la imagen de Babel se asocia a la gran frustración de tal diversidad lingüística. Parecería preferible que todos hablásemos del mismo modo por la dificultad obvia de aprender aunque sea sólo unos pocos de esos idiomas.

Pero no ocurrió sólo en Babel. Hace dos mil años el mundo civilizado, el romano, hablaba un solo idioma, el latín, y sólo algunos ilustrados (o “snobs”) recurrían también al griego. La caída de Roma supuso una evolución diferencial de un idioma común a otros emparentados pero a la vez diferentes como lo son hoy el italiano y el francés. Somos extraños y parece que, por naturaleza, tendemos a entendernos sólo a escala local. 

Uno de esos idiomas es el mío aunque lo utilice muy poco; es el gallego. Nunca es tarde para saber del valor de una lengua. Y hay quienes lo enseñan del mejor modo, escribiendo novela, teatro, poesía… 

Para hablar de ciencia necesitamos una lengua operativa, una lingua franca (hoy es el inglés) en la que haya un acuerdo claro de significados. “Cell” es “célula”. No hay que darle muchas más vueltas al significado de los términos usados. Aun así se aspira a la máxima pureza lingüística, sólo accesible desde determinadas áreas como la Física, la pureza del lenguaje matemático.

Pero eso no ocurre en el ámbito literario o en el filosófico, en los que es vigente la relación entre traducción y traición (traduttore - traditore). No ocurre porque cada lengua supone en última instancia lo familiar, lo materno, el contexto en que uno es permeado por la cultura. Uno se dice en su lengua, que es, a su vez, la que recibe. Y en cada lengua hay formas características de expresión que alcanzan desde lo descriptivo natural (no nombramos el hielo como los esquimales) hasta lo anímico. Todos estamos de acuerdo en que procede leer “El Quijote” en castellano aunque, si no sabemos suficiente inglés, prefiramos leer a Shakespeare también en castellano pero asumiendo que algo perdemos aunque desconozcamos realmente qué. 

Los buenos traductores consiguen en mayor o menor grado hacer algo con la brecha idiomática, pero eso se hace muy difícil cuando lo anímico no es sólo literario sino clínico, cuando estamos ante el sufrimiento del alma.

Estar enfermo supone hablar de ello, o callar, en la lengua materna. Y el acercamiento clínico sólo es factible si se escucha en ella.

Eso, que parece natural, es algo cada vez más sofocado por cuestionarios y protocolos y por el excesivo valor dado a fármacos de eficacia dudosa en muchos casos. Por eso es un regalo encontrarse con un libro que, desde la belleza literaria de una novela, revele la necesidad del uso de la lengua y no de una cualquiera sino de la del paciente.

Fidel Vidal, además de ser psiquiatra de dilatada trayectoria clínica es ensayista y artista plástico con una obra merecidamente elogiada en diversos foros.

Su último libro, escrito en un bellísimo gallego (“Un asasino felizmente casado”), tiene la estructura de una novela, de una narración, pero en la que se muestra la fuerza brutal de lo familiar, de lo edípico, en el desarrollo biográfico, en la generación del síntoma. El eje lo conforman dos sujetos, tan anormales como normales, según se mire, cuyas biografías se revelan incrustadas en una madeja de determinantes interacciones de familia. Dos sujetos que se expresan en gallego y que no podrían hacerlo de otro modo en esa historia porque no se está enfermo de la misma manera siendo gallego que siendo andaluz o ruso.

El texto es el feliz resultado de un saber sobre el otro desde ópticas complementarias. Es preciso haber ejercido la clínica y lo que ella supone, la escucha, y es necesario saber escribir bien, saber mirar bien, como un artista que es. Tal vez por esa íntima compenetración del saber clínico con el dominio de la lengua gallega, el libro en cuestión parece intraducible, a la vez que una incitación a acercarse a tan hermosa lengua por parte de quien no lo haya hecho. Realza lo propio, lo íntimo, lo biográfico, lo local, y lo hace a contracorriente, en un mundo que se quiere percibir como global.

Hay textos relacionados con el saber clínico. Son los grandes libros de psiquiatría, de psicología, de psicoanálisis. Y hay extraordinarias obras literarias sobre el alma humana por parte de grandes conocedores de ella aunque no se dedicaran a la clínica. Zweig es un buen ejemplo. 

En el caso de Fidel Vidal, podemos decir que el psiquiatra escribe una novela o que el escritor muestra en sus personajes una fenomenología del trastorno mental que nos ayuda a intuir un poco, sólo un poco a quienes somos profanos, su difícil explicación. Dos facetas de una misma personalidad creativa. Y, quizá, por encima de esta síntesis, se halle el valor de hacernos ver que lo importante es lo más íntimo. Y nada lo es más que el lenguaje que nos atraviesa, la lengua materna.


Dedicado a mi amigo Fidel Vidal. 

viernes, 30 de septiembre de 2016

LAS PRISAS. De la caligrafía a los cuadernos para colorear.


El 29 de septiembre, Google nos recordaba, con un “doodle”, el 117 aniversario del nacimiento de Ladislao José Biró, el inventor del bolígrafo, que sustituyó en la práctica a las plumas, incluyendo las estilográficas, con un efecto olvidado: la mayor comodidad y rapidez que permitió en la escritura a expensas del cuidado en su forma, en la caligrafía, algo absolutamente obviado por la máquina de escribir, también en aras de la rapidez. Finalmente los teclados electrónicos han facilitado que casi nadie escriba ya a mano y que quienes lo hacían lo vayan olvidando, siendo su escritura cada vez más torpe. El término “manuscrito” fue dejando así de ser literal. 

La caligrafía era algo más que mero adorno, suponía un respeto al lector a quien se destinaba el escrito. En nuestros días, olvidada ya esa disciplina, estamos en curso de que se desprecie el otro aspecto esencial de respeto en la comunicación escrita, la ortografía; un respeto al lector y a la propia lengua. 

Las prisas por decirnos hacen que cada día digamos menos de nada y lo digamos peor, primando un parloteo escrito lleno de faltas ortográficas a expensas de la comunicación real.

Las manos, que en tiempos adquirían destreza en la escritura y, siendo ésta laboriosa, requerían una reflexión previa a lo que se había de escribir (e incluso el trazado de líneas a lápiz que dirigieran las palabras), se han convertido en apéndices frenéticos de un teclado.

Pero no sólo para escribir tenemos manos. Muchas actividades laborales siguen siendo manuales en sentido literal y muchas manos dan, encallecidas, noble fe de ello. Y otras actividades artísticas también las requieren: tocar un instrumento, dirigir una orquesta, pintar, esculpir… 

¿A quién no le gustaría pintar bien? El problema reside en que se requieren dotes y trabajo. No es fácil hacerlo. Pero nos ocurre como sucedió con la escritura, estamos apresurados. Todos hemos de ser capaces de todo (cualquier libro de autoayuda nos lo dirá) y hemos de poder pintar algo hermoso aun cuando nunca hayamos cogido un lápiz. No es extraño, por ello, que desde hace algunos meses, quizá un año, algunas librerías oferten una cantidad considerable de cuadernos de colorear para adultos. Son como los que teníamos de niños pero sin una imagen de guía al lado y con mucho mayor detalle. Los temas son muy diversos aunque agrupables en mandalas, personas, paisajes, patrones geométricos, etc.

Si hay quien dice que hacer casitas juntando bloques de plástico retrasa la aparición de la enfermedad de Alzheimer, ¿por qué no colorear láminas, que seguro ha de ser saludable en general? Ya se sabe, con los lápices nos concentramos en el momento y nos desprendemos de la ansiedad cotidiana coloreando todas las hojas de muchos arbolitos; hasta se invoca a Jung cuando de rellenar mandalas se trata (muy distinto sería hacerlos de verdad, con arena). Es probable que, si combinamos el “mindfulness” con pintar láminas y algo de "coaching", alcancemos definitivamente el nirvana. 

No sorprende que abunden ya las webs y "apps" para buscar ávidamente láminas en “pdf” que podrán ser impresas para su coloreado posterior. Incluso podemos prescindir de lápices sustituyéndolos por el coloreado electrónico en “tablets”. 

Todo el mundo se prepara para tal avalancha de creatividad terapéutica que, para variar, considera la relajación como la meta esencial a lograr. Dicen que es difícil montar los muebles de Ikea y, quizá para compensar esos disgustos y trabajos, la firma proporciona láminas con las que llenar de colorido los dibujos de sus interesantes elementos. 

El Reader’s Digest acertó en su propósito no declarado explícitamente: confundir conocimiento con información. Desde esa óptica, cualquier novela genial puede resumirse al argumento esencial. Ese espíritu es aplicado ya cotidianamente a la lectura compulsiva en el ordenador de titulares de prensa o síntesis de argumentos de novelas o películas, a la transmisión de cualquier tontería por whatsapp, y ahora también al desarrollo de la creatividad oculta, coloreando sin pintar. 


No se trata de enaltecer nostálgicamente el pasado, sino sólo lo bueno de él. Parece importante recordar que la comunicación requiere calma, sosiego y silencios, algo que fue en su día facilitado por el modo de escribir. Cualquier manifestación de creatividad artística, sea hacer ganchillo o pintar, requiere esa calma y tesón necesarios sin sucedáneos. Las prisas no son buenas, ni siquiera para relajarse.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

MEDICINA. Alzheimer. El olvido casi total.


En una consulta, la neuróloga hace unas preguntas muy simples. La paciente, acompañada por su marido y su hijo, las responde de un modo extraño, con circunloquios. Sabe decir propiedades de las cosas pero no nombrar las cosas mismas. Dirá, en el caso más simple, que lo que tiene en las orejas es algo muy bonito que le regalaron o que lo que lleva en la muñeca le sirve para saber qué hora es, aunque no pueda decirla, ni el día, ni el mes ni nada; no dirá “pendientes” ni “reloj”. Sólo los mostrará. 

Otras cuestiones se harán ya imposibles de responder pero no habrá sentimiento aparente de carencia. Ya se ha pasado por esa fase, en la que se quería decir algo y no se podía, ese período terrible de consciencia de pérdida, muy distinto al de pérdida de consciencia, de que hay algo que falla en la mente y que nadie quiere reconocerle. ¿Quién podría hacerlo sin ser brutal? Se atribuye a la depresión para la que está siendo tratada. Es lógico, porque depresión suele haber también, coexistiendo o antecediendo lo peor, la demencia. 

Si la depresión es muerte en vida, aun es posible que los otros, quienes sólo la presencian, conciban la esperanza de curación con el tiempo y con la dudosa ayuda de fármacos. En la demencia hay un irse muriendo que no acaba y la espera es bien distinta: se ansía para el enfermo la muerte franciscana, hermana, liberadora.

Alois Alzheimer unió su nombre al de esa forma tan común de demencia. Incluso se dice de alguien que “tiene Alzheimer”. Y todo está dicho. O más bien nada. 

Poco a poco, el mito se hace realidad. Se beben las aguas del Leteo definitivo. Sorbo a sorbo. Primero se olvidan los nombres de las cosas, más tarde el de personas conocidas. Después los seres queridos no parecen ser ni siquiera reconocidos. Al final, el enfermo hasta se olvida de cómo se bebe y su sed no puede paliarse por ingesta de agua; se atragantaría. Lo más biológico es olvidado. 

Quienes visitan al paciente o conviven con él creen, con todo fundamento, que es una situación muy triste pero no pueden saber de su dramatismo. Nadie puede saberlo porque no hay modo de intuir si el paciente recuerda algo, quizá lo esencial, aunque no dé la menor muestra de ello. A veces, cuando nadie lo espera, se verbaliza una pregunta por algo propio,  biográfico, en lo que parece un esfuerzo tan extraordinario que puede ser único. Y, por no esperarlo, se hace incómodo y nadie sabe qué decir, qué responder, casi deseando que esa chispa de lucidez vuelva a apagarse en lo que ya es rutina sombría. La rutina brutal se hace más llevadera que imaginar lo que puede ocurrir en un alma atrapada por lo mismo que la sostiene. ¿Quién sabe en realidad cuánto y qué olvida el otro?

La demencia se vive por quien la presencia como la ausencia progresiva de alguien concreto, pero nadie es capaz de saber lo que puede ser la falta del mundo entero para quien la sufre. Preferimos pensar que no se entera ya de nada y que, por ello, no sufre. Todos deseamos que sea así, pero ese deseo no garantiza nada.

Se pierde todo un mundo, parece, pero quizá eso se compense del modo más extraño, queriendo retornar al más propio, al infantil. El paciente quiere ir a casa, pero no a la suya, en la que ya está, sino a la que considera realmente propia, la de sus padres, la que ya no existe más que en su deteriorada mente. Hay que mantener las puertas bien cerradas. Quizá la enfermedad de Alzheimer enseñe del modo más cruel la persistencia hasta el final del niño que llevamos dentro, que se desentiende ya de todo lo que no sea puramente originario. 

Se habla de diagnóstico precoz. ¿Para qué? ¿Para añadir sufrimiento inútil? En el estado actual del conocimiento, tal diagnóstico sólo serviría, en el mejor de los casos, para decidir si se quiere o no algo que, a fin de cuentas, no es permitido aquí y ahora, una buena muerte, lo que realmente significa el término eutanasia, tan mal empleado; tan cínicamente usado. El hipotético retraso basado en hacer construcciones infantiles resulta patético.

El teólogo Hans Küng planteó la dignidad de tal posible decisión personal (en “Humanidad vivida” y “Una muerte feliz”) y no por desesperación sino precisamente desde su propia fe en Dios. Las pulcras vestiduras eclesiásticas se rasgaron como en tiempos sucedió con las farisaicas.

La obsesión preventiva genera cierto humor macabro. Ahora parece (siempre lo pareció, aunque no se hicieran sesudas investigaciones) que el colesterol es bueno para el cerebro por lo que el empeño por reducir sus cifras en casos moderados de hipercolesterolemia puede asociarse a un mayor riesgo de demencia. De hecho, se ha descrito una asociación entre el uso de estatinas y la pérdida de memoria. Quién sabe. A fin de cuentas, los riesgos van por modas con sesgos comerciales. A nadie le importa que en África la gente se muera de hambre, excepto a los hambrientos de allí. Aquí el interés se centra en no ser obeso y tener buenas analíticas. 

La demencia plantea un serio problema social. Son muchas las personas que viven solas en su casa. Y han sido demasiados y demasiado crueles los recortes económicos que muchas de ellas han sufrido. Hoy, día del “alzheimer” (en este contexto estúpido de dedicar un día a una enfermedad en lo que ya es una versión médica del viejo santoral) se hablaba de los cuidadores. Pero, en este contexto de soledades y de un neoliberalismo feroz que sigue entendiendo de caridades pero no  de justicia, ¿cuántos dementes se podrán permitir, cuando aun están a tiempo de planteárselo, la posibilidad de un cuidador? ¿Cuántos habrán de señalar su existencia a otros sólo por el olor de su cadáver?

Ante el vigoroso mito del progreso tecno-científico con sus delirantes excesos transhumanistas, la realidad nos sitúa


lunes, 19 de septiembre de 2016

MEDICINA. Precariado médico en un sistema perverso.




Alguien es un buen alumno. Tras la selectividad, confirma sus esperanzas de llegar a ser médico. Ha superado la fatídica nota de corte para iniciar sus estudios. Y se inician y se continúan, a lo largo de esa carrera, que lo es cada vez más en sentido literal, competitivo. 


Se acaba siendo médico y se prepara el MIR, sabiendo que es un examen un tanto irreal pero al menos justo. Se elige una especialidad y un hospital en el que formarse en ella. El MIR, algo queda. Es la única opción seria, pública, para formar especialistas que no sólo servirán al sistema que los hizo posible; también nutrirán al privado, tan ensalzado últimamente.


Se es ya especialista en algo, cuando ha pasado los mejores años, si por tales se entienden los de la juventud. ¿Y ahora qué? En muchos casos, ahora nada. Y después tampoco. Porque lo que tantas salidas ofrecía para exigir aquella nota de corte resulta que no las tiene.


Una reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea muestra la realidad de nuestro país, en el que los contratos por días y por semanas, incluso por guardias, son legales y abundantes en proporción. Es factible que un enfermo sea operado un día por la tarde por un médico contratado para la guardia de ese día. Entre ellos no se han visto antes. No se verán después. 


Con el examen MIR se acabó la época de la igualdad de oportunidades. Hay pocos contratos como médico adjunto, lo son por períodos cortos o cortísimos de tiempo y en la selección para las escasas interinidades priman criterios de “confianza” por parte de gestores y mandos intermedios que actúan aparentemente como propietarios de lo que es público.


No es extraño que el MIR pase a considerarse más como alternativa laboral que como período de formación remunerada y así hay quien hace un segundo MIR, para asegurarse un sueldo otros cuatro o cinco años. Tendrá dos especialidades aunque ninguna le dé de comer y se plantee la opción cada día más frecuente de emigrar.
 

Un informe de la Organización Médica Colegial, del que se hizo eco “El País”, revela que el 18,5% de los médicosdel sistema sanitario público tiene contrato de menos de seis meses.  Eso supone, en la práctica, un desmantelamiento del propio sistema público por quien tiene el poder de decisión política, pues un buen mecanismo para lograrlo es disponer de una plantilla “líquida” en estos tiempos tan líquidos en que nos hallamos. Después se dirá el conocido lema de que “esto en la privada no pasa” para referirse al mal funcionamiento de la pública, en donde las listas de espera diagnóstica y quirúrgica facilitarán que, quien se lo pueda permitir, vaya efectivamente a operarse a un hospital privado en el que con frecuencia será atendido por el mismo médico que trabaja en el sistema público. Y es que, a la vez que hay esa precariedad laboral que afecta a uno de cada cinco médicos, otros compaginan su actividad en todos los sectores posibles, con todas las implicaciones negativas que ello supone.


En la misma nota de “El País” se indica que el sindicato CCOO reclama una convocatoria especial de unas 94.000 plazas para acabar con esta situación. Pero ese sindicato, como los demás, tiene un problema y es el desinterés generalizado por la unión, incluso por la unión defensora de derechos, por parte de los profesionales afectados. 

Estamos en una sociedad de solitarios; no hay peor mentira que llamarle a la nuestra la era de la comunicación. Ese aislamiento hace posible que nadie se una en la práctica para reclamar nada. Un aislamiento directamente proporcional al número de personas que trabajan en un hospital, por paradójico que parezca.


Por otra parte, si bien ha habido grandes respuestas sociales frente a los ataques a la sanidad pública, se han dado cuando la arrogancia con que se hacían, en un contexto corrupto, era evidente.


No es tan claro el ataque cuando el sistema atacado sigue funcionando, no por la inoperancia de sus gestores (médicos en general, que todo hay que decirlo), sino por la dedicación excelente de muchos de sus profesionales, todos los que, a pesar de los pesares, sienten que son médicos y actúan como tales. 


Hay un elemento contaminante que facilita lo peor y es la concepción algorítmica de la Medicina, confundiendo bondades de la llamada “Medicina basada en la Evidencia” con la tecnificación del médico. En ese contexto se hace concebible la confusión de un médico con un técnico que sigue una guía o protocolo, de tal modo que todos son intercambiables porque se desprecia la singularidad de cada relación clínica.


Es cierto que nadie es insustituible, pero no lo es menos que todos somos necesarios y no sólo “recursos humanos”, una expresión detestable que apunta sólo a la que la complementa, los “recursos materiales”. Muchos términos de la “moderna” gestión de hospitales han facilitado grandes perversiones como la confusión de un paciente con un usuario y de un médico con un técnico acreditable. No sorprende que, a la vez que hay ese precariado, algunas sociedades autodenominadas “científicas” insten a un sistema de acreditación continuada del médico, basada en concebirlo como un coleccionista de valores curriculares en vez de un sujeto poseedor de un saber.


Cuando los despropósitos políticos son evidentes cabe una respuesta social. El problema lo tenemos cuando el deterioro es subrepticio y se invoca la supuesta finalidad bondadosa que facilita el beneplácito general.


El precariado médico no sólo afecta a los profesionales. Las implicaciones para pacientes son obvias. En este contexto hay quien defiende un cambio a la modernidad (o post-modernidad, si se prefiere). Pero hay cambios y cambios. No es lo mismo el de adaptación que el de rebeldía ante un sistema cruel revestido de eufemismos.