miércoles, 10 de mayo de 2017

CIENCIA. La mirada a la ignorancia y a la belleza.



“De mirada en mirada, el sujeto aspira a un encuentro supremo, el que lo uniría a la mirada inicial del universo”. F. Cheng.

“Esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. J.L. Borges.

Bien puede decirse que la perspectiva científica nos ha cambiado la vida. Aun cuando haya grandes desigualdades en la obtención de sus beneficios en los distintos países, podemos decir que gracias al avance tecno-científico vivimos más y mejor. Y por ello se comprende que se alaben todos los esfuerzos depositados en promover la investigación científica, sean institucionales o de macro y micro-mecenazgo.

Se supone que una inversión en una investigación dirigida a objetivos tendrá consecuencias beneficiosas (el caso del cáncer o, en general, de enfermedades, está a la orden del día), pero tal suposición es errónea pues implica olvidar la propia historia de la ciencia, que es prolija en mostrar la importancia práctica de objetivos de mera curiosidad, así como los efectos de la serendipia, del juego y del azar en los grandes avances científicos (El mejor proyecto es no tener ninguno, decía Kornberg, premio Nobel y padre a la vez de otro Nobel).

Pero la Ciencia nos da algo más, o mucho más si se prefiere, que un avance epistémico. Nos da ignorancia y belleza.

La Ciencia nos hace más ignorantes de lo que creíamos porque, a medida que aumenta nuestro conocimiento de algún campo de la realidad, aumenta también el grado de ignorancia del que habíamos partido. Los ejemplos se dan en todos los ámbitos, pero quizá el más revelador sea el biológico. Fue un extraordinario avance comprender la función del ADN, pero no es menos extraordinario ver que desde entonces hasta ahora estamos muy lejos de la comprensión de los mecanismos genéticos que, por si fuera poco, incluyen los epigenéticos. Cuando ya todo se explicaba apelando al demiurgo de la santa evolución, ocurre que el viejo Lamarck retorna tímidamente para aliarse con Darwin. 

La Ciencia aspira a la completitud, pero esa aspiración parece ser menos realista cuanto mayor es el avance científico. La completitud, desbaratada en el ámbito matemático, parece ya un sueño pragmáticamente inalcanzable, a pesar de todas las promesas salvíficas cotidianas.

Por otro lado, la Ciencia nos proporciona belleza. Y, como en el caso de la ignorancia, la belleza perceptible se asocia al avance epistémico. Contribuye a ello la ampliación de la mirada que, en términos espacio – temporales, abarca unos 61 órdenes de magnitud, desde las dimensiones de Planck hasta el tamaño y edad del universo observable.

Pero esa belleza perceptible por la ampliación de la mirada, gracias a una tarea que es en sí misma bella (Hardy y Dirac no concebían otra alternativa), no siempre es percibida. Más bien, casi nunca lo es con tantas prisas por investigar y producir artículos científicos.

Un excesivo antropocentrismo hace que, sin necesidad de un análogo al síndrome de Stendhal relativo al arte, los ojos de muchos científicos y filósofos se cierren ante la belleza del mundo que la Ciencia facilita. Ese antropocentrismo ve su mirada ampliada, pero demasiadas veces se ciega a ella ante el atractivo epistémico y muchas más desconoce otras miradas, aunque las estudie.

¿Qué es la mirada? Tenemos mucha información sobre el modo en que vemos. Desde un punto de vista mecanicista, también sabemos mucho sobre cómo han evolucionado los sistemas fotosensibles, desde los cloroplastos hasta los ojos del halcón. Podremos entender cómo ven los animales, pero no ver como ellos, de los que tanto nos hemos distanciado, por mucho que los estudiemos. Desde esa distancia, creemos que la mirada animal es sólo utilitaria, simplista, de búsqueda de alimento o de reproducción sexual. Pero no sabemos propiamente qué siente un animal al mirar su mundo, eso tan inconcebible a lo que von Uexküll llamó su “Umwelt”.

Ese olvido de lo animal, esa ignorancia radical de lo que siente un ave al volar o un pez al nadar, supone a la vez la gran ignorancia, la del Misterio que hace que seamos aquí y ahora y sintamos también de algún modo un “Umwelt”, el nuestro, cada día más deshumanizado y desanimalizado. A pesar de realzar la importancia de la Evolución, somos poco propensos a considerarnos surgidos de ella e integrados en un mundo compartido con otros seres vivos que también como nosotros, y a la vez a diferencia de nosotros, miran el mundo. No es descartable que lo hagan con cierto modo de placer estético. No lo sabemos. La maravillosa visión darwiniana puede también cegarnos ante lo más próximo, haciéndolo lejano.

La Ciencia facilita la mirada a la realidad, pero no da directamente una visión de lo Real. No la dará nunca y eso hace imprescindible una mirada diferente, si se desea en realidad contemplar, en el sentido al que se refería François Cheng; la mirada que, auxiliada por la ciencia, se abre a la admiración y asume la gran ignorancia esencial que permite acogernos al gran Misterio.

Como decía Borges, la revelación, por inminente que sea, no se produce. Lo Real no es alcanzable.


sábado, 6 de mayo de 2017

PSICOANÁLISIS. Sobre la Jornada del Instituto del Campo Freudiano en A Coruña.


"El hombre puso nombres a todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo". Gen.2,20.

Nombrar es el primer paso para entender. La ciencia parte de un “qué” nominativo, taxonómico. No es lo mismo un león que un cangrejo, el cinabrio o un abedul; un quark que un gluon. Sus nombres los diferencian tanto como su ser.

Nombrar es también el primer paso para acoger, el primer acto de amor hacia quien ha nacido. Cada uno de nosotros ha sido nombrado culturalmente, familiarmente. Somos identificables por un nombre y unos apellidos. Recibirlos nos da el ser como humanos, como seres singulares, abiertos al sentido porque lo hemos sido para alguien.

Podría decirse que hablamos y somos llamados, nombrados. Esa lengua en la que existimos, nos movemos y somos, nos acoge en el mundo, constituyéndonos. No sabemos mucho más. Hay quien se empeña en identificarnos como la palabra inscrita molecularmente en cada una de nuestras células, de tal modo que seríamos lo que nuestro ADN “dijera” que somos, pero, desde el momento en que nos percibimos como existentes, esa descripción molecular, por completa y oracular que se pretenda, no basta.

La tentación angelical, luciferina, es hoy transhumanista. Del cuerpo y alma pasamos al hardware y al software. Y la reproducción puede superar las limitaciones y determinaciones biológicas y ser resultado de la técnica. Informado por un software genético, un niño podría ser el resultado de un cigoto que crece en una incubadora, feliz conclusión final de una carrera hacia la obtención de niños objeto, vivos como mascotas animales, cuyos pasos intermedios abarcan desde la fecundación in vitro a los vientres de alquiler (o altruistas), diferenciando e indiferenciando paradójicamente a la vez reproducción, sexualidad, gestación y, especialmente, sexo y maternidad.

Intervenciones en el cuerpo que nacerá. Intervenciones en los cuerpos ya nacidos, con “arreglos” quirúrgicos que llegan a fosilizar la imagen juvenil en un cuerpo anciano. Intervenciones quirúrgicas, hormonales, psicológicas, que también ayudan a una pretendida elección de posición sexual, como si no fuera algo determinante y bastante determinado por la interacción del cuerpo y el deseo.

La tecno-ciencia, deseosa de actualizar lo posible, sugiere la posibilidad de “acelerar” la evolución en un sentido de supuesta mejora: cuerpos más resistentes, más longevos, bebés sanos y más inteligentes… Nada estaría ya determinado. Ni siquiera el sexo, que abarcaría un continuum de posibilidades en el que situarse a voluntad. Uno elegiría su posición sexual aquí y ahora.

Pero resulta que tanta rapidez de pretendido avance desorienta y, en vez de soluciones, plantea preguntas. Seguimos siendo sexuados y, a la vez, seres hablantes. Y tan nefasto puede ser el olvido de nuestra lengua primordial, la que hace madre a la mujer que la habla, la que nos ha insertado en la cultura del modo singular en que lo haya hecho, como la ignorancia de lo animal en lo que nos enraizamos biológicamente.

Ese olvido, esa ignorancia, a veces camuflados bajo la forma de un pretendido avance liberador, tienen consecuencias en el modo de sentirnos, de ser en el mundo. Tienen consecuencias clínicas.

Y, por eso, desde la clínica, desde ese empirismo basado en el encuentro con el sufrimiento y perplejidad singulares, con el caso por caso, y desde una reflexión auxiliada por todas las disciplinas humanísticas, el Psicoanálisis puede formular de un modo lúcido y con un gran vigor intelectual preguntas que siguen siendo esenciales porque no olvidan lo que es consustancial al hecho de ser humanos, a pesar de los supuestos cambios en lo que no cambia tanto. El Instituto del Campo Freudiano en A Coruña lleva haciéndolo ya dos décadas, dedicando su XXI Jornada, celebrada en este mes, a un tema importante, “MUJERES, MADRES Y OTRAS POSICIONES FEMENINAS DEL SER”.

No ha sido una Jornada de la que emanen conclusiones, como suele ocurrir en encuentros médicos o de otras disciplinas. No las hay. Sólo es posible, como en otras Jornadas previas, enunciar mejor las preguntas esenciales y eso parece haber sido plenamente logrado. 

En un encuentro así, mucho y bueno se dice. Tratar de resumirlo sería un intento vano, absurdo. Hubo ponencias sencillamente brillantes, porque su brillo intelectual se acompañó de la modestia de la búsqueda, una conferencia final magnífica por parte de una persona sabia, como es Mónica Marín, y un debate posterior del que surgieron motivos de reflexión, preguntas para después, porque las respuestas siempre son operativas y limitadas, enmarcadas en una consciencia socrática.


Si el psicoanálisis llega a ser singularmente terapéutico, es también una revolución en el conocimiento universal del ser humano. Una revolución paradójicamente perenne, porque siempre supone la apertura a cuestiones que sólo son generales porque afectan a todos, pero que no lo son porque lo hacen de uno en uno. Esa formulación tensional, paradójica, lo aleja de la Filosofía, que renuncia al determinismo irracional que desconocemos en nosotros mismos. Aceptándonos en esa ignorancia radical, nos podemos liberar algo; lo que sea, no será poco. Hablando desde ella, podemos vislumbrar mejor el enigma que mantiene viva la gran pregunta, tantas veces angustiosa, sobre qué somos.

domingo, 30 de abril de 2017

Una rosa es suficiente.



"Una sola cosa es necesaria" (Lc.10,42).

Hay algo tan evidente como desconocido: A es A. Se puede decir poéticamente, como Gertrude Stein en “Sacred Emily” ("A rose is a rose is a rose"), algo que recuerda la canción de Mecano (“Una rosa es una rosa”) .

Un pez, una abeja, el mar o una estrella, da igual. Una flor simboliza todo, encierra todo, comprende, abarca, todo el cosmos, el Ser. En su texto sobre “La flor de Coleridge”, Borges nos dice que “más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.” Es, fue, será. Un brote recuerda el pasado y anuncia milagros futuros, pero es ahora, es presente y en él se muestra el misterio del mundo. 

No sorprende que el gran hombre que fue Freud no se interesara tanto en una posible vida tras la muerte como en la vida misma aquí y ahora, como le declaró en una entrevista a George Sylvester Viereck, "I am far more interested in this blossom than in anything that may happen to me after I am dead". Es este brote floral lo que realmente interesa, lo que sorprende, lo que vive y nos hace vivir.

Un viejo místico ya profundizó en el milagro, diciendo que la rosa es sin porqué. Florece porque florece. (“Die Rose ist ohne Warum. Sie blühet, weil sie blühet". Angelus Silesius. Der Cherubinischer Wandersmann).

Y el misterio se revela, pero no se desvela. Apunta a lo increíble, aunque sea sensible a la vista, al tacto, al olfato. Es referido de modo inefable, porque atiende al qué esencial, a lo real inalcanzable o, si se prefiere, a lo Innombrable, a Dios mismo.

La ingenuidad cientificista se conforma con responder a la pregunta "¿Por qué?". Atiende a la explicación causal. Ni siquiera la quiebra que la mecánica cuántica causó a todo marco intuitivo, frenó la búsqueda obsesiva de la legalidad física de la que derive todo. Se admite la contingencia como un hecho perturbador, incluso aunque de ella haya dependido la evolución biológica y que nosotros mismos existamos y nos sintamos. Pero lo importante para la ciencia acaba siendo la cifra, la clave, el enunciado legal del que todo sería deducible. Lo inicial, que primero fueron átomos, después quarks y leptones, campos, quizá lo sean cuerdas, tan alejadas de la intuición como las partículas.

La ciencia ha olvidado al Gran Misterio que se muestra en la asunción de la ignorancia que la propia ciencia va desvelando día a día. Se trata de lo inalcanzable, de esa Belleza de la que todo deriva, como tan lúcidamente expresó Santo Tomás, Ex divina pulchritudinem esse omnium derivatur”.


La cuestión no es "¿Por qué?" aun siendo importantísima. La cuestión es ¿Qué? No el inicial, descriptivo, taxonómico, sino el esencial, el que daría cuenta de todo sin decir cómo, el que expresaría a cada uno y al mundo. En el que estamos, nos movemos y existimos. Lo que está fuera del tiempo aunque en él se desenvuelva.

La ciencia surge de la admiración, profundiza en la belleza, pero demasiadas veces la olvida, adoptando una fe pobre que cree alcanzar lo misterioso inalcanzable y la completitud ya desbaratada.

Pero es la observación de una simple flor, aunque sea facilitada por la visión científica, como mostró Feynman, la que de un modo tan próximo y sensible nos muestra lo misterioso y eterno.