lunes, 29 de enero de 2018

La piel. ¿Página en blanco?



La piel, que nos separa como cuerpos individuales del mundo, nos sitúa en él, pues es mediante ella que nos mostramos y es con sus órganos sensoriales, incluyendo los que en ella afloran, como los ojos y los oídos, que sentimos. Nos tocamos, besamos, abrazamos, olemos, oímos y vemos. Piel con piel.

Se dice a veces que la cara es el espejo del alma, una afirmación que tiene bastante fundamento, tanto en situaciones agudas en las que se muestra alegría, ira, sufrimiento o serenidad, como a lo largo de la vida.

La piel es reflejo del cuerpo y se muestra a sí misma. Tonos y lesiones, alteraciones en la piel y faneras (pelo y uñas) fundamentan la necesidad de la inspección como parte de la exploración clínica y el estudio detenido de lo patológico, muchas veces psico-patológico. La Dermatología, especialidad que requiere un elevado saber, supone una atención mucho mayor a lo cualitativo en comparación con el auge biométrico que se da en otras especialidades médicas.

Al mostrar el cuerpo, la piel también revela las edades de la vida. La piel juvenil no es la que tiene un anciano, y tanto la industria cosmética como la cirugía estética, tratan de frenar el deterioro inevitable, a veces con escaso éxito o con un resultado patético.

Además de cuidados tradicionales, que abarcan desde la limpieza hasta maquillajes sofisticados o costosas cirugías, asistimos recientemente a la expansión de algo que se ha dado desde hace mucho tiempo, el tatuaje. Según parece, el hombre de Ötzi, muerto hace más de cinco mil años, ya tenía su cuerpo muy tatuado. 
 
Norman Rockwell nos dejó un cuadro en el que vemos el acto de tatuar a un marinero. También un marinero tatuado inspiraría un célebre tema cantado por Concha Piquer (Tatuaje): “Mira mi brazo tatuado, con este nombre de mujer. Es el recuerdo del pasado, que nunca más ha de volver”. Los tatuajes se veían con cierta frecuencia en marineros y en legionarios. En unos casos, aludiendo a una relación amorosa con pretensión de eternidad y muchas veces fracasada; en otros, apuntando a la pertenencia a un colectivo quizá fraternal o a su recuerdo. En cierto modo, había una “lógica” subyacente a la marca en el cuerpo, generalmente limitada en su extensión. Los temas no variaban mucho. Corazones, símbolos de la legión, nombres... Y eran monocromos.

Ahora no. Hay alguna persona que aspira a entrar en el libro Guinnes por ser la más tatuada del mundo. Los motivos "artísticos" alcanzan desde una imagen hasta una frase que se tiene por impactante, pasando por el nombre de un amor a pesar del riesgo bastante frecuente de que finalice, dejando como rescoldo la marca. Tampoco ha de mostrarse ya un motivo figurativo mimético; puede ser un dibujo geométrico o abstracto. Y se acabó la monocromía; muchos colores configuran tatuajes cada vez más extensos y grabados en cualquier lugar del cuerpo. 
 
Hay quien, en una reunión, no es capaz de permanecer sin dibujar algo en un folio. Los hay que se ven determinados a dejar su impronta haciendo grafittis con sprays en cualquier puerta o fachada de la ciudad. Pues bien, tal parece que para muchas personas, jóvenes principalmente, su piel es vista así, como página que no puede quedar en blanco. Y lo que en ella impriman será algo que quizá tenga pretensión de identidad, cediendo lo grupal a lo singular en el dibujo.

Quizá lo más llamativo de la proliferación de tatuajes resida en que, a diferencia de otras marcas, como el piercing, reversibles, suponen la paradoja de ser una una moda anti-moda. La moda implica el cambio (aunque sea generalmente inducido), cada vez más rápido y obvio, y no sólo en la ropa, calzado y complementos, sino en todo, desde coches hasta bolígrafos, televisores o joyas. La moda, que cursa en paralelo con la obsolescencia programada de aparatos diversos, queda paralizada en el tatuaje, un acto que supone mucho de irreversible, porque no es fácil deshacerse de él. Probablemente las técnicas de "borrado" se perfeccionen, pero, de momento, el acto de tatuarse supone una decisión de probable irreversibilidad.

El tatuaje es visible, aunque no necesariamente siempre, ya que todo el cuerpo es susceptible de ser tatuado. Algo de uno es mostrado en los dibujos, nombres o frases que llevará muchos años inscritos en su piel, tal vez toda la vida. 

Mediante el tatuaje, uno dirá sin decir. En ese sentido, hay una fuerte analogía con lo que se comunica electrónicamente, sin hablar, mediante el uso de la escritura en redes sociales o "whatsapps", sustituida muchas veces por mensajes taquigráficos con "emoticonos", o mediante "selfies" volcados en Instagram o grabaciones en Youtube, merecedores muchas veces del status de “influencer”  o, mucho peor, de ganar un premio Darwin. Lo visual arrincona la palabra, por muchas letras que se tecleen en los "móviles". 
 
Hay frases personales o tomadas de otros que se usan (o se usaban, más bien) como epitafios. En algunos casos, hay quien vivirá quizá toda su existencia con un epitafio escrito en el cuello por causa de una decisión juvenil. 
 
Quizá no sea extraño que se dé en la vida ordinaria lo que también ocurre en la propia clínica, en la que lo visual, en forma de datos e imágenes instrumentales, desplaza tantas veces el encuentro real, de gestos, palabras, silencios y emociones. Y en la Ciencia misma, regida por modelos, imágenes y gráficos que sustituyen a palabras y ecuaciones.

De poco importarán advertencias contra los riesgos potenciales de los tatuajes; riesgos que se dan “per se”, especialmente relacionados con metales pesados entre otros agentes nocivos, y que pueden darse también en el caso de maniobras diagnósticas o terapéuticas que impliquen las zonas tatuadas. 
 
Y, si la piel puede tatuarse, ¿por qué no los órganos internos? En estos tiempos de posverdad, hay noticias que resultan difíciles de creer pero que parecen ciertas. Según The Guardian y otros medios, un cirujano, Simon Bramhall, marcaba sus iniciales con un láser en hígados trasplantados (al menos en dos casos). ¿Será el único caso? ¿Habrá pacientes que soliciten un tatuaje interno a la hora de someterse a una intervención quirúrgica?
 
Aunque sea algo muy antiguo, el auge actual del tatuaje induce a preguntarnos ¿Por qué tantos ahora deciden marcar su cuerpo de forma dolorosa e irreversible?


jueves, 18 de enero de 2018

MEDICINA. Cáncer y Brujos. El analfabetismo científico.



El cáncer, en toda la variedad de sus expresiones, es algo serio. Mucha gente muere por causa de alguna forma de cáncer. Hay quien sobrevive a él… gracias a la Medicina.

Es el avance científico el que ha permitido saber mucho, aunque sea insuficiente, sobre los mecanismos que dan lugar a un cáncer, los que dan cuenta de su heterogeneidad, de su capacidad de metástasis. Los métodos diagnósticos permiten detectarlo cada vez mejor y distintos tratamientos, empíricos principalmente, van dando paso a otros cada vez más racionales basados en lo que se conoce de su Biología Molecular. Se retoman con mejores perspectivas posibilidades antes vislumbradas, como la inmunoterapia. 


El avance de la Oncología ha sido magistralmente recogido en un hermoso libro. Se trata de “El emperador de todos los males” de Siddhartha Mukherjee. Con un optimismo amortiguado por una buena dosis de realismo, el autor muestra lo que era y lo que es el cáncer, fijándose en el coraje de muchos cirujanos, en la paciencia fecunda de muchos investigadores, en algunas decisiones políticas que han sido correctas. No parece fácil ser oncólogo y habituarse al contacto cotidiano con pacientes que sufren por cáncer, pero esa especialidad tiene el gran interés científico y humano de estar en la punta de lanza de la Biología aplicada a la Medicina. 


El futuro, a pesar de todos los fracasos que sigue habiendo en muchos ensayos clínicos, es esperanzador. La lucha contra el cáncer sólo puede ser una, la científica, y es precisamente el avance extraordinario de la Ciencia el que sostiene ese relativo optimismo en que una enfermedad temida lo sea cada vez menos.

Pero, si el cáncer es complejo, el ser humano lo es mucho más en su diversidad, en sus contradicciones. Hay científicos brillantes, cirujanos magníficos, oncólogos excelentes que trabajan intensamente por estar al día y brindar a sus pacientes las mejores posibilidades. Hay médicos de familia y de cuidados paliativos que saben acompañar y amortiguar el dolor. Hay psico-oncólogos…


Y en contraste con tantos que hacen bien lo que es posible hacer en el ámbito de la ciencia y de la clínica, existe un discurso tan insensato como absurdo que niega la realidad y pretende ofrecer las bondades de curiosas alternativas explicativas como las “bioneuroemociones” y terapéuticas basadas en resoluciones de conflictos psíquicos, en la abstención de los venenos citostáticos o en comidas supuestamente beneficiosas para algo que no es tan malo como se piensa. De eso ha tratado el reciente “Congreso Internacional Un Mundo Sin Cáncer: lo que tu médico no te cuenta”. Implícitamente se da a entender que hay un saber del que se priva al paciente, un saber esotérico que se hará exotérico nada menos que en un congreso.

Las alarmas de médicos y colegios profesionales se han disparado, haciéndose eco de ellas los medios de comunicación en sus secciones de divulgación científica. 


Pero… ¿Se trata de charlatanes? No necesariamente. Probablemente los organizadores y ponentes de algo así, extraño, estén convencidos de lo que dicen. Pero ese convencimiento no sustenta nada; por el contrario, es dañino si aleja a pacientes de lo que esas personas llaman terapias “convencionales”. Los alternativos, los que defienden posturas mágicas, siempre se refieren a la “ciencia oficial” (como si hubiera eso), a terapias convencionales (como si también las hubiera) o al poder de la malvada industria farmacéutica para frenar los notables descubrimientos sobre la dieta alcalina o demás milagros.

Las alarmas se disparan, la crispación brota en quien vuelca su vida profesional en el tratamiento de los pacientes con cáncer. Pero el problema de que crezcan mensajes pseudocientíficos que pueden ser claramente dañinos no se soluciona sólo con una hipervigilancia de supuestos charlatanes, porque ocurre que a ellos acuden personas adultas y no necesariamente tontas. El atractivo pseudocientífico es muy “democrático” y no hace distingos entre personas con distinto nivel de conocimiento. Se puede ser físico nuclear o matemático destacado y creer en la eficacia de la iridología o del I Ching. Se puede ser médico y seguir empeñado en defender la bondad de la homeopatía. Se puede ser Steve Jobs y recurrir a la pseudociencia.


El problema real reside en la permanencia frecuente de una creencia infantil en un mundo mágico. Es en ese mundo en el que será aceptable que un conflicto psíquico produzca un cáncer en la mama derecha o en la izquierda según el tipo de problema, nada menos. Es en ese mundo en el que ya no existirán los Reyes Magos ni la Cenicienta, pero habrá alimentos que nos puedan inmunizar contra el cáncer o incluso curarlo si aparece.


¿Por qué extrañarse? La atracción mágica ha sostenido la teosofía y tratado como maestros a Blavatski, Olcott, Gurdjieff, Ouspensky... Muchos son captados por sectas de todo tipo, muchos adultos infantilizados precisan padres. California ha sido, parece que sigue siendo, la tierra prometida en la que encontrar el gurú salvador. Krishnamurti, fruto a su vez de la teosofía, aunque relativamente independizado de ella, hablaba y miles de espectadores callaban tratando de descifrar sus enseñanzas. Su aura parecía atraer más que su discurso. Hay occidentales que han corrido a venerar a Ganesha y se habla del cuerpo cuántico. ¿De qué nos sorprendemos?


El valor de la Ciencia es tan despreciado como falsamente asumido por supuestos charlatanes mediante la absorción en su vacuo discurso de términos que sugieren lo oculto que es revelado: “energías” (en plural, que tiene gracia), “natural”, “cuántico”, “holístico”. A la vez, la inmersión en una pretendida psicología novedosa mostrará el valor de algo tan profundo como la bioneuroemoción. 


El problema al que nos enfrentamos no es, en realidad, médico, aunque afecte a la salud de las personas que crean tales tonterías. El problema real es de falta de educación en un sano escepticismo. Es habitual que la Ciencia se enseñe en la educación básica y también en la universidad como una historia de resultados, pero es mucho más rara la enseñanza del propio método científico del que surgen estos, y de su valor para ir conociendo lo que nos rodea y nuestro cuerpo.


Hay médicos, químicos y físicos que, a pesar de su titulación, carecen del conocimiento elemental del método científico, de su poder y de sus limitaciones. Es esa visión distorsionada de la Ciencia lo que hace de ella fácilmente creencia. Y, en el plano de las creencias, las mágicas han atraído al ser humano desde que humano es. La creencia mágica, el verbo chamánico, puede atraer más que la creencia científica e incluso absorberla usando términos científicos que suenen a moderno como los anteriormente citados.


Cualquier pseudociencia se desmorona ante un juicio crítico, pero es éste el que, con frecuencia, falta. 


Hay una historia que no conviene olvidar con respecto a estas manifestaciones delirantes. Las pseudociencias, precisamente por su carácter irracional, proliferan en regímenes dictatoriales. Desde ese recuerdo, la Historia nos aconseja que no juguemos con fuego, que exorcicemos los demonios de la irracionalidad o nos dominarán de nuevo. La homeopatía y la astrología florecieron en la Alemania nazi. También lo hizo el racismo y numerosos médicos y antropólogos (Mengele fue un claro ejemplo) se dedicaron a trabajar en un ideal de pureza; sabemos las consecuencias, pero hemos de recordar que la pretensión era la mejora, la pureza, por la que había que segregar y después exterminar al visto como impuro. Stalin también apostó por la pseudociencia, favoreciendo las tonterías de Lysenko para desgracia de las plantas, de quienes pensaban comerlas y tuvieron hambruna, y de los científicos que creían en la Ciencia más que en el paraíso comunista.

Por mucho que en los medios de comunicación se hable de Ciencia, lo cierto es que vivimos inmersos en un analfabetismo científico, que no se corregirá con una información narrativa de avances y promesas, con una ciencia divulgada que tantas veces deviene en cientificismo,  sino con educación crítica en el método que hace posible que la Ciencia progrese. Es el método lo que importa conocer, más que si Einstein "acertó" con las ondas gravitacionales. A la Ciencia le daría igual que se hubiera equivocado. La Ciencia hace predicciones pero no apuestas, no tiene una cosmovisión implícita aunque pueda iluminar la de cada cual.






jueves, 11 de enero de 2018

Miedo y Amor. Fe y Ateísmo.


“Nada te turbe, nada te espante… quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta” (Sta. Teresa de Jesús).

Hubo los grandes maestros de la sospecha, Marx, Freud, Nietzsche. Después muchos más negaron cualquier realidad a lo que consideraban un sueño, esa necesidad de que un ser supremo nos salve, de que ponga orden ante tanta injusticia moral que se ha dado en la Historia y que sigue produciéndose.


A la vez que cala el ateísmo, o su modo “light” conocido como agnosticismo, la promesa salvífica religiosa, mal entendida como inmortalidad, pretende ser incorporada por la tecno-ciencia, por todos los que ven el envejecimiento como enfermedad y creen posible y deseable “matar la muerte”, como ya expresan algunos. Al entender la vida como mera duración y la felicidad como el gran deber, un nefasto criterio médico traiciona a la Medicina y le hace asumir un papel religioso a la hora de definir buenos y malos comportamientos. La tentación eugenésica renace con las técnicas de edición genética y las posibilidades técnicas permitirán establecer (y quizá priorizar) perfiles genéticos idóneos. El delirio transhumanista no se apacigua.


El cientificismo, con su aspiración soteriológica, pasa a ser la nueva religión secular que muchos, como Dawkins y otros sacerdotes proselitistas de ella, confunden malamente con el ateísmo. Parecen ignorar que el ateísmo niega a Dios, a todo tipo de dios, y eso no es tan sencillo hoy en día aunque lo parezca.


En un célebre libro, “Por qué no soy cristiano”, se recogen estas palabras del gran Bertrand Russell: “No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación”. Unas líneas antes había dicho que “la religión, como tiene su origen en el miedo, ha dignificado ciertas clases de miedo”.


Pero es dudoso que el miedo lleve en esta época, incluso en la de Russell, a la creencia religiosa. Más bien la religión ha conducido a grandes miedos, cosa bien distinta. Así, ha habido una impresionante creatividad a la hora de imaginar lo terrible, el infierno eterno, en gran contraste con lo inimaginable que resulta la visión beatífica, la entrada en la realidad de Dios, eterna y por ello fuera del tiempo. Es probable que lo que amedrentara del infierno no fuera tanto el tormento como la inmortalidad de los atormentados, algo con lo que se “enriquecían” sádicamente tantas homilías de hace poco tiempo. Lo terrorífico, aunque sólo se mostrara para el infierno, es la inmortalidad. Por eso, difícilmente la esperanza de una vida inmortal tras la muerte puede evitar el miedo a la pérdida o el deterioro de la vida conocida, cotidiana. 


Por esa intuición clara de que tenemos una vida y es ésta, aunque podamos esperar otra, la creencia religiosa no evita el miedo ni mucho menos surge de él. El propio Jesús, “sumido en agonía” sudó sangre en Getsemaní (Lc. 22,44). Su coherencia no evitó el terror. Otros que lo tomaron como referente actuaron de modo similar, como los mártires de Tibhirine, que asumieron su miedo. Se es creyente por coherencia, no por valor, pues valiente no es quien carece de miedo sino quien actúa a su pesar.


Es muy dudoso que en nuestra época el miedo sustente la creencia, aunque ésta pueda consolar. De hacerlo, ese temor sería paliado en creyentes, pero pocos hay que alcancen la cota de Santa Teresa o la de San Francisco, y la fe religiosa en general no inmuniza frente al pánico. Por el contrario, saberse mortal puede aportar el valor para aceptar la muerte, una aceptación que supone asumir con todas sus consecuencias la libertad que, con todos los determinantes y contingencias que pueda haber, supone vivir. Saberse mortal permite afrontar la vida.


Aunque parezca paradójico, la perspectiva atea (“si Dios no existe, entonces ya nada está permitido”) desde la que el ser humano es fundador de su ética, puede ser una gran compañera de viaje, tal vez la mejor, para el creyente. Tal vez porque la gran creencia sea asumir lo que vemos sin entender, el misterio de la vida presente, de por qué vivimos aquí y ahora, más que esperar en la futura.


Somos en el enigma, pues podemos ser conscientes, concebirnos no como un algo sino como un  alguien que existe en una fracción infinitesimal del tiempo del mundo. Desde esta perspectiva cabe una creencia esperanzada en que no todo está perdido, en que toda vida es valiosa, aquí y ahora, y que nos salvamos en la medida en que contribuyamos a salvar la Historia.


La fe no surge del miedo, sino de la contemplación amorosa. Y eso salva cualquier diferencia que pueda existir entre creyentes y ateos si la ética de ambos es propiamente tal, humana. 


El místico San Juan de la Cruz dijo que “al atardecer te examinarán en el amor”. En ese examen, que quizá sea realizado implacablemente por uno mismo, poco importarán las creencias racionales o racionalizadas y mucho en cambio los instantes eternos en que se amó y por los que uno puede ser justificado, tal vez con una eternidad tan viva como inimaginable. A fin de cuentas, ¿quién puede imaginar lo Real? Ni siquiera la ciencia puede intuirlo aunque se le acerque asintóticamente. 

miércoles, 3 de enero de 2018

PSICOANÁLISIS. Cuando la medicación es necesaria para que la palabra fluya.



Hidrógeno, helio… litio. Un elemento muy simple, Dos electrones completan la primera capa que orbita su núcleo; uno solo habita la segunda.


Litio, de λιθίον, piedra. Tercer elemento de la tabla periódica y constituyente de su primer grupo, en el que es acompañado de elementos alcalinos. De ellos, el sodio y el potasio son cruciales en nuestra bioquímica. No parece que sean importantes los demás, el rubidio, el cesio ni el francio. Tampoco el litio.


Sin embargo, una investigación cuyo enfoque sería bastante inconcebible en nuestro tiempo hizo que algo tan simple, tan elemental, acabara siendo un medicamento eficaz en muchos pacientes afectados por lo que se llamaba psicosis maníaco-depresiva y ahora se dulcifica con el término “bipolar”. 


John Cade imaginó que algo tóxico se producía en los episodios maníacos de estos pacientes y que se excretaba en la orina. En los años cuarenta, los análisis clínicos eran muy rudimentarios. Se sabía de la existencia en aquélla de la urea y del ácido úrico. Cade intentó ver qué ocurriría si le inyectaba ácido úrico a cobayas pero se enfrentaba a un inconveniente. Como tal, el ácido úrico sólo puede disolverse con facilidad como sal, es decir, combinado a sodio o a litio. 


Y ocurrió que el urato de litio atontaba a los cobayas. Uno de los componentes de esa sal tenía algún efecto en el sistema nervioso. Y resultó ser el litio; en forma de carbonato era eficaz en los cobayas, pero también calmó los síntomas maníacos de un paciente. Más tarde, Mogens Schou lo utilizó en sus pacientes maníacos.

El litio nunca fue muy bien visto para uso terapéutico. Otros medicamentos habían sido, son, utilizados para sosegar a maníacos o para tratar de ayudar a deprimidos. Unos pocos más parecen relativamente eficaces en la terapia de ambos polos de la enfermedad maníaco-depresiva. Muy pocos. Hay razones para ese rechazo pues es relativamente fácil incurrir en dosis tóxicas, siendo el margen terapéutico estrecho. Pero no es menos cierto que el litio es algo “puro”, no modificable, como pueda serlo un tricíclico; tampoco patentable, como no podrían serlo el aire o las piedras y eso no contribuye mucho que digamos a investigar sus mecanismos de acción, aunque se haya avanzado bastante. Pero funciona en un porcentaje no despreciable de pacientes. 


Que algo tan simple tenga utilidad terapéutica y que ésta se haya descubierto de un modo tan extraño da que pensar. Nos recuerda que frente a los grandes avances diagnósticos, racionales, los progresos terapéuticos han sido hasta ahora más bien fruto de un proceso de ensayo y error de productos carentes a priori de base bioquímica que justificara su uso. Probablemente estemos en un punto de inflexión, ahora que tanto se habla, quizá excesivamente, de medicina personalizada, pero no parece claro de momento.


La Psicofarmacología ha resultado de un empirismo en el que lo casual ha prevalecido sobre lo racional. Ha sido a posteriori del hallazgo de un medicamento que se han formulado hipótesis patogénicas aun vigentes y que han calado casi como axiomas en la mente de muchos biologicistas, llegando a excesos de simplificación de una ingenuidad asombrosa, como los que sostienen que lo anímico es mera consecuencia de un balance de neurotransmisores en determinadas localizaciones cerebrales.


Pero, si mala es la simplificación en el intento de la explicación molecular del sufrimiento mental, no lo es menos la evitación del medicamento que puede ayudar a llevar mejor la vida, aunque no se sepa cómo actúa, aunque tenga serios efectos secundarios, aunque pueda ser adictivo.


El dolor del alma parece el peor sufrimiento. Hay enfermedades letales a corto plazo, pero la depresión es muerte en vida, pues ni tristeza es. La angustia metafísica de los existencialistas parece bien distinta de la angustia de quienes pierden, aunque sea brevemente en el tiempo, las más elementales fuerzas racionales para enfrentarse a la sombra. Sombra intemporal y, por ello, con apariencia de eterna. Bien distinta la angustia existencial a la de un terror inexplicable, irracional, eterno, que penetra hasta la médula ósea.


Es en casos así cuando la palabra es inerme y cuando la ayuda farmacológica puede ser bálsamo imprescindible y catalizador de la expresión posterior. Sólo desde cierto sosiego, podrá después alguien enunciarse a sí mismo. Sólo entonces la palabra podrá ser curativa. 


El psicoanálisis, por ser tarea de sabios, no es ajeno al recurso necesario a psicofármacos cuando estos son precisos. Eso realza su valor, a la vez que contrasta con el reduccionismo de los psiquiatras biologicistas que,
confundiendo lo anímico con lo amínico, usan y abusan de medicamentos, electroshocks, estimulaciones magnéticas y adiestramientos conductistas, haciendo callar la palabra que seguirá atravesando al paciente, a pesar de los pesares y de las mejores intenciones.

jueves, 21 de diciembre de 2017

Sobre mi libro “Estética de la Ciencia”

 "Beauty is truth, truth beauty,—that is all
                Ye know on earth, and all ye need to know."
(John Keats)



Hace escasamente un mes autoedité un libro sobre “Estética de la Ciencia”. Utilicé para ello los recursos que brinda Amazon y que parecen excelentes para una tarea así.


Lo presento aquí, en este blog en el que he tenido la agradable experiencia de ser leído y recibir comentarios que me han enriquecido notablemente a mí y a todos los lectores de ellos. 
Vivimos en un mundo electrónico (también de plástico) y la comunicación virtual no sólo es mala al impedir tantas veces que las personas se relacionen; también tiene la virtud de conocer a gente interesante y establecer vínculos de amistad que en la era pre-electrónica eran inviables. Dada la agradable experiencia que he tenido con este vehículo de intercambio de ideas que es el blog, me permito también presentar aquí este segundo libro, ahora que cae la noche más larga del año en este solsticio de invierno.


El libro en cuestión obedece a un resultado inacabado de un proyecto que en su día, hace años, fue ambicioso, pues hablar de la relación entre conocimiento científico y belleza no es tarea que uno pueda abordar con un mínimo de rigor acorde con la amplitud requerida. Pero, a pesar de inacabado y muy probablemente inacabable, creo que consigo, en el que ya considero “librito” por su brevedad, transmitir mi modo de ver la Ciencia.

En síntesis intento mostrar en ese texto aspectos diferentes pero complementarios.  

Pretendo una reflexión sobre la mirada de la Ciencia, lo que nos proporcionan los resultados del método científico, que no sólo suponen, ni mucho menos, un avance epistémico y pragmático, sino que desvelan la belleza de lo que muestran.
A muchos órdenes de magnitud en el espacio y en el tiempo se extiende la perspectiva científica, a la vez que lo hace en el ámbito de lo complejo. La belleza no es algo objetivo, medible, pero sí accesible, como pueda serlo la de una obra de arte, aunque de un modo muy distinto. Es diferente porque los modelos de la Naturaleza que proporciona la Ciencia son necesariamente miméticos y podría decirse que apuntan hacia lo Real, aunque sea inalcanzable. Esa imitación realista se diferencia del arte, que no está constreñido a ella, pero el mundo que muestra la Ciencia es sencillamente asombroso a todos los niveles de contemplación.

La Ciencia muestra formas hermosísimas en el ámbito molecular del que se nutre la vida, pero también en el mundo sintético; rotaxanos, catenanos, nudos borromeos, son ejemplos de auténtica belleza. Se trata de una belleza que va más allá de los sólidos platónicos y que sólo puede imaginarse donde no es obtenible la imagen microscópica ni la de los grandes telescopios, en las ecuaciones ricas en simplicidad, simetría, orden;ecuaciones que facilitan tanto como perturban la imaginación de lo que no es observable.

Pero el propio método científico puede ser valorado a su vez desde el punto de vista estético. Hay experimentos que son elegantes en medio de una maraña de trabajo que puede ser muy burdo. Hasta la propia comunicación que permite la objetividad intersubjetiva de la Ciencia puede o no ser hermosa, algo que se traduce en algunas publicaciones científicas.

Si el mundo físico-químico abiótico es extraordinariamente bello, el mundo de la vida supone el misterio, por más que nos resulte cotidiano.

En este librito dedico también un capítulo al contraste de la mirada científica con la mirada médica, bien distinta. 

Y trato de analizar si propiamente tiene sentido hablar de la belleza del mundo desde la perspectiva científica en el contexto de una adecuación darwiniana, atreviéndome a sugerir un principio antrópico, pero no epistémico, sino estético.

Lo que nos da la Ciencia es una imagen del mundo y de nosotros (en parte; evitemos los abusos cientificistas tan en boga). Una imagen que sólo puede irse construyendo con modelos visuales y con teorías que, en último caso, aspiran a ser formuladas matemáticamente, en una tendencia que hace que algunos científicos se declaren claramente platónicos. Los criterios estéticos influyen fuertemente en esta investigación teórica, principalmente en Física (Dirac fue un buen ejemplo) y en Matemáticas (Hardy decía que no hay lugar para las matemáticas feas).

Finalmente, tras analizar la estética de las teorías científicas, concluyo, sin concluir en realidad, con un breve epílogo en el que rescato al poético François Cheng (“parece como si el Universo esperase al hombre para ser dicho”).

Hay algo que quedará para otra ocasión y es una reflexión sobre la relación entre conocimiento e ignorancia. El conocimiento científico avanza de un modo que algunos califican de exponencial pero, a la vez, parece crecer también la magnitud de lo aun no explorado. El velo de Maya se restaura constantemente. Podría decirse que, en cierto modo, el valor epistémico del conocimiento científico no sólo reside en lo que resuelve sino en la ignorancia que nos hace ver sobre eso que llamamos Real, una ignorancia que apunta a lo bello por descubrir.

También mucho quedaría por abordar en un intento más serio de aproximarse a la Estética de la Ciencia, pero también es bueno que la ignorancia del autor pueda sugerir más de lo que dice.


El libro está disponible en Amazon en dos formatos, electrónico (para Kindle) y convencional (de pastas blandas). 

viernes, 15 de diciembre de 2017

Aceptar la muerte. Asumir la vida.



Corren tiempos inhumanos, o trashumanos si se prefiere, en los que se persiguen las distopías  científicas que varias lumbreras presienten tras esa singularidad tecnológica que pondrá fin a la muerte. 

Se augura así la gran apostasía. Jacques Lacan decía que la muerte pertenece al ámbito de la fe, que hacemos bien en creer que moriremos pues ¿cómo podríamos soportar la vida sin esa creencia? (“La mort… est du domaine de la foi. Vous avez bien raison de croire que vous allez mourir, bien sûr. Ça vous soutient ! Si vous n’y croyez pas, est-ce que vous pourriez supporter la vie que vous avez?”).


Borges describió el horror que supondría la inmortalidad. Sin la fe en la muerte no podríamos realmente vivir. Ser inmortal supondría estar inmortalmente aburrido. La inmortalidad imaginada no alcanzaría, sin embargo, la eternidad, porque ésta implicaría un planeta o, en general, un cosmos de duración infinita y con condiciones para seguir soportando la vida, lo que no es realista.


La eternidad sólo es concebible, aunque inimaginable, fuera del marco espacio-temporal. Las distintas religiones han deliberado sobre esto de modo diverso. Para el cristianismo, la resurrección supone el acceso a la realidad de Dios o, como se decía más antes, a la visión beatífica, algo que parece muy distinto a la inmortalidad concebible.


La vida, la que de verdad nos es accesible, vivible, es la limitada por la muerte.


Efectivamente, es la muerte la que, de hecho, permite la vida. Muchas muertes celulares son precisas para que se forme un embrión. Los órganos de nuestro cuerpo son, en mayor o menor grado, renovados constantemente. Muchos organismos han de morir para alimentar a otros.


Una selección ciega juega el juego de la contingencia; variaciones ambientales operan sobre variaciones vitales, informativas, genéticas, epigenéticas… Azar y necesidad, decía Monod, pero es difícil percibir cualquier signo de determinación por legalidad física que no sea restrictiva, negativa, en el juego de la vida, que es también el de la muerte.


También en el orden cultural la muerte es necesaria. Sin la sucesión de generaciones, la cultura se agotaría, moriría, por falta de creatividad y exceso de aburrimiento, de un aburrimiento que ya no busca su cese sino que se abandona a sí mismo. La tesis transhumanista conduciría, en el caso de que fuera realizable, a un mundo de viejos fosilizados y con un miedo atroz a cualquier contingencia letal ajena a las posibilidades médicas ¿Cómo aceptar la muerte accidental si ya no existe la debida a causas naturales?

Se dice a veces que la Medicina salva vidas, pero en realidad la Medicina sólo puede retrasar muertes, que no es lo mismo, no siendo poco. La Hygeia de Klimt, dando la espalda al río de la vida, que alberga la muerte, rechaza la omnipotencia de los médicos. Vida y muerte, muerte y vida. Inseparables. Pasteur luchó contra la muerte y el libro que dedicó Erik Orsenna a su biografía tiene por título “La vie, la mort, la vie”, sugiriendo una sucesión en la que ni la vida se concibe sin la muerte ni la muerte sin la vida. 


A veces, la creencia lacaniana se sostiene en evidencias, como las muertes de los otros (siempre es otro el que muere). También en intuiciones facilitadas por los ritos de paso, que son de vida porque son de muerte. Ritos de aceptación del recién nacido, de ingreso en la adolescencia, de matrimonio, etc. Algo nace a la vez que algo queda ya desterrado, anulado, muerto, aunque se recuerde. El rito remite a lo sagrado, a ese misterio de relación entre la vida y la muerte inherente a la renovación. El grano de trigo ha de morir.


Se descree de la muerte porque se ve en los otros, pero cuando el otro es próximo, cuando se entra en situación de duelo, la perspectiva de la muerte cambia, adquiriendo un carácter de proximidad que hace resurgir la creencia de que moriremos. Irvin Yalom, que se ve próximo a la muerte (y que no espera ninguna vida más allá, pues se declara ateo), ha hecho de la muerte piedra de toque de la psicoterapia existencialista que lleva ejerciendo muchos años. En ella ha visto cómo muchos casos de duelo no sólo suponen el sufrimiento de pérdida sino que principalmente remiten a esa angustia ante la muerte propia. En uno de sus libros, “Mirar al sol”, recuerda la expresión de La Rochefoucauld, “Le soleil ni la mort se peuvent regarder en face”. También en este libro hay recogida una impresionante expresión de Milan Kundera, “lo que nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”


Terror del pasado, de la posibilidad perdida, más que ante la pérdida de la posibilidad. El evangelio de Marcos, el más antiguo, ya lo había advertido en palabras de Jesús, “Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?” (Mc.8,36), un interrogante que se ha desvirtuado totalmente en el contexto religioso de mirar a la salvación de almas para el cielo, a pesar de la advertencia bíblica en contra (“¿Qué hacéis mirando al cielo?” Hechos 1,11). 


Es sin terror al pasado que grandes hombres como Freud se han acercado también sin temor a la muerte. En una entrevista, finalizaba diciendo que amaba a sus flores: "Flowers,"  he  added  smilingly,  “fortunately  have  neither  character  nor  complexities. I love my flowers. And I am not unhappy – at least not more unhappy than others." 


Pero, si el pasado puede reconocerse como horrible, basta poco tiempo para salvarse, para salvar una vida con lo que quede de ella, porque el milagro de la vida no reside en su duración ni en proporciones de dedicaciones temporales a las distintas tareas y placeres, sino en lo bueno que de ella se obtenga, que a ella se otorgue, en el tiempo de eudaimonía. 


Dickens nos mostró en su cuento de Navidad la posibilidad del gran paso de la conversión radical, esa que Mr. Scrooge realzaba porque “su propio corazón reía y con eso le bastaba”.


Hay un rito de paso que, como los previos, no a todos les es concedido. Se trata de la jubilación, término que parece proceder de "iubilatio", pero en muchos casos la jubilación no resulta especialmente jubilosa y no sólo por darse a una edad en la que se es más propicio a enfermedades ni tampoco por las carencias económicas que pueden acompañarla o por tener que retomar roles pasados como el de actuar como padre de nietos. 


Para quien es posible pararse y mirar, ocurre que el último rito de paso no parece agradable porque muestra un horizonte de muerte. Ante él, hay quien no mira al sol que recordó Yalom y se empeña en seguir una inercia pretendidamente protectora de acumulación de dinero y honores, hay quien opta por neutralizar cualquier preocupación con una ocupación excesiva que no deje tiempo para nada, ni siquiera para pensar. Pero ese horizonte de muerte guarda analogía con los de las muertes rituales biográficas previas, haciendo factible una reconciliación con el pasado y una entrada en la vida que quizá no se produjo antes. Y es que siempre es posible renacer, aunque se sea viejo, algo que Nicodemo no entendía de la enseñanza de ese joven judío que él admiraba y que se llamaba Jesús.

viernes, 8 de diciembre de 2017

CIENCIA. La buena y aburrida repetición frente a la impaciencia del entusiasmo




En 2009 se otorgó el Premio Nobel de Medicina conjuntamente a Elizabeth H. Blackburn, Carol W. Greider y Jack W. Szostak por el "descubrimiento de cómo los cromosomas están protegidos por telómeros y la enzima telomerasa". Esa actividad telomerasa tiene un papel muy relevante en la reproducción celular, estando implicada tanto en procesos de envejecimiento como en el desarrollo del cáncer.  

Un premio Nobel puede permitirse cambiar radicalmente su campo de investigación. Abundan los ejemplos, como Francis Crick o Susumo Tonegawa. Y Jack W. Szostak se centra ahora en estudiar el origen de la vida. Algo tan enigmático ocurrió y no es observable, pero sí es factible realizar experimentos que permitan inferir un modelo plausible de cómo aconteció.  

1953 fue un año importante para la Ciencia (también para mí por una razón personal). Quizá el mayor hito acaecido entonces fue una carta publicada por Nature en la que Watson y Crick mostraban su célebre modelo estructural del ADN. También fue en ese año cuando, en el laboratorio de Urey se realizó un experimento conducido por Stanley Miller y publicado en Science, mostrando que, en condiciones ambientales que pretendían simular la atmósfera primitiva (una mezcla de agua, metano, amoníaco e hidrógeno), por medio de altas temperaturas y campos eléctricos intensos se obtenían moléculas bioquímicamente importantes como los aminoácidos. Ha de tenerse en cuenta que entonces, a pesar de la importancia que cobraba el ADN, había un sentimiento bastante generalizado de que eran las proteínas quienes portaban la información genética, por lo que la aparición abiótica de sus constituyentes, los aminoácidos, facilitaba la perspectiva materialista iniciada por el ruso Oparin sobre el origen de la vida en la Tierra. Otros experimentos posteriores, entre ellos los realizados por el español Joan Oró, revelaron que también podían sintetizarse así, abióticamente, las bases de ácidos nucleicos. 

Si fueron necesarios los experimentos de Pasteur para negar la generación espontánea de vida en su época, y en general, son necesarios otros experimentos que permitan imaginar un modelo de generación espontánea de ella “ab initio”. Y a eso se dedicaron Szostak y su equipo, siguiendo las ideas sostenidas por Miller y las sugerencias realizadas por Carl Woese y, principalmente, Walter Gilbert, de que el material genético primigenio no fue el ADN sino el ARN (se hablaba de un mundo de ARN).  

Szostak y su grupo realizaron en su laboratorio unos experimentos que sugerían la posibilidad de una reproducción molecular basada en el ARN y facilitada por un polipéptido sencillo. Desde ese apoyo experimental, la contemplación del origen de la vida parecía ser factible, aunque hubiera que refinar mucho el modelo, incluyendo el cambio posterior del ARN por ADN como material genético y demás complicaciones que vendrían después. Sus experimentos sostenían un modelo aparentemente aceptable del origen de una autorreplicación asociada a la vida; algo muy relevante que se publicó en Nature Chemistry en 2016; tan relevante que llegó a recogerse en el excelente libro de Mukherjee sobre el gen. 

Pero ocurre que la Ciencia requiere la reproducibilidad, algo que tiende a olvidarse en exceso últimamente. Tras la publicación, una de las integrantes del equipo, Tivoli Olsen, quiso repetir los experimentos (a saber por qué) y se encontró con que los resultados se habían interpretado mal; dicho de otro modo, no había nada de lo que se pretendía haber encontrado. No era fraude sino prisa.

Un entusiasmo inicial nubló la vista e indujo a publicar como relevante un artefacto, con la consiguiente retractación posterior del artículo (“We have been unable to reproduce observations suggesting that arginine-rich peptides allow the non-enzymatic copying of an RNA template in the presence of its complementary strand. We now understand that the data reported in the published article are the result of false positives”)

El chismorreo que abunda en Facebook afecta también a los científicos, incluyendo este tipo de cosas, existiendo al menos una página dedicada a retractaciones científicas; se trata de “Retraction Watch”  Uno de esos cotilleos, el inducido por la retractación de tan célebre artículo, fue divulgado incluso por Nature Briefing.

Ha de reconocérsele a Szostak la honestidad de retractarse de una publicación después de que alguien de su equipo viera las imperfecciones del trabajo. Pero, a pesar de eso, hay una lección importante en este caso, que no es único. Se trata del riesgo de la impaciencia. Si un premio Nobel no es capaz de amortiguar su entusiasmo ante lo aparente, poca paciencia podemos esperar de muchos investigadores que tienen como meta publicar en vez de buscar la verdad.

Estamos ante un caso en que se nos muestra a dónde pueden llevar las prisas y el entusiasmo por ser el primero en publicar un hallazgo especialmente interesante. 

El método científico requiere algo que cada día escasea más, la reproducibilidad, que se logra con la repetición. Es habitual que, en Física de partículas, se dé esa repetición disminuyendo así progresivamente la probabilidad de que algo, una relación entre variables, la aparición de una nueva partícula, etc., pueda deberse al azar. Repeticiones y más repeticiones van conduciendo el valor de esa significación estadística, la célebre “p”, a niveles que pueden llegar a la billonésima. En el campo de la experimentación biológica y médica hay, por el contrario, la tendencia a conformarse con una “p” relativamente bastante alta para concluir sobre una relación entre variables (p < 0.05). 

Otro elemento es importante y es la paciencia. Lo asombroso, aunque se espere, puede apresurar a publicar algo que no llega a ser evidente. En este caso, parece haber sido esa impaciencia la que motivó el innecesario descuido de alguien que había sido galardonado con el premio Nobel, alguien que, por otra parte, no es la primera vez que se retracta de un artículo.

El panorama de la investigación científica tiene algo de inquietante porque no asistimos a la buena repetición, la que soporta una evidencia, sino a la frecuente repetición de lo peor como comportamiento que busca el prestigio antes que la verdad. Es dudoso que sea sólo la honestidad la que ha conducido tantas veces a retractarse de publicaciones que en su día fueron impactantes. Los investigadores no son insensibles a envidias y otras miserias humanas.

Este ejemplo, como tantos otros, incluyendo casos célebres de puro fraude, incitan a reconsiderar la educación de los jóvenes, se dediquen o no a la investigación científica. Se trata de mostrarles la bondad del método científico cuando es claramente respetado. Y se trata de imbuirles de la ética que le es exigible tanto a quien se dedica a la ciencia como a quien la financia, la interpreta y la aplica. 

Mientras se siga alentando la competitividad y el afán de prioridad, crecerá en la misma proporción la ciencia basura. Es muy probable que quien aspire a ser científico logre serlo mucho mejor siendo educado en la lectura de los clásicos que en un laboratorio, aunque ambas actividades sean perfectamente compatibles.

martes, 28 de noviembre de 2017

LA BUENA ASCESIS. Sobre el libro “Ejercicios espirituales para materialistas” de Luis Roca Jusmet



¿Para qué sirve la Filosofía? Ésta es una pregunta que cualquier persona sensata despreciaría. O quizá no, porque, aunque generalmente supone un sentido pragmático en el orden comparativo con el estudio de oficios o carreras para labrarse un porvenir, es legítimo plantearla porque podría servir para lo más importante, para vivir humanamente.

Hay dos modos básicos y complementarios de entender la Filosofía. Es bueno pensar por uno mismo sobre lo que a cada cual le afecta y eso, en cierto modo, es ya un ejercicio filosófico, pero es mejor hacerlo ayudado por otros que lo han hecho a lo largo de la Historia. 


Podría decirse que la Filosofía nos sirve para vivir, aunque no podamos vivir de ella. Y les ha servido a otros. Hay grandes filósofos contemporáneos que han pensado y que lo han hecho apoyándose en lo que ya pensaron otros mucho más anteriores. Dos de ellos sostienen el libro aquí reseñado. Se trata de Pierre Hadot y de Michel Foucault.
Los “ejercicios espirituales” de Hadot y el “cuidado de sí” de Foucault muestran consonancias en lo que respecta a un objetivo principal, ayudar a vivir.


Luis Roca Jusmet hace una amena revisión de estos dos filósofos, que incluye también el repaso de otros grandes como Kant, Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein… y, sobre todo, los antiguos, esos sobre los que muestra los acuerdos y disonancias que se dieron entre Hadot y Foucault a la hora de leerlos. 


Los “ejercicios espirituales” de Hadot tienen en cuenta a los estoicos, epicúreos y cínicos. Es probable (no lo he visto en el texto) que esa expresión la haya tomado Hadot a raíz de su inicial impregnación cristiana. Fue San Ignacio de Loyola quien formuló esa práctica como forma de reflexión, bien distinta a la que aquí se plantea, mirada al más allá más bien que a una vida como puede ser concebida sin la referencia a lo trascendente. 


El título del libro nos previene; se trata de ejercicios espirituales para materialistas. Un enunciado que en sí ya hace reflexionar, porque con demasiada frecuencia se plantea una dicotomía entre espíritu y materia que cada vez parece más discutible.


Pero esos ejercicios en Hadot, ese “cuidado de sí” en Foucault, suponen un método que tiene analogías con el cristianismo en el sentido de que implican una ascesis que mira a la vida buena, a esa eudaimonía que a veces se confunde malamente con la felicidad.


El autor nos habla en este hermoso libro del sujeto, diferenciándolo del individuo, y contemplándolo desde las perspectivas ética y moral (con una discusión sobre la relación entre éstas), política, artística o científica. 


Pero hablar del sujeto y de ejercicios para vivir acaba siendo otra cosa que una filosofía que aspira a un saber no encarnado. Y, por ello, son inevitables las relaciones de este discurso con el mítico, el religioso y el psicoanalítico. Al final es citado Lacan; no podría ser de otro modo pues de deseo se habla. También la perspectiva mística es contemplada.


Desde mi modesto punto de vista, lamentablemente no sostenido por un saber filosófico básico, todo el texto gira en torno a una pregunta, ¿qué eres? íntimamente asociada a la ética ¿qué quieres? ¿qué quieres ser? ¿cuál es tu deseo? 


No es fácil la respuesta, pudiendo ser tarea de toda una vida, aunque haya grandes maestros espirituales que la han obtenido pronto (pero no podemos copiar a maestros, sólo guiarnos por ellos). Indudablemente, el psicoanálisis, que, en cierto modo es una anti-filosofía porque se fija en lo que menos racional se nos muestra, puede desvelar lo importante, ese deseo. La filosofía también puede facilitar las cosas cuando es asumida como búsqueda de lo esencial, cuando uno acepta ese “sapere aude”. Y, en ese camino, los “ejercicios espirituales” pueden ser un buen apoyo. 

Luis Roca tiene la valentía y honestidad de mostrar los que a él le sirven. De ellos, yo destacaría dos. Uno, vivir el presente, algo muy distinto a lo que a veces se formula de ese modo; esa vivencia estaría facilitada en el autor por una perspectiva zen incluyendo ejercicios qigong. Otro, me parece fundamental y lo abordaré con más extensión en otra entrada de este blog. Se trata de lo que él llama “visión global”, la que nos sitúa en el mundo, confiriéndonos una perspectiva adecuada y que tantas veces ignoramos.


Estamos ante un texto que es doblemente interesante. Lo es por su contenido intrínseco, en el que discute la relación entre Hadot y Foucault, sus biografías, sus acuerdos y disonancias. Pero lo es también porque estimula al lector a practicar otro de los “ejercicios espirituales” mostrados, la lectura. No es fácil leer. García Gual hablaba en una entrevista de la necesidad de una lectura “despaciosa”. El libro de Roca Jusmet es un estímulo para ir leyendo con calma a más filósofos sin caer en la tentación de un academicismo que, por las circunstancias de cada cual, puede ser inviable.


Libro reseñado: 

Roca Jusmet L. (2017) Ejercicios espirituales para materialistas. El diálogo (im)posible entre Pierre Hadot y Michel Foucault. Barcelona. España. Terra Ignota Ediciones.

jueves, 23 de noviembre de 2017

MEDICINA. El mal paciente no ingiere su medicación… Pero lo sabremos.




Controlemos al loco. Ese parece el objetivo de lo que se presenta como un importante avance tecnológico, la “píldora digital”.


Tal cosa ha sido recientemente aprobada por la FDA y consiste en un medicamento en forma de píldora inserta en un sensor que, en contacto con el jugo gástrico, emitirá una señal. Ésta será a su vez registrada por un receptor en un parche torácico que la reenviará por Bluetooth al “smartphone” del paciente, quien podrá añadir a la "App" correspondiente otros datos clínicos como su estado de ánimo (tal invento ha sido usado por primera vez con el psicofármaco aripiprazol). Finalmente, todo ello será enviado a la base de datos del médico que haya prescrito tal medicamento.


Se trata, al parecer, de potenciar la adherencia terapéutica desde el argumento de que es buena para la mejoría del paciente y supone un ahorro considerable al evitar hospitalizaciones, situaciones de incapacidad laboral, cambio a otros fármacos potencialmente peores, etc.


Es llamativo que este sistema de control (con buena o mala intención, no cabe otro término para definirlo) se inicie con un psicofármaco. La reclusión manicomial se cambia por la hipervigilancia electrónica.


La intimidad más íntima (el propio jugo gástrico) será cómplice necesario para acusar al enfermo de su mal comportamiento como tal, porque, a fin de cuentas, de eso se trata, de un control de comportamientos y de gastos. 


Sucede así que algo que ocurre en la propia casa y con el propio cuerpo, algo tan habitual como la ingesta de un fármaco, es susceptible de generar datos que alimenten ordenadores de otros del mismo modo que lo hace Facebook.

Al final, no sólo nuestras historias clínicas, en las que se dice si bebemos, si somos VIH positivos o si somos esquizofrénicos, sino también nuestra bondad como pacientes, expresada como el grado de nuestra adherencia a la medicación, estarán en “la nube”, eso que tanto se cita, como nebuloso resulta.


Es probable que cualquier persona con dificultades de memoria, desde las que supone la demencia a las simples distracciones, tenga más facilidad para manejar una cajita con sus píldoras o una libreta en la que tiene anotadas las pautas de medicación, que para usar la "App" en cuestión, pero se intuye fácilmente que el próximo paso sea el envío directo de señales a la base de datos sin pasar por el “móvil” del paciente. Por nuestro bien, se nos hará más indefensos de lo que ya estamos ante un Gran Hermano que suponemos incorpóreo pero que tiene un cuerpo bien constituido e integrado por todos los que se pueden lucrar con datos tan sensibles.


Por supuesto, tal avance requiere un consentimiento informado, pero eso también ocurre si uno se tiene que operar de apendicitis. ¿Quién está en situación de no firmarlo?


Es más que previsible que, por el bien de los enfermos y, sobre todo, de los proveedores de semejante engendro y sus simpatizantes, la píldora inteligente acabe usándose para cualquier medicación requerida por una dolencia crónica o por un factor de riesgo, sea la artritis reumatoide o la hipertensión. Pero la psiquiatrización generalizada hace previsible un paso más allá. Será posible establecer, por ejemplo, si la ingesta de metilfenidato guarda una adecuada correlación con las calificaciones escolares, para actuar en consecuencia en el caso de niños diagnosticados de TDAH, que ya se sabe que es algo bastante frecuente.


La vigilancia implícita en algo tan personal como la ingesta de un medicamento puede acompañarse del correspondiente castigo si uno lo hace mal, sea en términos económicos (con un seguro médico que pudiera no estar dispuesto a mantener en su listado de clientes a un mal paciente), sea en términos de libertad, de la que pueden ser privados pacientes psiquiátricos ambulatorios.


La “píldora digital” abre las puertas de la fantasía prospectiva a las más elevadas calenturas. Nuestro estómago, digiriendo, que es lo que sabe hacer, se convierte en nuestro detective, y, en vez de alimentarnos a nosotros solos, alimenta también los deseos informativos de otros. 


De nuevo estamos ante el ideal de pureza. El buen paciente será el que haga lo correcto, de grado o a la fuerza. Tal situación recuerda otra, la de la fidelidad asegurada por el cinturón de castidad. Si siempre hubo alguien pendiente de salvaguardar la bondad de otros, la tecnificación permite la generalización de ese perverso afán.


sábado, 18 de noviembre de 2017

Ciencia, creencia y subjetividad. En defensa del Psicoanálisis.





No deja de sorprender que el gobierno de Macri intente eliminar el Psicoanálisis de un país, Argentina, en el que está tan ampliamente extendido. Para ello pretende reformar la Ley de Salud Mental con un decreto en el que el argumento básico parece bondadoso. En efecto, en el artículo 5 se dice que “para determinar el diagnóstico deberá ajustarse a las normas aceptadas internacionalmente y basadas en evidencia científica”.  El artículo 7 insiste en ello resaltando que las prácticas en la atención deben basarse en fundamentos científicos ajustados a principios éticos y prácticas fundadas en evidencia científica”. Es decir, todo por el bien de los ciudadanos y en nombre de la Ciencia.

Eso ha creado un movimiento de resistencia amplio que va más allá del interés profesional de un colectivo, residiendo su valor no sólo en defender el Psicoanálisis, sino al propio ser humano en su singularidad, en lo que le es más propio, incluso cuando es presa de la locura.

En nombre de la Ciencia se habla ya de todo lo divino y lo humano. De lo divino, para afirmar o negar a Dios, como si ese fuera cometido de los científicos. De lo humano, para reificarlo.  

Es cierto que hay las llamadas ciencias humanas, tomando el término “ciencia” en sentido amplio, de estudio sistemático de algo empírico. Lo es la Historia, la Sociología, la Economía… ¿Y la Psicología y la Medicina y, dentro de ésta, la Psiquiatría? Sólo si contemplamos al sujeto como individuo. Esto es perfectamente admisible, pues cada persona puede adoptar el valor de individuo en un estudio, sea como individuo económico, histórico, social, como votante, como infectado por un virus, como fumador, etc. Es así posible construir una Medicina Preventiva basada en la estadística o hacer ensayos clínicos que fundamentan la “medicina basada en la evidencia” (una evidencia cada día más degenerada por conflictos de interés y afán curricular).

También es factible, con ese enfoque, estudiar comportamientos individuales, conductas. Eso sostiene la opción conductista, eso apoya el marco cognitivo-conductual, que es lo que parece pretenderse con la reforma de Macri.

La Ciencia puede estudiar el organismo humano y la conducta del individuo humano en los distintos ámbitos en que actúa, pero no al sujeto singular, no al ser hablante. Se dice que cada persona es un mundo y es verdad, aunque se intente desterrar algo tan obvio. Lo subjetivo es ajeno a la Ciencia, que sólo puede basarse en datos observables y, a poder ser, medibles, siguiendo la obsesión de Lord Kelvin. 

Más aún, lo fundamental subjetivo, lo que influye en las grandes determinaciones personales, en las elecciones vitales, llega a ser ajeno al conocimiento propio, es inconsciente y, si la consciencia escapa a la reducción neurobiológica, lo inconsciente personal menos podrá ser abordado científicamente, lo que no obsta para que el encuentro clínico, singular también, pueda facilitar que el paciente haga un mejor uso, más propiamente humano, de su vida. Ese es el valor del Psicoanálisis. Pero no hace falta ir tan lejos pues ése es también el valor de la Medicina misma, que ha de lidiar en mayor o menor grado con lo inconsciente de cada cual, razón por la que un encuentro clínico nunca podrá sustituirse por un enfoque algorítmico, ni siquiera en el aspecto que parece más claro, el diagnóstico.

Al ser imposible que la Ciencia pueda alcanzar lo singular de cada ser humano en su sufrimiento mental, más allá de proporcionar fármacos que lo alivien, que no es poco, es llamativa esa insistencia, en un texto legal, de la expresión “evidencia científica” para referirse a terapias en el campo de la salud mental. Las terapias a las que se alude son las que reclaman para sí el carácter de científicas, cosa que no hace el Psicoanálisis (aun siendo fruto del empirismo clínico). Pero esas evidencias lo son del individuo reducido a organismo que responde a estímulos; dicho de otro modo, del sujeto reducido a cosa maleable, algo que está de moda en la época del “coaching”.

Pero vayamos al término radical, la evidencia. ¿Qué es eso? ¿Cuándo hay evidencia de algo? Dejando al margen que lo evidente no es universal (hay gente que cree en el relato bíblico e ignora la evolución, del mismo modo que otros consideran evidentes las visitas de alienígenas) y también las dificultades de definirla con propiedad, podemos entender por evidencia científica la que es intersubjetiva por reproducible y comunicable.

Por ejemplo, los físicos tienen una buena base para acordar entre ellos que la Tierra no es plana o para asumir que la teoría de la relatividad es verdadera a la luz de todos los datos observacionales que comparten. Los biólogos asumen que ha habido una evolución de las especies considerando el registro fósil y teniendo el marco de la Genética Molecular. En el caso de las ciencias llamadas duras, como la Física, esa evidencia es sostenida por la capacidad de confirmar predicciones, sean eclipses, sean ondas gravitacionales. Bastará con que falle una predicción para que una teoría haya de ser mejorada o simplemente olvidada, algo que atiende al criterio de “falsabilidad” de Popper.

Pero incluso en lo más básico, la evidencia científica, que es intersubjetiva (no basta con que la tenga uno solo), se basa en una comunicación que ha de ser lo más clara y simple posible, algo que se alcanza de modo especial cuando es expresable en lenguaje matemático. Y sucede que esa evidencia requerida implica en general pérdida de comprensión por parte de quien no es investigador en un campo dado. La demostración por Wiles del último teorema de Fermat fue comprendida por muy pocos, a quienes, sin embargo, se les hizo evidente. Lo cuantitativo es ajeno a la evidencia real, pudiendo haber poca gente capaz de acceder a lo evidente o, por el contrario, pudiendo ser muchos los que creen evidente la realidad del relato del Génesis. Las “fake news” se sostienen por esa necesidad de creer y de creer ya, de forma tan inmediata como poco rigurosa.

Por eso, para hablar de evidencia científica se requiere cierto rigor, algo que no parece darse en un discurso como el político, que puede conducir a mejoras sociales, pero también a lo peor, como apunta el decreto de Macri.

Se dice a veces que estamos en la Era de la Ciencia, pero eso no es del todo cierto ni mucho menos. Seguimos y seguiremos siendo más bien creyentes. Estamos en la creencia y la Ciencia sólo nos sirve para sostener la mejor de las creencias posibles, la que apunta a lo Real, aunque no lo alcance. A partir de ellas, cada cual podrá componer su propia cosmovisión.  

Ocurre que la propia Ciencia se basa en la creencia misma, sin la que no sería posible. La Ciencia se construye desde la creencia en la lógica deductiva que nos permite afirmar lo contra-intuitivo, como que hay tantos números naturales como números pares. Se construye desde la inducción, por la que el hecho de que hayamos visto tantas veces salir el sol nos permite asegurar que lo hará mañana incluso aunque nosotros no estemos para verlo, pero resulta que no todas las afirmaciones inductivas son tan claras, como sería afirmar que, ya que han caído asteroides en la tierra, volverán a caer en el próximo siglo. Y supone la isotropía de la legalidad física, es decir, que las leyes fundamentales de la Física son tan respetadas en mi calle como en una estrella de neutrones muy lejana. La Filosofía sigue subyaciendo a la propia Ciencia.

Finalmente, podemos creer en la Ciencia desde la apariencia de que algo es científico. Es habitual; se muestran datos, registros, números… Pero no todo lo que parece ciencia lo es. Tomemos un ejemplo de la “Ciencia” que parece defender Macri. Un fármaco inhibidor de la recaptación de la serotonina (ISRS). Se le llama antidepresivo porque en ensayos clínicos (al margen de que haya meta-análisis que lo cuestionen) se encuentra que el grupo de deprimidos que lo toma mejora en una escala, como la de Hamilton, que “mide” la depresión, y esa mejoría tiene significación estadística. ¿Qué concluimos científicamente? Sólo que es probable que su administración ayude a un paciente deprimido. Nada más ni nada menos, pues nunca hay que menospreciar el valor potencial de un medicamento que alivie. Pero suponer una relación causal entre un déficit de neurotransmisores en determinadas hendiduras sinápticas y la depresión es, en el mejor de los casos, una hipótesis de la que partir para ahondar en los mecanismos neurobiológicos implícitos y, en el peor, un salto al vacío que prima lo biológico ignorando lo biográfico.

Los claros avances tecnocientíficos que nos facilitan la vida han inducido a creer sólo en la Ciencia y, lo que es peor, a creer que todo lo que se proclama como Ciencia lo es. El gran problema que tenemos hoy en día con los científicos es que han descuidado la filosofía que sostiene a la Ciencia, tanto en su construcción como en su interpretación. Eso supone la transición, en amplios sectores, de la Ciencia al cientificismo, que es algo muy distinto y que deviene incluso autoritario, como un amo incorpóreo. En tal contexto, es explicable algo tan difícil de entender como que, en Argentina, reino del psicoanálisis, éste esté en peligro por la visión cientificista de algún asesor de Macri, sin descartar que el propio Macri haya tenido una mala experiencia con el Psicoanálisis, como parece haberle sucedido al auto-declarado cientificista Mario Bunge.  

El Psicoanálisis sigue y seguirá vigente, a pesar de Macri, como ocurrió a pesar de otras derivas autoritarias, pero tal permanencia dependerá, como siempre, de la decisión de quienes defendemos la libertad y la dignidad humanas.