sábado, 22 de septiembre de 2018

MEDICINA. El autismo médico.




Hace poco tiempo empezó a emitirse en España la exitosa serie “The Good Doctor”. En ella, un joven diagnosticado de autismo con síndrome de savant, ayudado por un médico que lo protegió durante su adolescencia, el Dr. Glassman, consigue entrar como residente quirúrgico en un gran hospital.

Si la producción de la película “Rain Man” fue influida por la vida de un savant memorístico real, Kim Peek, el protagonista de “The Good Doctor”, Shaun Murphy, no parece estar basado en ninguna persona concreta. ¿Un caso de Asperger? No parece que vaya la cosa por ahí; no se concreta. Los “savants” lo son en general en aspectos aparentemente banales cuando no estúpidos, alejados de un saber interesante y especialmente de la Medicina. En una búsqueda relativamente rápida, no encontré casos reales de médicos que hayan sido diagnosticados de autistas con síndrome de savant. Agradecería mucho la aportación de cualquier lector de este blog que me contradiga al respecto.

Ese carácter de “savant” en Medicina confiere al protagonista en la serie de ficción una capacidad de ver lo que nadie ve, porque el joven residente percibe de un modo extraordinariamente realista la anatomía humana y sus variantes, así como la fisiopatología subyacente a cualquier problema clínico con el que se encuentra. Es una mirada que sustenta la acción adecuada, una acción técnica que no ha de ir acompañada de impacto emocional alguno por parte de quien la realiza. Será ese saber, unido al inestimable apoyo de su protector, el Dr. Glassman, el que pueda ir neutralizando los prejuicios que el joven médico encuentra por el hecho de ser autista. Se le dice que tal situación es un serio problema porque carece de la necesaria empatía que corresponde al ejercicio de la Medicina, a pesar de que sus críticos tengan la empatía de un zapato.

¿Por qué una serie así? No parece que su intención sea sensibilizar ante el problema del autismo o señalar la bondad de ese trastorno cuando se “compensa” con una extraordinaria capacidad técnica. Desconozco la intención del guionista, pero esa serie induce a una reflexión.

Imaginamos que lo importante en Medicina es saber aplicar un amplio conocimiento a cada caso concreto. Es decir, estaríamos ante algo que iría en la línea de otra serie, “House”, pero con un personaje que resulta más atractivo, mucho más amable, porque suscita una cierta compasión desde que sabemos que “tiene” un problema y que la segregación natural que le supone es superada por un saber extraordinario. 

Pero, aunque en los sucesivos capítulos se insiste en la falta de empatía del Dr. Murphy, lo cierto es que esa carencia es prácticamente generalizada en todos sus colegas. La diferencia es de etiqueta diagnóstica; uno es autista y los otros no. Se juega incluso con la posibilidad de que, desde un saber desapasionado, frío, algorítmico, el médico autista podrá aprender el modo de hablar “normal”, incluyendo “sarcasmos”, que podrá establecer una comunicación con los pacientes con términos adecuados ajenos a la espontaneidad asociada a su falta de tacto, que podrá incluso enamorarse o sentir algo parecido.

Podría pensarse que la serie persigue una cierta lucha contra la segregación del diferente. Uno puede ser autista y, a la vez o incluso “gracias” a lo que eso conlleva, ser un gran médico. Pero también se ve algo menos bondadoso y es el modo de concebir la Medicina por el guionista. Hay alguien o, más bien, algo, que supera al Dr. Murphy. Se trata del Dr. Xiaoyi. Es un excelente médico, pero no es autista; de hecho, tampoco es humano sino un robot.  Creo que está ahora haciendo la residencia tras superar exitosamente los exámenes para ser médico.

El Dr. Murphy es autista, House era frío y antipático, Xiaoyi, el más auténtico por real de los tres, es un robot. Los tres comparten una perspectiva de la Medicina a la que se aspira, sobre la que comentaré algún día, esa que se ha venido en llamar “de precisión” o “personalizada”; personalizada e inhumana.

La serie mostraría un caso especial, único, de superación. Pero eso es falso. Lo que se ve no realza la carencia de empatía sino la abundancia del supuesto saber médico. La empatía que le falta a Murphy es mayor que la que tienen muchos médicos reales de carne y hueso. De hecho, como un robot, podrá aprender un algoritmo que le permita una cierta sintonía con sus pacientes.

Esa es la aspiración subliminal o no tan subliminal. La buena Medicina que se nos presenta es la que requiere de lo que pueden compartir un ser humano y una máquina. La buena Medicina es ya estrictamente algorítmica. Se acabó la intuición, el “ojo clínico”, el escuchar lo biográfico más allá de lo biológico, se acabó la compasión en una época de eficiencias y de medicinas defensivas. Se acabó, por supuesto, la mirada fuera del primer mundo. Renace el neomecanicismo en el contexto de la metáfora informativa. No se trata de ayudar a un ser humano sino de resolver el problema técnico de su cuerpo que no funciona, cosa realmente tan importante como insuficiente tantas veces.

Ya lo vemos de forma cotidiana. Alguien aplicó o no el protocolo, el sagrado protocolo con respecto al que, por acción u omisión un médico podrá ser declarado inocente o culpable ante una demanda.

El Dr. Murphy no es, como algunos comentaristas han afirmado, un anti-héroe. Al contrario, es el "héroe" que encarna el valor de la nueva concepción de la Medicina, la aplicación de un saber algorítmico en un contexto ético que sólo conoce la defensa y desconoce lo humano.

De hecho, nuestros hospitales están impregnados de autismo (¿cuándo no ha sido así?), de un autismo médico que se inicia en las facultades, que es carente de etiquetas que lo indiquen y que, lamentablemente, no va siempre acompañado del saber técnico que posee el fantástico Dr. Murphy. Afortunadamente, abundan también excelentes profesionales exentos de ese "autismo" que cierra los ojos al dolor humano para ver sólo cuerpos.

sábado, 8 de septiembre de 2018

MEDICINA. Falta de médicos.




Nos estamos quedando sin médicos. Es un hecho reconocido hasta por las propias autoridades sanitarias.

Hubo tiempos no lejanos en los que los médicos ya especialistas vía MIR no tenían posibilidad de un trabajo digno en nuestro país y habían de buscarse la vida emigrando a Portugal, al Reino Unido,… a donde fuera. O hacer otro MIR, que ha pasado en muchos casos a ser considerado una salida laboral más.

Más tarde, con ocasión de la crisis, término que se hizo mantra para explicar todo tipo de decisiones extrañas, pareció políticamente oportuno acortar la edad de jubilación de médicos en el sector público (se ahorraba, criterio sacrosanto donde los haya) y así muchos médicos que habían entrado en el sistema a raíz de la apertura de los grandes hospitales (ciudades sanitarias se les llamaba) o pocos años después, se vieron jubilados bruscamente, a veces de la noche a la mañana de modo literal. Ni siquiera se mantuvieron las formas de una cortesía elemental. Hubo servicios que prácticamente se vaciaron al no haber una generación de facultativos intermedia y adecuadamente formada entre los que se iban y los que entraban.

Parece sensato, necesario, que se dé paso a otros, que haya un recambio generacional, pero ese no fue el motivo de que se echara a los viejos, porque no fueron sustituidos por jóvenes en condiciones laborales similares, sino que se amplificó un precariado médico que aún persiste ahora en forma de contratos horarios, de guardias, por acúmulo de tareas, por diferentes razones administrativas (qué más da el nombre que le den a lo que se llama justamente "contratos-basura") y que generan situaciones laborales inciertas. A la vez, hay interinidades que se eternizan porque las ofertas públicas de empleo (OPE) se dan cuando se dan, con una frecuencia temporal muy baja y con un número de plazas exiguo para estabilizar a gente con muchos años de experiencia.

Y esto ocurre en un contexto organizativo piramidal con promociones jerárquicas que parecen desconocer criterios de mérito, capacidad y publicidad. Un contexto que se incluye en otro en el que ha destacado una falta de previsión adecuada en la convocatoria de OPE o en la oferta anual de plazas MIR para las distintas especialidades. En aras de la excelencia, término en vigor donde los haya, se instala una nota de corte tan alta como irrelevante a la hora de seleccionar a quienes podrán iniciar los estudios de Medicina, en ausencia de relación alguna entre la calidad de un futuro médico con que su educación secundaria haya sido brillante o sólo aceptable. Nadie le preguntará a un cirujano por esa brillantez alcanzada o no en literatura o matemáticas cuando fue adolescente.

Las listas de espera diagnósticas y terapéuticas son como son, en hospitales que trabajan en turno de mañana a pesar del concepto industrial en que ha caído la Medicina y que algo bueno debiera tener. Quedan así para tardes y noches las urgencias que saturan de un modo insensato los recursos disponibles, en vez de mantener una actividad continuada en mayor o menor grado con mejores criterios de lo que es urgente, algo que rqueriría más personal y que probablemente fuera razonable desde el mero aspecto economicista, ese que tanto gusta. La concepción industrializada de la Medicina, que roza tantas veces la perversión en alianza con los intereses de las industrias diagnóstica y farmacéutica, no ha conseguido así superar la visión burocrática que implica tantas peregrinaciones de urgencias a primaria, de ésta a consulta especializada y de aquí a la obtención de pruebas complementarias y retornos diversos, con el retraso diagnóstico y terapéutico consiguientes. Hay enfermos que bien pueden perderse en semejante circuito. Se da la gran paradoja de que la bondad de nuevas herramientas, como las de imagen, puede suponer a la vez un cuello de botella diagnóstico por la demanda existente, tanto la natural como la inducida por una hipocondrización generalizada.  

Los brillos asociados a trasplantes, cateterismos fetales y cirugías robóticas se dan a la vez que nos quedamos sin médicos de familia y sin pediatras. De los geriatras ya ni se habla y es que parece que la asistencia sanitaria sólo tiene como objetivo la edad laboral, de tal modo que quienes tengan demencias u otras enfermedades degenerativas asociadas a la vejez (esa etapa de la vida que algunos iluminados dicen que es una enfermedad más y susceptible de futura curación) tendrán que buscarse la vida cuando menos pueden encontrarla precisamente por su condición socioeconómica, entrando en un limbo de pacientes olvidados y que alimentará las noticias de muertos solitarios en sus casas. 

Esa carga geriátrica es paliada precisamente por médicos de familia, que hacen lo que pueden, lo que resalta aun más la gravedad de su limitación numérica.

Muchos médicos de familia no lo son ya propiamente porque difícilmente pueden llamarse así los que han de cambiar reiteradamente de lugar de trabajo y, por ello, de familias a las que atender. La atención primaria es la gran afectada por el despropósito organizativo en el sistema público, con consultas saturadas que han de conciliarse con las debidas asistencias domiciliarias y restricciones temporales en capacidad de atención clínica.

Los pediatras también sufrirán los efectos de su propia escasez y de la dispersión geográfica de necesidades asistenciales. A la vez parece que pagan también las consecuencias de un viejo deseo de alargar la frontera de la niñez hasta los catorce años o incluso más allá, algo quizá muy natural en una época que alberga la “adultescencia”. 

Y es ahora cuando las lumbreras políticas caen en la cuenta de que quizá se precipitaron al jubilar masivamente a la gente mayor, al no tener en cuenta las necesidades de formación especializada, al potenciar una visión de la Medicina que hace que las primeras especialidades elegidas por los MIR sean las que son, o al menospreciar la visión generalista que se tiene de los médicos de familia y pediatras ante el brillo mediático que brindarán otras especialidades. 

Y todo ello acaece en una época en la que el “santoral” ya no recuerda a santos, sino que parece celebrar enfermedades. En él, las esperanzas celestes son sustituidas por las constantes promesas salvíficas que abarcan desde la inminente cura de una enfermedad (suele ser siempre en cinco años) a la difusión de publicaciones relevantes que muestran las células como agentes intencionales (habiéndolas “malas”, que serán combatidas, incluso fortaleciendo a las "buenas"). Sobran los ejemplos de atentados a la inteligencia en esa visión de pseudo-divulgación médica cotidiana, pero el hecho de ser falaz no impedirá que influya poderosamente en una demanda creciente, en la proliferación de cribados y en la consolidación de algo tan perjudicial como es una medicina defensiva. 

Tenemos unos magníficos profesionales en el sistema sanitario (no sólo médicos) que, con su trabajo cotidiano callado, bien hecho, vocacional en tiempos poco propicios a vocaciones, sostienen lo que parece insostenible por obra y gracia de tanto gestor "político profesional" a quien nadie le pedirá jamás nota de corte alguna, aunque en muchos casos parecería prudente hacerlo. Tampoco estarán nunca sometidos a un "numerus clausus" relacionado con necesidades reales. Eso sí, muchos de ellos podrán pagarse una cara sanidad privada si lo precisan y no serán afectados por sus propias decisiones, esas que inciden en tantos.



viernes, 24 de agosto de 2018

MEDICINA. Acompañar en el hospital.





Hay términos que no parecen precisar definición. El Diccionario de la RAE recoge ocho acepciones, nada menos, para "acompañar". Y hay dos que parecen relevantes: "Estar o ir en compañía de una u otras personas" y Participar en los sentimientos de alguien”.


Si buscamos el término “compañía”, acabamos en una circularidad. No está claro (en realidad, no puede estarlo) qué significa acompañar cuando nos referimos a la enfermedad. En tal caso, la compañía no es propiamente activa; sólo hay pasividad, un pathos que se asocia al sufrimiento de otro y que supone una expresión de un hacer lo que se pueda, aunque no se pueda hacer nada más que estar ahí, cerca, incluso callado.


En el acompañamiento, ser se identifica con estar. No se trata de ser, sino de estar, aunque esto dependa de cómo uno es. Se trata de estar próximo, al lado, como intermediario, de “cuerpo presente” podría decirse, de un cuerpo vivo que atiende a las señales de otro cuerpo debilitado por su situación clínica.


Un hospital es un lugar en el que se da una extraña mezcla de compañías que, curiosamente, comparten algo, la mirada al cuerpo de otro. El médico responsable del paciente mira un cuerpo sometido a un tiempo distinto, el de la enfermedad, modificable muchas veces por un tratamiento farmacológico o quirúrgico. Atiende a su semiología manifiesta y también a la oculta (imágenes, analíticas...). En eso se confía. El personal de enfermería detalla las “constantes”, término curioso para aludir a variables medibles, y proporciona esas analgesias tan importantes como tantos otros cuidados. El término “auxiliar” designa a personas cuya función (ayuda al aseo, limpieza de habitaciones, atención a llamadas, etc.) es mucho más importante de lo que parece dar a entender. 


Y, en medio de esas compañías profesionales y en el contexto de un horario extraño de comidas y medidas, es factible la compañía de la persona por familiares y amigos. Se le preguntará cómo está, qué dicen los médicos, se le ayudará a animarse… Y a veces, uno de esos acompañantes es médico y tendrá una disociación de mirada, una caída en un dualismo por el que, por un lado, atiende al alma del paciente intentando apoyarla, “animarla” (¿cómo animar el anima, el alma?), y por otro observa el cuerpo como seno de una semiología rica en alarmas, que pueden producirse en cualquier momento, del peor modo. 


Cuando el médico se hace acompañante, no puede ser médico, pero tampoco dejar de serlo, entrando en una situación complicada, extraña. La deseable tendencia a “descansar” en la adecuada atención clínica de otros no excluirá esa pasión impaciente por saber lo que se desea, por asegurarse de que las cosas irán bien, de que el cuerpo enfermo dejará de serlo, de que lo que se imagina improbable y terrible acabará cediendo a lo probable y llevadero. El pensamiento mágico temeroso ignora al reverendo Bayes.


La vida lo irá determinando en cada caso, pero todo médico joven debiera saber de las bondades y maldades de la necesaria compañía. Todo médico joven debiera saber lo que supone acabar siendo reducido, aunque sea por poco tiempo, a cuerpo enfermo. Es más, quizá fuera conveniente una estancia hospitalaria para quien, por sus buenas notas, cree tener vocación por la Medicina. Muchos serían disuadidos de iniciar sus estudios. En la película “The Doctor”, se jugaba con esta inversión de papeles. Es discutible que sirva en realidad para poco más que para percibir las cosas de otro modo y con una inmunidad lúdica.


Nunca se acompaña sólo a un paciente. Se está, porque acompañar es estar, con otros, el compañero de habitación, pacientes que acuden a espacios comunes (cada vez más raros), espacios que pueden tener una vista magnífica y, a la vez, carcelaria, con ventanas bloqueadas para evitar suicidios, algo que siempre puede ocurrir en un hospital. Y se está así en presencia de otras realidades que se suponían, pero no se sabían; la insuficiencia funcional de alguien, la soledad de otro, tristezas, tragedias, esperas desesperadas y esperas resignadas que quizá sean peores. A veces, algunas notas de humor.


¿Quién es médico en un hospital? En general, alguien que lleva una bata y que, con frecuencia, la adorna con un fonendoscopio muchas veces inútil. Desde ese rol aparente puede acoger y quizá sostener esperanzas de otros que hasta hace poco fueron desconocidos, de otros que no son ni serán sus pacientes pero que también están ahí. El rol permanece, aunque la posición sea otra.


Se ve al otro en su indefensión. Un otro callado, quizá temeroso, a veces querulante. Todo lo bueno y lo malo de cada cual aflora en la enfermedad. Habrá quien vea como una bendición del cielo ser atendido por otros, a la vez que persistirán casos de familias de visión onfalocéntrica que creen que su paciente es el único importante para todo el mundo hospitalario, para todo el mundo en general, y que para eso le pagan a todo ese mundo, para atender hasta los últimos caprichos de un imbécil, porque se puede estar enfermo y seguir siendo imbécil.


Acompañar excita, atemoriza y agota, pero es tan necesario como la medicación. Ya hay felices intentos de facilitar el acompañamiento en lugares como las UCIs. Sigue habiendo serias carencias de apoyar a cuidadores en el caso de enfermedades crónicas, de esas en las que se asume tan falsamente que el paciente donde mejor está es en su casa, aun cuando en ella esté en realidad mucho peor en las necesidades asistenciales básicas, algunas tan esenciales como apaciguar la sed cuando se han olvidado hasta los reflejos que permiten beber.


La compañía supone asumir el temor ante la pérdida de quien se acompaña y, a la vez, aunque en mucho menor grado, ante la pérdida de sí, de uno mismo. La muerte se muestra también en bellos paisajes visibles desde una habitación o una sala de hospital. Se percibe como el gran contrapunto de la vida. Universal, siempre al acecho.


No se saldrá del hospital más reforzado, sólo un poco más sabio porque se saldrá más humilde. Y, sobre todo, más agradecido a tantos que todos los días dedican su trabajo a una tarea que, por profesionalizada, se llega a hacer ingrata, considerándose erróneamente obligación lo que no podría acontecer sin una mínima dosis de amor.


En nuestro país somos afortunados por disponer de un sistema público sanitario en el que abunda gente excelente, cuidadosa, amorosa. Bien podría decirse que no sabemos lo que tenemos, por más deficiencias que el sistema pueda sufrir por parte de gestores iluminados o vaivenes políticos.




viernes, 17 de agosto de 2018

El santo abandono





"Y hallaréis descanso para vuestras almas" Mt.11,29.



“Oculto en el corazón de las cosas, Tú haces nacer los brotes de las semillas, las flores de las yemas, y los frutos maduros de las flores”. Tagore



“Mon Père, Je m'abandonne à toi, fais de moi ce qu'il te plaira”. Charles de Foucauld.



El Gran Misterio atrae la mirada y suscita el deseo inefable. 

Subyacente al hermano sol, a la hermana luna, a la madre tierra, lo Innombrable puede mostrarse en la belleza y en el desamparo.


La dignidad de la posición atea, la repetición hesicasta, el silencio budista, el animismo inicial, la pluralidad hinduista, la admiración perenne, la cristalización mítica en sus variedades y sabiduría, la aspiración mística, todo esfuerzo humano por saber-se, por saber ser, remiten a lo esencial, al Ser en que nos nutrimos, movemos y existimos.


La Historia ha recorrido todas las miradas posibles, todas las ignorancias y alabanzas a lo misterioso constituyente, todo el amor y toda la maldad que son inherentes a un amplio abanico de creencias.


Un axis mundi parece orientarnos indicándonos que lo único que podemos saber remite a la distancia, a la carencia, a la falta, al gran estupor que nos inunda. El saber revela paradójicamente su ausencia. A medida que avanzamos, más ignorancia vamos contemplando, mayor se hace la sombra. Lo Real se aleja cuando nos aproximamos a la pretensión de comprenderlo. 


El galope de los caballos canta a la vida como lo hacen la elegancia del cisne, la carrera del guepardo, la lentitud de un caracol o la majestuosa presencia del roble. Plantas que albergan el rocío, humildes lagartos de paisajes desérticos… Todas las criaturas remiten al franciscano “laudato si”. Sin hablar, sólo viviendo. Todas. Todo el tiempo. Antes, ahora y después. Bacterias, trilobites, anfibios, avispas y enredaderas, hermosas flores y virus letales. En su aparente integración en el agua de mar, veloces, los delfines parecen mostrar una sonrisa, la de la vida, una sonrisa infantil, inocente, que nos evoca el juego alegre, esencial, del río vital que precisa la muerte. Con su pintura, Franz Marc evocó en su breve vida esa inocencia animal, inmortalizándola.


El rugido del león nos estremece como la agridulce música del violín. Una gaviota planea, un gorrión roba una miga de pan, una flor dura un día y, a la vez, permanece así un instante eterno, desde siempre y para siempre. No hay tiempos para lo eterno. 


El mar sugiere el viaje cuyo destino se hace irrelevante. Nos lo recordó Kavafis en un bello poema en el que Ítaca es sólo una referencia que nos atrae, pero, al final, no será eso lo importante; sólo el viaje y el modo en que recibamos sus contingencias.


Los fotones solares excitan electrones en los cloroplastos y las reducciones de síntesis molecular prosiguen a esa carrera. También sucederá, de otro modo, con los electrones que fluyen en las mitocondrias. En construcción incesante y mediante la destrucción de parciales complejidades surge el bello orden que respeta necesariamente la segunda ley y sostiene la vida. Flujos electrónicos nos mueven y conmueven y apuntan a la pregunta esencial ¿Somos eso?, ¿Todo eso? ¿Sólo eso? Y ocurre que sí y mucho más, porque podemos darnos cuenta del mundo y de nosotros. Tanta belleza no es en vano. El caos y el cosmos se entrelazan amorosamente. Como sugería François Cheng, podemos hacer que el mundo sea dicho por nosotros. Nada menos. Podemos hablar, ser vehículo de la palabra del Universo. 


Más fuerte que la muerte es el amor. Más fuerte que la muerte es la vida. Desde tal asunción cabe la posibilidad del abandono en el Ser, el duro, difícilísimo y santo abandono, cuando la fragilidad se muestra, cuando el cansancio nos inunda. Somos como los gorriones y las flores campestres. A veces no nos lo creemos, pero, sin un cuidado esencial, amoroso, misterioso, del Ser, no existiríamos. 


El abandono, la buena rendición a lo Real cuando no hay otra posibilidad, apacigua el alma.




martes, 24 de julio de 2018

MEDICINA. La incesante obsesión geneticista.


 
En dos entradas anteriores, critiqué una deriva cientificista basada en el uso de métodos de “fuerza bruta” y apoyada por la publicación de sus pobres resultados en revistas de alto impacto. 

Me pareció pueril la pretendida relación supuestamente observada del acervo genético con determinantes de fenotipos muy cuestionables, tanto los concernientes al sufrimiento psíquico como los relacionados con una situación de aislamiento o un comportamiento solitario.

Ya se sabe que no hay un gen de la homosexualidad ni un gen del TDAH o del comportamiento criminal. Bueno, no pasa nada. Habrá muchos, tiene que haberlos, eso es un postulado, uno de los nuevos dogmas, como lo fue en su día el fracasado de la relación “un gen – una enzima”. Y para eso, para ver todos los determinantes del genoma habidos y por haber, que decidirán lo que cada uno sea y haga en su vida, siguen y siguen imparables los estudios “Genome Wide”. 

En abril de este año se publicó en Molecular Psychiatry un trabajo sobre la supuesta base genética de la agresividad.
Hoy mismo, había ecos de otro avance en el que se daba cuenta de la relación de más de mil (1.271, para ser exactos) variantes en polimorfismos de nucleótido único (SNPs) que influyen en el “éxito educativo”.  

Los cuatro trabajos mencionados son grandes ejemplos de una permanencia estática, neurótica, en sacarle partido, en obtener rendimiento supuestamente científico de lo que los métodos modernos de estudio genético ofrecen. Se trata de publicar por publicar, porque tales resultados sencillamente no conducen a ningún sitio. El impacto de las revistas que acogen estas publicaciones deteriora su prestigio en vez de que tal prestigio avale la bondad de semejantes conclusiones simplistas. 

Los fenotipos no pueden estar peor definidos, no pueden ser más vagos y no merece la pena ya pararse a contemplar el paupérrimo diseño observacional usado, que reside más en un enfoque “Big Data” que en ciencia real. 

No estamos ante una búsqueda científica que trate de abordar los secretos de una enfermedad y buscar su curación. Mucho menos nos hallamos ante serias investigaciones antropológicas o etológicas. Nos encontramos ante la inútil, insensata y vieja pretensión de refuerzo de un postulado tan vulgar, tan simplista, que asusta por sus evocaciones eugenésicas: todo lo que somos y hacemos se debe a nuestros genes. Una pretensión de completitud (pasados ya los tiempos de los “criminales XYY”) unida a un reduccionismo que equipara al ser humano a una máquina. No extraña que tanta gente se maraville con las proezas de los sistemas de inteligencia artificial, que son artificiales pero nada inteligentes. Y es que la inteligencia de muchos supuestos científicos parece brillar por su ausencia.

En cierto modo, retornamos a una versión cientificista laica del calvinismo; ya todo está dicho, estamos predestinados a la salvación entendida como éxito, “normalidad”, salud, o a la condenación, a ser víctimas de nuestra torpeza intelectual, de nuestros impulsos agresivos. No lo dice la Biblia, pero sí el genoma, el nuevo libro sagrado a interpretar por los sacerdotes algoritmizados embobados por las aproximaciones pseudo-enciclopedistas de tipo Big Data.

Asistimos a un declive de la Ciencia por más que se diga que nunca hubo tantos científicos vivos. Es mentira, ya que ser científico supone una concepción filosófica básica, la que sustenta el propio método científico, el rigor de su mirada ante los múltiples interrogantes de la Naturaleza. 

De una “verdad” científica falsable, modificable a la luz de los hechos (como lo han sido los postulados de Koch), pasamos al consabido condicional de nuestro patético tiempo. Todos los días se nos muestran las bondades de la ciencia en condicional; "podría" curarse una forma de cáncer tras un nuevo hallazgo genético o tras descubrir cómo engañar a las células malas (suponiéndoles, de paso, intencionalidad), "podríamos" profundizar en el conocimiento del origen del universo gracias a un nuevo satélite o a las ondas gravitacionales, "podríamos", "podríamos"… bla, bla, bla. 

Pero ocurre que el condicional no dice sencillamente nada, pues lo que podría ser (que la esperanza de vida superase los 120 años, por ejemplo) podría también no ser (y que nos muriésemos todos antes de los setenta). Cuando Koch mostró sus descubrimientos sobre el carbunco, no hubo lugar a condicionales; nadie dijo que el microbio mostrado "podría" ser el causante de la enfermedad. Lo era. Los experimentos no ofrecían lugar a duda. Cuando el 24 de marzo de 1882 reveló, tras mucho trabajo de repetición, que un bacilo aislado en cultivo y mostrado al microscopio era el causante de la tuberculosis, sobró cualquier condicional, cualquier “podría”; el agente etiológico estaba ahí y podía pasar de un ser vivo a otro incluso a través de medios de cultivo. Eso era ciencia, la que asumía la buena repetición, la reproducibilidad y la claridad de planteamientos, y no este coleccionismo de SNPs con el que se pretende dar cuenta de la mismísima alma humana.