lunes, 1 de octubre de 2018

CIENTIFICISMO INQUIETANTE. LA POLÍTICA BASADA EN LA EVIDENCIA.






Qué estupendo parece estar seguros de lo que decidimos, sea para nosotros mismos, en la elección de pareja, de profesión, de lugar de vivienda… o sea para otros, desde la práctica de la Medicina hasta la decisión política. Y, si hay un término confortable al respecto, es el de evidencia. La evidencia, algo incuestionable, algo que ha hecho avanzar el conocimiento científico, aunque en este ámbito dicha evidencia siempre sea susceptible de desaparecer ante nuevos resultados.

No extraña por ello que haya calado con tanto vigor la expresión “Medicina basada en la evidencia”. Hemos tenido sus bondades derivadas de la concepción frecuentista de la probabilidad, así como sus perjuicios debidos al olvido del criterio bayesiano y al sesgo inducido por múltiples conflictos de interés curriculares y comerciales.

¿Por qué había de extrañar la existencia de una expresión análoga aplicada a la Política? Existe, en efecto, una “Política basada en la evidencia”, aunque sea en la mente de quien la imagina. ¿Cómo se obtiene la evidencia en el mundo contemporáneo? Está claro, de manos de la ciencia o, más bien, diciendo que de manos de la ciencia aunque no haya ciencia alguna en juego.

En la versión digital de El País del 25 de septiembre de este año, uno de los fundadores de una iniciativa llamada “Ciencia en el Parlamento” afirmaba que el objetivo último perseguido es “conseguir que el método científico se instale en la toma de decisiones de los políticos”.

Ciencia en el Parlamento. Suena estupendamente. Y tienen una web en la que vemos que tal iniciativa goza ya del apoyo de serias entidades científicas, como la Universidad Complutense, la UNED, Naukas, el mismísimo CSIC y la infatigable luchadora contra pseudociencias, martillo de nuevos herejes, la APETP. Es decir, no estamos ante una idea de cuatro iluminados sino ante un afán compartido por diversas instituciones, algunas universitarias, y supuestamente científicas. 

En esa web se señala la “apuesta por la implicación del método científico en el proceso general de la toma de decisiones”. Se muestra un gráfico en que la ciencia es esencial, nuclear, a la hora de legislar y también en la decisión del poder ejecutivo. El gráfico mismo ya es, como tanta ciencia mal divulgada, sencillo (cualquier niño de parvulario podría entenderlo). Los autores pretenden “contemplar una formación a los diputados, a los gabinetes y a los trabajadores del parlamento sobre cómo conseguir buena evidencia”. Poco más tarde se recalca que “la selección de los expertos en las comisiones suele responder a los canales típicos de los partidos políticos, lo que puede significar que los testigos sirvan a propósitos políticos en lugar de ofrecer un testimonio equilibrado y convenientemente centrado en presentar la evidencia de una manera objetiva”. Parece malo a los neutros, a los objetivos puros, que se sirvan intereses políticos estando en Política.

Servicio, evidencia, equilibrio que evite sesgos políticos… De eso se trata. Ya va siendo hora de que las decisiones políticas sean acertadas por el bien de todos. Es sabido que la ciencia es bondadosa para la salud, la alimentación, las comunicaciones y hasta para el ocio (bueno, también para la guerra, pero eso no ocurre siempre en todas partes).

Pero no se trata de que haya una mejor política científica en el sentido que se considera ahora, es decir, de que se destine más dinero a la investigación, de que se orienten mejor los recursos, etc., algo que requiere ya de los consabidos asesores (es muy probable que haya en realidad más asesores que científicos de verdad, más jefes que indios) sino de que la propia política sea científica, esto es, que se haga política basada en la evidencia, en una evidencia dictada por pretendidos científicos.  

“La política va de sentimientos y opiniones. En estos tiempos de posverdad hay que mirar como solución a la ciencia. Buscar pruebas. Valorar de forma racional los hechos. Tomar decisiones objetivas sin tener tanto en cuenta la tendencia política y la cultura”, dijo con gran razón un astrofísico, semilla de la nueva política que, desde la objetiva, fría y evidente mirada de lo que unos cuantos llaman ciencia será posible. 

Es obvio. Pongamos el ejemplo de las pensiones, uno de tantos, como podría ser implantar de forma general el carril bici. ¿Se suben, se bajan? Los sentimentales y los que opinan de todo sin saber dirán una cosa o la contraria; habrá quien opte por eliminarlas o dejarlas como están. Así nos va; con sentimientos y opiniones no iremos propiamente a ninguna parte. Y es que hay políticos de derechas, de izquierdas, centristas, radicales, moderados, nacionalistas, populistas…  Se acabó. ¿Para qué esas marcas anticuadas? Dejemos a los astrofísicos, a los químicos, biólogos y matemáticos, ayudados por los expertos cazadores de talentos, que los iluminen. Ellos, con su método científico, mostrarán la solución que la evidencia sustente para cualquier asunto político, sea la terapia con células madre, la instalación de paneles solares, el cambio climático o el sistema educativo (también las pensiones / eutanasia).

Podría decirse que, si todo es Política, todo es ciencia a fin de cuentas, ya que son los científicos (los autodenominados así) los que saben de método, de evidencias y sesgos. Es poca la insistencia que en esto se haga y por eso se plantea un poder emanado del saber científico, que no histórico y ya no digamos algo que tenga que ver con la inútil Filosofía, como creo que pretendía Platón en su ciudad ideal. 

El cientificismo pretende ser científico y pragmático. Pero la ciencia es atacada desde él por su miopía bibliométrica y sus sólidos intereses inconfesables. La inquietud humanística es algo a desterrar desde la perspectiva utilitaria. ¿Para qué sirven la Historia, la Filosofía, la Literatura…? Se hace y se hará más veces la misma y necesaria pregunta. Sí, el saber humanístico, como la ópera o una película, es un divertimento, un adorno para alimentar conversaciones, algo que "queda bien", pero nada más. El psicoanálisis sucumbirá forzosamente ante la psicología conductista, la “científica”. La Medicina, de hecho, ya está asfixiada por protocolos MBE, ISOs y demás ignorancias de la singularidad del paciente.

La ciencia es lo que importa, el único medio para saber, para conocernos, para curarnos, para ser felices, aunque acabemos siendo más idiotas.

Bueno, quizá sea magnífico tener una Política basada en la Evidencia. Claro que eso supondrá necesariamente poner en práctica lo “evidente”: no todos los votos serán iguales bajo ese nuevo gran paradigma que se anuncia (y que no es tan viejo). No valdrá lo mismo el voto de un astrofísico que el de un albañil; no será igual el voto de un ama de casa que el de una “product manager”. Eso es obvio desde la optimización de votos que implica una Política basada en la Evidencia. ¿Quién puede votar? ¿Todos? ¿Cuál es el coeficiente intelectual mínimo que el bien común requiere desde la evidencia?

Seguro que es mera casualidad utilizada torticeramente por este modesto autor, pero todo parece apuntar a que un mensaje tan peculiar, quizá por moderno, cale en las grandes cabezas pensantes de nuestros políticos señeros, que, aunque no sean científicos, aspiran al saber proporcionado por diferentes “másters”. Habrá los incultos que no entiendan que se les convaliden materias, considerándolo escandaloso, como si rectores, decanos y profesores varios no supieran del saber de esos privilegiados alumnos. Son esos incultos críticos (siempre los hay) los que perturban la democracia. Y más la perturban votando; ellos, que jamás lograrían un máster, pretenden criticar las legítimas titulaciones de nuestros representantes, llamados como están a hacer Política basada en la Evidencia.

Seamos pragmáticos, científicos, humanos. Segreguemos a toda apariencia de pseudo-ciencia que en el mundo haya, es decir, a todo lo que no sea ciencia pura y dura (quizá podamos dejar las ciencias “blandas” como la Paleontología). Eliminemos todo eso que los expertos y cazadores de talentos ven mal. Y nos irá … peor. Seremos conducidos al precipicio.

La ciencia se basa en un método y tiene su campo de acción, que no es precisamente la política ni la ética. El cientificismo, que pretende adorarla, es un demonio anti-científico que la confunde con la perversión bibliométrica y que adora a los autodenominados escépticos, como antes (ahora ya menos) se hacían novenas a santos. 

La ciencia se nutre del logos aunque sustente buenos mitos, el cientificismo se alimenta del peor, del más pobre de los mitos, el del progreso imparable, ése que condujo a la fijación del nitrógeno, pero también al gas mostaza por parte de la misma persona, ése que arrasó Hiroshima, ése que calienta la Tierra y llena los mares de plástico hasta convertira en planeta inhóspito, ése que sólo sabe adular a la riqueza y matar de hambre a tantos.

La ciencia tiene un gran enemigo hoy en día, un enemigo que se viene incubando desde hace décadas. Es el cientificismo, que ahora pretende invadir el campo de la decisión política. 

Estamos ante un movimiento demoníaco que, en nombre de la ciencia, deificándola a la vez que la destroza, devendrá, si no lo remediamos, en puro totalitarismo. Es bien sabido que el fin del demonio es el que es, el infierno. Y en ese camino pretenden meternos bastantes siervos del mal.


viernes, 28 de septiembre de 2018

La música del Cosmos




Vivimos en el enigma, el de todos, el de cada uno, que la Ciencia no resolverá, porque sólo podrá describirlo y establecer relaciones causales incompletas. La Ciencia no nos dirá propiamente nada sobre el “qué” esencial.

Con cierta frecuencia surge la pregunta ya clásica de por qué hay algo y no más bien nada. Hay quien remite la respuesta a Dios; hay quien la resuelve en ecuaciones. Sea como sea, en ambos casos se viene a decir lo que está escrito en el evangelio de San Juan, “En el principio existía la Palabra” (Jn.1,1). Como soplo divino o como expresión matemática de la legalidad física, el Logos será percibido a través del Mito, por más que se insista en la posibilidad contraria. 

Hay otra pregunta, ¿Qué? ¿Qué es? ¿Qué soy? Puede surgir cuando menos se espera, en la alegría o en el abatimiento, como angustia o como sosiego. Puede brotar incluso sin formularse, como respuesta sin palabras, estética y extática. Stefan Zweig se refirió a un gran momento, un momento de varios días, en el que, yéndole mal las cosas, tras leer un texto de Charles Jennes, Händel compuso “El Mesías”. Lo dice en su obra “Momentos estelares de la humanidad” del modo siguiente: “Pero en su alma entraba a raudales la luz, e inaudible llenaba la estancia la música del Cosmos”. Luz y música, mirar escuchando.

Muchos átomos conformaron el cuerpo de Händel, muchos átomos nos sustentan al organizarse de un modo asombrosamente complejo. Una fracción de ellos se ha forjado en el corazón de estrellas. Pasó mucho tiempo (¿qué es eso?) antes de que esos átomos sustentaran la vida. Un instante dura la nuestra y después el polvo estelar que nos hace posibles quedará como residuo terreno o se incorporará a otros seres. Y en una fracción de ese instante en el tiempo del mundo que es nuestra biografía puede producirse el milagro de percibir lo Real, el reconocimiento de la gran ignorancia ante el Misterio del Ser. 

Lo eterno es revelado y hay quien logra transmitirlo. Zweig, ese gran conocedor del alma humana, nos muestra a Händel como alguien tocado por la Gracia, a la que sigue como sabe seguir, escribiendo lo que siente como nadie ha sentido.

La música del Cosmos puede ser percibida y prolongar la eternidad del instante mucho más allá de una vida concreta, pudiendo llegar a plasmar la alegría de un fulgor divino instantáneo y eterno, como celebra la oda de Schiller (“Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium!”).

Somos seres hablantes, pero no todo es decible pues la incompletitud nos impregna. Sólo la música del Cosmos puede compensar la limitación de la palabra para hablar sobre lo que nos sustenta y para nutrir el alma. Escuchándola podemos ver un nuevo cielo, una nueva tierra.




sábado, 22 de septiembre de 2018

MEDICINA. El autismo médico.




Hace poco tiempo empezó a emitirse en España la exitosa serie “The Good Doctor”. En ella, un joven diagnosticado de autismo con síndrome de savant, ayudado por un médico que lo protegió durante su adolescencia, el Dr. Glassman, consigue entrar como residente quirúrgico en un gran hospital.

Si la producción de la película “Rain Man” fue influida por la vida de un savant memorístico real, Kim Peek, el protagonista de “The Good Doctor”, Shaun Murphy, no parece estar basado en ninguna persona concreta. ¿Un caso de Asperger? No parece que vaya la cosa por ahí; no se concreta. Los “savants” lo son en general en aspectos aparentemente banales cuando no estúpidos, alejados de un saber interesante y especialmente de la Medicina. En una búsqueda relativamente rápida, no encontré casos reales de médicos que hayan sido diagnosticados de autistas con síndrome de savant. Agradecería mucho la aportación de cualquier lector de este blog que me contradiga al respecto.

Ese carácter de “savant” en Medicina confiere al protagonista en la serie de ficción una capacidad de ver lo que nadie ve, porque el joven residente percibe de un modo extraordinariamente realista la anatomía humana y sus variantes, así como la fisiopatología subyacente a cualquier problema clínico con el que se encuentra. Es una mirada que sustenta la acción adecuada, una acción técnica que no ha de ir acompañada de impacto emocional alguno por parte de quien la realiza. Será ese saber, unido al inestimable apoyo de su protector, el Dr. Glassman, el que pueda ir neutralizando los prejuicios que el joven médico encuentra por el hecho de ser autista. Se le dice que tal situación es un serio problema porque carece de la necesaria empatía que corresponde al ejercicio de la Medicina, a pesar de que sus críticos tengan la empatía de un zapato.

¿Por qué una serie así? No parece que su intención sea sensibilizar ante el problema del autismo o señalar la bondad de ese trastorno cuando se “compensa” con una extraordinaria capacidad técnica. Desconozco la intención del guionista, pero esa serie induce a una reflexión.

Imaginamos que lo importante en Medicina es saber aplicar un amplio conocimiento a cada caso concreto. Es decir, estaríamos ante algo que iría en la línea de otra serie, “House”, pero con un personaje que resulta más atractivo, mucho más amable, porque suscita una cierta compasión desde que sabemos que “tiene” un problema y que la segregación natural que le supone es superada por un saber extraordinario. 

Pero, aunque en los sucesivos capítulos se insiste en la falta de empatía del Dr. Murphy, lo cierto es que esa carencia es prácticamente generalizada en todos sus colegas. La diferencia es de etiqueta diagnóstica; uno es autista y los otros no. Se juega incluso con la posibilidad de que, desde un saber desapasionado, frío, algorítmico, el médico autista podrá aprender el modo de hablar “normal”, incluyendo “sarcasmos”, que podrá establecer una comunicación con los pacientes con términos adecuados ajenos a la espontaneidad asociada a su falta de tacto, que podrá incluso enamorarse o sentir algo parecido.

Podría pensarse que la serie persigue una cierta lucha contra la segregación del diferente. Uno puede ser autista y, a la vez o incluso “gracias” a lo que eso conlleva, ser un gran médico. Pero también se ve algo menos bondadoso y es el modo de concebir la Medicina por el guionista. Hay alguien o, más bien, algo, que supera al Dr. Murphy. Se trata del Dr. Xiaoyi. Es un excelente médico, pero no es autista; de hecho, tampoco es humano sino un robot.  Creo que está ahora haciendo la residencia tras superar exitosamente los exámenes para ser médico.

El Dr. Murphy es autista, House era frío y antipático, Xiaoyi, el más auténtico por real de los tres, es un robot. Los tres comparten una perspectiva de la Medicina a la que se aspira, sobre la que comentaré algún día, esa que se ha venido en llamar “de precisión” o “personalizada”; personalizada e inhumana.

La serie mostraría un caso especial, único, de superación. Pero eso es falso. Lo que se ve no realza la carencia de empatía sino la abundancia del supuesto saber médico. La empatía que le falta a Murphy es mayor que la que tienen muchos médicos reales de carne y hueso. De hecho, como un robot, podrá aprender un algoritmo que le permita una cierta sintonía con sus pacientes.

Esa es la aspiración subliminal o no tan subliminal. La buena Medicina que se nos presenta es la que requiere de lo que pueden compartir un ser humano y una máquina. La buena Medicina es ya estrictamente algorítmica. Se acabó la intuición, el “ojo clínico”, el escuchar lo biográfico más allá de lo biológico, se acabó la compasión en una época de eficiencias y de medicinas defensivas. Se acabó, por supuesto, la mirada fuera del primer mundo. Renace el neomecanicismo en el contexto de la metáfora informativa. No se trata de ayudar a un ser humano sino de resolver el problema técnico de su cuerpo que no funciona, cosa realmente tan importante como insuficiente tantas veces.

Ya lo vemos de forma cotidiana. Alguien aplicó o no el protocolo, el sagrado protocolo con respecto al que, por acción u omisión un médico podrá ser declarado inocente o culpable ante una demanda.

El Dr. Murphy no es, como algunos comentaristas han afirmado, un anti-héroe. Al contrario, es el "héroe" que encarna el valor de la nueva concepción de la Medicina, la aplicación de un saber algorítmico en un contexto ético que sólo conoce la defensa y desconoce lo humano.

De hecho, nuestros hospitales están impregnados de autismo (¿cuándo no ha sido así?), de un autismo médico que se inicia en las facultades, que es carente de etiquetas que lo indiquen y que, lamentablemente, no va siempre acompañado del saber técnico que posee el fantástico Dr. Murphy. Afortunadamente, abundan también excelentes profesionales exentos de ese "autismo" que cierra los ojos al dolor humano para ver sólo cuerpos.

sábado, 8 de septiembre de 2018

MEDICINA. Falta de médicos.




Nos estamos quedando sin médicos. Es un hecho reconocido hasta por las propias autoridades sanitarias.

Hubo tiempos no lejanos en los que los médicos ya especialistas vía MIR no tenían posibilidad de un trabajo digno en nuestro país y habían de buscarse la vida emigrando a Portugal, al Reino Unido,… a donde fuera. O hacer otro MIR, que ha pasado en muchos casos a ser considerado una salida laboral más.

Más tarde, con ocasión de la crisis, término que se hizo mantra para explicar todo tipo de decisiones extrañas, pareció políticamente oportuno acortar la edad de jubilación de médicos en el sector público (se ahorraba, criterio sacrosanto donde los haya) y así muchos médicos que habían entrado en el sistema a raíz de la apertura de los grandes hospitales (ciudades sanitarias se les llamaba) o pocos años después, se vieron jubilados bruscamente, a veces de la noche a la mañana de modo literal. Ni siquiera se mantuvieron las formas de una cortesía elemental. Hubo servicios que prácticamente se vaciaron al no haber una generación de facultativos intermedia y adecuadamente formada entre los que se iban y los que entraban.

Parece sensato, necesario, que se dé paso a otros, que haya un recambio generacional, pero ese no fue el motivo de que se echara a los viejos, porque no fueron sustituidos por jóvenes en condiciones laborales similares, sino que se amplificó un precariado médico que aún persiste ahora en forma de contratos horarios, de guardias, por acúmulo de tareas, por diferentes razones administrativas (qué más da el nombre que le den a lo que se llama justamente "contratos-basura") y que generan situaciones laborales inciertas. A la vez, hay interinidades que se eternizan porque las ofertas públicas de empleo (OPE) se dan cuando se dan, con una frecuencia temporal muy baja y con un número de plazas exiguo para estabilizar a gente con muchos años de experiencia.

Y esto ocurre en un contexto organizativo piramidal con promociones jerárquicas que parecen desconocer criterios de mérito, capacidad y publicidad. Un contexto que se incluye en otro en el que ha destacado una falta de previsión adecuada en la convocatoria de OPE o en la oferta anual de plazas MIR para las distintas especialidades. En aras de la excelencia, término en vigor donde los haya, se instala una nota de corte tan alta como irrelevante a la hora de seleccionar a quienes podrán iniciar los estudios de Medicina, en ausencia de relación alguna entre la calidad de un futuro médico con que su educación secundaria haya sido brillante o sólo aceptable. Nadie le preguntará a un cirujano por esa brillantez alcanzada o no en literatura o matemáticas cuando fue adolescente.

Las listas de espera diagnósticas y terapéuticas son como son, en hospitales que trabajan en turno de mañana a pesar del concepto industrial en que ha caído la Medicina y que algo bueno debiera tener. Quedan así para tardes y noches las urgencias que saturan de un modo insensato los recursos disponibles, en vez de mantener una actividad continuada en mayor o menor grado con mejores criterios de lo que es urgente, algo que rqueriría más personal y que probablemente fuera razonable desde el mero aspecto economicista, ese que tanto gusta. La concepción industrializada de la Medicina, que roza tantas veces la perversión en alianza con los intereses de las industrias diagnóstica y farmacéutica, no ha conseguido así superar la visión burocrática que implica tantas peregrinaciones de urgencias a primaria, de ésta a consulta especializada y de aquí a la obtención de pruebas complementarias y retornos diversos, con el retraso diagnóstico y terapéutico consiguientes. Hay enfermos que bien pueden perderse en semejante circuito. Se da la gran paradoja de que la bondad de nuevas herramientas, como las de imagen, puede suponer a la vez un cuello de botella diagnóstico por la demanda existente, tanto la natural como la inducida por una hipocondrización generalizada.  

Los brillos asociados a trasplantes, cateterismos fetales y cirugías robóticas se dan a la vez que nos quedamos sin médicos de familia y sin pediatras. De los geriatras ya ni se habla y es que parece que la asistencia sanitaria sólo tiene como objetivo la edad laboral, de tal modo que quienes tengan demencias u otras enfermedades degenerativas asociadas a la vejez (esa etapa de la vida que algunos iluminados dicen que es una enfermedad más y susceptible de futura curación) tendrán que buscarse la vida cuando menos pueden encontrarla precisamente por su condición socioeconómica, entrando en un limbo de pacientes olvidados y que alimentará las noticias de muertos solitarios en sus casas. 

Esa carga geriátrica es paliada precisamente por médicos de familia, que hacen lo que pueden, lo que resalta aun más la gravedad de su limitación numérica.

Muchos médicos de familia no lo son ya propiamente porque difícilmente pueden llamarse así los que han de cambiar reiteradamente de lugar de trabajo y, por ello, de familias a las que atender. La atención primaria es la gran afectada por el despropósito organizativo en el sistema público, con consultas saturadas que han de conciliarse con las debidas asistencias domiciliarias y restricciones temporales en capacidad de atención clínica.

Los pediatras también sufrirán los efectos de su propia escasez y de la dispersión geográfica de necesidades asistenciales. A la vez parece que pagan también las consecuencias de un viejo deseo de alargar la frontera de la niñez hasta los catorce años o incluso más allá, algo quizá muy natural en una época que alberga la “adultescencia”. 

Y es ahora cuando las lumbreras políticas caen en la cuenta de que quizá se precipitaron al jubilar masivamente a la gente mayor, al no tener en cuenta las necesidades de formación especializada, al potenciar una visión de la Medicina que hace que las primeras especialidades elegidas por los MIR sean las que son, o al menospreciar la visión generalista que se tiene de los médicos de familia y pediatras ante el brillo mediático que brindarán otras especialidades. 

Y todo ello acaece en una época en la que el “santoral” ya no recuerda a santos, sino que parece celebrar enfermedades. En él, las esperanzas celestes son sustituidas por las constantes promesas salvíficas que abarcan desde la inminente cura de una enfermedad (suele ser siempre en cinco años) a la difusión de publicaciones relevantes que muestran las células como agentes intencionales (habiéndolas “malas”, que serán combatidas, incluso fortaleciendo a las "buenas"). Sobran los ejemplos de atentados a la inteligencia en esa visión de pseudo-divulgación médica cotidiana, pero el hecho de ser falaz no impedirá que influya poderosamente en una demanda creciente, en la proliferación de cribados y en la consolidación de algo tan perjudicial como es una medicina defensiva. 

Tenemos unos magníficos profesionales en el sistema sanitario (no sólo médicos) que, con su trabajo cotidiano callado, bien hecho, vocacional en tiempos poco propicios a vocaciones, sostienen lo que parece insostenible por obra y gracia de tanto gestor "político profesional" a quien nadie le pedirá jamás nota de corte alguna, aunque en muchos casos parecería prudente hacerlo. Tampoco estarán nunca sometidos a un "numerus clausus" relacionado con necesidades reales. Eso sí, muchos de ellos podrán pagarse una cara sanidad privada si lo precisan y no serán afectados por sus propias decisiones, esas que inciden en tantos.



viernes, 24 de agosto de 2018

MEDICINA. Acompañar en el hospital.





Hay términos que no parecen precisar definición. El Diccionario de la RAE recoge ocho acepciones, nada menos, para "acompañar". Y hay dos que parecen relevantes: "Estar o ir en compañía de una u otras personas" y Participar en los sentimientos de alguien”.


Si buscamos el término “compañía”, acabamos en una circularidad. No está claro (en realidad, no puede estarlo) qué significa acompañar cuando nos referimos a la enfermedad. En tal caso, la compañía no es propiamente activa; sólo hay pasividad, un pathos que se asocia al sufrimiento de otro y que supone una expresión de un hacer lo que se pueda, aunque no se pueda hacer nada más que estar ahí, cerca, incluso callado.


En el acompañamiento, ser se identifica con estar. No se trata de ser, sino de estar, aunque esto dependa de cómo uno es. Se trata de estar próximo, al lado, como intermediario, de “cuerpo presente” podría decirse, de un cuerpo vivo que atiende a las señales de otro cuerpo debilitado por su situación clínica.


Un hospital es un lugar en el que se da una extraña mezcla de compañías que, curiosamente, comparten algo, la mirada al cuerpo de otro. El médico responsable del paciente mira un cuerpo sometido a un tiempo distinto, el de la enfermedad, modificable muchas veces por un tratamiento farmacológico o quirúrgico. Atiende a su semiología manifiesta y también a la oculta (imágenes, analíticas...). En eso se confía. El personal de enfermería detalla las “constantes”, término curioso para aludir a variables medibles, y proporciona esas analgesias tan importantes como tantos otros cuidados. El término “auxiliar” designa a personas cuya función (ayuda al aseo, limpieza de habitaciones, atención a llamadas, etc.) es mucho más importante de lo que parece dar a entender. 


Y, en medio de esas compañías profesionales y en el contexto de un horario extraño de comidas y medidas, es factible la compañía de la persona por familiares y amigos. Se le preguntará cómo está, qué dicen los médicos, se le ayudará a animarse… Y a veces, uno de esos acompañantes es médico y tendrá una disociación de mirada, una caída en un dualismo por el que, por un lado, atiende al alma del paciente intentando apoyarla, “animarla” (¿cómo animar el anima, el alma?), y por otro observa el cuerpo como seno de una semiología rica en alarmas, que pueden producirse en cualquier momento, del peor modo. 


Cuando el médico se hace acompañante, no puede ser médico, pero tampoco dejar de serlo, entrando en una situación complicada, extraña. La deseable tendencia a “descansar” en la adecuada atención clínica de otros no excluirá esa pasión impaciente por saber lo que se desea, por asegurarse de que las cosas irán bien, de que el cuerpo enfermo dejará de serlo, de que lo que se imagina improbable y terrible acabará cediendo a lo probable y llevadero. El pensamiento mágico temeroso ignora al reverendo Bayes.


La vida lo irá determinando en cada caso, pero todo médico joven debiera saber de las bondades y maldades de la necesaria compañía. Todo médico joven debiera saber lo que supone acabar siendo reducido, aunque sea por poco tiempo, a cuerpo enfermo. Es más, quizá fuera conveniente una estancia hospitalaria para quien, por sus buenas notas, cree tener vocación por la Medicina. Muchos serían disuadidos de iniciar sus estudios. En la película “The Doctor”, se jugaba con esta inversión de papeles. Es discutible que sirva en realidad para poco más que para percibir las cosas de otro modo y con una inmunidad lúdica.


Nunca se acompaña sólo a un paciente. Se está, porque acompañar es estar, con otros, el compañero de habitación, pacientes que acuden a espacios comunes (cada vez más raros), espacios que pueden tener una vista magnífica y, a la vez, carcelaria, con ventanas bloqueadas para evitar suicidios, algo que siempre puede ocurrir en un hospital. Y se está así en presencia de otras realidades que se suponían, pero no se sabían; la insuficiencia funcional de alguien, la soledad de otro, tristezas, tragedias, esperas desesperadas y esperas resignadas que quizá sean peores. A veces, algunas notas de humor.


¿Quién es médico en un hospital? En general, alguien que lleva una bata y que, con frecuencia, la adorna con un fonendoscopio muchas veces inútil. Desde ese rol aparente puede acoger y quizá sostener esperanzas de otros que hasta hace poco fueron desconocidos, de otros que no son ni serán sus pacientes pero que también están ahí. El rol permanece, aunque la posición sea otra.


Se ve al otro en su indefensión. Un otro callado, quizá temeroso, a veces querulante. Todo lo bueno y lo malo de cada cual aflora en la enfermedad. Habrá quien vea como una bendición del cielo ser atendido por otros, a la vez que persistirán casos de familias de visión onfalocéntrica que creen que su paciente es el único importante para todo el mundo hospitalario, para todo el mundo en general, y que para eso le pagan a todo ese mundo, para atender hasta los últimos caprichos de un imbécil, porque se puede estar enfermo y seguir siendo imbécil.


Acompañar excita, atemoriza y agota, pero es tan necesario como la medicación. Ya hay felices intentos de facilitar el acompañamiento en lugares como las UCIs. Sigue habiendo serias carencias de apoyar a cuidadores en el caso de enfermedades crónicas, de esas en las que se asume tan falsamente que el paciente donde mejor está es en su casa, aun cuando en ella esté en realidad mucho peor en las necesidades asistenciales básicas, algunas tan esenciales como apaciguar la sed cuando se han olvidado hasta los reflejos que permiten beber.


La compañía supone asumir el temor ante la pérdida de quien se acompaña y, a la vez, aunque en mucho menor grado, ante la pérdida de sí, de uno mismo. La muerte se muestra también en bellos paisajes visibles desde una habitación o una sala de hospital. Se percibe como el gran contrapunto de la vida. Universal, siempre al acecho.


No se saldrá del hospital más reforzado, sólo un poco más sabio porque se saldrá más humilde. Y, sobre todo, más agradecido a tantos que todos los días dedican su trabajo a una tarea que, por profesionalizada, se llega a hacer ingrata, considerándose erróneamente obligación lo que no podría acontecer sin una mínima dosis de amor.


En nuestro país somos afortunados por disponer de un sistema público sanitario en el que abunda gente excelente, cuidadosa, amorosa. Bien podría decirse que no sabemos lo que tenemos, por más deficiencias que el sistema pueda sufrir por parte de gestores iluminados o vaivenes políticos.