viernes, 22 de marzo de 2019

El trauma anestesiado




En un magnífico trabajo sobre la angustia, el psicoanalista Manuel Fernández Blanco dice que “lo traumático es algo que no podía ocurrir y, sin embargo, ocurrió” (1). Parece imposible expresarlo con mayor claridad. 

Hay traumas individuales y traumas colectivos. Una violación sexual o un accidente de coche suponen algo singular. Un tsunami, un atentado terrorista o la entrada en combate afectan simultáneamente a muchas personas. En cualquier caso, el trauma siempre acaba siendo singular, de cada uno, aunque implique a muchos simultáneamente, y la respuesta posterior al mismo también, porque es la subjetividad de cada cual, su modo de ser, su forma de afrontar algo tremendo, con ayuda o sin ella, lo que acabará influyendo en la implicación mayor o menor, de un modo u otro, del episodio traumático en su vida.

El trauma será recordado; a veces como acontecimiento, otras por los síntomas que derivarán de él. Existe, en ocasiones, una cierta congelación biográfica del trauma en forma de “stress post-traumático”. Se puede sobrevivir al trauma, pero quedar marcado por él; el síntoma lo recordará incesantemente. Basta con echar un vistazo a un texto tan manido (y pobre) como el DSM para hacerse una idea de qué significa esa expresión diagnóstica. Hay a quien el trauma le cambia la vida de un modo muy duro, hay quien logra superarlo en mayor o menor grado. Pero está ahí, en forma de memoria.

Si no hubiera sucedido… pero ocurrió. Si no se recordara… pero se recuerda. Y aquí es donde entra la salvación tan prometida como inalcanzable desde el exceso cientificista, un nuevo anuncio mesiánico en el que han incidido distintos medios de comunicación, haciéndose eco de una publicación reciente; la solución estaría en el olvido farmacológico del trauma.

Algún medio, como la cadena SER, recoge la cura prometida por Strange y su grupo: “La reconsolidación nos da un posible portal para acceder a memorias negativas. Si tienes un accidente de tráfico, te podría producir ansiedad la próxima vez que coges el volante y podría suceder que no quieras conducir un coche, aunque de ello dependa que vayas al trabajo o lleves a tus hijos al colegio. Si hay una manera de reducir la memoria del accidente, podríamos ayudar a esa persona".  No dice que, en caso de recordar, tal vez sea bueno que el traumatizado no vuelva a conducir un coche; nunca se sabe. Podría tratarse de alguien que repite lo que en su día hizo muy mal.

El artículo en el que el grupo de Strange publica sus hallazgos (2) recuerda que puede reactivarse por evocación una memoria consolidada hacia un estado lábil, del cual podrá “reconsolidarse” tras un tiempo. Su estudio muestra que tal reconsolidación puede perturbarse administrando un anestésico llamado propofol. Usaron dos grupos de sujetos tratados con ese fármaco para una endoscopia con sedación. Se les habían mostrado a todos dos series de imágenes que, en el medio, contenían una escena de carga emocional y se ensayó la memoria asociada a ese aspecto, el emocional, a corto plazo (27 a 105 minutos) en un grupo, o al cabo de 24 horas en el otro. Fue este último grupo el que permitió inferir la conclusión de que el propofol interfería en la reconsolidación de la memoria emocional.

En su apartado de “Discussion”, el artículo incide en la posibilidad de que el propofol, un agonista GABAérgico, actuara amortiguando la actividad de la amígdala y del hipocampo, así como el acoplamiento entre ambos. Admiten desconocer si la memoria emocional fortalece “per se” el recuerdo o si hay una diferencia cualitativa entre ella y una memoria neutra. Y concluyen sugiriendo la necesidad de ensayos clínicos con pacientes afectados por recuerdos traumáticos.

De eso se trata; hubo un trauma, borremos su recuerdo y se acabarán las consecuencias a que, en forma de stress, fobias o lo que sea, haya dado lugar ese episodio deplorable.

El trabajo que da lugar al artículo aparenta pobreza metodológica, por más estadística de la que se adorne. Estamos ante una sugerencia. Nada más en la práctica. Parece que ninguno de los participantes había sufrido un episodio traumático y que tampoco tomaban psicofármacos. Eran pacientes sometidos a exploración endoscópica (algo bastante alejado a episodios o exploraciones psiquiátricos) y a los que se sometió a un test de memoria que incluía una carga emocional. Algo así como si se estudia a gente sana que ve un melodrama en el cine. No parece que abunden los traumas psíquicos por el visionado de películas si no hay un contexto psíquico que lo facilite.

Es decir, se hizo un estudio observacional que no concluyó propiamente nada ni sobre el trauma ni mucho menos sobre el stress post-traumático, sencillamente porque ni lo uno ni lo otro fue abordado sino sólo sustituido por una supuesta memoria emocional artificiosa, de película. De una observación de un posible efecto neurológico de un fármaco se hace una extrapolación prácticamente infundada sobre su potencial uso en un cuadro psiquiátrico completamente alejado de la realidad observada en el estudio. Dicho de otro modo, mucho más crudo, estamos ante fantasía, no ciencia.

Ahora bien, al margen del revuelo que algo así ha causado y que cesará rápidamente en este tiempo de noticias que aparecen y desaparecen con rapidez, es un hecho que la neurociencia avanza de modo extraordinario. No es imposible descartar a priori que esa fantasía fuera realizable en el futuro y que se pudiera, con el propofol, con otros fármacos o con electrochocks, borrar literalmente el recuerdo traumático. Y, en tal caso, surgen muchas cuestiones. Centrémonos en algunas.

¿Dónde estaría el límite? El substrato neurobiológico del miedo es algo que va siendo relativamente conocido a escala macroscópica aunque muchísimo menos en el orden microscópico y molecular. ¿Sería posible actuar sólo sobre un recuerdo concreto? ¿Valdría la pena llevarse por delante un trozo de biografía acompañante, borrar todos los recuerdos considerados traumáticos, aunque no lo sean? ¿Se acabarían los síntomas que ese episodio “borrado” de la mente puede seguir ocasionando?

De las consecuencias de un borrado un tanto generalizado sabemos, y muy poco, desde la observación de amnesias, incluso en su grado peor, la de dementes. Pero incluso en estos casos, ocurre a veces una situación que parece inversa al borrado, porque puede darse un trauma en plena enfermedad y tener efectos, aunque aparentemente el trauma no se perciba por terceros, que verán todo borrado en el paciente. Puede ocurrir que la persona que padece Alzheimer pregunte cuando nadie lo espera por lo traumático que no se ha oscurecido absolutamente por su enfermedad: ¿Qué pasó con …? ¿Por qué no está…? Y nadie querrá responder. Nadie esperaría que en el mar del olvido generalizado surgiera la cuestión biográficamente relevante para el enfermo. Nadie esperaría tener que contestarla. Y no habrá respuesta, pero sí permanecerá en el aire la pregunta. El límite sólo lo pondrá la hermana muerte.

En un neo-positivismo radical, parecen ignorarse las preguntas más elementales (y difíciles) ¿A qué le llamaríamos trauma? Ya sabemos que la estupidez reina en la educación de hijos a los que se desea libres de “traumas”, con cariñosas madres que sólo consienten que el pediatra explore a su hijo mientras ellas le dan de mamar, padres que dejan que sus hijos campen a sus anchas molestando a todo hijo de vecino, neuróticos que aspiran a que sus hijos “triunfen” como compensación a sus fracasos vitales, etc. La definición inicial de M. Fernández Blanco parece claramente operativa por afinar fenomenológicamente en lo esencial.

Qué borramos? La expresión “borrón y cuenta nueva” se pretende literal, tanto como imposible, en el dudoso caso de que fuera factible técnicamente, si no renegamos de nuestra condición humana.

Hay traumas y consecuencias de ellos, pero no estamos ante una relación de causalidad evidente como la que puede darse en el ámbito físico o en situaciones neurológicas simples (no está de más recordar que la causalidad en Biología es muy difícil de establecer, no digamos ya en Medicina y especialmente en Psiquiatría). Un trauma puede ser condición necesaria para generar un stress post-traumático, pero no causa suficiente. Y no lo es porque el trauma le acontece a alguien en un momento dado de su ser en el mundo. Y uno responderá de un modo, y otro de forma diferente. Y, así como hay soldados que sufren de ese tipo de stress, también hay héroes de guerra que lo son porque han tenido miedos ocultos, inconfesables por banales.

Estamos ante un revival del afán topográfico en su forma más idiota. La frenología tuvo su lógica en el contexto en que se desarrolló; no ahora. La lobotomía tuvo su tiempo, que no es éste. No hay un lugar para cada trauma, aunque todos impliquen modificaciones neuronales, moleculares, memorias a corto y largo plazo. Sí existen áreas relacionadas con esas memorias, con sentimientos de miedo y de asco. También las hay ligadas al lenguaje, pero nadie habla como otro, nadie siente como otro, nadie es como otro. El sueño del "lavado de cerebro" está bien como inspiración de torturadores, no en Medicina. Y el proyecto MKUltra fue lo que fue, quedando como aparente fascinación para algunos, un atractivo inquietante y perverso.

La biografía afectada no se puede corregir con amputaciones biológicas (exceptuando clara etiología orgánica), sea de áreas macroscópicas, sea de circuitos concretos mediante fármacos o editores de potenciales cambios epigenéticos. La época de las lobotomías enseñó (incluso con el reconocimiento de un premio Nobel) dónde se puede llegar en el frenesí curativo.

Un paciente debe ser ayudado en todos los órdenes, su dolor corporal y anímico debe ser tratado y los fármacos actuales y, sobre todo, los que se desarrollen, pueden ser de gran ayuda, pero mal enfoque es el que se encuadra en el marco de una anestesia perenne, por parcial que parezca.

Es de esperar que el avance neurocientífico facilite la perspectiva antropológica y dote a la Medicina de recursos magníficos como los que auguran los ya existentes sistemas de transducción de señal cortical a sistemas robóticos o las retinas biónicas. La neurociencia facilitará la comprensión del ser humano, pero es el ser humano el que debe plantearse qué neurociencia es posible y, sobre todo, aplicable, desde la ética.


Referencias

1)    Fernández Blanco M. “Lo viejo y lo nuevo de la angustia”. El Psicoanálisis. 2007; 11: 27-42

2)    Galarza Vallejo A, Kroes MCW, Rey E, Acedo MV, Moratti S, Fernández G, Strange BA. “Propofol-induced Deep sedation reduces emotional episodic memory reconsolidation in humans”. Sci. Adv. 2019;5:eaav3801. 20 March 2019

viernes, 15 de marzo de 2019

CIENCIA. Del museo al laboratorio.





"Lo que espera el público de un museo es, por encima de todo, una transformación mágica de la experiencia cotidiana". Mihalyi Csikszentmihalyi (citado por el autor)

Comento aquí un libro cuyo autor, Guillermo Fernández Navarro, tuve la fortuna de conocer en la inauguración de una exposición celebrada en A Coruña, de la que él era comisario, siendo entonces Tino Fraga director de los museos científicos de esta ciudad.

Guillermo nos guió a los visitantes por los distintos módulos, algunos expositivos, otros interactivos, aclarando por qué había surgido una composición aparentemente heterogénea pero que remitía a algo tan importante como la creatividad humana en su versión de tarea científica.

Pero lo más importante para mí de esa exposición, fue una experiencia de contagio. Guillermo se mostró como lo que sigue siendo, un hombre apasionado por la ciencia y, en general, por el conocimiento, con esa aspiración renacentista que sabemos imposible pero necesaria. 

Su concepción de la ciencia como algo que no se dirige sólo a un avance epistémico sino que, haciéndolo, muestra la belleza del mundo y del propio método científico, hizo que sintonizáramos rápidamente.

Desde la amistad surgida, tuvo a bien remitirme el libro que me permito reseñar aquí, a sabiendas de mis propias limitaciones para hacerlo y en la confianza de que tendrá otros comentaristas mejores, porque su texto así lo reclama.

El título es provocador porque plantea una aparente aporía. Se nos remite al espacio museográfico, algo que instintivamente asociamos al pasado y, a la vez, se nos sugiere que eso puede transformar a quien se sumerge en tal espacio. Ese es el deseo al que Guillermo dedica su actividad y que hizo surgir este ensayo. Ha respondido y sigue respondiendo a un deseo epistémico, estético, y que, por ser también amoroso (conocimiento, belleza y amor van generalmente ligados), implica el afán didáctico en el mejor sentido, el de la enseñanza que cala, que penetra en alguien para posibilitar su propio deseo.

Hay museos científicos que son, efectivamente, colecciones del pasado, sea de mariposas, de esqueletos de dinosaurios o de microscopios. Y los hay que, más que museos, parecen aulas didácticas con sus interacciones fáciles (son esos espacios que indican “prohibido no tocar”) y que inducen al divertimento más que a la pregunta.

Los solapamientos con actividades docentes regladas son, a la vez, ajenos y necesarios, otra de las aporías que retan la permanencia y el desarrollo del museo científico. Y así, el libro se centra en lo que parece esencial a tal campo, saber de qué hablamos cuando nos referimos a un museo de ciencia, algo que tiene que ver con la pregunta por la ciencia misma, en sus resultados y en su método.

Dado el análisis riguroso a que es sometida tal cuestión, no procedería por mi parte tratar de hacer un resumen del contenido de la obra, un ensayo que alcanza aspectos tan variados como la diversidad posible de este tipo de museos, su sostenibilidad y su eficacia.

Me limitaré a poner de relieve lo que considero su gran objetivo. Se trata de analizar qué es y qué debe ser un museo científico para transformar al visitante. El libro es eso, fruto de la maduración de un trabajo de años volcada en un esfuerzo analítico que intenta lo mejor para el otro, para el visitante. De eso se trata, de que, al menos, alguien de los que acuden a un museo científico sea transformado, sea atraído por el método de la ciencia y por la belleza que la ciencia desvela. Aunque el éxito de un museo pueda cuantificarse por el número de visitas que acoge, el valor real no puede ser cuantitativo sino cualitativo e impredecible, pues cuajará en el futuro y no será observable; mucho menos, medible. No es descartable que baste con una visita para que un joven decida iniciar una carrera científica. Y también es posible que alguien ajeno a la ciencia, pase a considerarla de un modo realista, como algo más propio de lo que pudiera pensar, enriqueciéndose así con una óptica necesaria.

Y es que, en esencia, no es válida la distinción tan lejana al admirado espíritu renacentista entre “ser de ciencias o de letras”. Por el contrario, Guillermo insiste en el valor de ofrecer un “producto comunicativo autónomo, homogéneo y holístico”, en la necesidad de “estimular por la búsqueda del conocimiento más que transmitir conocimiento, algo que no deja de representar una especie de vuelta al origen de todo”. Tal defensa de la divulgación del método me parece acertadísima en un tiempo en el que la ciencia se enseña como narración de resultados en progreso lineal (o exponencial), olvidando el método que los ha hecho posibles, su reproducibilidad, la originalidad del investigador, la serendipia, etc. Es ese carácter narrativo lo que puede hacer ver la ciencia como creencia, traincionándola de la peor manera.

No se trata de incurrir en la moda tan absurda de pretender aprender jugando, sea el inglés, la biología o la historia, porque, como bien indica el autor, se da el “riesgo de reducir y falsear las inmensas posibilidades de la práctica científica real, de la que puede decirse que es apasionante, subyugante o interesante, pero no precisamente divertida”.

También la intuición de que, si vamos a un museo, vamos a ver algo “viejo”, acaba siendo propicia, porque la ciencia actual sólo es comprensible mirando a su pasado, aunque sea en modo fragmentario. El museo científico proporciona una alternativa a la tarea especialmente difícil de relatar una buena historia de la ciencia, difícil tal vez porque los historiadores en general no sepan lo suficiente de ciencia o porque los científicos no reúnan las condiciones exigibles a un historiadores. Aunque existan, por supuesto, buenos libros de historia de la ciencia, no llegan a alcanzar el rigor que se da en otros campos de la historia. Y, quizá por ello, proliferen tanto los libros de buena y de muy mala divulgación. Asimov fue un maestro en ese sentido, como lo es a día de hoy Brian Greene, por citar sólo dos ejemplos. Descartaré citar a los malos. Un museo científico tiene como tarea también la de hacer una buena divulgación del método y de los resultados científicos, realzando el contexto histórico en que se producen. 

Ninguna vertiente didáctica, sea la enseñanza básica, la divulgación o el espacio museográfico se excluyen, sino que más bien se complementan. El problema reside en cómo lograr que el museo de ciencia alcance el papel que le corresponde y que será cambiante a lo largo del tiempo y en el contexto de consideraciones socioeconómicas. Es a esa tarea constructiva que se dedica el libro cuya lectura sugiero vivamente desde aquí, a la vez que transmito mi personal felicitación a su autor por una reflexión tan necesaria. No es poca cosa saber cómo transmitir una pasión y, sin duda, Guillermo Fernández es un hombre que sabe contagiar la suya por la ciencia y así, por el conocimiento en general.

miércoles, 6 de marzo de 2019

MEDICINA. El cinismo proteccionista.



"However, there is another source of evidence we could consider: the experience of real patients". Jacob Stegenga


Recientemente, los medios de comunicación, incluyendo el “Diario Médico” mostraron el resultado de los esfuerzos ministeriales para arrojar luz sobre las pseudociencias.
Somos iluminados al respecto en la web “CoNprueba” , un pretendido simpático juego de sendas palabras, una con “n” y otra con “m”.

En ella se insiste en la necesidad de utilizar terapias basadas en la evidencia científica, mostrando un listado de todas aquellas pseudomedicinas que no soportan la más elemental prueba de eficacia y anunciando otra relación por confirmar. 

Sobra decir que cualquiera que esté en sus cabales le daría tanto valor a la "geocromoterapia" como a la "oxigenación biocatalítica" para tratar un problema clínico y que sería sencillamente nulo. Para tal viaje no se precisan alforjas. Pero el intento del legislador no parece pretender informar sobre la charlatanería fácilmente reconocible, sino tomar este primer paso para una posible deriva inquisitorial que segregue de la práctica clínica cualquier aproximación que los grandes “expertos” consideren no científica. No es probable que el signo político de próximos gobiernos altere la adoración cientificista.

Todo ha de basarse en la evidencia, mantra que ha de orientar también la educación de nuestros jóvenes (en la web se indica que Una enseñanza efectiva de la ciencia conduce a mejores resultados para los estudiantes y a una optimización de los recursos. Esto requiere que tanto docentes, como administraciones y entidades encargadas de su formación, tomen decisiones basadas en la evidencia científica disponible sobre cómo funciona el aprendizaje y la motivación de los alumnos” ). Tal parece que los profesores de enseñanza básica y secundaria son unos osados si no aprenden las bases científicas de la motivación y del aprendizaje que lo facilita, por lo que parece imprescindible el auxilio de pedagogos que ilustren sobre lo que ha de ser una educación basada en la evidencia. 

Si hay ingenieros y biólogos (APEPT) que asesoran a ministerios sobre cómo debe ejercerse la Medicina, no sorprende que haya pedagogos que traten de enseñar cómo deben hacerlo los docentes. Un nuevo sacerdocio se instala, el de los “expertos”.

¿Cómo saber si una práctica médica es adecuada? Hay dos posibilidades complementarias. Una es simple; se trata de aceptar lo que nos diga el Ministerio en su web. Otra, complementaria, se muestra como objetivo en ella para este año, pues se nos dice que #CoNprueba da a conocer nuevas acciones de cultura científica dirigidas a promover el pensamiento crítico y racional. A lo largo de 2019 se desarrollarán materiales formativos para que los alumnos de secundaria conozcan cómo funciona el método científico y entiendan conceptos clave como “efecto placebo”, “grupo control” o la diferencia entre correlación y causalidad. 

Dicho de forma simple, la estadística y, para más concreción, la estadística frecuentista será la esencia de lo racional a la hora de plantear la bondad de una perspectiva terapéutica.
No cabe duda de que la estadística es una herramienta valiosa en Epidemiología y en el ámbito de los ensayos clínicos que comparan unos medicamentos entre sí o con placebo. Pero no puede haber una deificación de lo instrumental, porque todos somos conocedores de excesos metodológicos, empezando por los relacionados con conflictos de interés. 

Un ensayo clínico, un meta-análisis, cuando están bien hechos, orientan, pero no siempre son definitivos. El ser humano no es reducible a un individuo muestral (en este sentido, es habitual la existencia de “outliers”) y la relación clínica siempre es singular. Eso supone el gran límite para la bioestadística y sostiene la práctica clínica.

Un contraste de hipótesis como el que supone un ensayo clínico a doble ciego requiere eso, ceguera, la imposibilidad de saber si un sujeto está recibiendo un medicamento u otro (o un placebo). Y eso, que parece factible en el caso de la homeopatía, por ejemplo, no lo es tanto en otras prácticas como la acupuntura; ¿con qué “control” la compararíamos? 

En la obsesión por el contraste estadístico, se puede calificar de pseudociencia a lo que simplemente no es contrastable. Y así, la fisioterapia en general no sería evaluable, no sería científica, como tampoco lo serían las distintas formas de psicoterapia. ¿Les llamaríamos pseudociencias a la espera de medicamentos que superen viejas prácticas?

El criterio estadístico frecuentista, en contraposición al bayesiano, ha supuesto serios excesos interpretativos en forma de riesgos relativos que sustituyen a los absolutos, o de olvido del número de sujetos a tratar para evitar un solo episodio cardiovascular, por ejemplo, en un lapso temporal determinado. Las estatinas constituyen tal vez el mejor ejemplo de ese exceso que, bajo la supuesta finalidad preventiva, hace uso y abuso de estudios caso - control, estudios de cohortes y demás historias.  

Bueno, esa es la “ciencia” aplicada a la Medicina o, más bien, la "medicina científica" que se pretende. Nada como las “p”, los “intervalos de confianza”, los riesgos relativos, etc. Pero, si se usa esa ciencia para analizar pseudoterapias, también deberá tenerse en cuenta en la revisión de terapias consolidadas.Es el mínimo exigido por la coherencia.

Ya se han publicado unos cuantos artículos, incluyendo meta-análisis, sobre la dudosa eficacia de los antidepresivos. Estos días, se incidía en este sentido en un artículo publicado en AEON 
 
Sencillamente, no parece, a la luz del contraste estadístico, que los llamados antidepresivos lo sean de verdad, es decir, que curen o alivien una depresión mayor, ese “sol negro” terrible. No de modo estadístico. Y, si es así, si ocurre con ellos lo mismo que con los medicamentos homeopáticos, habría que actuar en consecuencia y proponer que se retiren del mercado. ¿O no? O no, porque hay personas a quienes les ha ido bien con ellos, o así se lo ha parecido a ellos y a sus psiquiatras. O no, porque, si alguien los está tomando, es posible tanto que sus efectos secundarios se perciban como mejora real como que la abstinencia de ellos comporte efectos indeseables. Julius Axelrod vio los efectos en terminales sinápticas y, desde entonces, las hipótesis simplistas de la depresión como un déficit de neurotransmisores persisten. Si estás deprimido, es porque te falta serotonina; hay que subirla.

No deja de ser curioso que los más cientificistas, los que adoran las escalas ordinales de depresión, como si de marcadores morfológicos se tratara, y las significaciones estadísticas, sean también los más biologicistas y conciban la depresión como una gastritis o una neuralgia de trigémino, una patología con dianas moleculares susceptibles a una supuesta amplia batería de antidepresivos que, al final, ni es tan amplia ni tan “anti”.

Con los criterios que está operando el Ministerio de turno a la hora de protegernos de pseudoterapias, deberían plantearse la eficacia de los antidepresivos, pero también de muchos antihipertensivos, de los antiinflamatorios, de viejos antibióticos (las quinolonas producen más lesiones tendinosas de lo que debieran, como ha advertido la propia AEMPS), etc., etc.

Claro que es dudoso que sea esa la tarea de un comité de expertos ajenos a la práctica clínica, y es que un antidepresivo puede irle bien a una persona, del mismo modo que le puede ir bien para un catarro una píldora homeopática. En ambos casos, estamos también bajo las influencias de conflictos de interés. 

Tomemos un ejemplo, la mirtazapina. Si es tomada por alguien con depresión, puede facilitarle el apetito y que concilie el sueño, aunque no afecte a su depresión propiamente. O no, porque cada cual es un mundo. En otros casos, ese efecto tendrá como consecuencia un sobrepeso indeseado. ¿Ha de suprimirse en general? ¿Por qué no ver qué ocurre, caso por caso? Tomemos otro ejemplo. Hay quien se encuentra mejor tomando escitalopram y hay quien no lo tolera. ¿Lo eliminamos o lo dejamos en la farmacopea en función del ensayo clínico de turno? Sólo el clínico que pauta una medicación y la respuesta del paciente a la misma podrán orientar de modo realista al respecto. Por supuesto, teniendo en cuenta las publicaciones serias, pero él, el clínico. No sólo la AEPT. No, desde luego, el Ministerio de Salud, de Ciencia, de Deportes, de Defensa o de lo que sea. 

¿Cuándo entenderán quienes tratan de protegernos, siendo ya adultos, que la Medicina precisa de la ciencia, pero que no es ella misma una ciencia? ¿Cuándo dejarán de protocolizar lo no protocolizable y permitir que los docentes enseñen y que los clínicos curen con su conocimiento y la responsabilidad que les reconoce su titulación?

viernes, 22 de febrero de 2019

SEGREGACIÓN POR EDADES. Asilos y niñofobias.


“Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro
y a veces lloro sin querer”


(Rubén Darío) 

“Pero Jesús les dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos”. (Mt.19,14). 

He sabido de la existencia de la “niñofobia” por un excelente artículo publicado al respecto por el psicoanalista Manuel Fernández Blanco En él da cuenta de ese curioso contraste entre “el niño idealizado y el niño como molestia”. 

Es cierto que los niños son algunas veces molestos a otros, pero eso no ocurre porque sean niños, sino porque tienen padres inútiles, incapaces de educarlos mínimamente. Pero resulta que también le son molestos a algunos los recreos colegiales por el alboroto que en ellos se da, siendo así que un recreo colegial sin ruido sería, como indica Fernández Blanco, “una escena siniestra e inquietante”.

Hace años, por el supuesto bien de menores, había espectáculos en los que su entrada no se permitía; había películas “toleradas” y otras sólo permisibles para mayores de 18 años. Ahora, por el supuesto bien del adulto, hay hoteles "no tolerados"para niños. Son los “adult only” y abundan, habiéndolos lujosos, rurales, de todo tipo. 

No es permisible estar obligado a aguantar niños cuando uno está disfrutando de sus merecidas vacaciones o soportando las tareas de su vida cotidiana. En realidad, son más dóciles y manejables las mascotas y por eso no extraña que los perros sí sean más aceptables; a fin de cuentas, son otra especie, son objeto interesante, aunque reciban, como si sujetos fuesen, nombre propio, en tanto no sean sustituibles por un robot que no incordie con excreciones. En realidad, ya hay artefactos de pseudo-comunicación con nombres como “Alexa” o “Siri”, muy superiores a los ya olvidados Tamagochi. Mascotas sí, niños no, y así el censo de perros se dispara en comparación con el de niños.

No basta con decir que los niños molestan, porque más molestos son los jóvenes que hacen botellón en una calle y perturban el descanso de cuanto vecino haya en ella, con un horario que es un tanto más desajustado que el de los recreos colegiales (en donde, además, no suele haber alcohol). Pero ya se sabe, “juventud, divino tesoro”. Si se es joven, todo está permitido, porque ya suponemos que el mundo les pertenece (“Tomorrow belongs to me”, cantaba un joven rubio en la película “Cabaret”), aunque eso sea una gran mentira y abunden las depresiones precisamente cuando la vida “sonríe”.

Niños adorados, consentidos, malcriados …  y segregados. Curiosa y tristemente, hay espacios de segregación en donde los niños son “queridos” del peor modo. El escándalo de la pederastia masiva por parte de religiosos resquebraja la Iglesia católica y transforma creencias en estupores, traicionando lo bueno transmitido en dos mil años. El ámbito eclesial (colegios, seminarios, etc.), que debiera ser protector, ha resultado ser con demasiada frecuencia otro campo concentracionario que desprecia las palabras de Jesús: “Más le vale que le pongan una piedra de molino y sea arrojado al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños” (Lc. 17, 2).  

En 2002, “The Boston Globe” publicó una investigación al respecto, de la que se hizo eco la película “Spotlight”. Sabemos que no fue algo aislado (y han pasado 17 años de ese reportaje). La frecuencia tan escandalosa de la pederastia llega casi a aproximar aquí la probabilidad como frecuencia al límite y a justificar así una terrible pregunta, aunque no se formule directamente: “Padre, ¿es o ha sido Vd. pederasta?” Curioso que un pederasta sea llamado “padre”. Mucha tarea le queda al papa Francisco en estos días para impedir que, en el futuro, el término “cura”, procedente de algo hermoso, “cura animarum”, alcance la sinonimia con una perversión abominable. Y la Iglesia católica no es precisamente un caso aislado en esta barbarie. 

Todo lo peor es factible desde el desprecio ético que incluye la objetivación, la reificación del sujeto. No bastará con exhortaciones papales, por duras que lleguen a ser. Sólo saberse dependiente de la “polis” como ciudadano en relación con otros también ciudadanos, sea uno carpintero, ingeniero o cura, sometido a su ley y no a la de un estado teocrático, de una ONG o de una secta, podrá frenar o paliar la acción criminal. 

Si los niños se segregan, los viejos no iban a ser menos, a no ser que enmascaren su triste situación con medidas “anti-aging” exigibles a la fosilización juvenil. Los viejos, los de verdad, siguen molestando, por ser una carga a cuidar y por recordar que, si uno no se muere antes, llegará a tan triste situación. No es agradable comer con un viejo que se baba, que no para de temblar al beber o que dice sandeces; mejor ingresarlo, segregarlo. 

El viejo sólo es admisible como consumidor, y sobran los estúpidos anuncios de una vejez dorada, tanto como rara, en la que felices parejas de los que han entrado en la “tercera edad” viajan en un crucero, disfrutan de la viagra, o saltan en el jardín con sus nietos, gracias a suplementos de calcio, magnesio o plantas diversas. Todo es permisible mientras gasten gastándose. Ya los concentrarán a todos ellos si no se mueren antes. Han olvidado que los sistemas sanitarios se centran en la edad laboral (una mujer, por ejemplo, puede tener cáncer de mama tras los 70 años, pero ya no será “cribada” por su edad).

Quizá estemos ante dos extremos que, siendo tan diferentes, perturban el ideal de la sana juventud, con sus moderadas sonrisas, con alguna exageración quizá (un poco de cocaína, bastante alcohol o algo que suba la adrenalina de vez en cuando, incluyendo selfies merecedores de premios Darwin), con su atractivo sexual, con sus tersos rostros y con esas proporciones anatómicas ideales para una reproducción a la que no consentirán, haciendo caer la natalidad en una Europa que se cierra a la inmigración. ¿Por qué aguantar que un niño altere su paz y recuerde, con su mera presencia, que esa etapa supuestamente feliz ya pasó en el río de la vida, que se pretende más bien que sea un lago perenne de vida estimulante?

¿Por qué soportar a un anciano que recuerda ese futuro indeseado?

En cierto modo, subyace el deseo expresado en la película Cocoon  de una juventud eterna por estática.

El término “guardería” es inadecuado por ser inexacto (propiamente, se guardan cosas, no personas) e incompleto, pues guarderías son también las escasas residencias geriátricas públicas, las carísimas privadas y los asilos derivados de esa caridad católica tan poco caritativa tantas veces, tan aparentemente sádica algunas, tan dudosamente cristiana en frecuentes casos. Privadas, públicas o caritativas, las residencias geriátricas acaban siendo guarderías en sentido literal porque guardan al objeto incordiante, despojado de su ser, consentido en su torpe recuerdo subjetivo que ya nada aporta. 

La segregación racial contempló campos de concentración. Ahora esos campos, los que no miran razas sino edades, son mucho más “light”; en ellos se da de comer, se ayuda en la higiene, se facilita la medicación, la gente no queda indefensa (en general) ante sus enfermedades (quizá no fuera lo peor en determinados casos), pero no dejan de ser pequeños “Konzentrationslager” dispersos, “personalizados” por tres grados de dependencia, pero Kl, a fin de cuentas, en los que, en vez de extenuantes trabajos forzados, se obliga a infantiloides actividades manuales, con ayuda de “coachers”, para prevenir o tratar demencias y mantener las articulaciones.

Hay gente que no quiere recordar la infancia ni oír hablar de la vejez, y ver niños y viejos recuerda que, a pesar del delirio transhumanista, que pretende una juventud eterna que paralice la Historia, envejeceremos, nos haremos con mucha probabilidad enfermos, decrépitos y dependientes antes de morir, a no ser que ese acontecimiento tan poco recordado, la muerte, acontezca antes.

Y quién sabe, tal vez entonces uno sea asistido espiritualmente con la confianza de que la eficacia sacramental se da “ex opere operato” y no “ex opere operantis” (la Iglesia siempre fue sabia), por lo que sobraría cualquier sospecha sobre la posible pederastia o cualquier otro pecado por parte de quien ayuda a un viejo a morir.




lunes, 18 de febrero de 2019

PSICOANÁLISIS. Lo inconsciente y el cerebro… ¿Nada en común?






En julio de este año, Bruselas acogerá la celebración del 5º Congreso Europeo de Psicoanálisis, PIPOL 9, con el llamativo título: “EL INCONSCIENTE Y EL CEREBRO, NADA EN COMÚN”. 

Es un enunciado que induce, sin duda, a pensar los grandes interrogantes, aunque como postulado se plantee.

Ante la deriva cientificista actual, ante la reificación que implica, es bueno resaltar lo que nos hace humanos, es bueno recordarnos como seres libres y, a la vez, determinados … por nosotros mismos, por eso que nos es inconsciente. Libres, no obstante, a pesar de todo y, por ello, responsables. 

No somos el efecto de una cadena de estímulos – respuestas. Somos algo más. ¿Qué? Nosotros, de uno en uno y con todos, sabiéndonos y, sobre todo, desconociéndonos, aventurándonos a preguntar y a saber de nuestra ignorancia.

No somos el fruto directo de una constitución cerebral. Ni siquiera puede afirmarse que lo seamos de un cerebro con capacidad de remodelación plástica.

La ingenuidad reducccionista es patente cuando se consideran el enamoramiento, la depresión, la angustia, la alegría o cualquier síntoma, en general, como el resultado de un balance sináptico de neurotransmisores o como la consecuencia de unos genes o de sus modificaciones epigenéticas.  Reducción neural, reducción genética, reducción a un software entendible a la larga, mediante los grandes proyectos de “fuerza bruta” (BRAIN, Human Brain Project…), como resultado de un hardware genético y sináptico, de un conectoma reducible a una secuencia de bases o, lo que es lo mismo, de bits.

Somos porque soy, eres, es, y porque eso es permitido por el lenguaje que nos permea desde que nos vamos constituyendo. Somos singulares y hablantes y esa subjetividad extraordinaria hace de cada uno de nosotros un ser inigualable, especial, irrepetible, en la historia del mundo, por más que podamos parecernos unos a otros. Somos cada uno disfrutando paradójicamente en lo que puede resultar extraño, recreándonos en el síntoma, gozando con lo que nos hace sufrir. Somos, sin duda, extraños.

Ahora bien, ¿nada en común entre lo inconsciente y el cerebro? Parece difícil asumir tal axioma porque, si lo hacemos de modo coherente, si no hay nada en común, incurrimos claramente en un dualismo, y poco importa que le llamemos cuerpo-alma, cuerpo-mente, cerebro-inconsciente o como queramos. Y el dualismo es algo respetable, sin duda (dos mil años de cristianismo ajeno a la postura bíblica lo han mantenido), pero ¿es necesario? ¿No bastaría con aceptar la posibilidad emergentista que hace del cerebro causa necesaria, aunque no sea suficiente, a la hora de configurarnos como seres conscientes y, sobre todo, como inconscientes?

Nadie es reducible a un amasijo neurológico, pero ni debemos renegar del pasado ni cerrarnos al futuro. Un hallazgo que no fue fruto del ataque racional sino del empirismo más vulgar nos proporcionó los neurolépticos y eso cambió la Psiquiatría de modo radical. El litio estabiliza a muchos pacientes evitando las dramáticas oscilaciones de la psicosis maníaco-depresiva. Los ansiolíticos son un paliativo ante la angustia insoportable. ¿Qué nos deparará la Ciencia? Es de esperar que grandes cosas, a pesar de las infantiloides interpretaciones cientificistas. No es impensable que conocer mejor el cerebro pueda facilitarnos la vida. 

Creo recordar que, en su biografía de Freud, Peter Gay nos dijo que el fundador del psicoanálisis admitía la posibilidad de superación farmacológica. Sabemos que Freud procedía del positivismo y que su honestidad le hizo llegar al psicoanálisis. Podemos decirlo al revés: llegó al psicoanálisis desde la ciencia, aunque el psicoanálisis no sea una ciencia.

Estoy convencido de que el psicoanálisis, especialmente en su versión lacaniana, saldrá reforzado de un encuentro como el previsto, precisamente porque asumo que el título de ese Congreso responde al exceso cientificista a neutralizar desde la sensatez, a un exceso que debe ser combatido desde la opción clínica humanista. A pesar de ello, quizá sea un tanto exagerado establecer una dicotomía radical, aunque no se pretenda en sentido literal. 

El psicoanálisis ha iluminado nuestra posición en el cosmos; desde su óptica, no sólo somos polvo estelar. Ahora bien, es perfectamente plausible que el psicoanálisis sea reforzado con el avance neurocientífico y que así el cerebro y lo inconsciente, con todos los matices necesarios y que serán cuantiosos, tengan en realidad mucho en común, aunque se enmarquen en distintos discursos. Las perspectivas neurobiológica y psicoanalítica no tienen por qué seguir derroteros incompatibles a perpetuidad. 








viernes, 8 de febrero de 2019

El feliz descamisado.




“Te preocupas y agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola”. (Lc.10, 41-42).

Hay quien se recrea en la mentira de la felicidad supuesta en ricos y famosos. Y la envidia, un tanto frecuente en nuestro país, no se conforma con personajes de televisión; también los de al lado, muchos que "no lo merecen", parecen felices. En general, siempre son los otros los agraciados por ese estado de felicidad. 

¿Cómo se consigue? Crecen los anaqueles de libros de autoayuda que nos informan al respecto. No parece difícil y, sin embargo, algo tan supuestamente natural se nos vende como manual de instrucciones, al lado de otros libros sobre cocina o yoga. Libros de Seligman, Punset, Fuster, al lado de ricos testimonios vitales de gente feliz y luchadora (incluyendo los que “luchan” contra el cáncer) nos ayudarán a ser felices y, de paso, eficientes. 

Es conocido el breve cuento de Tolstoi sobre “La camisa del hombre feliz”. Y sabida es la conclusión; la felicidad, que muchos dicen que existe, no es transferible; el hombre feliz no tenía camisa con la que poder pasarle al poderoso zar un remedio para su melancolía.

No se “tiene” algo que proporcione felicidad, sean camisa, dinero, fama o genes. Simplemente, sólo a veces se percibe la felicidad, se instala brevemente uno en ella, como cuando se enamora. Y después se evapora.

Cuando la vida sonríe, el sonreído puede, sin embargo, precipitarse en el abismo de la depresión e incluso suicidarse. Si lo tenía todo…, se dirá ante su féretro. Pues claro, por eso está ahí, por no soportarlo.

Desde la percepción trágica, uno puede, si no es capaz de asumirla, acudir al médico, y entrará en un apartado del DSM III, del IV o del que venga. Se le tratará con psicofármacos para que sus espacios sinápticos se den cuenta de que no hay motivo para la depleción amínica asociada al hundimiento anímico.

El caso es que, como con el cuento de la camisa, hay que buscar eso que no se tiene, incluyendo neurotransmisores o aspectos no materiales. Quizá no se tenga sueño suficiente, o haya falta de ejercicio, o ausencia de recogimiento o haya que cambiar una relación tóxica por otra condescendiente. La ausencia de felicidad se asocia así a la ausencia de algo. La camisa, que reviste el cuerpo, es un buen símbolo para esa carencia, para esa falta de trabajo, de salud, de amor, de reconocimiento, de todo lo que parece necesario.

Y sí. Hay condiciones necesarias, pero nunca tanto como se cree y, sobre todo, nunca suficientes. No las hay porque la falta real es la que atañe al ser. Se está en falta con, en, uno mismo y, si eso se reconoce, la necesidad de felicidad pasa a ser considerada como lo que es, algo fugaz, interesante, gozoso, pero no un fin en sí mismo. No estamos aquí para obtener una camisa de felicidad.

Schöner Götterfunken”. Eso es la alegría de Schiller y Beethoven, un bello fogonazo divino.  Fugaz y, a la vez, señal de que con eso basta, con ese breve instante en que el relámpago amoroso ilumina el mundo y nos recuerda que estamos vivos. Anuncio de algo singular, atemporal, cósmico y eterno, soplo divino. Alegría, hija del Elíseo.

No cabe hablar de felicidad, pero sí de ser feliz, porque la felicidad nunca se tiene más que en instantes. Ser feliz no excluye la tragedia de la vida y es, con todas las consecuencias, la asunción de estar en el mundo, de ser parte esencial de él, aunque sea soportando lo más terrible. Abundan ejemplos heroicos de esa perspectiva. 

Quizá no quepa mejor expresión que la de Bertrand Russel: “El hombre feliz es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”.

Se trata de eso, de sabernos partícipes en el Misterio, en esa corriente de la vida a la que entramos un día y de la que saldremos otro, sin que importe demasiado cuánto tiempo estemos en ella. Y por eso no cabe buscar una felicidad racional, pues sólo puede aproximarla la imagen mítica. Y por eso no nos satisfará la Medicina, porque Hygeia, ya nos lo mostró Klimt, es ajena al río de la vida en el que podemos participar como seres libres, a pesar de todos los pesares, como seres que aman a pesar de odios, como portadores de sentido en el sinsentido de la Historia.




viernes, 25 de enero de 2019

PSICOANÁLISIS. "Freud. Un despertar de la humanidad"



Ayer tuve el placentero honor de participar en la presentación de un magnífico libro de Vilma Coccoz, organizado por la Biblioteca de Orientación Lacaniana de A Coruña y que tuvo lugar en la librería Lume de mi ciudad.

Se trata de un libro sobre ese nuevo despertar que propició Freud, quien partió de otros previos, el filosófico y el científico, en los que se apoyó, para darnos cuenta de lo que nos resulta más extraño, más inaccesible y, a la vez, determinante, lo inconsciente. Con Copérnico dejamos de considerarnos el ombligo del Universo. Darwin mostró la importancia creadora de lo contingente (Stephen Gould lo ilustró crudamente diciendo que sólo somos una ramita del árbol de la evolución). Y Freud, mostrando el poder de lo que de nosotros mismos desconocemos, permitió el acceso realista, aunque limitado, al viejo mandato délfico.

El libro no es una biografía de Freud, como lo fue la de Peter Gay. Es más bien una lectura personal de Freud, sostenida por un gran trabajo clínico y reflexivo. Empezando por “La interpretación de los sueños”, vamos viendo cómo los casos más conocidos de Freud son retomados por la autora, Vilma Coccoz, bajo una luz lacaniana que muestra los felices hallazgos, pero también las dificultades con que se fue encontrando Freud en esa interacción entre una clínica y una teoría que fue construyendo y modificando a la par.

Ante eso estamos aquí, ante un Freud retomado y mejorado, mostrándonos la autora cómo eso ha sido no sólo posible sino necesario. 

Aunque no es una biografía de Freud, lo sitúa, recordándonos que ha sido uno de los grandes hombres de la Historia. Muestra su actualidad releyéndolo, repensando, reanalizando sus casos más conocidos.

No sólo se refiere al Freud que murió en 1939. Muestra la vigencia de su vasta obra, a la que ha contribuido de un modo especialísimo su gran lector Lacan y la vitalidad de la escuela lacaniana. Obras como ésta sugieren fuertemente que el psicoanálisis no es cosa del pasado, sino actual y floreciente, facilitador del entendimiento, no sólo de los analizantes, sino de la sociedad en la que estamos inmersos. Si en su día Einstein se dirigió a Freud con la pregunta sobre la guerra, esa y otras muchas cuestiones, bastantes de ellas novedosas por el avance tecnológico, requieren también de la reflexión analítica.

El mundo requiere de esa mirada, que siempre será singular, pero, precisamente por ello, si aceptamos la afirmación aristotélica, también implicará la posibilidad política y la acción ética.

Un libro así es especialmente oportuno en un tiempo en el que se traiciona al conocimiento y se ataca a la libertad. Un lamentable modo de concebir la Ciencia, facilita su adoración como si de un nuevo dios se tratara. Abundan los nuevos sacerdotes en forma de comités de expertos que no tienen el menor rubor en criticar desde la ignorancia lo que perciben que no es ciencia. Y bien es cierto que el Psicoanálisis no lo es, pero tampoco lo es la Medicina. Estamos viviendo algo muy parecido a una deriva inquisitorial en nuestro propio país, que, en vez de fomentar la educación humanística y científica, intenta neutralizar libertades y asfixiar la crítica que el conocimiento requiere.

En nombre de la ciencia, no sólo el psicoanálisis es o será perseguido; en nombre de la ciencia, la ciencia misma es atacada al reducirla a productividad bibliométrica y a una financiación exclusiva de líneas “productivas”, cercenando el afán de saber que implica la curiosidad y el amor al conocimiento por el conocimiento mismo.

Las perspectivas simplistas conducen a lo peor. La autora contrastó claramente en su intervención la apertura de Freud a la mujer (con casos señalados de analistas como los de Lou Andreas Salomé y Sabina Spielrein), algo proseguido en la actualidad, en la que hay muchas mujeres psicoanalistas, con un feminismo militante que torna en neopuritanismo ortodoxo que puede acoger como normativo en su seno lo peor de la posición masculina.

El síntoma puede ser el desencadenante del psicoanálisis personal, que no se enfocará hacia su anulación en un "furor sanandi", sino que, desde la interpretación a la que el malestar convoca, facilitará ese conocimiento amoroso del mundo y de nosotros mismos, de uno en uno, que puede permitir que la vida prevalezca sobre ese demonio que llevamos incrustado y al que conocemos, también desde Freud, como pulsión de muerte.