lunes, 15 de marzo de 2021

ALARMAS EN VACUNACIÓN ¿DÓNDE SE QUEDÓ EL MÉTODO CIENTÍFICO?

 


 

    Un plan de vacunación y la resolución de incidencias en él debiera ser científicamente consensuado. Pero la ciencia, que permitió el desarrollo de las vacunas, no parece estar presente en el ámbito epidemiológico / preventivo. Una entrevista televisiva a D. Fernando lo mostró este domingo de un modo tan claro como patético. Fue realmente triste volver a revivir cómo se gestionó este horror del que no hemos salido

    Ante la asociación temporal entre raros episodios trombóticos y una vacuna, aprobada por las altas agencias europea y española a las que eso corresponde, rápidamente un “experto” gallego afirmó que la vacuna en cuestión es segura, mucho más que una aspirina . Y este fin de semana se hizo una vacunación masiva en Galicia con ella, no como en otras autonomías en donde la paralizaron.

    No hacía falta que nos “convenciera” el experto. Ya sabemos que es segura… estadísticamente. También lo es una intervención de apendicitis (aunque siempre hay alguien a quien se le complica y se muere, pero es raro). Algún caso hubo de hepatitis fulminante por un paracetamol.
 
    ¿Descartaríamos por ello vacunas y tratamientos médicos o quirúrgicos? Un riesgo bajo es asumible cuando de mejorar o conservar la salud se trata.
 
    Por eso, no pasaría nada escandaloso si la vacuna no fuera segura al 100%, especialmente cuando la finalidad es protegerse de un virus terrible. Pero no es políticamente correcto sugerir que hay que estudiar más a fondo esa posibilidad. De hecho, esas afirmaciones en vacío, sin un estudio adecuado de posibles relaciones casuales o causales, sin una evaluación rigurosa del lote en cuestión, no sólo no valen para nada, sino que contribuyen a generar lo contrario de lo que se pretende, miedo. Una inquietud que se ve favorecida por el hecho de que haya países que se van sumando a una medida de retirada temporal por prudencia hasta que los datos aclaren la situación. Parece sensato, porque, en ciencia, los datos son importantes; en la adivinación simoniana, mucho menos. 
 
    Inquietud que aumenta al saber que la diversidad no solo afecta a países enteros, sino que también se da a escala autonómica en el nuestro, sugiriendo que unos expertos son más expertos que otros (y no sabemos cuáles). Se dijo que todo el mundo se creía epidemiólogo y, lo que son las cosas, va a resultar que sí, visto lo visto y viendo lo que vemos, en esta gestión del “sálvese quien pueda”.
 
    La vacuna es imprescindible. La vacuna en cuestión tiene un buen aval (tanto que fue la primera en mostrarse en una publicación científica de alto nivel), pero cualquier duda sobre posibles efectos secundarios ha de ser disipada o concretada porque, si la eficacia es importante, la seguridad también. E incluso, en caso de que la seguridad no fuera todo lo deseable (estamos en fase de dudosa farmacovigilancia), en el hipotético caso de una clara incidencia causal de acontecimientos trombóticos, que todos deseamos nula o muy rara, habría que tener presente la relación riesgo – beneficio. 
 
    Necesitamos ciencia; la ciencia que ha desarrollado las vacunas pero también la ciencia que nos proporcione, como adultos, la información adecuada sobre cada una de ellas. Si hay una alarma, ha de atenderse científicamente y no limitarse a despreciarla autoritariamente.
 
    No sobraría, en tal contexto, la recogida de datos básicos previos a la vacunación (enfermedades de base y medicación habitual) y posteriores (efectos secundarios fácilmente registrables).
 
    Y, además de ciencia, necesitamos ética, que pasa por convencer con datos y no con confianzas en cargos políticos o en sus “expertos”, en quienes hemos de creer aunque no los veamos, casi en plan religioso. 
 
    Es la ciencia también y no la creencia la que puede neutralizar adecuadamente posiciones pseudocientíficas negacionistas, no sólo perjudiciales para quien las asume sino también para quienes le rodean. Reitero que yo, ya vacunado y agradecido por estarlo, ya manifesté varias veces que me vacunaría con la primera opción que me ofrecieran.
 
    Et voilà: Últimas noticias nos muestran que nuestra flamante Ministra de Sanidad ha suspendido la vacunación Covid con AstraZeneca.  

 

viernes, 5 de marzo de 2021

EL VALOR DE LA CONVERSACIÓN. Sobre el libro “EL MUNDO POS-COVID”, de José Ramón Ubieto.

 



José Ramón Ubieto acaba de publicar un magnífico libro cuyo título ya nos anuncia un riesgo, el de imaginar algo hacia lo que vamos, pero en lo que aún no estamos. Todavía falta tiempo para acabar de superar o eludir este horror, una pandemia que, aunque producida por un virus distinto al de la gripe, nos recuerda a éste, con sus terribles efectos de hace prácticamente un siglo, la mal llamada “gripe española”.

El autor nos advierte y nos sugiere. Vale la pena una dosis de pesimismo advertido y es bueno, desde el punto de vista anímico, en un tiempo de tristeza generalizada, ir planificando el mejor modo de retornar a algo que no necesariamente será idéntico a la normalidad de hace pocos años.

Podría decirse que el coronavirus que nos trae de cabeza es, en la práctica, un catalizador del cambio social en todos los órdenes. Y, precisamente por eso, Ubieto nos habla del futuro que esperamos próximo, haciéndolo con la prudencia debida.

A la vez que nos recuerda el valor de suplencia de los nuevos modos de comunicación (tele-trabajo, comunicación con otros, juego...), también nos habla de la “fatiga Zoom”. Los algoritmos están destinados a satisfacernos; sabemos que eso nunca es gratis. Ubieto nos advierte de los riesgos de ese contexto en que lo virtual favorece una “hipertrofia del yo” asociada a “la vida algorítmica”.

Es realista, algo que se reconoce de un modo tan sensato como duro en la primera parte del libro. En ella, hay un capítulo, referido al duelo, que resulta bondadosamente estremecedor.

Estamos  acostumbrados a oír hablar de cifras cotidianas de muertos por COVID (unidades, decenas, cientos... y ahora miles). Pero las cifras sólo nos hablan del individuo estadístico, de esa curva que aumenta, desciende, entra en meseta, etc. No de la realidad de cada persona que sucumbe, no del terrible impacto en sus familiares, que, en muchos casos, ni un digno ritual de duelo han podido hacer. Por eso, desde su práctica clínica, nos habla de la gran importancia, tan olvidada, de pasar de contar muertos a contar cosas de ellos.

En esa primera parte, se fija también en las peculiaridades que las edades y transiciones suponen ante la pandemia, analizando especialmente las infancias y las adolescencias, así, en plural, y con sus ritos de paso, porque nunca cabe la uniformidad de lo subjetivo.

Tras esa reflexión sobre lo que, de cerca o de lejos, hemos vivido y estamos aún viviendo, la segunda parte de este hermoso libro nos permite cobrar un impulso vital, esperanzado. Esto pasará, quizá tarde, también del peor y definitivo modo para muchos, pero, tras esta experiencia, la catálisis social que el virus propicia y a la que me referí al principio, puede ser amortiguada si nos damos cuenta de que lo virtual está a nuestro servicio, que no puede anularnos en aras de una finalidad biométrica de mercado con rostro saludable e incluso hedonista.

Se trata de diferenciar cosas y personas, de usar las cosas cuando las precisamos, como útiles, y de realzar el valor del Otro. Y aquí el autor resalta lo que ha supuesto un Otro roto, implícito al declive del patriarcado y a la desconfianza, muchas veces justificadísima, como ha ocurrido hacia el discurso político en la pandemia. Como indica Ubieto, necesitamos “un nuevo modo de anudar nuestras vidas”. Y referido a ese modo, al buen modo, dedica varios capítulos (en realidad, todo el libro acaba girando en torno a ello) a la conversación.

Es en esa reflexión en donde el discurso brilla especialmente, porque toca lo esencial, lo que sigue haciéndonos humanos con la incertidumbre que siempre tendremos ante la vida, con las sorpresas que nos hallamos en la relación con otros y con nosotros mismos, con tantos interrogantes que no resolveremos, pero sobre los que es preciso hablar y gestualizar. Con el síntoma también, porque puede ser, lo es generalmente, el desencadenante de un conocimiento propio si a él nos abrimos, si no lo "tapamos". Y todo eso implica mantener conversaciones, desde la psicoanalítica hasta la que se produce al comprar un periódico o el pan. Muchas veces somos demasiado trascendentes sin necesidad.

La conversación pone en juego eso de lo que no podemos prescindir, un cuerpo atravesado por el lenguaje. Es magnífica su interpretación del abrazo como el gesto que “rodea el vacío que se abre para cada uno”. Y es que ante el vacío estamos. Siempre. Es el gran reto vital, la gran ignorancia ante la que podemos situarnos … con el cuerpo, con la palabra. Dicho de otro modo, en cuerpo y alma, sin dualismos, pero con todo el ser.

Lo virtual es tan importante como un cuaderno de notas y un bolígrafo. Pero nada, ni siquiera una carta al modo antiguo, puede sustituir la presencia. Me permito evocar ahora esa expresión sobre fallecidos, cuando se dice en ocasiones que a alguien se le oficiará un funeral de cuerpo presente. Pues bien, Ubieto nos invita a recuperar, cuando la prudencia ante la pandemia lo permita, estar de cuerpo presente, pero como vivientes. Estar siendo. Ser estando. 

Su libro es, en cada página, una incitación a la vida, aquí y ahora.

Parece imposible la reflexión personal en aislamiento. Hasta la oración solitaria es un modo de hablar a un Otro bien distinto, incluso callando siguiendo a Wittgenstein.

El lenguaje nos ha hecho humanos, trascendiendo culturalmente lo biológico. No podemos retornar al silencio en forma algorítmica, en ninguna forma, sin incurrir en la enajenación o en la misma muerte.

De lo que se trata siempre, lo que necesitamos como el agua es, a fin de cuentas, conversar. A eso somos requeridos por este hermoso libro.
 

viernes, 26 de febrero de 2021

EN PANDEMIA. La necesidad de lo eterno.

 



"Cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado". 

Micea Eliade. "El mito del eterno retorno".


“Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor”. Y así seguía Thomas de Quincey en uno de sus célebres textos (“El asesinato como una de las bellas artes”), resaltando faltas progresivamente más terribles desde un punto de vista algo distinto al habitual. Todo empezaba por un desliz, asesinar. 


Y lo cierto es que hay una relación, no tan forzada, entre ese fragmento literario y lo que se viene en llamar "fatiga pandémica". Se trata del “dies Dominicus”. En el contexto católico era habitual ir a misa en domingo, pero hemos visto cómo, al igual que en los bares, la permanencia en lugares de culto se reducía o anulaba como medida preventiva ante un virus que no hace distingos, ni siquiera entre borrachos y piadosos creyentes.


Podríamos decir que, como civilización, empezamos permitiendo, no uno, sino muchos asesinatos, aunque sean efectuados por las manos espiculares de un virus con el que la estupidez humana entró en rápida complicidad, a pesar de lo recogido en la Historia y de las sabias advertencias de unos cuantos, tan ignorados como lo fue Casandra. 


De ahí pasamos a ver el incumplimiento cada vez más generalizado de la ley, desde la desobediencia a la normatividad epidemiológica novedosa, con sus confinamientos caseros o perimetrales, hasta los últimos desmanes de fuego y saqueos que vemos en la televisión, y cuyos autores invocan la libertad de su curiosa expresión. 


Pero volvamos al “día del Señor”. Es esa “inobservancia” o, más bien, su equivalencia ritual, lo que tiene que ver con un aspecto esencial de la llamada fatiga pandémica. Estamos ante un virus que, con ayuda humana, nos ha robado el tiempo en uno de sus modos. 


Nuestro tiempo (como S. Agustín, no sabemos en absoluto qué es tal cosa, que algunos sólo consideran elemento de correlación de variables) supone, en mayor o menor grado, una extraña mezcla de algo lineal y cíclico. 


El tiempo lineal tiene que ver con proyectos, trabajos, tareas, investigación, progreso… con el "después" que trata de vencer al "antes", también con la proximidad a la muerte, una proximidad que trata de neutralizarse precisamente así, “aprovechando” el tiempo como un cierto substrato extraño en el que hacer cosas (algunos libros ya nos sugieren qué hay que hacer, leer o escuchar en ese tiempo, antes de que la muerte nos fulmine en él). Es el tiempo de los calendarios, relojes y agendas. Es, en términos más generales, el tiempo regido por las flechas direccionales conocidas, la cosmológica, iniciada con el Big Bang, la  termodinámica, que restringe todo a que la entropía universal aumente, y la psicológica (podemos recordar el pasado, pero no el futuro).


El tiempo cíclico, por el contrario, es el que no cesa de retornar; es el que, percibiendo el misterio de la permanencia del Ser, insiste en lo mítico, en lo ritual. Es el que rompe con color rojo la secuencia lineal de los calendarios, haciendo sus días parte de un ciclo. Es el que se fija en lo periódico astronómico, terrenal y biológico, el que resalta los ritmos circadianos, infradianos y ultradianos, los que regulan el sueño y vigilia, la danza de hormonas, las migraciones animales, los períodos menstruales o la frecuencia cardíaca. Van por libre, sin relojes, aunque los “Zeitgeber” los hayan puesto y mantenido en marcha. 


No hay flechas en el tiempo cíclico. El cosmos científico es lejano a él, que sólo sabe de ritmos solares y lunares, de planetas y algunas estrellas concretas. Lo es también la entropía, desconocida por nuestros antepasados. Incluso cede la direccionalidad psicológica porque recordamos lo que repetiremos. Es ese tiempo el ámbito de efemérides periódicas, que abarcan desde eclipses hasta descansos semanales, que comprende lo festivo como contraste de sentido a lo que nos hace trabajar, como hilo de unión con tiempos pretéritos y conocimiento de su permanencia futura. Es el posible momento dinonisíaco.


Pues bien, la pandemia nos ha quebrado el tiempo. Como cantaba Sabina, nos ha robado el mes de abril… y de mayo, junio, y así hasta no sabemos cuándo. Quedamos inermes en una ignorancia esencial.


El tiempo lineal ha dejado de serlo tal y como lo vivíamos hace poco más de un año. Para muchos, no hay un tiempo de desplazamientos al trabajo, ni un número de horas en él definidas; hay quien trabaja desde su casa o quien ya no lo hace porque ha perdido su empleo. Las promesas salvíficas de la investigación científica han dado paso en los informativos a un recuento diario de casos, ingresos y muertos por infección (quién lo iba a imaginar hace sólo dos años), un parte similar, pero mucho más dramático, al meteorológico, en el que se nos habla de un individuo estadístico y su tendencia, donde cada sujeto es elemento indiferenciable de otros en un gran conjunto. Las idas y venidas a reuniones de trabajo se han sustituido por el contacto telemático. El propio tiempo biológico lineal también se ha reducido como esperanza de vida, expresión fruto de grandes números. Y la incertidumbre existente nos hace contemplar el futuro de ese tiempo como "terra incognita", aunque siempre lo fuera propiamente. No sabemos de la finitud de este horror, a la vez que se nos hace más presente la pérdida de lo relacional, de lo vital, de lo lúdico y, con ello, la proximidad de eso de cuya visión la rutina anterior nos privaba, la muerte.


Se dice, cuando se habla de la fatiga pandémica, que tenemos nostalgia ante el pasado e incertidumbre ante el futuro. Pero quien lo dice sigue moviéndose en la linealidad, sugiriendo pensamientos positivos, vivir el presente y todos esos consejos de libros de autoayuda para mantenernos a flote. Y no es así, la cosa va más allá, porque la nostalgia lo es del pasado y del futuro, lo es de lo cíclico, de la vieja certidumbre perdida del eterno retorno de lo mismo, que no precisa y requiere a la vez, de modo paradójico, un religare a lo Otro y así, también a los otros (incluso con los tan apreciados abrazos, que no se daban tanto), y un relegere, un ritual que nos enmarque en lo que llevamos precisando desde que nuestros más viejos predecesores culturales pintaban en las cavernas.


El virus nos ha puesto bajo el dominio de Chrónos. Miramos el reloj como eje de abscisas de una gráfica inhumana que cuenta muertes, la curva de un individuo estadístico que propiamente no nos dice nada. Vemos pasar los días como tiempo de espera a que la Ciencia nos salve, y no del cáncer o el envejecimiento, sino de un virus, de algo tan simple en comparación con nuestros cuerpos (le bastan unos pocos genes) que humilla, tanto como una peste medieval. Y Chrónos a su vez nos recuerda a la hermana muerte, advirtiéndonos de lo no hecho, de lo no vivido. 


Ahí es donde radica la nostalgia, en no poder bailar el ritmo de la vida. 


Y, sin embargo, a veces, cuando menos lo esperemos, incluso ahora, en medio de tantas tristezas, puede pasar la ocasión, puede volar Kairós cerca de nosotros, con sus pies alados y su escasa cabellera. Es a esa difícil posibilidad de atraparlo a la que habrá que atender, y asumir que siempre, incluso ahora, bajo el dominio de Chrónos, es posible la inmersión en el instante eterno, en la aceptación heroica, amorosa, de la tragedia humana, a la que Aión nos sigue convocando, aunque no lo parezca en medio de tanto horror. Aión, ese tiempo de eternidad, tan distinta a la inmortalidad.


Ya se acerca el verano. Esperanzados, podemos solicitarlo como Hölderlin, “Nur Einen Sommer gönnt, ihr Gewaltigen !" Y también un otoño de maduración, y así, “saciado con tan dulces juegos, el corazón aceptará su muerte”.


Incluso ahora, cansados, tristes, podemos asumir que la vida no está sujeta a una métrica, que no está regida por Chrónos, por más que lo parezca, sino que hay siempre, en cada instante, la posibilidad de asumir el Ser, su eternidad por el hecho de ser mismo.               



domingo, 31 de enero de 2021

EN PANDEMIA. El horror y el escándalo.

 

 

Cada situación, cada drama, es siempre escrito en singular. Contar el número de casos con evoluciones similares o el número de personas que sucumben a un virus y el de familias que hacen del peor modo un duelo, no evita, sino que amplifica el horror al que, en brutal aislamiento, algo tan “simple” como un virus, nos somete: miedo, enfermedad y muerte.

Abunda hasta el exceso la información que revela lo mal que se han hecho las cosas, lo mal que se siguen haciendo y, desde esos datos, es factible augurar lo mal que se seguirá gestionando esta pandemia, dado que las cabezas pensantes responsables siguen siendo las mismas.

El individuo estadístico, reflejado en curvas de incidencias acumuladas o de otra forma, es eso, algo inexistente, una simple gráfica, construida de un modo científicamente muy cuestionable, porque sus datos de apoyo carecen del más elemental rigor científico.

Estamos ante el peor de los cientificismos, el que pasa a no diferenciarse de la pseudo-ciencia. Estamos ante creencias infantiloides tomadas por quienes tienen una responsabilidad política y un supuesto saber científico asesor, que implican unas decisiones (salvar las navidades, ver las aulas como espacios “seguros”, etc.) tan insólitas, tan absurdas, como letales. Sabíamos, sabían nuestros múltiples políticos de “co-gobernanzas” lo que ocurriría con semejantes despropósitos. Y dejaron hacer.

El ya exministro de Sanidad se refirió al disfrute del cargo que traspasaba. Así, de disfrutar le habló a su sucesora. Tal vez no quiso producir esa expresión desafortunada, pero su inconsciente lo traicionó. O sí quiso. El resultado es el mismo.

Al primar lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo singular cede ante los sistemas y protocolos. Ya no se trata de salvar vidas, de evitar secuelas, de curar a alguien, a pocos o a muchos, sino de salvar a un sistema, el sanitario, que no da abasto. Se persigue evitar el horror de la indefensión absoluta, del inherente al colapso del sistema sanitario, reflejado en colas de ambulancias, como en Portugal, en “triajes” propios de una medicina mal llamada de guerra, etc. Si se producen cuarenta muertos en una UCI o en plantas hospitalarias, pues bueno, se dirá que se ha hecho lo posible, y será verdad. Pero si empieza a haber muertos en pasillos, ambulancias o en casas o calles, por colapso de hospitales, el escándalo social está servido y con razón. Es a eso, sólo a eso, a que la curva estadística sobrepase la capacidad hospitalaria, a lo que parece temerse, o no, por parte de quienes toman decisiones políticas restrictivas.

El cientificismo no es ciencia, sino una esperanza salvífica basada en ella, pero infundada porque omite factores asociados que son ajenos a la ciencia misma.

La ciencia ha permitido el desarrollo de tests y cribados, pero no se han hecho, no a la escala adecuada. El virus hizo turismo, sigue viajando, va a trabajar, va a clase (algún político osado dice que las aulas no universitarias son un espacio seguro), visita a la familia, etc.

La ciencia ha permitido desarrollar nuevas plataformas de vacunación que tienen una gran efectividad, pero los investigadores que lo han hecho posible son ignorados y el negocio filtra esa opción de tal modo que las vacunas prometidas por nuestros sabios políticos no aparecen. Qué raro. Unos cuantos negocian con la salud y, como consecuencia, ella y la economía de muchos, demasiados, se van al precipicio.

No estamos sólo ante una enfermedad que mate a muchos, como puede ser el cáncer en general, sino ante una peste que, a diferencia de otras, no da la cara en el rostro del otro, sino que se oculta en él, en el más próximo, que se hace el peor enemigo potencial. Podemos convivir tan tranquilos con asintomáticos contagiados y contagiosos. Estamos ante un vampirismo real, pero que actúa también, sobre todo, a la luz del día. El aislamiento que eso supone está servido y, con él, los recursos paliativos de toda índole, desde comunicaciones telemáticas hasta el atroz aislamiento absoluto en casa (si se tiene). Es natural que el consumo de ansiolíticos crezca tanto como las descompensaciones diabéticas y que mucha gente se desmadre haciendo todo tipo de estupideces.Y no es menos natural que la morbi-mortalidad por enfermedades distintas a la Covid-19 se eleve escandalosamente.

Teníamos una medicina maravillosa y nuestros políticos presumían del mejor sistema sanitario del mundo, ignorando la fragilidad sustancial del mismo, ídolo de pies de barro epidemiológicos. Muchas veces se ha hablado, y con razón, del avance de la Medicina y de la Cirugía. Y los telediarios han llegado a aburrir con promesas cientificistas de curación de todos los males. Ahora asistimos al gran fracaso de la Medicina Preventiva, que no supo prevenir nada en este caso (mascarillas, estacionalidades, aerosoles, vectores, filtración de aire, etc., etc.) unido al gran negocio de la aplicación técnica, industrial y comercial de la ciencia básica, ese negocio que nos deja, de momento, sin vacunas, alegando secretitos de relación comercial entre la Big-Pharma y Europa.

Un vulgar virus, de esos que sólo unos pocos investigan porque no es “productivo” en publicaciones, nos ha situado, haciéndonos ver que este planeta no es tan nuestro como creíamos. Ha contado para ello con una gran dosis de estupidez humana, incluyendo la de políticos y la de sus destacados asesores dóciles a quienes el calificativo de “científico” les queda demasiado grande.

miércoles, 20 de enero de 2021

Sobre IDEOLOGÍA Y MALDAD, de Antoni Talarn



Antoni Talarn, profesor de Psicopatología en la Universidad de Barcelona, ha publicado recientemente un excelente texto de análisis del mal humano.


La célebre expresión de Nietzsche, “humano, demasiado humano”, es aplicable no sólo a lo bueno sino también a lo peor que gente corriente (¿quizá algún lector del libro?) puede realizar.


El texto de Talarn es extenso, pero el tema lo requiere, porque aborda el mal que ha cometido y puede cometer el ser humano, desde múltiples ópticas (histórica, filosófica, sociológica, psicológica…). También la literaria, en la que es elemento axial con frecuencia la dualidad Jekyll – Hyde mostrada por Stevenson. No obstante, incide especialmente en lo que el título ya sugiere, la relación de la maldad con la ideología.


Es requerida una lectura sosegada porque se trata de un libro que, aunque atrapa al lector desde el inicio, se basa en una tarea de gran rigor intelectual y son muchos los aspectos analizados.


Talarn diferencia conceptos como agresividad, agresión, maldad, etc., que se prestan a tantas confusiones. Y usa una expresión feliz, la “violencia virtuosa”, para contemplar diferentes pasos al acto, incluyendo los propiciados en regímenes de terror.


Apoyado en una bibliografía muy abundante y en una reflexión personal de gran lucidez, el autor va desgranando los “cómo” y los “porqué” del horror que es facilitado por ideologías (principalmente, pero no sólo totalitarias). Un horror de cuya responsabilidad o ante cuyo efecto todos parecemos en mayor o menor grado actores o víctimas potenciales.


Sin duda alguna, el texto está llamado a hacerse un gran referente en la reflexión sobre el mal, a la que somos convocados. Y es que lo peor sigue ocurriendo y las grandes masacres pueden repetirse. De hecho, la expresión “violencia instrumental” acoge sensatamente esa escalada de horror que el sofisticado armamento, asociado a la lejanía del enemigo, propicia. No es lo mismo enfrentarse a un enemigo cuerpo a cuerpo que matar a muchos a distancia desde un helicóptero con una pantalla similar a la de un juego de guerra en ordenador.


Parece imposible imaginar algún aspecto sobre la maldad humana que no esté presente en un libro como éste, cuya lectura nos estremece con frecuencia al contemplar en nuestra especie, en nuestra historia y aquí y ahora que, por más que lo afirme Pinker (autor que también es citado) lo angelical no predomina en nuestra alma. No siempre.Más bien parece que cada vez menos a lo largo de la Historia.


Es, en fin, un libro necesario como advertencia y un manual referente para tratar de resolver o simplemente pensar adecuadamente esa pregunta que con tanta frecuencia nos hacemos ante el horror humano que salpica los medios de comunicación: ¿Cómo es posible? 

 

Referencia: Antoni Talarn. Ideología y Maldad.
Xoroi Ediciones. 2020


sábado, 9 de enero de 2021

Un milagro de la cirugía

 


Imagen con enlace a "La Voz de Galicia"

 

Un periódico, “La Voz de Galicia”, se hacía eco hoy de una proeza realizada hace unos meses. Se trata de la reimplantación con buen efecto funcional de una mano que una desbrozadora le había amputado a una persona. Un accidente laboral que pudo cambiar a algo claramente peor su vida y la de su familia. 

 

El titular, en estos tiempos de pandemias y nevadas, puede pasar desapercibido. Por otra parte, no es algo que ocurra por primera vez, pero a mí me ha impactado especialmente por dos motivos.  

 

Uno de ellos ya lo había comentado en otra ocasión. Aunque todos quienes somos médicos nos dediquemos a curar, paliar o acompañar, lo hacemos de un modo muy diverso. Además de quienes nos centramos prácticamente sólo en pruebas complementarias diagnósticas / pronósticas, lo que importa es usar todo el conocimiento que cada uno tiene para resolver problemas, para curar en la medida de lo posible y, en este sentido, suele diferenciarse entre patología médica y patología quirúrgica. 

 

Vivimos un tiempo en que se han ralentizado los avances médicos. Grandes impulsos como las revoluciones diagnósticas de imagen y de estudios moleculares, incluyendo los genéticos, así como en terapias, desde los antibióticos hasta una gama de anticuerpos monoclonales, parecen haber entrado en un cierto impasse. Si, como esperamos, las nuevas plataformas de vacunas funcionan adecuadamente y con seguridad, estaríamos ante un gran cambio en una defensa frente a gérmenes novedosos que, durante el año pasado, ha sido penosamente similar a la de 1918. Sería una excepción. También lo serían grandes promesas, como el uso de células pluripotentes inducidas, los métodos de edición genética, el desarrollo de nuevos citostáticos, de vectores nanotecnológicos o de antivirales, si se hacen realidad.  

 

Pero la necesidad del conocimiento básico, imprescindible para el desarrollo de la terapia médica es menor en el caso de la cirugía que, ya, ahora, puede beneficiarse del avance técnico existente para lograr metas inconcebibles hace relativamente poco tiempo, como la ayuda de robots, las conexiones cerebro-máquina, los accesos mínimamente invasivos, los implantes biónicos, etc. No cabe duda de que esta diferenciación tan tajante es simplista y requiere el concurso de diferentes ópticas en una tarea común. No obstante, a pesar de la simbiosis progresiva entre cirugía y tecnología, sigue persistiendo, más que nunca, la necesidad de un saber que funde la ciencia y el arte, un temple capaz de tomar decisiones en segundos y de tomarse un tiempo de horas si es preciso. 

 

El otro motivo por el que me impactó la noticia es personal. Ocurre que el autor de la proeza, el Dr. Ángel Álvarez Jorge, es amigo personal, fue compañero mío muchos años en el CHUAC, y tuve el honor de publicar con él un "paper" en el que describimos el uso de una citoquina, la interleuquina 6, como factor pronóstico en grandes quemados. 

 

El milagro recogido en el periódico no es el único realizado por mi amigo, fruto de un gran saber de su especialidad unido al temple al que me referí y a un magnífico seguimiento personalizado del paciente. 

 

Ángel ha sabido aprovechar el entorno en el que se hizo especialista, dirigido sabiamente por un excelente cirujano plástico, el entonces jefe de servicio, Dr. Martelo, quien, como todos los compañeros y amigos de Ángel, se habrá alegrado de ese éxito, viendo que, en Medicina y Cirugía, quizá en mayor grado que en otras actividades humanas, la buena transmisión del saber, que será constantemente actualizado por quien bien lo reciba, es imprescindible.  

 

Noticias así nos alegran a todos los que hemos convivido en un gran hospital y en épocas de más limitaciones, pero, quizá nostálgicamente, más entrañables en elementos como los criterios de autoridad científica, enseñanza y compañerismo, que han de regir entre médicos.

 

Dedicado al Dr. Ángel Álvarez Jorge.

 

 

 


lunes, 21 de diciembre de 2020

Navidad, a pesar de todo.


 


 

“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre porque no tenían sitio en el alojamiento” (Lc. 2,7).

 

Y, de nuevo, surge la conmemoración de un inicio. El origen del tiempo para el cristianismo renace. Vuelve a ser Navidad. Chronos se detiene y Aión se muestra. 

 

El mito retorna. Los teólogos nos remiten a Nazareth y a la ignorancia sobre el nacimiento de Jesús, pero la vieja intuición profética y el mito del nacimiento heroico nos hablan de Belén. La Geografía se hace simbólica. La unión de contrarios, de Osiris y Seth, reverbera en la presencia no teológica ni histórica, pero sí emotiva, simbólica, de la acogida, por el buey y el asno, del niño que encarna el Amor. Es la Naturaleza la que calienta y resuena con el alma del mundo. No sorprende que ese contexto mítico, de algún evangelio apócrifo, fuera plasmado por San Francisco, que no entendía de teologías pero que tenía como hermanos al sol, al agua, a los peces y a la misma muerte. 

 

Ya nos lo dijo el gran François Cheng, “l’esprit raisonne, l’âme résonne”. Es el alma la que puede dejarse penetrar por lo esencial. Es el alma la que no entendió de fronteras entre combatientes en la Navidad de 1914. Es el alma la que puede centrarnos en estos momentos de desamparo, recordándonos que somos pues existimos. Y que, si existimos, podemos llegar a Ser. 

 

Lo intelectual cede ante la reiteración amorosa del rito que conmemora la aparición del Ser en el Universo, el amanecer de la vida y el fin de la muerte. A pesar del absurdo y contra toda ausencia aparente de esperanza. A pesar del horror, la vida no sólo sigue, se eterniza. 

 

Vivimos ya el solsticio anunciador, incluso con conjunción planetaria aquí y ahora, este año, realzando el contraste entre la perspectiva de futuro y el sufrimiento de tantas y tantas personas golpeadas brutalmente en un pasado reciente, incluso ahora mismo. El sol renace para retomar su carrera hacia el norte. La vida humana permanece, aunque sea asediada por la dinámica evolutiva de la que emergió. Un “sencillo” virus ha llenado, con su extraordinaria complejidad, de luto y soledad el corazón de muchos, demasiados. 

 

Es ese virus el que, paradójicamente, nos recuerda nuestra situación en el mundo, que es de soledad a veces insoportable. Y así, la celebración de la vida debe proseguir a pesar del dolor que impone la muerte, y este año el criterio de sensatez obliga a recogerse en casa y pensar en la de otros que ni siquiera eso tienen, un lugar, para ayudarlos, recordando esa expresión talmúdica de la creencia judía de la que bebió Jesús, que nos dice que quien salva una vida salva el mundo. A eso somos requeridos esta Navidad. A salvarnos salvando a otros, haciendo poco pero necesario, a sentir en algún momento la frialdad de la soledad cósmica, y a atemperarnos de ella gracias al aliento que nos hunde en lo animal, en el alma del mundo hecha physis, en la physis animada. 

 

Aturdidos por la necesidad imperiosa de un confinamiento hogareño, de pocos, de uno solo quizá, el texto que encabeza esta entrada nos remite a lo que, paradójicamente, fundamenta mítica y místicamente la Navidad, la soledad del núcleo familiar, la soledad absoluta y concreta en que lo divino, el Ser, se manifiesta. 

 

Es un buen momento, como cualquier otro, para recordar el advenimiento del Ser y la posibilidad de percibir ese Misterio que nos requiere. 

 

Con mi deseo de Paz y, si es posible, también de alguna chispa divina, como llamó Schiller a la Alegría, 

 

Feliz Navidad !!


lunes, 14 de diciembre de 2020

El balance biográfico y la métrica del goce.

 


Hubo una época en la que uno podía salvarse o condenarse al fuego eterno en el último momento de su vida. Podía ésta haber sido de santidad y caer, al final, en el pecado de desesperación o en otro cualquiera (mortal, se decía). Y también era factible la reconciliación última para pecadores arrepentidos, cuyos pecados pasados se perdonaban a través de la penitencia, permitiendo que la misericordia divina acogiera esas almas tantas veces impías. 

Ante la necesidad de justicia con ojos humanos, la Iglesia inventó el purgatorio, que era un espacio de purificación en el que la estancia de las “ánimas” incluso podría acortarse si sus cuerpos habían llevado, a pesar de sus correrías, un escapulario, o si se había rezado un número determinado de avemarías cada noche.

Las "artes moriendi" medievales atendían precisamente a ese último momento de la vida, en que el diablo podía tentar a uno con el apego a lo terrenal y facilitar su perdición. Y algo así enriqueció en su momento la hermosa oración del avemaría, como añadido al texto inicial: “Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae. Amen”. “Nunc”, pero también, sobre todo, en la hora de nuestra muerte. Ese era el momento clave, aunque no fuera concebido con sentido cronológico. Era el momento del kairós definitivo, en el que uno se jugaba todo.

Pero eso pasó a la historia, incluso en sentido literal. Por un lado, hay ateos que ya no creen ni en Dios, ni en una vida buena o mala tras la muerte. Hay también los que no creen ni dejan de creer, declarándose agnósticos, o los que creen en “energías” y cosas así. Hay quien cree en la ciencia y hay incluso quien no cree sencillamente en nada. Es interesante al respecto la correspondencia entre Umberto Eco y Carlo María Martini (¿"En qué creen los que no creen?"). Por otro lado, el efecto del protestantismo en creyentes cristianos, contagiado al catolicismo, ha hecho que la vida se considere en su conjunto, y no sólo tenga valor al final. Paradójicamente, los que hablaban de la salvación sólo por la fe, invocando la carta paulina a los Romanos, pasaron a fijarse demasiado en las obras, sobre todo las económicas, y tan es así que el capitalismo ha florecido bajo su influencia, según nos mostró Weber. 

¿Quién piensa ahora en la hora de la muerte? Sólo para adelantarla, llegado el momento, invocando eutanasias o algo así. Y generalmente se habla de la hora de los otros, no de la de uno mismo. En tiempos en que la Medicina era pura magia o ni eso, se sabía sin embargo de la llegada de la hermana muerte. La Literatura abunda en expresiones como ésta: “sabiendo que era llegada su hora…”. Eso, recogido por Ariès o Duby, ha quedado como recuerdo histórico. Ahora se desea mejor una muerte no anticipada y, a ser posible, rápida, por sorpresa (un aneurisma que se rompe, por ejemplo, o un infarto masivo), que la anunciada por los síntomas corporales.

Se piensa en la vida. Aunque se sepa que la muerte la cortará tarde o temprano, aunque se crea o se deje de creer en Dios y en el más allá, se piensa como nunca en la vida y en su asociación a la juventud que se desea prolongar a toda costa. En nuestro medio, las arrugas han dejado de ser respetables. Llegó a defenderse con muy escasa fortuna “la muerte de la muerte” como el gran avance médico científico.  Hay gente para todo.

Y es aquí, en nuestro primer mundo y especialmente en situaciones de bienestar social, que la concepción de la vida, ignorando la muerte, se ha modificado de un modo perverso en comparación con tiempos históricos previos. Se ha hecho curricular. En un doble sentido. Uno es lo que hace, lo que produce, sea en un trabajo creativo o no. Ocurre en cualquier empleo. Incluso lo vemos en el terreno de la actividad científica, que se ha hecho equivalente a producción bibliométrica. También en el éxito en ventas de literatos o filósofos, o en la cotización de obras de arte. “Impactos” y sueldos indican éxitos o fracasos.

Pero hay otro baremo más inquietante, que va referido al goce de cada cual. Es cierto que cada uno tiene su estilo, pero eso ya no sirve ante una normativa generalizada de vivir al máximo. Se trata de ser “eficiente” no sólo laboralmente sino también en goces uniformes cualitativamente pero medibles cuantitativamente, lo que implica que haya que leer determinados libros, aunque no gusten, acudir a conciertos, aunque provoquen sueño, viajar mucho, etc. No extraña, por ello, que haya libros - catálogos de ayuda eficacísima en los que se nos orienta sobre mil libros, películas, cosas o viajes que leer, ver o hacer… antes de morir. Mil. Si alguien lee sólo 584 o 973 libros de esos, no llega. Tampoco si se ven 989 películas. Ya no digamos si alguien sólo viaja en su propio país o ni siquiera viaja.

Estamos ante el reto del balance biográfico. 

Hoy uno se salva adecuadamente si pasa a la Wikipedia o si, al menos, ha cumplido con la norma cultural en la que el término “mil”, referido a lo que sea, evoca un nuevo milenarismo. Al menos, se habrá vivido como el dios moderno e inventado manda. Y hay modos de mostrar ese grado de eficiencia. Las fotos instantáneas con los móviles, difundidas en redes sociales, garantizarán que estuvimos en Creta o en la Conchinchina si se siguiera llamando así. También podremos volcar en red la excelente impresión que nos causó leer un libro insoportable pero crucial, de esos de canon moderno, o lo que disfrutamos con una película realizada en “plano-secuencia”. Los "like" recibidos atestiguarán la bendición que antes remitía a los ángeles.

El “dolce far niente” es el grandísimo pecado de hoy. Jóvenes hasta el final, es el imperativo categórico generalizado. De eso se trata, ese es el mandamiento definitivo. Hay quien lo consigue, sin arrugas, con múltiples “plastias”, y con un aval curricular de mil libros leídos, mil películas vistas y mil lugares visitados. Los excelsos llegarán a hablar incluso de otro tipo de mil proezas.

Y, sin embargo, la Naturaleza, en su proceder nada racional, a veces nos sitúa. Últimamente lo está haciendo con un simple virus que, como la lluvia evangélica, no entiende de justos ni pecadores.

Es llamativo que, desterrada la creencia, lo cronológico rige las vidas humanas en términos de eficiencia, como si, al final, se nos fuera a solicitar un balance biográfico-curricular en los ámbitos laboral y gozoso.

 

sábado, 5 de diciembre de 2020

Ser, simplemente. Abrazando la ignorancia.

 


Chronos ya no sirve. No dice nada y eso facilita que podamos decirnos.

Un virus lo ha realzado y paralizado a la vez, provocando una mirada más próxima a lo esencial. Somos en, con, muchos organismos grandes y pequeños, algunos tan aparentemente insignificantes como los virus. Uno de ellos perturba nuestras células, moviliza recursos que antropomórficamente llamamos defensas y que pueden matarnos o salvarnos.

Y nada está dicho. Y todo es sentido, porque lo sentimos y nos encauza.

Y siendo en, nos sentimos fuera de, a pesar de lo único evidente, que somos con, que sencillamente somos. Sólo nos falta lo que estamos obsesionados en resolver, una respuesta al porqué, tal vez porque la pregunta carezca de sentido.

Y esa extraña situación actual, en el tiempo, que la enfermedad y la muerte de tantos realza, una muerte que a nosotros mismos espera, desbarata el mito del progreso y del propio tiempo lineal, y nos deriva a los viejos y sabios mitos, a los que realzan la ignorancia que el logos pretendió superar.

Heidegger dijo que el lenguaje es la casa del Ser, pero pareció precisar el recurso a un modo de lenguaje que no es sólo el habitual, ni siquiera el filosófico, sino el poético. Hölderlin y Oriente en general han resonado en él.

Y se dice que Parménides afirmó que el Ser Es, que parece una tautología, pero que sólo lo parece. Porque, si somos, no podemos dejar de ser. Ni con la muerte. Podemos asumir, como sensato, que negar eso, la gran castración, parece una insensatez y que, de ser realidad, nos condenaría al gran aburrimiento de la inmortalidad. Pero la inmortalidad sólo es concebible en el insoportable seno de Chronos. Frente a la inaceptable inmortalidad, permanece la frescura esperanzada en la eternidad dinámica del Ser.

Y por eso quizá sea mejor callarse, como sugirió Wittgenstein, o sintonizar, en el mejor de los casos, con Eckhart, o con Silesius ("Die Rose ist ohne Warum”). 

Nos hemos alejado de milenios de ignorante sabiduría. Hubo épocas en las que el tiempo era axial, cíclico y no sucesivo, y el lenguaje no utilitario sino sagrado, como significa el término “jeroglífico”. Una sabiduría en la que se asumía como natural que la hija divina era, a la vez, madre del mismo dios generador, que cada día el nacimiento seguía a la muerte.

La gran aporía católica, el absurdo de María como madre de Dios, nos remite a la antigua belleza egipcia, al misterio del sinsentido, porque sólo sin sentido podemos acoger, en ignorancia asombrada, la belleza del Misterio.

Fuera del ciclo, despreciado Aión, dejamos de ser. Jesús trató de convencer al viejo Nicodemo de la necesidad de nacer de nuevo, de otro modo, pero nacer a fin de cuentas. El ciclo posible le fue presentado a un viejo de pensamiento lineal.

Esa es la gran esperanza, la del vaciamiento de todo resto de supuesto saber y el abandono en el reconocimiento de la ignorancia, la que nos entronca con los árboles y los animales, la que nos reduce, en la buena y misteriosa manera, a lo que hemos sido, una simple célula. Una ignorancia que, a la vez, quizá por ello, nos acerca al Ser, divinizándonos por hacernos humanos.

martes, 17 de noviembre de 2020

Noviembre. Tiempos, tristezas y vida

 

"El hombre apartado del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese terror a la historia sino mediante la idea de Dios"

Mircea Eliade. El mito del eterno retorno.

 

       Comenté en otra entrada que no volvería a referirme a esta pandemia, ya que clamar en el desierto sirve de poco. Pero el paseo por calles solitarias con bares cerrados me induce a desdecirme.

La oscuridad de noviembre no es propicia a alegrías, y menos aun cuando se han apagado tantas luces y sonrisas en la vida cotidiana por unas restricciones que, aunque duras, probablemente debieran serlo más, visto lo visto. En Galicia y otros lugares de España se intenta así, con el cierre de hostelerías y toques de queda, “salvar” la campaña navideña. Esa salvación irá ligada muy probablemente a nuevos rebrotes por encuentros familiares y de amigos en ese tiempo próximo, que tendrán serias implicaciones. Contrariamente a lo que se dice, no se puede “convivir” con este virus. Sólo cabe la opción de eliminarlo, de neutralizarlo, de tratar al máximo de evitar contagios hasta que, con el tiempo, la vacunación sea una realidad y no sólo una promesa. El virus es un agente no intencional, pero, desde una mirada antropomórfica, no estamos ante un enemigo que nos dé a elegir entre la bolsa o la vida; quiere ambas cosas. Y sólo salvando el máximo de vidas y con cobertura social mejor programada de quienes sean afectados por restricciones laborales (subvenciones, ayudas, moratorias, etc.), se podrá evitar una debacle económica inimaginable… por “convivir” con un enemigo letal. 

Quienes hemos sido afortunados, de momento, por no contagiarnos ni contagiar, no podemos evitar, sin embargo, la tristeza cotidiana, que supera ya a la indignación por el modo en que se ha gestionado esto. Es una tristeza que tiene, desde mi punto de vista, dos caras. 

La primera, compasiva, viene dada por saber del horror, de ese brutal exceso demográfico de mortalidad, de la cantidad de gente que, de la noche a la mañana, se ha visto, se ve, en UCIs desbordadas, con un futuro incierto. El individuo estadístico, la ignominiosa “curva”, oculta lo real del uno por uno, del sujeto, de cada muerto, de cada enfermo grave, de cada familia destrozada… Porque sí, porque Dios, que no es humano (lo que no equivale en absoluto a suponer que es inhumano) sigue, a pesar de Einstein, jugando a los dados con el Universo y con la vida que en él se rige por criterios evolutivos ajenos a finalidades. Nos habíamos llegado a creer que este planeta, y otros en el futuro, constituía nuestro hogar y que las demás especies eran útiles o inútiles para nosotros. Y resulta que no, que un virus diezma a la población en cualquier momento.

Se repite algo que ocurrió otras veces en la Historia pero que, por no haberlo vivido, no lo recordamos, aunque sepamos de ello. Sí, hubo pandemias, también guerras mundiales, pero no en nuestro lugar (aunque le llegó con la civil) ni en nuestro tiempo. Las guerras que aún existen no son globales, las tragedias del hambre y de la enfermedad son o fueron de otros, del tercer mundo o de otras épocas. Ahora el horror biológico y el inherente a la depresión económica se instalan en nuestro suelo. Las colas del hambre se alargan de día en día.

Nuestro tiempo era, es, debería ser (ese condicional que tanto se usa para decir que en tantos años habría posibilidad de ir a Marte, de curar el Alzheimer, etc.) de progreso incesante. Y ahora tal sueño se ha ido al traste. 

 La segunda cara de la tristeza en los afortunados proviene de un corte en esa simbiosis mal llevada en esta época cientificista entre el tiempo lineal, de trabajo, de avance, y el tiempo cíclico, de celebración, de uniones y desuniones. Las epidemias y pandemias son inhumanas principalmente por eso, porque el más próximo pasa a ser, por mucho que lo amemos, enemigo letal potencial.

 Y tal corte nos ha entregado directamente a Chronos. El pecado anunciado en el Génesis era un buen símbolo de algo real. Hemos comido el fruto prohibido. Matando a Dios en los corazones y tras desterrar a los viejos dioses, habiendo ensordecido ante el anuncio poético, nos hemos endiosado a nosotros mismos abocándonos a la inmersión en un nuevo mito laicizado, cientificista, el del progreso ilimitado que, por serlo, requiere de una concepción del tiempo lineal.

 Ha de reconocerse que lo evidente nos afianza en esa creencia, porque el tiempo, si existe, algo que es discutible y discutido, algo que no hace tanto perdió su carácter absoluto y también probablemente carezca de continuidad, tiene relación con lo direccional. Hay bases para asumirlo. Son las flechas que lo encauzan, la cosmológica, que nos habla del inicial Big Bang, cuyos efectos son dinámicos y observables; la entrópica, salvable asumiendo un gran orden inicial para que crezca sólo hacia el futuro, y la psicológica, por la que podemos recordar lo que llamamos pasado, pero no el porvenir.

 Y como seres constreñidos a la legalidad física, hemos de vérnoslas con la evidencia de que, en ese tiempo lineal nacemos, vivimos y moriremos, aun cuando haya ideas cientificistas salvíficas delirantes.

 Este año nos hemos quedado sin el tiempo cíclico, por más que se monten árboles navideños en casas y ciudades. Y eso es terrible porque, al margen de creencias, sin esa periodicidad de encuentro, de rito, semanal, estacional… desaparece el tiempo mítico, el del buen retorno de lo mismo. El incremento brutal del paro hace equiparables domingos y lunes. La distancia “social” (¿Qué sociedad puede reconocer ese oxímoron?) impide la reunión ritual. Lo higiénico es la separación y el aislamiento.

 Esa ausencia del tiempo cíclico, que incide también en los ritos de paso (hoy en día es complicado nacer, casarse o incluso morirse dignamente), incluyendo los religiosos (se puede contagiar uno en misa), Chronos nos señala su poder mostrándonos lo más inhumano, la linealidad y uniformidad del tiempo, desde la cual, desterrado el tiempo de vida, el tiempo en que se Es, pasamos a un tiempo de supervivencia. Los que ya tenemos una edad, nos damos cuenta de lo que no pensábamos antes de la pandemia y es eso precisamente, la edad, lo que tendemos a asociar a una pregunta simple, que en condiciones normales no hacíamos ¿Cuánto me quedará de vida? También tendemos a protestar por la “injusticia” de que haya gente joven y sana que puede sucumbir a causa del virus por no llegar a tiempo a la vacuna.

 Esa tristeza de doble cara (o de múltiples facetas) nos hunde, pero, a la vez, nos reclama otra mirada, más allá de periódicos y noticiarios; nos sugiere una cierta catarsis ante los grandes errores de habernos cronometrado, de la pretensión de “aprovechar” el tiempo, de correr a hacer cosas, de ser eficientes, de no envejecer, de sobrevivir cueste lo que cueste. Quién sabe. Quizá, en medio de este panorama inquietante, haya espacios temporales de paréntesis, ocasiones en las que kairós también surge como otras veces, como oportunidad para saber esperar del mejor modo que esto se acabe y seguir haciendo algo propio con nuestras vidas, sin limitarnos a sobrevivir. 

 Algo ganaremos si asumimos que la vida no es mera supervivencia. Somos ahora retados a ello. A la posibilidad de aceptar que la vida, regalo esencial, lo es sólo si es abierta a sí misma, al Ser; si es, por ello, receptiva a los olvidados dioses y posibilidad de abandono desapegado, sereno, en el Gran Misterio.