domingo, 6 de noviembre de 2022

El obsesivo balance biográfico.


Imagen tomada de Wikimedia commons

 

"No haya ningún cobarde,

aventuremos la vida,

pues no hay quien mejor la guarde

que el que la da por perdida."

(Sta. Teresa)

 

 

"¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?" 

(Mc.8,36)

 

 

            Moriremos. Esa es la única certeza objetiva que tenemos sobre nuestras vidas, aunque descreamos de ella porque no podemos imaginarnos muertos y sólo sabemos de esa verdad de modo inductivo.


            La medicina y el propio cuidado pueden retrasar el final sabido, pero no eliminarlo. El sueño trans-humanista es eso, un sueño, cuando no puro delirio.


            Buscar un sentido a una vida mortal, la nuestra, parece curiosamente un sinsentido. Y, sin embargo, difícilmente podemos prescindir de ese intento. Viktor Frankl hizo de la búsqueda de sentido un fundamento de vida y una terapia.


            El sentido puede alcanzarse asumiendo el límite de la muerte o, por el contrario, aceptando que la muerte no tendrá la última palabra. Se sea ateo o creyente, una fe, más propiamente una “fides” en su sentido primigenio, es requerida para poder vivir día a día de modo humano, incluso en las condiciones más crueles.


            En la práctica, siempre importa lo que tenemos a mano, también en el orden temporal. Y así, sólo vale el ahora, el hoy. Muchos libros de autoayuda se centran en eso, en la percepción del momento presente. Las tradiciones espirituales cristianas hacen uso de la consideración del elemental tiempo propio, el presente, pero asumen la alteridad, desplazándose de un cierto egocentrismo que parece inherente a las prácticas de meditación centradas en el yo, aunque sea para disolverlo en un todo. La reflexión de Juan XXIII, “Sólo por hoy”, esa llamada “plegaria de la serenidad”, es una perla al respecto.

 

            El hoy por sí solo es importante, pero su consideración resulta insuficiente, porque somos proyecto, o proyectados si se prefiere. Y así, aspirando al no tiempo, siempre podemos vivir en dos tiempos distintos, el de Kronos, que nos insta al cuidado extremo para neutralizar sus efectos, y el de Aión, en el que percibimos la eternidad  ya aquí y ahora, como donación aceptable, en la que no sólo podemos estar y mantenernos, sino que somos. 


            Kayrós nos rozará alguna vez instándonos a hacer algo con la oportunidad que se nos muestra ocasionalmente. Basta uno de esos instantes para la decisión adecuada, instantes que se pueden obviar fatalmente.


            Podremos sucumbir al final de la vida prácticamente sin enterarnos, algo que no parece tan habitual como se cree, o dándonos cuenta. En cualquier caso, asistimos a una tendencia creciente a considerar la vida como la confección de algo presentable cuando se acabe (aunque no creamos que algo o alguien nos lo pueda pedir), un cierto modo de balance biográfico


            El gran psiquiatra existencialista Irvin Yalom recogió en uno de sus libros (“Mirar al sol”) una expresión de Milan Kundera: “Lo que más nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”. Eso parece una gran verdad, pero no lo es del todo. Es cierto que muchos tenemos nostalgia de lo no hecho, de lo no vivido, pero la afirmación que recoge Yalom no agota la gran y posible perspectiva de cambio personal incluso al final de la vida. Su último libro (“Inseparables”), relacionado con su propia perspectiva de muerte, tras la de su esposa, coautora del texto antes de  su eutanasia, parece desmentir, con su solitario dolor final y cierta amnesia, aquel postulado. 


            El caso es que se asume esa verdad. Hay que vivir la vida, se dice. Y eso, en la actualidad, significa, para muchas personas, una existencia de coleccionista, de ir confeccionando una colección de experiencias de todo tipo, sean riquezas, honores, también actividades de ocio, viajes o museos visitados, libros leídos o escritos… Incluso el número de amigos y de “likes” serán importantes para esa contabilidad de “eficiencia vital”. La acumulación de todo lo acumulable (que llega a un extremo crudamente patológico en el llamado síndrome de Diógenes) sería una protección ante la angustia de ver que ya no queda mucho tiempo para seguir coleccionando experiencias.


            Hasta el científico puede transformarse, desde esa perspectiva, en productor de artículos con los que construir un baremo bibliométrico, con su índice "h" u otro parecido, que darán lugar a una colección llamada curriculum.


            Muchos obituarios se centran precisamente en ese pasado registrado, no como existencia de alguien sino como “existencias” de ese alguien, las que nutren el almacén de su colección cuantificable. Alguien ha publicado tantos libros, ha hecho tantas películas, ha creado tantos puestos de trabajo, ha acumulado tal fortuna, ha influido en tantos autores de su campo, ha criado a tantos hijos, etc., etc. 


            Nos hemos olvidado de las viejas fuentes de la sabiduría, de eso que Aldous Huxley llamó “Filosofía perenne”. 


    En un papiro egipcio, el difunto Hunefer es acompañado por Anubis a la ceremonia de la psicostasis, en la que su corazón será pesado. Sólo si es más ligero que una pluma, su dueño podrá pasar a la otra vida. No se mide el peso de las acciones realizadas desde él, no importa cuántas hayan sido, sino la ligereza que confiere su bondad.


            El Bhagavad Gita ya nos instaba a no apetecer los frutos de la acción. Aunque suscite la acción misma, el resultado de ella será siempre algo secundario para el propio actor. Nuestra vida no es un curriculum. Basta con actuar de modo amoroso, espontáneo, libre. Basta, pues, con lo más difícil.


    El Jesús que nos describen los evangelios no sabe de curricula ni los valora. Vivió poco tiempo cronológico, pero estuvo inmerso en la eternidad. Desde esa óptica, quienes trabajan la última hora del día perciben lo mismo que quienes han trabajado toda la jornada y los últimos serán los primeros (Mt.20,1-16). También habrá quien pecó mucho, pero cuya vida será valiosa porque lo compensó amando con creces (Lc.7,47). En esa lógica que desconoce la métrica, en esa “no lógica”, que puede sonar escandalosa por aparentemente irracional, especialmente en nuestro tiempo, sólo importa crecer en el amor, aceptándolo y realizándolo. Nada más es necesario. No producimos méritos, sino que simplemente podemos abrir el corazón para que el Ser actúe en nosotros. Y por eso, al final, al atardecer de nuestras vidas, se nos juzgará sólo en eso, en el amor. 


    San Pablo se refería en negativo al carácter curricular, de carrera en sentido originario, productivo, de la propia biografía. La vida es curricular por su relación con el mundo en el que se desarrolla y agota, pero lo importante no es lo que eso brinda como mérito, sino como contexto en el que se mantiene y crece lo esencial, contagiándolo a otros. Ese hombre, a quien se debe en gran medida que el cristianismo se transformara en religión católica desde una heterodoxia judaica, escribió que sí, que había corrido esa buena carrera y que había conservado la fe (2 Tim. 4-6). 


    Una inquieta esperanza sostendrá que aventuremos la vida, dándola ya por perdida, pues sea corta o larga en años, la aventura de búsqueda es lo que realmente vale la pena. Admiramos a aventureros como Humboldt o Shackleton y justo es que sea así. También es admirable la aventura posible de la búsqueda esencial a la que estamos convocados desde que nacemos. Freud nos ofreció una especie de catalizador, aunque no lo parezca por su duración, con el psicoanálisis, esa tarea de humildad que nos permite penetrar, con la ayuda transferencial de otro, en las propias tinieblas del alma para poder percibir la cálida y fría luz del conocimiento valioso.


    En esa perspectiva, si tenemos en cuenta que sólo por nuestro amor el Amor nos juzgará, no caben nostalgias de lo no vivido, porque basta un instante eterno, aunque sea al final, al atardecer de la vida, para que ésta haya valido la pena, para que nuestro corazón pese menos que la pluma en la balanza del juicio de Osiris. 

viernes, 7 de octubre de 2022

Escribir por escribir.


     

        Todos escribimos algo, desde el que toma esporádicas notas hasta el escritor profesional, el que se gana la vida escribiendo. No es algo de siempre. Hasta hace muy pocos años, el analfabetismo campaba a sus anchas en nuestro país. 


Escribir se ha hecho demasiado importante no sólo para bien. A día de hoy, un científico no se prestigia tanto por su trabajo de búsqueda como por lo que publica en revistas de su campo. La “productividad” científica, para bien y, sobre todo, para mal, se mide de modo bibliométrico.

 

En el campo humanístico, me consta por amigos que también se está introduciendo esa maligna concepción que confunde lo que uno hace, hablar, enseñar, escribir a veces, con rígidos criterios bibliométricos, eso que entra en el lamentable campo de la “calidad” tipo ISO, como si las publicaciones en filosofía fueran equiparables a cualquier artículo vendible. La existencia de un profesor puede ser enmascarada por las “existencias”, por las cosas, llamadas artículos, que produce.

 

Sirva este contexto general para ir enmarcando por qué escribo algo como este blog, alejado de artículos científicos o médicos, que serían más propios de mi terreno.

 

Creo que sencillamente escribo por escribir, algo así como que hablo por hablar. La escritura me sirve, más que para expresarme, para entender la expresión de otros, es decir, para leer. Esto es algo muy común. Somos muchos los que leemos escribiendo, sea tomando notas o, de modo más simple, “estropeando” libros y artículos subrayando o resaltando con rotuladores (esos “fosforitos” me son muy útiles) lo que nos importa, lo que más merece ser tenido en cuenta. 

 

Se escribe por escribir y también cuando es más “serio” que hablar. En el hospital, en el que llevo ya 46 años, sucesivas direcciones y jefaturas me facilitaron que depurase aspectos formales de mi escritura al inducirme a producir correos internos un tanto críticos. Me hicieron, sin duda y sin pretenderlo ellos, mejor escritor de lo que fui.

 

Y debo mucho de esa escritura a mis empeños juveniles por recopilar información de una vieja enciclopedia de mi padre para confeccionar artículos que sólo yo leería. Desearía conservarlos, pero los destruí hace muchos años. Esa enciclopedia era el internet de la época, algo más lento, eso sí. 

 

Nunca escribí un diario, quizá porque siempre intuí que algo tan íntimo, se hace, consciente o más bien inconscientemente, para ser leído… por otros.


La escritura como algo precioso la descubrí fundamentalmente al hacer la tesis. Tener que escribir una introducción general y una discusión de resultados fue una experiencia absolutamente satisfactoria (mi gratitud con mi amigo José Cabezas, mi director de tesis, es perenne). Esa experiencia me enseñó una de las dos cosas que más valoro del hecho de escribir: ayuda a leer, porque escribir significa buscar e imaginar. En ese trabajo de búsqueda, la mirada que selecciona libros y páginas de ellos es dirigida y, a la vez, se abre a lo contingente que ese material ofrece. En gran medida, escribo para aprender a leer.

 

Hay otro aspecto motivador que descubrí cuando se me ofreció, en el contexto psicoanalítico, la oportunidad de participar, junto a mi amigo psicoanalista Manuel F. Blanco, en una compilación, dirigida por Gustavo Dessal, de la que surgió un libro, “Las ciencias inhumanas”.  Esa experiencia facilitó otras colaboraciones y la producción de mi primer libro, “El Autoritarismo Científico”.

 

Previamente a eso, siguiendo la estela de mi adolescencia y juventud, de cuando descubrí la belleza de lo que nos rodea y constituye organísmicamente, había construido un libro más propio de aquellos tiempos, pero que “necesitaba” publicar como gratitud a la vida, aunque entonces no lo sintiera así. Era “Estética de la Ciencia”, que acabé auto-editando.

 

Y después, descubrí el mundo de los blogs, primero por los de amigos, en los que entraba a comentar sus entradas. Finalmente, surgió éste. Su nombre, “Cerca del Leteo”, no recuerdo cómo brotó, pero supongo que de un cierto sentimiento de que ese río se va aproximando por culpa de Krónos, aunque haya siempre tiempo, el de Aión, antes de la depresión, la demencia o la muerte. Fue una perspectiva de escribir “por entregas”, pero sin guión, sin resultado final; a pinceladas de mayor o menor grosor y color sobre lo que la vida me mostraba, partiendo de una conclusión analítica sentida profundamente, la de ceder a una creatividad amorosa. 

 

Hice la experiencia de cerrar el blog unos meses, pero la necesidad de escribir fue superior, y la de escribir así, sin finalidad, sin pretensión alguna más allá de tratar de contagiar lo bueno que veo en lo que me rodea. Y lo reactivé. Sigue induciéndome a leer, en un tiempo en que mi pereza y desilusión son mayores de lo que eran (no descarto efectos de la pandemia en esa acedía que a veces predomina). Sigue induciéndome a expresarme.

 

Debo a mi admirado amigo Gustavo Dessal su sugerencia de construir un libro a partir de este blog que ya tenía siete años de existencia. Y así vio la luz esta última obra que aquí presento, “Una mirada a la Ciencia, la Medicina y la Espiritualidad”. El prólogo que realizó para él Dessal es uno de esos grandes regalos de la vida que me inducen a seguir escribiendo.

 

Uno siempre escribe para ser leído, pero el hecho mismo de escribir tiene otra fuerza distinta, la de un goce placentero (a diferencia de goces neuróticos), la de sentirse unido al mundo, la de centrar la mirada en lo que importa, haciendo desde ella esa diferencia crucial entre lo óntico y lo ontológico, eso que nos hace valorar sólo lo que realmente importa. Y es que se trata sólo de amar, de ser. 


Disponible en https://www.p21.es/libro/una-mirada-a-la-ciencia-la-medicina-y-la-espiritualidad/

sábado, 24 de septiembre de 2022

Una flor me revela mi creciente ignorancia



 

"Mirad los lirios del campo" (Mt. 6,28)

"Ex divina pulchritudine esse omnium derivatur" (Tomás de Aquino)

 

Comienzo esta entrada con tres reflexiones que me parecen interesantes para contextualizarla.


         La primera es de Richard Feynman: 

         I have a friend who’s an artist and has sometimes taken a view which I don’t agree with very well. He’ll hold up a flower and say “look how beautiful it is,” and I’ll agree. Then he says “I as an artist can see how beautiful this is but you as a scientist take this all apart and it becomes a dull thing,” and I think that he’s kind of nutty. First of all, the beauty that he sees is available to other people and to me too, I believe. Although I may not be quite as refined aesthetically as he is … I can appreciate the beauty of a flower. At the same time, I see much more about the flower than he sees. I could imagine the cells in there, the complicated actions inside, which also have a beauty. I mean it’s not just beauty at this dimension, at one centimeter; there’s also beauty at smaller dimensions, the inner structure, also the processes. The fact that the colors in the flower evolved in order to attract insects to pollinate it is interesting; it means that insects can see the color. It adds a question: does this aesthetic sense also exist in the lower forms? Why is it aesthetic? All kinds of interesting questions which the science knowledge only adds to the excitement, the mystery and the awe of a flower. It only adds. I don’t understand how it subtracts.”


        La segunda procede de Bertrand Russell: 

       “Physics is mathematical not because we know so much about the physical world, but because we know so Little; it is only its mathematical properties that we can discover.”


         La tercera pertenece a Stephen Wolfram:

         “And insofar as there are general principles for simple programs, these principles should also apply to biological organisms – making posible to imagine constructing new kinds of general abstract theories in biology.”

 

Feynman subraya una obviedad y es que la ciencia no solo no perturba, sino que facilita la mirada estética a la Naturaleza, tomando el ejemplo de una flor.

         Russell dice algo que puede sorprender. Contrariamente a la creencia de muchos, entre los que creía incluirme hasta ahora, la expresión matemática de la legalidad física no sería inherente a un mejor conocimiento de ella, sino a que sabemos muy poco, tan poco que sólo podemos describir el mundo físico aludiendo a sus propiedades matemáticas. 

         Finalmente, Wolfram, desde su “nuevo tipo de ciencia”, centrado en autómatas celulares y simulación de fenómenos por ordenador, sugiere que pueden construirse nuevas teorías generales abstractas en el ámbito de la biología.

          Traigo esto aquí como contexto en el que situar mi propia y enorme ignorancia del mundo que me rodea, algo que ya sabía, pero que a veces se me revela al modo de una evidencia que aparenta ser casual o de un modo más vulgar, como olvido. Esta vez fue en un paseo cotidiano. Simplemente me fijé en lo que tantas veces habré visto sin darme cuenta, una flor pentagonal. Había más de ese tipo y de otra especie también con ese modo poligonal en un trozo de campo. 

 ¿Por qué sus pétalos se disponían con una separación entre sí de 72º (aproximadamente)? ¿Por qué no triangular, cuadrada, hexagonal o una estructura sin ningún orden aparente?

Comparé intuitivamente ese problema con otro más próximo. De una célula, un cigoto, se desarrolla una mórula con simetría radial, prácticamente esférica, de la que surgirá ya en un estadio precoz del desarrollo embrionario humano un organismo con simetría bilateral y cuyos componentes internos la mantendrán o no según la función a la que están destinados. Riñones o manos la conservarán en tanto que no lo harán ni el corazón ni el hígado. De una célula surgió quien lea esta entrada, y de otra su autor.

 La simetría inicial ha debido romperse para que podamos habitar un organismo humano. Las rupturas de simetría son muy frecuentes e importantes en el ámbito de la física. Lo han sido, de hecho, en el mismísimo origen del universo, al que suponemos una ley unificadora, aun buscada como teoría del todo, de todas las que conocemos en física. También en el campo que de ella emerge, la biología, en donde contemplamos formas asimétricas y estructuras con simetría bilateral o radial. 

 ¿Por qué se da ese orden poligonal, pentagonal en este caso, en las flores de muchas plantas? ¿Por qué en esa concreta que vi y fotografié?

 Kepler, que era un gran observador (aunque inferior a Tycho Brahe, de cuya mirada se benefició para bien de la ciencia), apuntó a la secuencia de Fibonacci para explicar la forma pentagonal de las flores (“veo el número cinco en casi todas las flores que se convertirán en fruto”, expresión recogida en el libro de Mario Livio“La proporción áurea. La historia de phi, el número más sorprendente del mundo”).

 ¿Y después de él? No parece haber mucha información. D’Arcy Thompson se interesó en cómo dar cuenta de la forma de los organismos en su obra On Growth and Form”

 Hay textos interesantes sobre proporciones, sobre relaciones físicas comparadas entre distintos organismos, incluyendo lo que viene en llamarse alometría, como el libro “Tamaño y Vida” de Thomas A McMahon y John Tyles Bonner, pero prácticamente nada en ellos sobre flores pentagonales, algo cuya vulgar apariencia no dejó de estimular el interés de un gigante intelectual, Alan Turing.  

 Es bien sabido que Turing fue sencillamente genial. No sólo por su trabajo teórico y aplicado en computación, desarrollando por un lado el criterio de computador universal, y aplicándolo por otro, en forma de ordenador llamado Colossus, para descifrar la clave Enigma. 

 Años después del término de la segunda guerra mundial, ya en 1952, publicó un trabajo mucho menos recordado, pero no menos interesante. Se trataba de “The Chemical Basis of Morphogenesis” (1). Gracias a la flor, topé con ese artículo precioso. En él postulaba un mecanismo simple que podía dar lugar a patrones organizados. Se trataba del modelo de reacción – difusión, que ahora lleva su nombre. En él, dos reactivos químicos en un medio determinado prácticamente homogéneo podían diferir en la velocidad de difusión en él y así generar patrones de concentración estables en una región dada. Tal proceso acarrearía la ruptura de simetría inicial abocando a un patrón altamente organizado con respecto a la concentración química o incluso en la morfogénesis. Un patrón así se puso de manifiesto en la reacción química de Belousov – Zhabotinsky (B-Z), reconocida como algo más que anecdótica en los años 60, traducida en un patrón oscilante de reacción oxidativa que podía verse en tubo o en una placa Petri en modo de oscilaciones espacio-temporales, calificándose por Ilya Prigogine (premio Nobel de química de 1977) como ejemplo de una estructura disipativa fruto de un estado estacionario fuera de equilibrio. Al final, la reacción B-Z siempre acabará en un estado de equilibrio. En la morfogénesis real ese patrón podría generar cambios en la propia forma de un organismo (2).

Turing aplicó su modelo a un anillo de células, cada una de las que estaban en contacto con sus vecinas, o a un disco tisular continuo. Podría predecirse entonces un patrón ondulatorio estacionario sin variación temporal, exceptuando un aumento de amplitud. Ese modelo podría aplicarse a los ejemplos de simetría poligonal que presentan las flores, siendo la pentagonal la más común y la heptagonal la más rara (algo resaltado en la publicación de Turing).

En 2002 se publicó un estudio de los patrones de Turing con simetría pentagonal (3) y más recientemente, un “paper online” se centró en la generación de flores por auto-organización con un modelo de Turing modificado (4)

Turing asumió por razones prácticas una linealidad en su aproximación matemática, pero entendió que el modelo más adecuado requiere de ecuaciones no lineales, lo que le indujo a proponer el uso futuro de simulación por computación digital.

Las flores no interesaban ni interesan mucho, en esta época centrada en el reduccionismo genético, exceptuando modelos concretos como Arabidopsis thaliana, pero las implicaciones del trabajo de Turing sí interesaron (más que ahora), y pronto su modelo se amplió más allá de la asunción de linealidad, abarcando ecuaciones diferenciales no lineales y abordando el estudio de diversos fenómenos disipativos mediante cálculo por ordenador. Se simularon la bella reacción de B-Z, el crecimiento embrionario y multitud de fenómenos asociados a no linealidad. La aproximación discreta, favorecida por una computación cada día más potente, progresa en la actualidad y ya hace años que esa perspectiva, de la que surgieron los llamados “autómatas celulares”, con el simpático “juego de la vida” de Conway popularizado por el interesantísimo Martin Gardner, dio lugar al célebre libro de Wolfram, “A New Kind of Science”.

La flor que yo vi, tan semejante a otras, pero única en un marco espacio-temporal y biológico (también biográfico para mí) me llevó a recoger malamente lo anteriormente expuesto aquí, pero no me reveló su misterio ni redujo mi ignorancia, más bien la aumentó considerablemente, porque sé mucho menos de lo que creía saber, desde que la contemplé. Ya aceptaba que la flor era sin “porqué” como decía el místico Silesius, pero descubrí al verla que no tenía idea tampoco del “cómo”, de cómo se desarrolla así, por válida que sea como gran avance la publicación de Turing. Ya no digamos aspirar a la idea del “qué” esencial (ni siquiera sé del “qué” inicial, del taxonómico, sin usar apps al respecto).

Turing estaba obsesionado con Blancanieves.  Y murió tras la ingesta de una manzana envenenada, dando fin a la dura vida que, a pesar de sus logros, le hicieron pasar por su condición de homosexual en tiempos poco propicios para ello. Una manzana que, como todas, albergaría en su seno un corazón procedente de la fecundación de una flor, un corazón pentagonal (visible claramente en sección perpendicular a su eje).

Nos queda mucho por saber de forma colectiva e incomparablemente más de modo individual.  Y quizá este recuerdo de Turing y de quienes prosiguieron sus investigaciones sobre sistemas disipativos no lineales, sobre la termodinámica de procesos irreversibles, pueda verse en su desvelamiento de saber pero, sobre todo, de ignorancia, a la hora de tratar de comprender el cambio topológico que incluye al geométrico, que abarca desde la información contenida en una estructura aproximadamente lineal, el ADN, hasta una flor o un niño, tras su expresión en un amplio abanico de proteínas de formas tridimensionales muy diversas, producidas en maquinarias subcelulares riboproteicas, y relacionadas entre sí de un modo sutil, maravilloso, como los mirabilia a los que se refería Jacques LeGoff.

Lo maravilloso que nos rodea y constituye bien podría llamarse milagro si no fuera un término altamente incorrecto, porque sumimos que lo milagroso elude la legalidad física, siendo así que es precisamente eso lo que impone lo real que canaliza contingencias extrínsecas e intrínsecas para dar a cada manifestación del Ser, incluso a una flor que hoy es y mañana desaparece, algo de su propia belleza. 

 Este blog nació como juego entre memoria y olvido. La ignorancia a que aludo en el título de esta entrada no procede de modestia alguna, sino de realismo aceptado. Somos más ignorantes cada día, y no sólo por el olvido, sino por el propio aprendizaje, que nos desvela más claramente un mar de ignorancia que no cesa de crecer. Eso puede ocurrir con cualquier fenómeno u objeto de la naturaleza. A veces, basta con mirar una flor.


Referencias:  

(1) Turing AM. The Chemical Basis of Morphogenesis. Philosophical Transactions of the Royal Society of London. Series B, Biological Sciences. 1952. 237;641: 37-72.

(2) Dutta K. Reaction-diffusion Dynamics and Biological Pattern Formation. Journal of Applied Nonlinear Dynamics. 2017;6;4:547-564.

(3) Aragón JL, Torres M, Gil D, Barrio RA and Maini PK. Turing patterns with pentagonal symmetry. Physical Review E. 2002. 65, 051913.

(4) Schiffmann Y. The Generation of Flower by Self-organisation. Accesible en https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=3967081

 

 

miércoles, 31 de agosto de 2022

Tenemos tiempo antes de morir.



Imagen tomada de Wikimedia Commons

        Era más frecuente antes, quizá. Ante una imagen radiográfica que sugería un mal pronóstico, el paciente podía preguntarle al médico cuánto tiempo le quedaba de vida. Y el médico, en aquella época de mayor incertidumbre que la actual, no contestaba con estadísticas; se limitaba, desde su experiencia, a decir con relativa claridad tantos meses o tantos años. Así, de un modo tan crudamente sencillo, anticipando una duración última, se inicia una célebre novela de Morris West.
 


    Eso era algo que ahora, en época de incertidumbre insoportable y de instancias a “luchar” hasta el final contra cualquier cáncer o enfermedad degenerativa, sencillamente se calla; se descarta la respuesta asumiendo que mientras hay vida hay esperanza, a pesar de que más bien sea al revés. 


    Sabemos que moriremos. Creemos en la muerte, como decía Lacan. Una creencia sustentada en lo que vemos (mueren los demás) y que permite, nos decía él, soportar la vida. Una creencia que no es macabra sino vitalista. Un límite, un real, facilita que demos valor a la propia vida, por finita, dando a las elecciones que en ella hagamos un carácter irreversible, definitivo, y sostenido en nuestra responsabilidad.


    Si uno no se muere antes, por enfermedad, accidente, suicidio o crimen, lo hará del modo más vulgar, por viejo, por desgastado. Se certificará que alguien falleció por un infarto, un ictus, lo que sea, pero, como nos decía Sherwin B. Nuland, alguien también puede morirse de viejo, aunque tal cosa nunca se certifique oficialmente.


    Ya que queremos vivir (en general), aspiramos a lo que paradójicamente odiamos, a convertirnos en ancianos. Admiramos la longevidad, aunque detestemos a los viejos, sean japoneses de Okinawa o vecinos nuestros, y tenemos curiosidad por sus comidas o su “Ikigai”. No querríamos ser ya uno de ellos en presente, pero sí en futuro, pues concebimos la vejez como garantía lejana de disponer aquí y ahora de una actualidad que no cesará de la noche a la mañana. Vivamos en la “adultescencia”, que ya llegará, tarde, la “gerontolescencia”. Y habrá intentos de congelación de ese presente con excesos preventivos y “fosilizaciones” estéticas. 


    Algunos de los árboles que admiramos ya vivían cuando el niño Calígula era llamado así por legionarios romanos. Pero es muy aburrido ser un árbol. Parece más apropiado atender a la longevidad de animales. No sabemos de qué depende tal cosa, pero ha habido intentos de establecer, en mamíferos, relaciones con el número de pulsaciones cardíacas, por ejemplo. La alometría se ha ido manteniendo, cada vez con menor fuerza, en su intento por lograr establecer relaciones anatomo-fisiológicas, siendo las de Kleiber, con sus limitaciones, las que parecen excepción a la ausencia de legalidad biológica.


    Si no hay antecedentes que auguren una alta probabilidad de cáncer o infarto, si los padres alcanzan una larga vida, se espera que uno mismo también dure bastante. La genética, para bien o para mal, predice en cierto modo una determinada permanencia sobre la tierra. Hay ejemplos llamativos de la importancia de la genética. Cuando, muy raramente, se afecta un gen llamado LMNA, la biología se acelera en niños cuya esperanza de vida se reduce al orden de trece años y que envejecen brutalmente en ese tiempo. Es la progeria.


    Nuestro ADN se ordena en cromosomas y cada uno de ellos está limitado topológicamente por regiones llamadas telómeros. Células aisladas pueden multiplicarse en cultivo unas pocas decenas de veces, a la vez que sus telómeros se van acortando, hasta que esas células dejan de crecer y mueren. Hay situaciones que sugieren inmortalidad; es el caso de líneas neoplásicas, como las HeLa. La tentación está servida; “juguemos” con la telomerasa y lograremos que nuestras células sean siempre jóvenes, a no ser que ese juego nos mate por cáncer.


    El objetivo de una homeostasis perenne que permita alargar indefinidamente la permanencia de un organismo vivo parece muy difícil de lograr. Mientras no se obtengan buenos “elixires” de juventud, tenemos el consejo preventivo procedente de la mirada epidemiológica que nos habla de riesgos evitables, sean generales (virus, contaminación, tráfico…) o individuales (hábitos tóxicos, obesidad...). Las antiguas “miasmas” persisten con otros nombres.


    Claro que quizá no haya que mirar sólo a la genética, sino a la epigenética. Se metilan más o menos citosinas del ADN y cambia el panorama. Parece que una metilación diferencial de citosinas podría estar relacionada con la longevidad. Quién sabe. Curiosos los efectos epigenéticos, que no se contentan con transmitir efectos traumáticos a los hijos de los hijos de quienes los han sufrido en campos de concentración o en confrontación bélica.


    Duración, permanencia, tiempo medido… Decía San Agustín que sabía lo que es el tiempo, pero que no podría explicárselo a quien se lo preguntara. Hay una continuidad entre un antes y un después, entre los que se sitúa un ahora mal definible. Es ese ahora a cuya atención nos requieren los sabios, cobrando las técnicas de meditación un vigor muy llamativo. ¿Gracia o narcisismo? Ya se contempló ese dilema en tiempos de los místicos españoles. Y abunda el narcisismo en la actualidad.


    La sabiduría griega distinguía los tiempos de Kronos, de Aión y de Kairós. Con el ritual monástico cristiano medieval, y más tarde con la aparición de buenos relojes, el reino de Kronos se implantó claramente. Los rezos se ajustaron a las horas y la celebración pascual impulsó la reforma del calendario juliano. Los calendarios, agendas, “cronogramas”, se implantaron por doquier, alcanzando cotas delirantes con el taylorismo. A la vez, el tiempo fue una de las grandes variables de la física clásica. Progresivamente, a medida que aumentaban la precisión y exactitud cronométricas, cobró un gran auge la perspectiva científica del tiempo que, en la mente de Einstein, se hizo dimensión adicional a las espaciales, en la concepción de Minkowski y en lo que se conoce desde entonces como espacio-tiempo. A la vez, la mirada científica al tiempo fue impregnándose por la gran extrañeza que supone la mecánica cuántica, siendo el entrelazamiento un buen ejemplo al respecto (a pesar del propio Einstein).


    Pero una cosa es el tiempo científico y otra diferente o, más bien complementaria, es el tiempo que piensan los filósofos, el que sufren o disfrutan los poetas, el que pasa lenta o rápidamente según nuestro estado de ánimo. Ese contraste se manifestó claramente una tarde de marzo de 1922 en el Collège de France, donde Einstein, invitado por Langevin, habló de la relatividad especial como solución al conflicto entre la relatividad clásica, galileana, y la electrodinámica. Entre el público asistente, se hallaba Bergson, veinte años mayor que Einstein. Un gran científico y un gran filósofo se mostraron, cara a cara, en desacuerdo sobre la naturaleza del tiempo, pero las dos perspectivas parecen ahora no excluyentes y sí enriquecedoras, siempre y cuando se respeten los campos de aplicación de cada una.


    En nuestra vida cotidiana no percibimos efectos relativistas ni extrañezas cuánticas y eso facilita que tengamos una visión del tiempo clásica, generalmente cronológica. Aunque vivimos muy cronometrados, a lo largo de la vida nos vemos a veces con momentos especiales, que son propicios para una decisión que puede cambiarla en mayor o menor grado. Estamos entonces ante el tiempo de Kayrós. ¿Cuántos, cuáles de esos momentos hemos despreciado?  Machado lo reflejó con gran crudeza refiriéndose a esa alegría anunciada por la posibilidad: 

            “Pregunté a la tarde de abril que moría:

        - ¿Al fin la alegría se acerca a mi casa?

        La tarde de abril sonrió: - La alegría

        pasó por tu puerta – y luego, sombría -:

        Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa”

 

    Y, sin embargo, puede ocurrir la repetición de una posible elección. Más bien, casi siempre tenemos la opción de dejarnos tocar, en pasiva actividad, por esa “schöner Götterfunken”, por ese relámpago de alegría divina que mueve y conmueve el alma. Si eso lo aceptamos fuera del tiempo habitual, fuera de Kronos, por más que estemos inmersos en él, significará que hemos entrado en la dimensión de Aión, en el éxtasis de tocar lo divino, lo que nos hace más humanos, porque podremos vivir en sentido real, pleno, aunque sea en un tiempo no medible, de instantes eternos. En Kronos habrá quien aspire a una vida muy larga, incluso a la inmortalidad con que sueñan los transhumanistas, ese gran aburrimiento que imaginó Borges. Eso no ocurre en el divino tiempo de Aión, que no sabe de inmortalidad sino de eternidad. 


    En Aión estamos abiertos a la creatividad y al amor, a la eternidad, al gran misterio del Ser. En él lo mejor de lo inconsciente, eso que no sabe de Kronos, aflora, como nos lo sugirió Russell y como mostró la “serpiente” soñada por Kekulé. Una serpiente que se devora a sí misma (uroboros) no sólo fue símbolo sugerente de la estructura del benceno; también representa, rodeando su cuerpo, al mismísimo misterio de Aión, acogido por cultos mistéricos como el mitraísmo, en los que la serpiente puede ser sustituida por la representación zodiacal.


    Podemos percibir que vivimos en el tiempo diferente, el de Aión, al contemplar de otro modo lo que siempre tuvimos al lado, eso que reconoceremos sin ninguna especulación. Lo sabremos cuando la belleza del cosmos alegra el alma. Y así también podremos asumir la petición de Rilke de tener la muerte que nos es propia. Antes de que ella llegue, tenemos tiempo, todo el tiempo del mundo, ese tiempo de Aión abierto al Ser y a la eternidad que implica el abandono en lo esencial. 

miércoles, 17 de agosto de 2022

COLOR Y LABORATORIO. Introducción

 


Cromosomas metafásicos de linfocitos tras dos ciclos de replicación in vitro (Fotografía del autor)

 

            

    No es infrecuente que uno sea ciego a lo que tiene más cerca. Llevo casi cincuenta años viendo colores en el laboratorio en que trabajo (más antes que ahora, por los avances tecnológicos que nos los evitan en aras a facilitar las cosas). Colores de reacciones químicas de identificación / cuantificación de componentes bioquímicos y colores de células teñidas formaron durante todo ese tiempo parte de una rutina cotidiana en mi vida. 


    Sabemos en general qué es el color, que con ese término expresamos una sensación subjetiva asociada a la reacción neurológica que se da en nuestro lóbulo occipital cuando la retina es iluminada por longitudes de onda del espectro óptico, una fracción casi minúscula del espectro electromagnético. 

    

    El color es para nosotros esencialmente eso, una sensación. Algo tan subjetivo sustenta el célebre problema de los “qualia”: nadie puede saber propiamente qué quiere decir exactamente otra persona cuando indica que algo es rojo o verde, aunque se dé cierto acuerdo general sobre significados. 

    

    Hay patologías en la visión de colores, como el daltonismo. Y sabemos que hay animales que ven otros colores que ni sabríamos nombrar, porque se dan en regiones del espectro ultravioleta. El caso es que el problema de los qualia es, para muchos, como Chalmers, el problema de la consciencia en sentido fuerte, algo que podría ser un enigma irreductible en términos neurobiológicos, algo análogo a lo que fue el electromagnetismo para un esquema puramente newtoniano.


    El color nos dice mucho de todo, incluyendo del mismísimo universo. La última gran proeza tecnológica, el telescopio James Webb, es sensible al infrarrojo, esa luz que llenó el espacio en tiempos muy antiguos, lo que nos permitirá una mejor comprensión de la evolución cósmica. La longitud de onda emitida desde el Big Bang se ha ido alargando a medida que el Universo se expandía y enfriaba, llenándose ahora todo él de microondas. Fluctuaciones en ese fondo, detectadas por el satélite COBE impulsaron a George Smoot a referirse a la huella dactilar divina. Más recientemente, la sonda WMAP ha permitido afinar el conocimiento de esas fluctuaciones cuánticas y su implicación en el origen de las galaxias.


    La luz que nos llega del sol es rica en fotones de baja entropía que han permitido la fotosíntesis y la evolución de las distintas formas de vida, incluyendo las que han dado lugar a combustibles fósiles. Fotones diferentes, que actúan como partículas y como ondas que se reflejan, refractan y difractan en fronteras entre distintos medios, algo que mostró de un modo tan elegante Newton, descomponiendo y recomponiendo con prismas la luz blanca como mezcla de colores. Prismas, redes de difracción, efecto láser… permiten obtener luz de lo que nos parece un color único, como si fuera puramente monocromática, sin colores interferentes añadidos. Colores de absorción y colores de emisión nos muestran un mundo policromado. La difracción de la luz solar por la atmósfera da cuenta del bellísimo azul del cielo, de su reflejo en el mar, y de su enrojecimiento al atardecer. Por analogía, haciendo incidir rayos X en cristales de macromoléculas, puede establecerse un patrón de difracción, cuya “recomposición” por síntesis de Fourier nos revelará la estructura de proteínas o de ácidos nucleicos. Watson obtuvo su premio Nobel con Crick gracias al uso de las imágenes de difracción de ADN obtenidas por Rosalind Franklin.


    Color que emociona al verlo, al ser percibido en obras literarias, color poético, color que revela un status, color que anima o entristece, color láser que cura, color ritual, color litúrgico, color artístico, falso color para traducir longitudes de onda que no impresionarían a nuestra retina … Mucho antes que la escritura, los colores naturales sirvieron para la expresión humana en cuevas. El color, aliado de la industria lítica, permite la construcción de la Prehistoria, hasta la llegada de la escritura, a la que tanto adornó en los bellos códices elaborados por monjes, aunque no todos supieran leer.


    Calentamos a las brasas carbón o madera y vemos como enrojece; encendemos butano y aparecerá una luz azul. Si llevamos una solución conteniendo una sal de sodio a una llama, su luz adquirirá un tono amarillo, y observaremos un verde precioso si, en vez de sodio, es cobre. Algo tan simple experimentalmente como obtener color calentando un cuerpo dio lugar al célebre problema de la radiación del “cuerpo negro” (puede ser una aleación de fósforo y níquel); al calentarlo, emite luz de diferentes colores cuyo pico de frecuencia varía con la temperatura, pero lo hace de forma extraña. Se requirió el talento de Max Planck para explicar las gráficas que se obtenían para la relación entre ambas variables. La solución al extraño comportamiento que evitaba lo que se vino en llamar “catástrofe ultravioleta”, requirió entender la luz de otro modo, concibiendo que, de modo análogo a la materia, la energía tenía un carácter discreto, llamándosele a los osciladores básicos propuestos por el clásico Planck, a las unidades de eso que se transfería, “quanta”. Podría decirse que fue la observación de la rareza de la emisión del color lo que dio lugar a algo profundamente extraño, la mecánica cuántica, algo que, según dijo Feynman, nadie entiende, pero que permitió concebir el mundo de un modo mucho más completo y bellísimo, y cuyas aplicaciones son ya de uso casero.


    Hablamos de lo cromático no sólo para referirnos al color como tal. Hacemos uso de la raíz griega, Xρώμα, para dotar de color tanto a lo que lo posee, como la cromosfera solar, como a lo que no lo tiene propiamente, pero sobre lo que no podríamos hablar de otro modo. El término “cromatografía” provino de un método de separación física de componentes coloreados, pero se usa ampliamente sin que haya color alguno ya en lo que se separa por técnicas de separación física que han partido de esa base y la han mejorado (HPLC, por ejemplo). Se habla de escala cromática musical, imaginando color en la percepción sonora, y el gran físico Gell-Mann postuló que, además de la masa, carga eléctrica o spin de una partícula elemental, otra propiedad permitía poner orden en la amplia variedad de partículas obtenidas en experiencias de colisión en grandes aceleradores. A esa propiedad le llamó color (obviamente no visible ni medible como tal) y jugando con ella, e influido por el óctuple sendero budista, puso orden en el mundo de partículas mediante la cromodinámica cuántica. Los quarks y gluones son términos ya familiares. 


    La misma raíz sirvió para nombrar algo biológicamente esencial, antes de conocer su importancia; se trataba de los cromosomas, de esos cuerpos coloreados (no intrínsecamente, sino mediante tinciones) que albergan nada menos que el ADN. En 1888 recibieron ese nombre por parte de Wilhelm von Waldeyer.


    El excurso que abro aquí dentro del blog no es absolutamente ajeno a las demás áreas en él contenidas, pues el color está relacionado con la ciencia, con la medicina y también con la perspectiva espiritual del mundo, que no puede dejar de ser estética. Se construirá sin ánimo sistemático alguno, sólo como vaya fluyendo. 

            

martes, 2 de agosto de 2022

Una lectura de verano



Imagen tomada de Wikimedia Commons

Las vacaciones son un tiempo propicio para explorar posibilidades, especialmente cuando se acerca el tiempo de jubilación, ese para el que Cicerón aconsejaba la horticultura como buena tarea.


¿Qué hacer? La respuesta fácil y quizá sensata es decir…  nada. Algo que parece sencillo, pero no lo es. Depende de lo que entendamos por eso.


Entre muchas posibilidades, cabe la lectura “de evasión” y para ella pueden privilegiarse libros arrinconados, de esos que pensamos que no nos aportarán nada relevante a lo que ya “sabemos”, como si realmente supiéramos algo de algo.


Estos días eché mano de un libro sobre un cantante de voz grave y bellas melodías. Era la autobiografía de Johnny Cash (escrita en colaboración o con ayuda de Patrick Carr). Me pareció muy atractiva. Cash se remonta a su infancia, enmarcada en los tiempos del “New Deal”, de trabajo duro en campos de algodón, y habla de su vida más que de sus obras exitosas, aunque éstas afloren casi sin querer a lo largo del texto. Describe dos experiencias cercanas a la muerte, la de su hermano mayor, que la manifestó poco antes de fallecer a causa de un trágico accidente laboral, y la suya propia, de la que fue rescatado por el personal médico que lo asistía en una UCI. En diferentes lugares del texto se declara cristiano y son abundantes las referencias a su consumo de anfetaminas y barbitúricos, con los desastres que tal hábito tóxico propició. No muestra una imagen edulcorada de su persona ni de su personaje, sino la de un hombre buscador de sí mismo y de Dios (“creía haberle abandonado, pero Él no me había abandonado a mí”).


En la autobiografía alguien se explica, mientras que en la biografía es explicado. No es lo mismo. En las biografías se tiene especialmente en cuenta la íntima relación entre la vida personal y el contexto histórico en que se da. Un buen ejemplo lo proporciona Ian Gibson con su biografía de Antonio Machado, impresionante por el conocimiento del poeta y la excelente descripción del marco histórico en que éste vivió y produjo su obra.


La biográfica y la autobiográfica son miradas distintas que pueden complementarse. Si son buenas, apuntarán a lo esencial y descartarán la reducción cuantitativa a un “balance biográfico” en la asunción de que uno equivale a lo que produce, a un “curriculum vitae”. Nadie es por lo que produzca, sino que produce desde lo que es. El título que Gibson dio a su biografía de Machado, “Ligero de equipaje” realza ese gran valor del desapego al que el propio poeta se refirió en sus versos. 


A pesar de carencias de objetividad o precisamente por ellas, biografías y autobiografías facilitan que nos interroguemos sobre nuestra propia vida del modo más crudo: ¿Ha valido la pena? ¿Cuánto tiempo más necesitaremos para aceptar que nuestra vida no ha sido en vano? ¿Importará lo que aprendimos? ¿Qué, de ella, rescataríamos? ¿Cuánto repararíamos?


Decía el gran místico cristiano Juan de la Cruz que "al atardecer de la vida se nos juzgará en el amor". Esas palabras asustan si fuéramos nosotros nuestros propios jueces, pero alientan si confiamos en el Amor que, a pesar del horror, del mal humano y natural, sostiene el Universo y a la vida en él en su incomprensible y extraordinaria belleza.

            

miércoles, 20 de julio de 2022

El valor del psicoanálisis





“ ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? “ Jn. 3,4.


Sea desde el ámbito familiar, sea para ganarse la vida, por relación social o por mera curiosidad, cualquier persona sabe de algo en mayor o menor grado. Muchos saberes son fruto de la cultura en que uno está inmerso, como la lengua que habla y escribe, sagas o historias, relatos sagrados en los que se cree o descree, juegos en los que se participa como espectador o actor, etc. Es un saber sobre el mundo propio en que se nace y que se podrá poner bajo un prisma más o menos crítico a lo largo de la existencia. 


Otros saberes son aprendidos atendiendo a una finalidad, como los necesarios para ganarse la vida con un ejercicio profesional.


Hay un saber, más propiamente de la vida, que remite a uno mismo y que supone preguntas autorreferenciales más o menos explícitas.


Algunas personas eruditas se caracterizan por saber mucho de algo. Hay cardiólogos que parecen saber todo lo que puede conocerse del corazón, como hay arqueólogos que dominan los secretos que alberga un yacimiento. Muchas personas disponen de miles de libros en su biblioteca personal.  ¿Y...? Además del servicio a otros desde un saber concreto, como es el ejercicio clínico, la investigación arqueológica o la enseñanza filosófica, el hombre más culto puede verse perdido ante preguntas tan elementales que cualquier niño (bueno, no cualquiera) podría hacerle: ¿Qué es la vida? ¿Qué es la luz? ¿Qué es la electricidad? El gran Quino realizó alguna viñeta magnífica en este sentido.


Y hay una pregunta que puede retornar, de modo muy distinto, a la inicial, ¿Qué quieres ser? o más aún, ¿Eres? 


En cierto modo, sabemos y somos en la medida en que, de un modo paradójico, nos vaciamos de la hojarasca aprendida. Es comprensible, desde esa perspectiva, la importancia de las tradiciones religiosas o ateas centradas en el ego y que hacen uso de la meditación. El silencio es excelente, el recogimiento es magnífico, desposeerse de todo lo que da cuenta de uno, también. 


No obstante, saber realmente de sí mismo, de lo bueno y de lo malo en que se ha configurado lo que uno es, parece inviable sin el encuentro consigo mismo mediante la alteridad. La Iglesia católica hizo uso del “otro” en el sacramento de la penitencia, con la confesión. Otras tradiciones disponen de guías espirituales. 


Y, sin embargo, el enfoque que parece más idóneo no trata sólo de “disolver” el ego fortaleciéndolo ni de encarar lo superyoico manifiesto, sino que persigue asumir la propia ignorancia para poder revelarse a sí mismo en el encuentro con el otro, para dejar que el propio inconsciente se “traicione” y revele, poco a poco, lo que durante mucho tiempo ha sido inconsciente. 


Podemos ser ángeles (como pretendía ingenuamente Pinker) o demonios, pero sin saber propiamente que lo somos y siendo incapaces de cambiar, porque sin penetrar en esa sombra que no conocemos de nosotros mismos y para la que precisamos ayuda, no sabremos mucho de lo esencial, exceptuando seres excepcionales de los que la Historia nos da ejemplos. Y eso es así porque lo inconsciente, eso que no conoce el tiempo, nos determina, aunque respete la responsabilidad de todos nuestros actos. 


Por eso, lo que fue, en manos de Freud, un enfoque terapéutico, el psicoanálisis, ha ido más allá y no requiere que un síntoma lo requiera, aunque eso sea lo más habitual. No hay en esa práctica un "furor sanandi". Se intenta más bien confrontarnos con el niño que llevamos dentro, por viejos que seamos, desde el encuentro analítico. Y así, facilitarnos el nacer de nuevo al amor, a la vida.


Norman Cohn escribió magistralmente sobre los “demonios familiares de Europa”. No parece casual el adjetivo, pues lo familiar sostiene tanto lo bueno como lo peor, lo demoníaco. La familia… tan idealizada, tan terrible a veces. Ahora los demonios familiares son globales, los jinetes apocalípticos cabalgan de nuevo. Si la primera gran conflagración bélica planetaria se acompañó de una gripe terrible que mató a millones de personas, los actuales tambores de guerra han ido precedidos y siguen siendo acompañados de otra pandemia vírica que tampoco se queda corta a la hora de matar y que, para hacerlo a esa escala, ha contado con la propia complicidad humana por acción, necedad y omisión. Los olvidados por el Occidente “civilizado” seguirán siéndolo, y poco nos importará a los europeos y estadounidenses el hambre que pasen en África o en Sudamérica. Guerra, hambre, peste, muerte… el mundo no ha cambiado mucho.


Tan ingenuo sería “psicoanalizar” procesos históricos como atribuirle al psicoanálisis la posibilidad de redimir a los hombres. Pero parece sensato suponer que, desde la humildad que supone requerir ese encuentro, un psicoanálisis puede lograr que alguien salga de él siendo mejor persona que cuando lo inició. No es poco, porque mejorar el mundo en que vivimos no es tanto cuestión estructural, siendo importante, cuanto resultado del comportamiento ético, amoroso, de cada uno.