martes, 31 de octubre de 2023

DIGITALIZACIÓN. 1. Ordeno mi ordenador.

 

 
       Para bien y para mal, la digitalización forma parte “natural” de nuestro mundo y relaciones personales. Influye en todos los ámbitos imaginables. 


      Los sistemas informáticos permiten hacer pagos con un teléfono “móvil” y también que podamos ser estafados. Se usan para indagar en trazas de partículas elementales y también en el perfeccionamiento de armas de destrucción masiva.


La informatización de sistemas y vidas permea todo, desde stocks en supermercados, hasta la investigación de lenguajes arcaicos. Se habla de nativos e inmigrantes digitales. El caso es que quien no tenga cierto hábito con teclados puede pasarlo muy mal y cada vez peor en este siglo, tan parecido en todo lo demás, incluyendo guerras, a los precedentes.


Recuerdo que hace muchos años había visto en la Facultad de Ciencias de Santiago de Compostela un conglomerado de cables conectados de modo complicado. Alguien me dijo que era un cerebro electrónico. Por esa época, antes de entrar en la universidad, había oído que los estudiantes de ciencias aprendían un lenguaje extraño que se llamaba “Fortran IV”. Poco más tarde, no se hablaba de cerebros electrónicos, sino de computadores. También empezaron a sonar términos como “hardware” y “software”. La llegada de la microelectrónica, incluyendo el desarrollo maravilloso del transistor, supuso una revolución, al evitar el uso de válvulas de vacío en procesos de computación. Se eliminaban también las tarjetas perforadas en computación, aunque, en Oriente principalmente, se conservaban los ábacos.


   Es curioso ver cómo ha ido llamándose de diversos modos a lo que muchos denominamos ordenador. El diccionario de la R.A.E. ha seguido la propia evolución de tal artefacto y concibe ahora el propio término “ordenador”equivalente al previo, “computadora” o “máquina electrónica que, mediante determinados programas, permite almacenar y tratar información, y resolver problemas de diversa índole”. Nuestros ordenadores de sobremesa hacen ya mucho más que lo que el mismo Diccionario entiende con el término cómputo, es decir “cuenta o cálculo”


Había quienes hablaban de “lenguaje máquina” y de “ensambladores” como el Fortran, que permitían una programación más fácil, y que se hizo intuitiva (en mayor o menor grado) con los llamados lenguajes de alto nivel, un nivel que no ha parado de crecer, a tal punto que hemos alcanzado la época de la llamada inteligencia artificial y hay quien curiosamente retorna al viejo concepto de cerebro electrónico para fundamentar una delirante perspectiva transhumanista. 


Desde la popularización y la aparición de ordenadores domésticos, se hicieron claras las primeras aplicaciones: el cálculo, el juego y el proceso de textos, incluso toscos dibujos con lenguajes como “Logo”. Después vendría internet, la localización GPS y todas esas maravillas que nos harían difícil retornar al mundo del siglo XX. Recuerdo que, en los años 80 de ese siglo, hube de recurrir al centro de cálculo de la universidad, que impresionaba, para el análisis estadístico de los resultados de mi tesis doctoral, algo que ahora podría lograr usando un sencillo programa estadístico o incluso una hoja de cálculo y, con más paciencia, hasta la calculadora que hay en cualquier móvil. En esa época tuve un primer modelo casero que me servía sólo como procesador de textos, algo mejor que mi máquina de escribir, que no perdonaba errores de teclado. Un procesador es, para la R.A.E. una “unidad funcional de una computadora u otro dispositivo electrónico que se encarga de la búsqueda, interpretación y ejecución de instrucciones”. Las instrucciones no eran tan simples como ahora, que se han hecho casi inexistentes.


Más tarde, uno de esos lenguajes intuitivos, ”Basic”, en un “PC (personal computer)”, me abrió la mente a la maravilla de la simulación de procesos químicos y biológicos. Antes ya se hablaba de los “autómatas celulares”, con los que Martin Gardner popularizó el “juego de la vida” de John Conway, y que acabaron dando lugar a una sistematización realizada por Stephen Wolfram en su célebre libro “A New Kind of Science”. En cierto modo, se podía sustituir una aproximación diferencial por una discreta, donde la unidad era mostrada por un pixel; más tarde se hablaría, en aplicaciones médicas, del voxel, pero eso ya es otra cosa.


Durante unos cuantos años, la información que uno podía manejar en su propio ordenador era bastante limitada, en términos de bytes, pero, con bastante rapidez, se pasó a sucesivas potencias de diez, siendo términos comunes hoy los Gigabytes o “gigas”, y existiendo ya sistemas de almacenamiento personales o en eso que llaman la nube pero que es bien terrestre, que muestran prefijos poco usados en otros campos: “tera”, “peta”, “exa”, “zetta” … Tanto la capacidad de almacenamiento como la velocidad de proceso de computación facilitaron la aplicación de los computadores a todo lo que es ampliamente conocido. A la vez, la miniaturización permite que todo eso no sólo sea disponible en una pantalla de sobremesa, sino en un teléfono portátil (“smartphone”) e incluso un reloj de pulsera (“smartwatch”). Las consecuencias buenas y malas de tal avance tecnológico son ampliamente conocidas… y también muy desconocidas, con derivas delictivas. Por “whatsapp” podemos conectar con un ser querido que esté en otro continente, pero también desde esa lejanía podemos ser estafados por un suplantador si nuestra vigilancia, cada día más necesaria, decae. 


En alguno de esos años de avance desde la construcción del “ENIAC”, aparecido poco después del “Colossus”,con el que Turing descifró el código Enigma, hasta la actualidad, se dio un cambo de término; en general, ya nadie habla de computadora, que hace referencia al cálculo, al menos en nuestro medio, sino de ordenador. Es un término curioso porque un ordenador no obedece a su nombre, precisándose que un agente humano (a veces auxiliado por programas) ordene lo que esa máquina almacena.


Hay algo que facilita el desorden en un ordenador, algo que no ocurría tanto antes de su uso. Podemos hacer una comparación con cualquier conjunto de cosas manejadas analógicamente, como una biblioteca o álbumes de fotos. Una diferencia esencial estriba en el coste económico. Los libros son más o menos caros, las fotos en película y papel específico también; en cambio, lo que guardamos en un ordenador tiene un coste mucho menor, habiendo mucho material gratuito (cada vez menos), lo que propicia una tendencia a guardar no sólo información sino también mucho ruido.


Podemos ordenar cuando guardamos cosas, o datos por decirlo de modo general, acción que parece obedecer a uno de tres afanes, el de acumular, similar al síndrome de Diógenes, el de coleccionar y el pragmático. 


Un ordenador nos propicia que guardemos todo, pero eso generará la dificultad de un uso adecuado de lo que tenemos. En él podemos distinguir espacios de biblioteca, de archivo, de filmoteca, ludoteca, discoteca o un banco de fotos, entre otros. Los buscadores de internet también facilitan la colección de “links” que, como tantas imágenes, quizá no volvamos a visitar jamás. 


El afán de coleccionar parece más frecuente que los análisis que de él se hacen. Walter Benjamin trató de “hacer posible una mirada sobre la relación del coleccionista con sus riquezas” en su libro “Desembalo mi biblioteca”. Una biblioteca física supone un peso que se hace evidente cuando se quiere trasladar, como le ocurrió también a Alberto Manguel, que llegó a acumular unos 35.000 ejemplares. Probablemente ese afán se enraizó en haber ejercido de lector para Borges, cuando a ese gigante literario le sobrevino la ceguera. Siendo grande, la colección de Manguel fue inferior a la de Umberto Eco, que contaba con más de 50.000 libros. 


Suele hacerse con frecuencia una pregunta absurda. ¿Para qué? Está relacionada con la absoluta incompletitud de la lectura por una persona. Si leyésemos en promedio un libro cada día, algo que parece muy difícil, por no decir imposible, leer todos los que guardaba Eco nos llevaría unos 137 años. Y no son tantos libros en comparación con los que hay disponibles a escala mundial. Wikipedia nos dice que en la Biblioteca del Congreso de EEUU hay 36,8 millones de libros. Es obvio que lo que podemos leer a lo largo de la vida, con un tiempo adecuado, es una fracción minúscula del campo de elección disponible. Y lo que podemos recordar de todo ello será una fracción mucho más pequeña. Pero ese mínimo tiene que ver, en su composición, con los ordenadores. ¿Qué leer? Alguien dirá que basta con un libro, el sagrado. Muchos, en la práctica, pensarán que ninguno. Otros, que serán los necesarios para ejercer una profesión. También habrá quien lea por puro placer. Se priorizará la literatura por unos a la vez que otros se interesarán por libros científicos, ensayos, ficción... Se invocará a los clásicos, como hizo Italo Calvino, o se llegará a proponer un “Canon”, como propuso el genial Harold Bloom, quien también publicó un precioso libro entre muchos más, “Cómo leer y por qué”, dos preguntas íntimamente imbricadas.


La tarea de ordenar un ordenador supone un esfuerzo casi cotidiano si no quiere uno perderse en una selva de bits. Un esfuerzo innecesario, porque no es ni mucho menos imprescindible aspirar a la completitud, inalcanzable por otra parte, que supone tenerlo “todo”. 


Estoy embarcado últimamente en la tarea de ordenar y podar la colección de fotos digitales que he ido almacenando. Son muy pocas las que merecen ser guardadas, sea por calidad, originalidad o resonancia afectiva. Quizá las relevantes ocuparían un espacio físico, de ser impresas, inferior al de los pocos álbumes convencionales que conservo de la era analógica. Al irlos clasificando a la vez que los obtenía, tanto los libros electrónicos como los artículos de múltiples disciplinas que he ido acumulando están perfectamente ordenados y son localizables en segundos, pero sólo una fracción de todo ese material fue o será leída y me llevó un tiempo considerable establecer ese orden. 


Si, a la vez que uno no se conforma con un ordenador propiamente personal, sino que desea, desde él, conectar con otras personas sin perderse en una pseudo-comunicación inútil que perturba la comunicación real, se hace cada día más claro que la digitalización de la vida puede suponer un plus de desasosiego y de sinrazón en ella.


Llevamos millones de años siendo analógicos. Hemos escrito desde hace sólo unos pocos miles de años y usamos casi de forma cotidiana el ordenador desde hace pocas décadas. Tal aceleración, con efectos fantásticos a la hora de facilitarnos muchas cosas incluyendo la comunicación, no se ha traducido, sin embargo, en hacernos mejores. Al contrario, la hiperconectividad, las plataformas personales de ocio, la planificación extrema de los detalles más nimios de nuestras agendas incluyendo los viajes, la acumulación de fotos que nunca veremos, la eliminación de tradicionales prácticas manuales y, en un grado alarmante, la sustitución de empleados humanos por máquinas, están promoviendo un aislamiento tanto más brutal cuanto más necesita uno de otros, de personas cercanas (en modo presencial diría un moderno). El teléfono es un buen símbolo al respecto, sirviendo para todo lo que sirve un ordenador de sobremesa, incluso para hablar con alguien, algo que pocos hacemos. No hace tantos años, había un teléfono en cada casa (no en todas) y una guía de todos ellos. A la vez, si alguien tenía necesidad de hacer una llamada estando en la calle, podía recurrir a una cabina telefónica o ir a un café (en casi todos ellos había teléfono público y también guía). Si hoy alguien pierde su móvil, está sencilla y traumáticamente perdido, y no sólo por no poder telefonear (aunque un buen samaritano le deje un móvil, ¿qué hace sin sus “contactos”?). No sólo se pierde un aparato muy útil, también puede perderse mucho más si quien lo encuentra lo “hackea”.


La nostalgia no conduce a nada, pero el recuerdo sosegado sí. Yo entro en el grupo de personas que han vivido gran parte de su vida en el siglo XX. La reflexión que aquí he presentado es introductoria a algunas más que pretendo sobre los efectos de la digitalización en nuestras vidas.  

 

viernes, 20 de octubre de 2023

Dios también está en “Tierra Santa”.



 


    Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt. 5, 44)

 

    “Never hate your enemies. It affects your judgment”. Mario Puzo (Guión de la película "El padrino. III".


        En pocos días, muchos hemos sido conmovidos por tanto horror transmitido por los medios de comunicación. Lo cuantitativo se hace estadístico y tapa lo cualitativo, la enormidad de ese horror. Que nos hablen de miles de muertos nos dice muy poco. Lo que nos muestra lo real son imágenes concretas: alguien disparando a quemarropa a inocentes, vejaciones y secuestros, una casa que se derrumba en un bombardeo, un médico que sostiene en sus brazos el cadáver de su nieto, el bloqueo de colas de vehículos y que concierne tanto a la salida de personas del infierno humano como a la entrada en él de energía, alimento, medicamentos... Habrá quienes sobrevivan a la destrucción de su casa y acaben muriéndose por falta de insulina.


No es locura, aunque también pueda tener lugar, sino odio. Puro odio pasado al acto matando y ultrajando al diferente, que lo es por aspectos mínimos a un observador neutro, y puro odio también en la venganza asociada a la defensa, que no distinguirá verdugos y víctimas. Se pasa al acto con todos los medios, desde puñales a misiles, incluyendo el tradicional cerco del enemigo con un corte de suministros. 


Tal odio no puede calificarse de bestial por el simple hecho de que no le es propio a ningún animal. Es algo sencillamente humano, demasiado humano.


Semejante horror nos interroga y, frente a creyentes, facilita, en el contexto de la teodicea, el viejo argumento que sostiene la inexistencia de Dios porque es inconcebible si no es omnipotente (podría impedir semejante horror) o si, siéndolo, no es amoroso, bueno. Lo inconcebible realizado solicita la acción de Dios, que hable incluso, y dos papas sucesivos se preguntaron públicamente en sendas visitas a Auschwitz por el silencio de Dios ante el exterminio industrializado que supuso la Shoah.


Y, sin embargo, muchos creemos que Dios habló entonces y sigue haciéndolo ahora, porque en todas partes estuvo y está, pero no fue, no es, no será, en general, escuchado. 


Tras un largo proceso evolutivo, surgimos conscientes y libres, lo que supone la posibilidad ética; no fuimos creados como máquinas felices, aunque a la felicidad seamos convocados y no sólo en el más allá, sino ya, aquí y ahora. Dios no puede vulnerar la libertad con que nos creó como no puede hacer pentágonos cuadrados.


Tampoco, desde la herencia de lo que con esa libertad hicieron quienes nos precedieron y educaron, podríamos ser naturalmente buenos, como pretendió algún filósofo. Somos libres, aunque haya influencias importantes en nuestro modo de ser, y arrastramos culpabilidades antiguas (eso que en el contexto cristiano se llama pecado original), aunque nos consideremos autónomos de “tabula rasa”. Esa amalgama, que tiene mucho de inconsciente, pero que no anula la responsabilidad, nos pertenece, nos conforma.

  

Y, en esa libertad, podemos optar, y seremos responsables de elegir entre lo que la ética más básica nos exige o el extremo de la destrucción del otro, que, por muy colectivamente que se considere, será siempre uno por uno, siempre en singular. 


Es llamativo, por más que se repita en la Historia, que el conflicto que aterra tenga lugar en “Tierra Santa”, en la que Jerusalén es epicentro de las religiones del libro. Por esos lugares, un joven judío, Jesús, hablaba de amor universal y singular a la vez, de cada uno hacia todos, incluyendo los enemigos. También su época era de odios entre opresores y oprimidos y ambos parecieron unirse contra quien, en modo de bienaventuranzas y usando parábolas, habló, para entonces y para siempre, de Dios como Amor. 

  

Es rotundamente el amor lo único que puede sacarnos del horror que sólo sabe crecer y perfeccionarse en su afán letal. Lo único que puede, al menos, paliarlo. Amor en forma de corredores sanitarios, de esfuerzos diplomáticos, de hacer una resucitación cardíaca en condiciones extraordinarias, de operar sin recursos, de consolar a niños huérfanos… Hay mucho odio en cualquier conflicto, pero también hay muestras de amor, aunque no se nos transmitan, muestras que salvan al ser humano de sí mismo… El odio no se erradicará con más odio como respuesta, sino que crecerá con él en una espiral de muerte.


La creencia en Dios, entendida como confianza, ayuda al creyente, por supuesto, aunque con muchos matices, pero la capacidad de amar le es dada a cada ser humano, sea religioso, agnóstico o ateo, y tanto si cruza el mar en una patera como si dirige una gran compañía tecnológica. Somos más pulsionales que intelectuales, pero si aceptamos la propia carencia de comprensión de nosotros mismos, cada uno puede, en momentos cruciales, muchos a lo largo de una vida, optar por orientarse por un polo de ese dualismo pulsional que nos concierne, el de la muerte o el del amor, aunque haya situaciones confusas. Conocemos sobradamente, por la Historia y por la actualidad cotidiana, la importancia de tal decisión vital.

 

 

 

jueves, 21 de septiembre de 2023

21 de septiembre. Día del "alzheimer"


 


            En diferentes publicaciones médicas se habla de la detección “precoz” de la enfermedad de Alzheimer en un examen oftalmológico apoyado por la inteligencia artificial. 


            Es un paso importante… para quien dedica sus esfuerzos a investigar ese horror. Es dudoso que quien lo vaya a padecer quiera realmente saberlo, siendo así que no hay ninguna alternativa terapéutica claramente eficaz para curarlo o evitarlo.


            Ya hubo intentos previos, de tipo genético, enfocados a posibles marcadores como el gen de APOE-e4. Se siguen haciendo, se proporciona probabilidades. Y son bien conocidas las recomendaciones con interés preventivo: vida “sana”, hacer sudokus o jugar al ajedrez, aprender poemas, etc. 


            Y, sin embargo, de momento, un diagnóstico de demencia (no sólo la de Alzheimer) es lo que es, una condena al mismísimo río que da nombre a este blog. A veces empieza con depresión, asociada o no al terror sentido de la afasia. No es para menos.


            Uno olvida casi todo. No todo. Y eso, el no todo desconocido desde fuera, hace a esta enfermedad, al conjunto de demencias más bien, algo terrible. Resulta que uno es lo que recuerda de sí mismo. Nos calientan la cabeza los gurús mindfulneros que nos instan a vivir el momento presente, y tienen su parte de razón ante obsesos por el futuro, pero, sin pasado, por olvidado, ni presente hay, tampoco futuro; sólo la nada. Ni siquiera existe la fuerza nauseosa sartriana ante esa nada. Nada. Nada, una eterna, insólita muerte en vida.


            O quizá no, quizá quede algún rescoldo. A veces se percibe muy crudamente. Aunque quien un día “tuvimos” ignore que quien está delante es hijo y tiene nombre. Por eso, es crucial mantener con la máxima sensibilidad y compasión (en el buen sentido, de un pathos compartido malamente), el respeto a la persona enferma, porque nadie ha logrado indagar aún en su mente, porque nadie es capaz aún de saber si aquí y ahora esa persona demente tendría algo importante para ella por decir o por escuchar. Son insuficientes los progresos al respecto en imagen funcional. Sabemos que la persona enferma querrá ir a casa, a su casa, que ya no existe desde hace muchos años, pero que sí, que era la suya, la de su infancia.


            Queda un resto, que nos juzgará a quienes no hayamos sabido verlo y responder a eso. A quienes no hayamos entendido que la imposibilidad de comunicación no implica una muerte en vida. Y queda la gran esperanza de que la casa paterna, esa de quien, como demente, la reclama, acabe siendo la del Padre con mayúsculas, la de Dios mismo.


            En tanto no haya curación ni cuidados paliativos mínimamente eficientes, sólo queda la pobre ayuda de la escucha atenta, de la caricia que tantos no hemos sabido dar.

domingo, 17 de septiembre de 2023

La vocación médica

 





        La reflexión puede darse desde lo que se sabe y también desde la ignorancia. Es por ello, por la asunción de la propia ignorancia, que acepté la amable invitación del Prof. Dr. Vaschetto a pronunciar una conferencia telemática dirigida a sus alumnos en la cátedra de Salud Mental de la Facultad de Medicina de Buenos Aires el día 15 de Septiembre de 2023. A tal fin redacté como texto de trabajo el que ofrezco a continuación.


VOCACIÓN

 

El término “vocación”, procedente de la “vocatio” latina, alude a una llamada. 

 

Cuando ocurre, asumimos que alguien nos llama para algo. Eso, a veces, es muy claro, como le sucedió al Dr. Valentín Fuster. Siendo muy joven fue animado por el Dr. Farreras a estudiar Medicina. Tras morir su mentor a los 49 años a causa de un infarto, el Dr. Fuster decidió hacerse cardiólogo, ejemplificando así no sólo la importancia de toparse con alguien decisivo, sino el afán por luchar contra la enfermedad que lo arrebata. Puede influir también que en la familia haya médicos o enfermos crónicos. También haber leído Literatura, Historia o Filosofía, relacionada con la Medicina. Incluso esa llamada puede proceder, en la perspectiva de un creyente, de Dios. Y también, quien llama a uno, incluso de modo determinante, puede ser lo desconocido de sí mismo, su inconsciente. 

 

A veces, la vocación se siente muy pronto, antes de decidir iniciar los estudios de Medicina, pero es más frecuente, por lo que he ido viendo en magníficos compañeros clínicos, que se vaya produciendo a lo largo del ejercicio profesional, como algo dinámico. Fluctuará, crecerá o disminuirá, adquirirá matices a lo largo de los estudios de licenciatura y con el ejercicio clínico. Vocación y tarea cotidiana se influyen mutuamente en un modo de ser. 

 

La vocación médica, si se da, va dirigida a algo que siempre es el cuidado directo o indirecto de otros; de no ser así, aunque se dé tal cuidado, hablaríamos de una elección profesional, laboral, por el motivo que sea, pero no de vocación real. Las vocaciones sanitarias y, entre ellas, la médica, son un ejemplo de ese cuidado dirigido a otro ser humano, pero también lo son otras muchas que tienen que ver con el modo de mejorar la vida de los demás o del cuidado de otros seres vivos. Nos dice Heidegger que uno es llamado hacia el “sí mismo propio”. La vocación médica sería un modo de responder a esa propiedad singular y así podría decirse que, al menos en un sentido, cuidando a otros uno se cuida a sí mismo. Esa propiedad de la vida de uno la extendía Rilke a la muerte solicitando a Dios eso, que fuera la propia.

 

SER MÉDICO

 

            Concretemos un poco más reflexionando sobre lo que significa ser médico.

 

Ser médico supone un saber y un saber hacer con eso que se sabe, algo que implica una personal visión del ser humano y no sólo de su organismo. Algo que remite epistémicamente a algo más que el saber biológico y clínico, a una tarea antropológica, filosófica, y al cultivo de la ética, sabiendo que lo más noble puede pervertirse incluso en un grado extremo como ocurrió en Auschwitz.

 

Tradicionalmente, el objetivo de la Medicina ha sido la curación del paciente. Troudeau iba más lejos cuando afirmaba que un médico podía, e implícitamente debía, curar a veces, paliar con frecuencia y consolar siempre. Esos tres elementos comprenden la relación clínica singular, siempre única, aunque se repita en muchos pacientes. 

 

            Pero procede incidir sobre el valor exclusivo del cuidado tradicional que ejerce un médico clínico. Hay quien no ve enfermos y, sin embargo, puede ayudarlos más que quien los diagnostica y trata. La medicina preventiva, por ejemplo, puede aumentar más la esperanza de vida que cualquier tratamiento en uso, incluso en el primer mundo. Eso ocurre ocurrió y sigue ocurriendo de modo muy claro en el caso de las vacunas. Los ejemplos en el ámbito higiénico son muy abundantes. A la vez, la investigación básica y aplicada, con una atención especial al hallazgo empírico, puede resolver enfermedades que carecían de tratamientos efectivos. Un caso muy ilustrativo fue el descubrimiento de la penicilina por Fleming. El saber teórico funda y se realimenta con la investigación básica y clínica. El atomismo, con Virchow, desbarató enfoques continuistas, con la concentración de la mirada en la célula. Esa mirada, microscópica, fundó la anatomía patológica moderna y se reforzó por la comprensión de la biología celular mediante los enfoques bioquímico y genético, que centran la inmensa mayoría de publicaciones biomédicas, echándose en falta una relativa carencia del enfoque biofísico. 

 

UN CONTEXTO EVOLUTIVO EN LA MEDICINA

 

            Todo médico lo es en su circunstancia histórica. No estamos en la época de Galeno ni en la de Avicena o la de Koch. La evolución de la Medicina parece darse de un modo claramente acelerado. Un hito como la publicación del modelo del ADN se dio en 1953. Nací en ese año y, a lo largo de mi vida, vi cómo veinte años después se discutía en Asilomar el uso de técnicas de ADN recombinante. Tras otros diez años (1983), la genética humana moderna se iniciaba propiamente con los polimorfismos de restricción del ADN. En esa década fue descubierto y refinado el método de amplificación conocido como PCR (polymerase chain reaction). No recuerdo fechas concretas, pero fui testigo de la modernización de los servicios de radiología, ahora llamados ya, con frecuencia, de imagen, con el uso cotidiano de la ecografía, el TAC, la RMN, el PET… y no sólo con finalidad morfológica, sino también funcional. Y ahora mismo estamos en expectativa de lo que puede suponer, no sólo para bien, la inteligencia artificial en sus diferentes modos y posibilidades, especialmente la llamada generativa.

 

            Vivimos tiempos también marcados por la importancia de la gestión de recursos asociada a una tendencia a la industrialización de procesos médicos, susceptibles de brillos de certificación y acreditación de calidad. Y, obviamente, los enfoques políticos y agentes económicos cobran cada día un mayor papel, para bien y para mal, en la organización sanitaria 

 

            En este contexto, hay dos elementos que quisiera resaltar, por su constancia a lo largo de la historia de la Medicina y en su actualidad:

 

1.     EL CARÁCTER PROPIO DE LA MEDICINA

 

La Medicina no es una ciencia, aunque su avance se deba a ella. Es más bien un arte que sigue requiriendo la mirada del médico basada en su saber y en todo su ser, incluyendo su propia subjetividad, que no puede obviar. 

Una mirada que, aunque sea especializada en órganos concretos, jamás puede prescindir de la perspectiva global del paciente y sus circunstancias, y que, a la vez, se da en un marco inherente a la política sanitaria de cada país, ante cuyos posibles excesos el médico ha de ser coherente con las exigencias éticas. 

 

Estamos asistiendo a una hipertrofia de la especialización en contraste con la mirada generalista, a la vez que se sigue primando la atención a casos agudos y se ignoran en buena medida los problemas crónicos, siendo ejemplo al respecto las enfermedades degenerativas. La creciente complejidad que cada especialidad comporta, facilita que el médico cierre su mirada más allá de su campo, lo que tiene como consecuencia para muchos pacientes que se vean abocados a peregrinaciones inter-consulta con consecuencias nocivas en lo que respecta a eficiencia y a posible iatrogenia.

 

También el enfermo se va viendo en atención desigual por su edad. Aunque el número de pediatras no sea óptimo, es claramente superior al de geriatras. Por otra parte, en muchos países, en España ocurre, se da una frecuente óptica hospital-céntrica que bloquea el recurso a otros hospitales del propio país o del extranjero en los que una fracción de pacientes con enfermedades raras puedan ver su salud mejorada por la deriva a centros con mayor experiencia casuística.

 

2.     LA SUBJETIVIDAD Y ACTIVIDAD DEL MÉDICO.

 

El médico ha de saber Medicina y ha de saber aplicarla. Ha habido series sobre médicos en las que se ha realzado el saber técnico sobre la empatía y viceversa. No cabe tal comparación, por absurda. 

 

El médico tiene la obligación ética del estudio constante, de estar al día, como suele decirse coloquialmente, pero, a la vez, le es exigible compasión, un pathos que resuene con el del paciente, aunque se conserve la distancia terapéutica. Ambas características, estudio y atención clínica pueden muy bien ser unidas en un solo término, amor. Sólo desde el amor puede saberse y ejercerse adecuadamente la Medicina. Un amor que no es sensiblería, sino que se rige por la necesaria “aequanimitas” alabada por Sir William Osler. La preciosa oración de Maimónides es tan antigua como vigente al respecto.

 

También la necesaria distancia terapéutica es compatible con la receptividad amorosa si se da una buena dosis de “aequanimitas”, con la que podrá el médico asumir sus limitaciones y errores y, de forma cotidiana, algo tan difícil de soportar como es la incertidumbre.

 

Desde Heisenberg, sabemos que hay relaciones de incertidumbre para variables conjugadas en el caso de partículas elementales. Pero también a escalas micro, meso y macroscópicas, los efectos del azar por múltiples variables independientes, o los de la no linealidad que ejemplifica el caos clásico, dificultan la realización de diagnósticos y pronósticos. En una situación clínica esto es especialmente claro; pocas veces una prueba diagnóstica tiene una sensibilidad y una especificidad del 100%, algo que podemos apreciar prácticamente en cualquier curva ROC. En muchas ocasiones, aunque no se cuantifique, se da una incertidumbre en el diagnóstico o en la respuesta que habrá ante un medicamento, una incertidumbre que puede requerir asumir el riesgo letal. No es infrecuente que se trate de conjurar la incertidumbre mediante la realización de un exceso de pruebas complementarias, con el coste, carga emocional y potenciales efectos de ruido que comporten, traducido no pocas veces en iatrogenia. No cabe duda de que la seguridad del médico aumenta con su conocimiento, pero siempre se darán circunstancias en las que haya de soportar el peso de la incertidumbre.

 

También esa incertidumbre puede dar lugar a un efecto perverso, el de compartirla con el paciente, confundiendo su derecho a ser informado con el deber de serlo, aunque no lo solicite, y así, como coraza falsamente protectora, puede serle proporcionada información más allá de la necesaria, más allá del respeto a su autonomía, y que obedece meramente a una actitud defensiva por parte del médico. 

 

En su magnífico libro “The Laws of Medicine”, Mukherjee argumenta la ausencia de una legalidad en Medicina similar a la legalidad física, pues el ejercicio clínico con mucha frecuencia se realiza soportando incertidumbre, imprecisión e incompletitud. No cabe, en la relación clínica, aspirar a una legalidad similar a la existente en Física.

 

Es natural y legítima la aspiración a ser buen médico y destacar como tal, tanto por satisfacción personal como a efectos de una leal competencia entre colegas, algo necesario para la propia profesión. No obstante, la pesada carga cientificista que ha ido impregnando la Medicina moderna ha primado el exceso cuantificador del curriculum, concebido como colección de publicaciones, más que de características bondadosas profesionales no cuantificables. Y es así que una carrera profesional puede regirse cada vez más por la obsesión bibliométrica con los índices de impacto correspondientes. Esa deriva cuantificadora facilita la tentación de no pocos médicos e incluso de investigadores básicos llevándolos a publicar lo más posible y, por ello, induciéndolos a trabajar en las llamadas líneas “productivas”. A esa “productividad” se ven llevados también los jóvenes investigadores, marginando la creatividad y la curiosidad tan propias de esa etapa vital y que necesitarían de tiempo adecuado para satisfacerlas.

 

Estamos en una dinámica de frenesí curricular que no sólo trae buenas consecuencias. En cualquier búsqueda que hagamos en Pubmed, nos encontraremos con más ruido que información real, cuando no con casos de fraude. La realización de meta-análisis y revisiones “paraguas” suponen un trabajo cada vez más necesario para separar el trigo de la paja.

 

 

3.     ¿QUÉ DESEA EL MÉDICO? 

 

            La respuesta a esta pregunta parece sencilla pero no lo es tanto. Podría decirse que el médico desea curar a cada paciente bajo su cuidado o ayudar a otro compañero a hacerlo mediante la realización de pruebas complementarias. Pero ocurre que más bien, en no pocos casos, lo que desea un clínico es alargar la vida de sus pacientes. Parece lo mismo, pero no lo es; se da un salto de lo singular, del uno por uno, a lo estadístico. Y se toma como objetivo la duración biológica más que la propiamente biográfica. En Oncología, esto se muestra de modo muy gráfico con la diana de las medianas de supervivencia, una visión estadística que fue deliciosamente criticada por el gran Stephen Gould, que sobrevivió a un mesotelioma (años más tarde moriría de otro tipo de cáncer).

 

La importancia de los llamados “outliers” en las figuras estadísticas fue también subrayada por Mukherjee. No son algo a descartar sin más, sino que pueden incitar a un estudio novedoso. Un ejemplo de casos extraños lo proporciona el conjunto escaso de regresiones espontáneas de tumores, algunos metastásicos, que se publican cada año.

 

Una de las grandes tentaciones en el ejercicio clínico parece ser el “furor sanandi”, como tantos otros en los que se persigue la prolongación de la vida a cualquier precio. Ya hubo ejemplos históricos con las llamadas cirugías radicales. El “furor sanandi” responde a un deseo cuantificador expresado en tiempos de supervivencia o de cualquier otro modo, y atiende a la estadística de una enfermedad, más que a la singularidad de cada enfermo. Es así un excelente caldo de cultivo para una hiperproducción de fármacos costosos con escasa innovación real, así como para la medicalización de lo normal.

 

Cuando es el propio médico el que está afectado de una enfermedad grave, suele rechazar que otros se empeñen en una lucha tan dura como infructuosa en busca de una curación improbable. Hay testimonios, pocos, de médicos desde el otro lado, cuando ellos mismos son pacientes, pero no suelen leerse. Uno de ellos fue el caso de un joven neurocirujano, Paul Kalanithi, muerto a los 36 años por cáncer de pulmón, y que redactó el libro “Recuerda que vas a morir: vive”, de edición póstuma. Entre médicos sanos parecen darse con cierta frecuencia dos formas de imprudente relación con la enfermedad, la hipocondríaca y la nosofóbica, asumiendo que los enfermos siempre son los otros. Otro neurocirujano, Henry Marsh lo recordó en su segundo libro “Al final, asuntos de vida o muerte”.  Suponerse inmune a la enfermedad propicia una excesiva distancia terapéutica; la película de ficción “The Doctor” es interesante al respecto.

            

 

LA NECESIDAD DE SITUARSE

 

            Finalmente, me referiré a algo que no parece especialmente interesante desde el punto de vista de una medicina exclusivamente científica.

 

La relación médico-paciente no es la de un estudioso con su objeto de estudio, sino algo que trasciende lo epistémico y lo técnico; es un encuentro biográfico, un “diálogo” diagnóstico, preventivo y terapéutico en el que ambos, médico y paciente, pueden enriquecer su vida.

 

No siendo un objeto sino un sujeto con lo que se relaciona el médico, no cabe la menor duda de que la Literatura relacionada con la Medicina facilitará, iluminándolo, el encuentro clínico. Autores como Tolstoi, Mann, Waltari, Bulgakov, Berger y tantos otros parecen importantes, como lo son quienes han reflexionado a partir de su práctica clínica, entre los que cabría citar a Nuland  y a Yalom. Pero la Literatura clásica en general es recomendable y así lo pensaron figuras como Laín Entralgo y William Osler, ellos mismos dignos, con Marañón, de ser leídos.

 

A la vez, parece crucial comprender el momento actual a la luz de la Historia de la Medicina. Por ejemplo, creemos que hemos pasado claramente al logos también en la clínica, pero el contexto mítico no ha desaparecido en Medicina; sólo ha cambiado haciéndose cientificista. El efecto placebo, tan bien analizado por Jo Marchant, sigue siendo importante en el caso individual y no sólo como ruido a tener en cuenta en ensayos clínicos. Cité a alguien muy actual que me parece especialmente relevante por sus textos sobre Historia de la Medicina, Siddhartha Mukherjee.

 

También el planteamiento filosófico parece crucial, teniendo en cuenta a Laín, a Gadamer, a Heidegger, a los grandes clásicos… Y al gran Freud, que, sin ser filósofo, lo parecía, y que reveló lo que, siendo lo más propio, pero sin ser conocido, puede inducir a uno mismo a las grandes elecciones como la que se da, para bien y para mal, al optar por hacerse médico en vez de dedicarse a otra actividad.  

 


miércoles, 16 de agosto de 2023

Antiguos alumnos, amigos actuales.




“Las amistades deben ser cuanto más viejas, más sabrosas”. Cicerón. “Sobre la amistad”.

 


    Cuando se reúnen amigos que tienen la misma edad, la afirmación ciceroniana cobra un vigor especial.


    Algo así ocurre con celebraciones periódicas de quienes fueron condiscípulos en edad escolar y han llegado a una edad en la que la juventud va quedando algo atrás.


    Se da una mezcla curiosa y magnífica entre relatos de “puesta a punto” del devenir de cada cual y añoranzas de un pasado de convivencia escolar cotidiana. El tiempo se percibe de modo especial, único, cuando colectivamente el recuerdo se mezcla con el presente y, desde ahí, se percibe la buena repetición futura. Es, en cierto modo, una visita del tiempo de Aión la que los amigos congregados reciben, en la que se ven sumergidos.


    La celebración es desinteresada, algo que ya la hace preciosa en una época de encuentros de cortesía obligada o de puro interés. A la vez, no es una reunión de amigos “de siempre”, sino de quienes, con mayor o menor cercanía en la vida, celebran un día precisamente eso, la propia vida presente, vitalizada por gratísimos recuerdos que deben ser nuevamente narrados. De amigos que lo fueron y siguen y seguirán siéndolo, aunque no se vean más que una o dos veces al año, o menos.


    En una celebración así, generalmente compartiendo una comida o una cena, prima la mezcla de narraciones que, en mayor o menor grado, a todos afectaron, casi siempre deliciosamente simpáticas, muchas ya conocidas, pero ya sabemos que la repetición de lo mismo es el necesario ritual inherente a lo auténticamente festivo. 


    No sería factible algo tan alegre y estimulante sin que alguien se encargara de catalizar lo que acaba siendo un deseo común; tampoco sin que los convocados estuvieran encantados de serlo y acudieran.


    En tiempos de soledades, falsamente cubiertas por una hiperconectividad digital, encuentros así resultan sencillamente esenciales para olvidarse de relojes y agendas y vivir perceptivamente, de vivir porque sí, el siempre de ayer y mañana en un corto pero a la vez eterno presente.


    Dedicado a mis amigos que fueron muchos años compañeros colegiales.

 

 

 

jueves, 10 de agosto de 2023

Dos relecturas de verano

 


            

“No se puede imaginar la muerte personal más que desde la vida y de su pretensión de inmortalidad”. Julián Marías. “La felicidad humana”.

 

“El salto de la fe, en su propia naturaleza, sigue sin aclarar. Lo entiendo tan poco como pueda entender la esencia de un fotón”. Martin Gardner. “Los porqués de un escriba filósofo”.



    Hay libros que vale la pena leer incluso más de una vez. Comento hoy dos leídos hace tiempo y releídos últimamente. El primero es “La felicidad humana” de Julián Marías. El otro lleva por título “Los porqués de un escriba filósofo” y su autor es Martin Gardner.


      “La felicidad humana” se escribió en 1987, lo cual nos sirve para estimar un plazo mínimo en el que empezó la locura de los libros de autoayuda, algo absolutamente ajeno al libro de D. Julián Marías. Quizá sea nostalgia por edad, pero tengo la sensación de que hace cuarenta años no se publicaban tantas tonterías “psi” como ahora.


    En ese texto, que se armoniza con otro suyo, “Breve tratado de la ilusión” se hace un estudio de lo que Marías llama imposible necesario a lo largo del pensamiento filosófico, planteando las condiciones de la felicidad, cómo éstas han ido variando a lo largo de la historia y lo que tiene de instalación vectorial y dramática. 


    Concebida por él la vida como proyecto, constata que “es frecuente la expectativa del envejecimiento como mera pérdida”, afirmando en contra que “se olvida que la realidad es emergente, que no está dada, y, por consiguiente, a cualquier edad puede ocurrir algo, aunque no todo”. No obstante, no es ajeno su análisis a la importancia de la soledad y el horizonte de enfermedad y muerte a la hora de contemplar que la felicidad en esta vida es algo siempre frágil.


    Su perspectiva del hombre como ser “futurizo” realza no sólo el encanto de la felicidad festiva esperada, sino el más importante para un creyente, la felicidad tras la muerte, que no puede concebir en modo alguno como aniquilación. En esa creencia, incita al lector a un ejercicio de imaginación, a tratar de plantearse el cómo de la salvación que, para Marías, incluye toda la biografía humana y la de su circunstancia, la “mismidad” de cada ser humano, su carnalidad resucitada y también la de la Historia misma, sin incurrir en el exceso de la apocatástasis. 


    Se trata, pues, de un libro que muestra la fe de quien lo redacta, siendo una obra que facilita la discusión entre posturas diferentes e incluso contrapuestas sobre esa cuestión tan huidiza, en estos tiempos de psicofármacos y autoayudas, como es la felicidad.


    El otro libro que me parece muy recomendable es el de Martin Gardner. 

    

    Supe de la existencia de Gardner algún día de junio de 1974, cuando me llegó a casa la revista de Scientific American a la que me acababa de suscribir. Ya la portada era llamativa, mostrando la reacción de Belousov-Zhavotinski, relacionada con un artículo sobre ella redactado por Arthur Winfree. En ese número había la sección correspondiente de Martin Gardner sobre “Juegos Matemáticos”. Aunque él no era matemático, sabía de lo que hablaba e inclinó a muchas personas a esa área del conocimiento. Estudió Física, pero se graduó en Filosofía y prestó mucha atención al método científico, alertando de su vulneración en libros como “La Ciencia, lo bueno, lo malo y lo falso”. Detractor de la homeopatía y de todo tipo de pseudociencias, fundó la revista “The Skeptic”. 


    Es presumible que muchos de sus seguidores no vieran con buenos ojos que un escéptico de la talla de Gardner se declarara teísta en el libro que recomiendo aquí.


    En “Los porqués de un escriba filósofo” da sus razones para creer en Dios, en la oración y en la inmortalidad. Aunque su razonamiento guarda paralelismos con apologetas cristianos como C.S. Lewis y Chesterton (de quien realza su “asombro ontológico”) y tiene rasgos comunes con la pasión unamuniana, defiende que su apoyo reside en la filosofía y no en la religión. No obstante, él nació en una familia protestante y en este libro hay grandes coincidencias con el cristianismo. Lo familiar siempre acaba influyendo. 


    Descarta una a una las “pruebas” tomistas de la existencia de Dios, así como el argumento ontológico de S. Anselmo. Sugiere una armonía entre la eternidad divina y el tiempo humano que sustentaría la conveniencia de la oración intercesora, cuya eficacia podría proporcionar Dios mismo de un modo “elegante”, influyendo en la función de onda asociada a un suceso antes de su colapso por observación.


    Todo el libro se apoya en numerosos autores de diversos ámbitos, aunque principalmente filósofos. Ya el inicio, con la negación del solipsismo enlaza con Berkeley y Russell, y resulta de gran interés.


    Una de las afirmaciones que se dan en el libro es que el salto de fe de Gardner se dio “por la gracia de Dios” y al respecto manifiesta lo siguiente: “creo que la causa de mi fe es, en un modo que escapa a mi comprensión, el mismo Dios desde fuera de mí pidiendo y queriendo que yo crea, y el mismo Dios en mi interior respondiendo a ello”. 


Gardner recuerda a Penrose con su alusión a que Dios tuvo que elegir un universo de extraordinaria baja entropía y también recuerda el principio antrópico, pero ni él ni Marías parecen partir de un Dios estético, sino del revelado, principalmente por y como Jesús de Nazaret.