lunes, 1 de abril de 2024

Ciencia y Fe.

 


Fotografía obtenida por el autor




        “Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí” I. Kant. Crítica de la razón práctica.

            

Bertrand Russell respetaba a Kant y su rechazo de las pruebas racionales de la existencia divina (la ontológica, la cosmológica y la teleológica), pero, en su obra “Por qué no soy cristiano”, nos muestra a Kant como un tanto incoherente, diciendo de él que “Era como mucha gente: en materia intelectual era escéptico, pero en materia moral creía implícitamente en las máximas que su madre le había enseñado. Eso ilustra lo que los psicoanalistas enfatizan tanto: la fuerza inmensamente mayor que tienen en nosotros las asociaciones primitivas sobre las posteriores”


Últimamente se están editando libros que parecen no sólo buscar una coherencia entre el conocimiento científico y la fe, sino incluso una demostración de la existencia de Dios a partir de la ciencia, usando dos de los argumentos racionales rechazados por Kant, el teleológico y, relacionado con él, el cosmológico.


No es algo novedoso que haya científicos que defiendan una perspectiva personal, separando ambos campos, ciencia y creencia, como hizo Stephen Gould en “Ciencia versus Religión” o Martin Gardner con su texto “Los porqués de un escriba filósofo”, que ya comenté en otra entrada de este blog. Bueno, ya decía S. Pablo que “lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras” (Rom.1,20). 


Me resultó, no obstante, llamativo, encontrarme con un extenso libro cuyo título es “Dios. La Ciencia. Las Pruebas”, de MY Bolloré y O Bonnassies. Hay otro texto anterior redactado por el ya fallecido y buen divulgador científico Amir D. Aczel, “Why Science does not disprove God”. Ambas obras, hay más, persiguen resucitar dos de los argumentos rechazados por Kant. Uno es el cosmológico, por el que el Universo, surgido de la singularidad del Big Bang, “demuestra” una causa incausada, acorde con la narración del Génesis. El otro argumento es finalista, mostrando la exquisita precisión de constantes físicas y su relación, así como la extraordinariamente baja entropía del Universo inicial (resaltada también hace años por Penrose), básicas para la aparición de la vida y su evolución hasta la génesis humana. En síntesis, se recogen datos conocidos y ya muy bien desarrollados en otros libros, como los de John D. Barrow, que sustentarían lo que se conoce habitualmente como principio antrópico fuerte, enunciado inicialmente por Brandon Carter. No cabe duda de que la admirable relación de “Las constantes de la naturaleza” (así se titula uno de los libros de Barrow), aunque alguna quizá no sea tan constante a lo largo del tiempo, incita a la reflexión y puede sustentar la atención de muchas personas, entre las que me encuentro. A Barrow se le otorgó el premio de la Fundación Templeton en 2006.


El libro de Bolloré y Bonnassies resulta muy interesante por la revisión que hace del saber cosmológico, mostrando un gran trabajo de recopilación y síntesis. Es introducido por Wilson, quien, con Penzias, ganó el Premio Nobel de Física de 1978 por su descubrimiento de la radiación cósmica de fondo, uno de los pilares de la actual perspectiva del cosmos. Ese galardón lo compartieron con Kapitsa, descubridor de la superfluidez. Los autores no se contentan con la narración científica que avala sus argumentos, sino que citan como respaldo la religiosidad de muchos científicos, heterogénea y que abarca el panteísmo de Einstein (“Creo en el Dios de Spinoza…”), aunque se refiriera también al “secreto del Viejo” en su correspondencia con Max Born, la creencia plausible o incluso la mera alusión como posibilidad de un Dios creador personal por parte de Hawking o de George Smooth... También se incluye a Gödel, que, años después de demostrar la incompletitud en Matemáticas, desbaratando el sueño axiomático de Hilbert, defendía, en formalismo matemático, el viejo argumento ontológico de San Anselmo.  


Un universo con origen contrasta claramente con la idea de una alternativa de eternidad, como sugería el ya olvidado estado estacionario con creación continua de materia defendido por Fred Hoyle. Eso, un origen, nos destacan Bolloré y Bonnassies, supuso la represión de no pocos científicos en el ámbito soviético, mostrando que una narración científica puede tener efectos, incluso letales, por avalar o contradecir una religiosidad tradicional o una religiosidad atea (no sobra recordar que John Gray escribió un libro titulado “Siete tipos de ateísmo”).


Hay una posibilidad que podría desbaratar la idea de un Universo con principio en una singularidad y abocado a una muerte entrópica. Se trataría de la existencia de múltiples universos heterogéneos en sus constantes fundamentales; es decir, el nuestro sería un elemento más de todos los universos que constituyen el propuesto multiverso, coherente con la teoría del campo inflacionario (la inflación de nuestro universo daría cuenta de su homogeneidad y la isotropía de la legalidad física), si bien hay que considerar que tal hipótesis teóricamente plausible según proclaman sus defensores, no parece ofrecer, por el momento, posibilidad de verificación, considerándose así, de momento, no “falsable” en el sentido de Popper.


Es curiosa la aparición de un libro cuyos autores indican que proporciona pruebas científicas de la existencia de Dios, pero no es menos cierto que antes de éste se publicaron artículos y libros en sentido contrario y con similar afán apologético. Se habla del “nuevo ateísmo desde hace un tiempo (parece que el término apareció en la revista Wired en 2006). En esa línea claramente cientificista destacan personas como Christopher Hitchens, Daniel Dennett, Sam Harris y Richard Dawkins, que se autodenominaron “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” en un libro conjunto con ese título y prologado por Stephen Fry. 


Hacer razonable una creencia no es demostrar una tesis o descubrir un axioma. Y Dios es, para el creyente, ante todo, creencia, confianza, esperanza … y, en el caso delas religiones del libro, revelación esencial que supone una adhesión siempre singular.


Desde mi punto de vista, el libro que he comentado tan brevemente, reverbera en mí no por una demostración que la ciencia no puede dar, sino por la belleza que la ciencia muestra y que, justo es reconocerlo, recoge ese texto, aunque incluya otros apartados mucho más alejados, alguno tan curioso como el milagro de Fátima.


Yo creo, desde el prisma cristiano, que Dios existe, como creo que la ciencia puede ser un camino personal para intuir esa existencia, pero no demostración de ella y que, en todo caso, remitiría al Ser de un modo extremadamente apofático.


La ciencia tiene su ámbito y la teología el suyo. Pueden darse fecundas relaciones entre ciencia y creencia, pero no debiera producirse una mutua invasión de campos con extrapolaciones a explicaciones indemostrables.


Ello no obsta para que personalmente me adhiera a un principio antrópico, no tanto epistémico como estético. De modo singular, no comunicable, sí que concibo al Dios estético y amoroso desde esa bellísima armonía de la legalidad física y su isotropía universal aparente, promotora y acogedora de la vida y de su evolución hacia la consciencia del mundo y de sí, también hacia el estremecimiento ante Dios. Es mirando un planeta, una flor, o ante la perspectiva del exquisito funcionamiento de una célula, que resuena en mí la expresión del Chandogya Upanishad, “tú eres eso”, esa invisible danza de partículas, atómica y por ello oculta en el vacío aparente de una semilla partida, esa participación en el Ser. Y así, desde la perspectiva estética, comparto la expresión de Sto. Tomás (cuyas pruebas de existencia divina desbarató Kant), “ex divina pulchritudine esse omnium derivatur”. Y coincido con el criterio de François Cheng cuando afirma que el Universo parece haber esperado al ser humano para ser dicho.


Pero la contemplación estética, pudiendo ser incluso extática, no bastaría si no fuera recepción amorosa que al Amor mismo impulsa.


Tampoco bastaría ese extasiarse ante la inconcebible complejidad de la vulgar hierba más próxima, sin la posibilidad de sentido propio singular, a la vez que compartido, como la hermandad que proclamaba Schiller en su “Oda a la Alegría”. No nos bastaría ni a mí ni a muchos. “Sólo Dios basta”, que decía Sta. Teresa, equivale a decir “Jesús basta”, pues en Él está la esperanza de muchos de nosotros, el sentido real de la vida en Dios.


La creencia, ya cristiana, en Dios, se ancla en la biografía del ser humano. No sólo en su pensamiento, sino también, esto no se puede negar, en lo que le es o le fue inconsciente, algo en lo que también tenía razón Russell.


El propio evangelio ya mostró el camino, en el que conviene, de vez en cuando, no sólo la actitud ética, sino también la esperanzadora y realista mirada estética, la que contempla los lirios del campo (Mt 6,28) y nos sitúa así en un mundo a cuya belleza y bondad podemos contribuir, asumiendo que quien no crea e incluso defienda apologéticamente su ateísmo, puede estar más cerca de Dios que el creyente más fervoroso.

 

 

martes, 19 de marzo de 2024

Afasia

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons.

    Día de San José. Hoy la felicité por su santo. Como otros años. Como en otras festividades que impone el tiempo cíclico sobre el lineal y nos hacen creer perennes. Esperé la respuesta ya tristemente habitual, estereotípica. No se produjo. Al contrario, sentí cómo el teléfono transmitía el terrible esfuerzo afásico en forma de sílabas y silencios, como ruido incoherente y a la vez reconocible en su frecuencia y tono.


    Adrian Owen observó que pacientes en estado vegetativo pudieron asociar respuestas dicotómicas a imágenes de fMIR. Quizá algún día una interfaz cerebro – máquina palíe las brutales carencias que una demencia supone.


    Ante una enfermedad neurológica que bien merece muchos más recursos en investigación básica y aplicada, corremos el riesgo de "neurologizar" al paciente y negarle en la vida cotidiana su posible subjetividad, asumiendo que ni sufre ni padece. Hay quien llega a decir que una demencia es dulce porque anula el miedo a la muerte. ¿Cómo saberlo? Y, aunque fuera así, ¿valdría la pena? En la práctica, podemos fomentar un cuidado familiar o residencial crudamente crueles si dogmatizamos un mundo personal que se oscurece irreversiblemente, en el que no pueda haber chispazos luminosos de presencia de sí mismo. 


    La necesaria investigación, que atenderá a estadísticas, modelos experimentales y ensayos clínicos, y en la que se están produciendo avances,  requiere también el complemento clínico impulsado por la mirada compasiva auténtica ante cada paciente, tanto por parte de familiares como de la sociedad en su conjunto. 


    Hay quien es llevado a beber pronto y durante mucho tiempo las aguas del río del olvido. No podemos olvidar que eso ocurre aquí y ahora y que cada uno de nosotros puede beberlas lentamente en años de deterioro cognitivo, antes de morir.


    El envejecimiento poblacional urge a un establecimiento de prioridades de atención clínica más realista del que actualmente disponemos.

miércoles, 28 de febrero de 2024

Nostalgia de carencias y la mirada del corazón

 


Imagen tomada por el autor

     " Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos " (Mt. 18, 3).


    Allí y en otro momento que hoy recuerdo, fue uno de tantos “aquí y ahora”, aparentemente igual a muchos previos y probablemente a otros que vendrán, pero distinto sólo por haberlo reconocido, por ser de nuevo consciente de que hay un tiempo en que podemos parar el pensamiento habitual o la mera distracción, y un lugar cualquiera donde hacerlo, como en la adolescencia. No importa el cuándo ni el dónde, ni siquiera lo que estemos haciendo entonces, sólo que dejemos que ocurra. 


    Un instante espacio-temporal basta para contemplar la Vida, para tratar de mirar lo esencial, siendo, de paso, conscientes de que eso ocurre, por más quietud que haya, viajando, con la tierra que pisamos y todos los seres que la habitan, a algo más de cien mil kilómetros por hora en torno al sol, casi treinta kilómetros por segundo. Un instante que puede presentarse como la repetición de tantos otros de nuestra vida pasada. Y, sin embargo, cada aquí y ahora en que Somos realmente, podemos retornar del mejor modo a la frescura juvenil con el potencial deseo del buen olvido de proyectos y de logros prescindibles, y con gran receptividad pasiva a la belleza del mundo y de la Vida.  


    En una Audiencia General, habida el 11 de mayo de 2022, el Papa Francisco, decía que, en la vejez, se “es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad”, aclarando poco después que, “como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban”


    En muchas profesiones y trabajos de todo tipo, cada vez más, se da un largo proceso métrico al que, desde el colegio (hoy en día ya desde la etapa preescolar) hasta la jubilación, nos sometemos, un proceso al que solemos llamar “carrera”, con buen sentido porque corremos por buenas notas escolares, superación de exámenes, calificaciones académicas, reconocimientos bibliométricos, indicadores de empresa, índices de “calidad”, etc. Nos instalamos así durante demasiados años en una métrica curricular, que no excluye la social y económica. Hay quien no para de correr y sigue haciéndolo tras la jubilación, no necesariamente jubilosa, para lograr puestos de relevancia social. Siempre hay quien se fascina ante las nuevas versiones del “cursus honorum”.


    A la vez, decidirse por una u otra carrera, si eso es factible, supone, además del deseo inconsciente que pueda haber, elegir y descartar a una edad de inmadurez para hacerlo, optando, en el aparentemente mejor de los casos, por un enriquecimiento epistémico muy parcelado. En cualquier ámbito del conocimiento, se cede entonces necesariamente en curiosidad, o se la mantiene sin acabar de concentrarse sólo en lo que nos es exigible. Pueden bien ser tiempos de frustración en los que el afán de saber se reprime ante el proyecto curricular, y eso tiene consecuencias. La aspiración a la belleza que implica el conocimiento desprendido se ve frustrada ante la enseñanza pragmática, “reglada”, de datos. 


    ¿Y al final de todo eso, en la jubilación, qué? Hasta el propio Francisco, ya mayor pero que no se ha jubilado, recogía la pregunta que muchos nos hicimos y hacemos con la abrupta, aunque sabida, llegada de ese momento, porque ni siquiera es algo gradual, ¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?” Parece claro que lo más sensato y difícil sea eso, acoger el vacío para despojarse del mejor modo de todo lo que lastra la mirada del alma. 


    Y vaciarse puede ser apoyado por la buena nostalgia de un tiempo, el de la adolescencia y juventud inicial, más rico en carencias y en deseos que en proyectos definidos, más abierto a la contingencia que a ninguna planificación. Eso va ligado a una nostalgia de la época en la que el pensamiento era mucho más libre por una ignorancia menos constreñida, en que el conocimiento no estaba encorsetado en “materias”, en “disciplinas, en "especialidades”. Nostalgia de músicas, películas y tiempos en los que se suplía la carencia de libros con el vuelo de la imaginación y con el aburrimiento, que siempre es fructífero. Nostalgia de soñar despiertos.


    Sucumbir a esa nostalgia parece un buen impulso para una nueva mirada, que incluya un desapego y un amor crecientes, por paradójico que esto parezca. Desde la nostalgia, se nos muestra la necesidad de contemplar de nuevo el mundo y la Vida. 


    Libres de “fines”, podemos, si no lo hicimos antes, ir más allá y renacer a lo mejor, a lo Inagotable. Es en un “aquí y ahora” que el vacío puede acoger la Vida. Es en ese elemento espacio-temporal que toda la biografía pasada es relativizada rescatando de ella los momentos de amorosa lucidez que, por serlo, fue creativa, pudiendo serlo nuevamente y mejor. 


    Refiriéndose a la eternidad, François Cheng decía que “lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo” y que “está hecha también de instantes únicos”. Es decir, nada que ver con una aburrida inmortalidad. La tarea más aceptable sería recrearse, también soportar miedo, tristeza y angustia si se dan, en esos instantes que ya son factibles aquí, participando sin percibirlo, sólo queriéndolo, en la danza cósmica de las estrellas.


    En su segunda carta a Timoteo, S. Pablo escribía esto: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Eso me parece lo esencial, conservar la Fe, entendiendo por tal lo que vemos más claramente, la Vida, lo que puede abrir a uno, no sin dificultad, a un tiempo nuevo, primaveral, en el invierno de su vida.


Siempre son accesibles instantes de mirada y de comprensión, buscando siempre o recordando, si se olvidó, la gran conclusión vital.

 

    

            

 

sábado, 17 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 4. Perspectivas. 4.1. La mirada biológica. La "mente inflamada”.

 


 Imagen tomada de Wikimedia commons

Nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la evolución”. Theodosius Dobzhansky


    Ante la depresión, serio problema nosológico pues tal concepto abarca distintas presentaciones clínicas y probables diferencias etiopatogénicas, cabe contemplar tres tipos de perspectiva, la del paciente, uno por uno, la de las personas con quienes convive en un entorno familiar, laboral o social, y la de los profesionales que estudian, diagnostican y tratan su problemática clínica y relacional. 


    Si consideramos que cada depresión, más allá de su pluralidad en el modo de presentación, es una enfermedad que “se tiene” o un modo patológico de ser en general o de estar en el mundo, podría establecerse la pregunta ¿A quién corresponde la atención terapéutica a un paciente deprimido? Estamos ante una cuestión claramente diferente a la pregunta sobre quién “lleva” una hepatitis o una peritonitis. 


    El problema de la depresión incide en la mirada psíquica desde hace mucho tiempo y sigue haciéndolo actualmente. Serán psiquiatras o psicólogos clínicos quienes trabajando aislada o conjuntamente aborden ese problema del alma, evocada por el prefijo de sendas titulaciones, aunque sea específicamente el psiquiatra quien aborde posibilidades farmacológicas o de estimulación electromagnética. También son habituales los tratamientos prescritos por médicos de atención primaria o de otras especialidades. 


    Persiste una mirada tradicional que considera efectivamente la depresión como una enfermedad del alma, y no sorprende por ello que su análisis induzca a su vez la visión antropológica, filosófica e incluso religiosa. Pero… ¿Es así? Lo parece, desde luego, en el caso de las depresiones que antes se llamaban “exógenas”, provocadas por pérdidas serias. Y, sin embargo, hay quien se derrumba en el pozo del absurdo sin saber dar cuenta del porqué, aunque a la mirada de otros parezca que la vida le sonríe. La depresión es tan subjetiva como malamente objetivable y resistente a las métricas al uso.


    Si la depresión fuera un estado puramente anímico, no cabría propiamente el recurso a los actuales agentes químicos llamados antidepresivos, cuya eficacia es cada vez más cuestionada a pesar de sostener un mercado millonario. La concepción está cambiando y asistimos a una “neurologización” de algo que antes era psiquiátrico, siendo cada vez más frecuente el recurso a exploraciones de imagen, incluyendo la funcional, y a la búsqueda, poco fructífera de momento, de marcadores bioquímicos séricos o de perfiles genómicos deterministas. Podría decirse que la depresión va cediendo su condición de “pecado” del alma, para hacerse manifestación de enfermedad corporal.


    Hubo publicaciones a principios de este siglo sugiriendo una posible relación con virus Borna, que no ha sido claramente confirmada (1). Y sabemos que es habitual que uno decaiga en su ánimo tras infecciones. Pero no existe una causa infecciosa o un determinismo genético perfectamente aclarados, hasta donde llega mi escaso conocimiento, que den cuenta de una depresión endógena. Sin embargo, hay algo importante a tener en cuenta y es la elevada prevalencia de la depresión (según la OMS, se estima que un 5% de la población mundial la padece). ¿Por qué tanta gente es afectada por algo tan serio? Si se trata de algo que implica al cuerpo, habrá que tratar de dar cuenta de su causa en el contexto evolutivo.


    La alta prevalencia de una enfermedad o los grandes cambios en su incidencia tienen que ver, directa o indirectamente, con presiones selectivas. Sucede con diversas enfermedades infecciosas en las que se da un cierto equilibrio entre la letalidad que inducen y su capacidad de contagio, como ocurre con la gripe y sus variaciones estacionales. Otra situación se da cuando la enfermedad confiere alguna ventaja frente a otras, lo que explica la prevalencia africana de la anemia falciforme porque los hematíes deformados de quienes la padecen no son un buen albergue para el Plasmodium.


    ¿Qué pasa en la depresión? Se alude a un problema neuroquímico con algunos neurotransmisores involucrados, pero eso está siendo sometido cada día a más dudas y tampoco conferiría ninguna “ventaja” evolutiva aparente a la depresión, aunque haya quien la sostenga con argumentos etológicos poco convincentes, como la posición acomodaticia del deprimido en una jerarquía social.


    Si algo no es ventajoso, y la depresión, sin duda alguna, no lo es, podría ser tan frecuente por dos motivos:


            1. Por su neutralidad, que entroncaría en general en el contexto de un polimorfismo genético también neutro. Los polimorfismos son importantes en la perspectiva de selección “rápida” de haplotipos de resistencia que puedan ser necesarios en el futuro.

    

            2. Por ser secundaria a algo ventajoso de mayor calado en términos cuantitativos. Sería así un coste asociado a algo beneficioso. Esto sustentaría la hipótesis que dio nombre a un libro de aparición reciente “The Inflamed Mind” (2). Una activación de un proceso inflamatorio importante por parte de macrófagos y linfocitos podría “contagiarse” al cerebro, a través de una barrera hematoencefálica, menos hermética de lo que se pensaba, y activar a células gliales como primer paso de efectos cerebrales.


    La hipótesis inflamatoria tiene bases previas en datos mostrados por experimentos que han ido constituyendo la base de la que se ha venido en llamar “psico-neuro-endocrino-inmunología”.  También en observaciones clínicas de relación entre niveles plasmáticos de interferón (utilizado para el tratamiento de hepatitis B), o de interleuquina 6, y entrada en depresión. Se ha sugerido recientemente una posible alteración de señales dopaminérgicas como sustrato de causalidad (3).


    La perspectiva ofrecida por un plausible nexo entre procesos inflamatorios y cuadros depresivos (el libro citado acoge numerosos datos) sugiere dos aspectos interesantes, el uso de niveles séricos de moléculas asociadas con la inflamación, como la proteína C reactiva, como biomarcadores de depresión, así como una potencial base para el ensayo de fármacos antiinflamatorios para el tratamiento de cuadros depresivos.


    Al margen del interés que ofrezca esta perspectiva biologicista, se necesita un mayor nivel de progreso en estudios observacionales genéticos y de imagen cerebral, así como en investigación experimental y clínica.

            

 

Referencias:

 

1.     Bode L, Ludwig H. Borna Disease Virus Infection, a Human Mental-Health Risk Clin Microbiol Rev. 2003. 16(3): 534-545. doi: 10.1128/CMR.16.3.534-545.2003

2.     Bullmore E. The inflamed mind. A radical new approach to depression. Ed. Short Books. 2019.

3.     Paul ER, Östman L, Heilig M, Mayberg HS, Hamilton JP. Towards a multilevel model of major depression: genes, immuno-metabolic function, and cortico-striatal signaling. Translational Psychiatry (2023) 13:171; https://doi.org/10.1038/s41398-023-02466-7 

jueves, 1 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 3. La necesidad de entenderlo. 3.1. Johann Hari y las conexiones perdidas.

 

Imagen obtenida de Wikimedia Commons


    Sufrir depresión es algo frecuente. Y eso plantea dos grandes preguntas. Una tiene que ver con su etiopatogenia, previa a la concepción de un tratamiento más adecuado que los actuales, así como de su prevención. La otra deriva de su alta prevalencia. 

    La primera cuestión se da siempre en singular. ¿Por qué alguien concreto cae en depresión? ¿Se trata de algo ligado a un problema existencial? ¿Reside la causa en los genes, en carencias nutricionales o en agentes biológicos externos (a principios de siglo se hablaba de una posible etiología vírica), en el mal funcionamiento de circuitos cerebrales, en alteraciones en el nivel sináptico de algunos neurotransmisores como la serotonina? ¿En algo más o en todo ello? ¿Por qué ocurre y cómo resolverla? 

    Esta cuestión abarca a algo muy extraño, ¿Por qué una fracción de pacientes alternan, si no reciben el tratamiento adecuado (algo tan simple como una sal de litio puede serlo) fases depresivas con otras maníacas o hipomaníacas, en lo que se conoce como trastorno bipolar (antes llamado psicosis maníaco-depresiva)?

    Pero existe también el otro enigma, ¿Por qué la evolución ha “conservado” la depresión hasta el punto de hacerla tan prevalente? ¿Cuál es su "ventaja" adaptativa?

    En ocasiones, hay circunstancias biográficas que precipitan el hundimiento en el absurdo de una angustia sin causa aparente, pero no siempre ocurre así. Hace tiempo, se hablaba de depresión exógena o endógena (término descartado por Joanna Moncrieff) para referirse a una posible relación causal clara o a su ausencia ante la mirada clínica. El auge de los antidepresivos, y la inferencia, desde ellos y la experimentación que los permitió, de mecanismos neuroquímicos, ha borrado en gran medida esas diferencias a la hora de enfrentarse clínicamente a ese dolor del alma.

    Johann Hari es un periodista, graduado en el King’s College (Cambridge) en Ciencias Sociales y Políticas, que a los 18 años empezó a ser tratado con paroxetina en dosis crecientes. Tomó antidepresivos durante bastantes años, sin que el efecto sobre su depresión fuera claro. Se dio algo curioso en su caso; cuando él pensaba que estaba libre de depresión, su médico le hacía notar lo contrario, desde la atenta mirada clínica. Hari acabó reconociendo el fracaso terapéutico habido con los antidepresivos y tuvo la suficiente energía para afrontar el enigma de la depresión, lo cual indica que ésta no era lo suficientemente intensa. Para ello viajó, en un periplo de tres años, por muchos lugares del mundo, entrevistando a más de doscientas personas, incluyendo profesionales relevantes, que le sirvieron para inferir la importancia de los aspectos familiares y sociales a la hora de caer en depresión, sin obviar la importancia de los procesos neuroquímicos y sus bases genéticas.


    El resultado de lo aprendido lo plasmó en un libro, traducido al español como “Las conexiones perdidas”. En él muestra la importancia que el contexto social, desde el familiar hasta el laboral, tiene en la caída en depresión.

 
    La depresión es un concepto mal definido, constituyendo un problema nosológico. Pero la intuición de lo que por depresión se entiende está más o menos clara desde el punto de vista intuitivo, tanto por quienes la padecen como por los profesionales de la salud que se enfrentan a ella.  Hari la engloba en un trastorno anímico en el que la ansiedad y la depresión serían 
como versiones de una misma canción, si bien interpretadas por grupos diferentes”. Esta afirmación y la tarea realizada sugiere que en él predominaba la ansiedad. 


    Contamos con antidepresivos, pero su efecto dista de tener un alcance general, habiendo ensayos clínicos y meta-análisis con resultados contradictorios. Hari tuvo el arrojo de abrir la mirada al efecto de la relación humana sobre el equilibrio anímico. Y lo que encontró fue, por un lado, lo que suponía desde su propia experiencia, que los antidepresivos “funcionaban” en mayor o menor grado en un porcentaje de pacientes, pero no en todos ni explicaban propiamente mucho. Los mecanismos neuroquímicos, probablemente dependientes de una predisposición genética, no eran la única explicación.


    La depresión suele asociarse a una "pérdida de objeto", incluyendo en ocasiones a otra persona, y en su libro, Hari invoca la importancia de la pérdida de lo que él llama conexiones, que lo son esencialmente con los demás en el trabajo, el ocio, la relación en general. Él concreta y desarrolla varias de esas pérdidas o desconexiones, como la de un trabajo con sentido, la de otras personas, así como la pérdida de valores significativos, del respeto que cada cual merece, la desconexión de la naturaleza o la de un futuro esperanzador. Está abierto a cualquier intervención de mejora cuando esas conexiones no se dan y así, siendo ateo, admite la posibilidad de un efecto benéfico de la oración, citando el discutible estudio de Boelens. A la vez, desligado de las drogas, también contempla la ya algo antigua administración de psilocibina, con sus beneficios y sus “malos viajes”, droga que cobra actualmente un vigor renovado.


    El estudio ofrecido se basa en conversaciones con muchas personas, algunas en posiciones antagónicas con respecto al papel de los neurotransmisores (como Kirsch y Kramer), que el autor asume, aunque en un contexto mucho más dinámico que el que habitualmente rige. 

 

    Parece claro que la mejor perspectiva para salir de la depresión sería el restablecimiento de las condiciones perdidas, pero eso resulta cada vez más difícil. La soledad, por ejemplo, crece de un modo sólo en apariencia paradójico a la vez que lo hace la hiperconexión electrónica. 


    La conclusión del libro es interesante a la luz de esta afirmación: “Aprendí algo que al principio se me habría antojado imposible. Incluso si te atenaza el dolor, casi siempre vas a ser capaz de ayudar a que otra persona se sienta un poco mejor”. Lo que no indica Hari es que esa ayuda puede ser amorosa o egoísta. La ayuda real al otro es por serlo, por ser otro quien la necesita, desde el desprendimiento de uno, y no como solución a los propios problemas. Aunque el efecto en el otro sea similar, la ayuda será auténtica cuando uno considere que cuidar a los demás no es el medio para cuidarse a uno mismo, aunque esto pueda ser un efecto colateral.

 

 

 

 

jueves, 18 de enero de 2024

MATERIALISMO HUMANISTA. Sobre el libro “La escala de las cosas. Humanismo y cultura material” de Fernando Broncano.

 



    He tenido el privilegio de recibir un hermoso regalo, el último libro del Prof. Fernando Broncano, “La escala de las cosas. Humanismo y cultura material”. Los Reyes Magos hicieron un viaje especial para traérmelo a finales de diciembre, recién salido de imprenta.


    Es esencialmente un texto hermoso en el que abundan los argumentos que apoyan la tesis de que “lo material constituye el cuerpo y la mente, es un dominio donde aparecen los sentidos que ordenan lo real de forma paralela a las palabras y los conceptos”.  Eso, lo material, “adquiere sentido en tanto que se refiera a la agencia y la experiencia”, entendiendo la agencia como “la capacidad personal y colectiva de actuar y transformar algo en el entorno de forma consciente e irreversible”.


    El autor insiste en su posición materialista, argumentando “la ineludible acción de lo material”, defendiendo que “el humanismo fue y es una reivindicación de la agencia humana en un mundo de causas físicas y sociales”. Y desarrolla ampliamente el curso del humanismo y sus matices, cultural y cívico, tocando el momento maquiavélico, que dio nombre al extenso texto de J.G.A. Pocock.


    Es excelente el análisis que Fernando hace, en la segunda parte de su libro, de “La escala de la piel”. Su mirada al cuerpo y especialmente a sus sentidos son de una gran originalidad y belleza. Estamos en mayor o menor grado acostumbrados al valor del lenguaje, al “giro lingüístico”, a tal punto que es habitual la referencia de los psicoanalistas al “ser hablante”, ante lo cual destaca la defensa de “analizar la música como el más poderoso instrumento de creación de la subjetividad”


    La tercera parte de la obra, que lleva el mismo título que ésta, “La escala de las cosas”, se centra en la Filosofía de la Técnica, concibiéndose a ésta como una dimensión humana que contiene una epistemología propia basada en un saber práctico situado entre la praxis y la poiesis, así como una ontología también propia, la de los artefactos”.


    Todo el libro está sostenido en el argumento impecable, que tiene en cuenta a un nutrido elenco de filósofos, pero a pesar de ello trasciende al ámbito académico porque, uniendo al rigor la amenidad, su lectura es apropiada para el lector con ansia de saber sobre la evolución del pensamiento filosófico en la línea materialista. El autor despliega, para sostener su tesis, un amplio saber que abarca un gran conocimiento científico e histórico. Su mirada es, a la vez, amplia y de detalle. Ese detenimiento en lo cotidiano me evoca la obra de Ariès (que es citado) y Duby, “Historia de la vida privada”. 


    Estamos ante un libro materialista, humanista y que contradice, si leí bien, la expresión heideggeriana de que “sólo un dios puede salvarnos” de una condición irredenta. Sería, pues, una defensa honesta del ateísmo. Eso, para mí, como creyente en Dios, supone el valor de permitirme ver con claridad la perspectiva atea defendida por una mente muy brillante y de hacerlo no sólo con respeto, sino con admiración ante la coherencia que el autor del libro que comento muestra. Y en este ámbito, el religioso, que apenas se toca, tengo la sensación de que ese texto, que completa a otros previos (según manifiesta el autor), será seguido de otro en el que el Prof. Broncano incida en lo mítico y, sobre todo, en lo religioso. Lo percibo en la ausencia en esta obra de la referencia a dos autores prestigiosos en tal orden, Joseph Campbell y Mircea Eliade.


    En suma, creo que se trata de un libro altamente recomendable más allá del ámbito académico en el que, sin duda alguna, tendrá el reconocimiento que merece.

               

viernes, 5 de enero de 2024

Noche de Reyes. Renacer.

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons

 “... el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Jn. 3,3. 

 

 

    Seguimos celebrando la fiesta de Reyes, que va precedida de días y, sobre todo, de una noche de ilusión, de la plena confianza que tantos niños tienen de que esos seres mágicos les dejen en su propia casa los regalos deseados, algo que no podrían hacer sus padres. 

 

    Que tengamos cerca el horror, en la mismísima Tierra Santa, no impide esa celebración; al contrario, puede darse incluso en las peores circunstancias en que un niño puede no ya vivir, sino sobrevivir a la guerra o a la enfermedad. La visita de los Reyes Magos a los hospitales es imprescindible. Tampoco debiera inhibir un sueño precioso el exceso de realismo prematuro o el regalo frecuente que sofoca la singularidad de un día del año.

 

    Dejar de ser niño suele verse como pérdida necesaria para una ganancia. Se gana realismo y, aunque no siempre, madurez, y se pierde inocencia e ilusión desbordada. Es algo necesario para vivir como seres sociales, pero, a la vez, puede suponer la inmersión en el absurdo de la ausencia de sentido. Demasiada seriedad en la vida nos va alejando, si lo permitimos, de la mirada auténtica a ella misma.

 

    Sería insensato sugerir cuál es esa perspectiva necesaria. Pero el relato evangélico da una pista en la sugerencia de Jesús a Nicodemo. Se trata de nacer de nuevo. Y ese nacimiento implica cuestionarse si se dan las condiciones para tal posibilidad o nos las cerramos cada vez más. Una pregunta que corresponde a cada cual en sus personales circunstancias.

 

    Podemos tomar un ejemplo desde la actividad que parece más seria y útil, la científica. Eso que se llama investigación científica se ha profesionalizado, es decir, ha ganado en seriedad. Se acabó en general el investigar lo que uno desea por afán de saber. Se trata de ganar un sueldo haciéndolo y eso supone someterse al criterio que ya no es propiamente científico sino gerencial, empresarial, en el que primará el curriculum sometido a la métrica de los índices de impacto. Alguien será mejor y podrá asentarse como investigador cada vez más cualificado y mejor pagado en función de ese curriculum. Es decir, no se persigue en general disminuir la ignorancia, sino conseguir resultados publicables en las buenas revistas (la métrica es bibliométrica). Podría parecer lo mismo, pero nada más diferente. Los tiempos de la importancia de saber por saber han pasado, cediendo el lugar a las llamadas líneas “productivas”.  

 

    La ciencia ha perdido en buena medida algo que le fue sustancial en épocas pretéritas, su capacidad de asombro y de juego. Las excepciones, como Feynman o Gell-Mann, son eso, excepciones. Urge ese renacimiento menos preocupado por publicar y mucho más por contemplar el mundo. Urge la ética de poner siempre el objetivo científico, cuando es potencialmente transformador, al servicio del ser humano y, en general, de la vida.

 

    También abundan los ejemplos en la práctica médica. Haciéndose científica y no pudiendo serlo, la Medicina ha sido embobada por los criterios bibliométricos y de mercado. El contraste entre los grandes avances en el diagnóstico y en el tratamiento quirúrgico (el farmacológico va algo más lento) contrasta con la parsimonia en adoptar una mirada generalista más ingenua, más amplia, pero más eficaz por contemplar a la persona y no sólo un campo operatorio o un problema localizado en su cuerpo. Una población envejecida carece de geriatras a la vez que se investigan apasionadamente los telómeros. Los pacientes crónicos son poco interesantes en comparación con la cirugía brillante de raras malformaciones. La recuperación de sonrisas y juegos, de la escucha a dementes, deprimidos y locos, como personas, no se ve trascendente, pero puede tener una eficacia terapéutica inalcanzable con el mero uso de fármacos. 

 

    Al final, uno va renaciendo si retoma el tiempo no cronométrico, recuperando el juego que, en el caso de adultos, se reduce al que mantienen viejos desocupados con sus nietos, o los ludópatas.

 

    Renacer implica preguntarse si seguimos siendo capaces de soñar lo imposible y lo impensable, si hemos vivido realmente o sólo nos hemos integrado en una vida normal, curricular en el caso de la Academia y los Hospitales, si somos capaces de jugar como juega la propia Naturaleza, creando belleza. 

 

    Renacer supone asumir la capacidad creativa de cada cual y hacerlo como tarea amorosa, sin apetecer los frutos de la acción, como se nos dice en el Bhagavad Gita.

 

    Renacer supone asumir que siempre hay tiempo para hacerlo antes de morir, que siempre es factible esa metanoia que no sabe de relojes ni calendarios. 


    Nacer de nuevo es hacerlo a una vida nueva, aunque en apariencia hagamos lo mismo. Y, para creyentes, lograrlo supondría acercarse a “ver el reino de Dios”. 

 

jueves, 21 de diciembre de 2023

Navidad 2023

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons



“¿Y Cristo? Kafka inclinó la cabeza. Cristo es un abismo lleno de luz. Hay que cerrar los ojos para no precipitarse en él”

(G. Janouch. Gespräche mit Kafka. Aufzeichnungen und Erinnerungen. Frankfurt).

 

“Si a mí alguien me probase que Cristo se encuentra fuera de la verdad, y si la verdad realmente estuviese fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo y no con la verdad”.

(F. Dostoievski. Carta dirigida a Natalia Fonvizine en 1854)

 


    Vivimos en una mezcla del tiempo cíclico con el lineal. Nos hacemos mayores, envejecemos y un día moriremos. No podemos vivir sin recuerdo ni olvido. Si en el tiempo lineal construimos una biografía marcada por sucesivos ritos de paso, en el tiempo cíclico el recuerdo, como repetición periódica, nos evoca también algo esencial en nuestra cosmovisión. Esa repetición puede darse en modo de conmemoración social, de ritual mítico o de liturgia religiosa.

            

    La Navidad desencadena los mejores recuerdos de la infancia y las grandes nostalgias en personas ancianas que se van quedando solas. Cuando la celebración alude a su origen por cristiana, lo hace referida a un suceso histórico, no mítico. Sabemos que Jesús nació en el año 4 a.C, o algo antes, en Belén o Nazaret (sujetos a discusión). La celebración remite a la encarnación divina en Jesús, referencia vital en esperanza, en contemplación y en acción para sus seguidores.

            

    La creencia en un Dios estético, surgida ante la belleza y complejidad de lo observable, y que favorecería una tendencia panteísta que se da con frecuencia, precisa, en el cristianismo, a quien le da nombre, Cristo, como camino, verdad y vida, lo que supone y realza el reconocimiento de la Alteridad divina. 


    El Amor divino es mostrado en Jesús. Lo Absoluto se encarna y se hace receptivo a la queja, la petición, la meditación, la contemplación y la alabanza del ser humano. A todo eso que llamamos oración. 

            

    En un mundo que no ha olvidado la guerra ni los agravios humanos, sigue siendo relevante que el anuncio del nacimiento de Jesús a pastores fuera hecho, según el evangelio de San Lucas, por ángeles que decían “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc.2,14). No se necesita más.

  

¡ Feliz Navidad !