“Frente a los enigmas del mundo
material, el investigador de la naturaleza está habituado desde hace tiempo,
con viril renuncia, a pronunciar su ignoramus... donde él ahora no sabe, pero podría
acaso saber, o sabrá un día, en ciertas condiciones. Pero frente a los enigmas
relativos a qué sean materia y fuerza y cómo ellas puedan ser capaces de pensar
debe, una vez por todas, plegarse a un veredicto mucho más duramente
renunciatorio: ignorabimus!”
Emil du Bois-Reymond. “Über
die Grenzen des Naturerkennens”.
No
sabemos.
Cualquier
persona sensata estará de acuerdo en que ignoramos mucho de nuestro mundo y de
nosotros mismos. Pero Du Bois-Reymond fue
mucho más allá al declarar que hay cosas sobre las que nunca podremos saber y
no se refería a la metafísica sino a la propia física.
Esa
ignorancia esencial puede extenderse o no a todos los ámbitos del conocimiento.
Pero no parecía que también afectara a las matemáticas. Hilbert decía que “La
convicción en la resolubilidad de todo problema matemático es un incentivo para
el trabajador. Escuchamos dentro de nosotros el canto imperecedero: he ahí un
problema. Busca su solución. La podrás encontrar mediante la razón pura, pues
en la matemática no hay ignorabimus”.
Mucho más
tarde en su vida, al retirarse, insistió en que “En lugar del necio
ignorabimus, nuestra respuesta es la contraria: “Debemos saber, sabremos”. Esa frase, tal como él la pronunció
figura como epitafio en su tumba en Göttingen
Y así, en alemán, tiene hasta cierta tonalidad poética: “Wir müssen wissen, wir werden wissen”.
Sabemos que Gödel desbarató esa
afirmación transformándola en deseo imposible al demostrar que las matemáticas
no pueden ser completas y consistentes a la vez.
En
Fisica, Heisenberg mostraba límites
esenciales al conocimiento posible en el ámbito cuántico haciendo así afirmación
tanto del ignoramus como del ignorabimus, en forma de principio de
incertidumbre.
Esos
límites en el conocimiento físico y matemático lo son, en cierto modo, ahora y
para siempre. Nunca tendremos una aritmética completa y consistente a la vez y
nunca podremos medir simultáneamente el momento y la posición de una partícula.
Ese “nunca” en cierto modo trasciende al tiempo: que lo sepamos ahora supone
que siempre ha sido así (aun cuando no hablásemos de partículas) y que siempre
será así, aunque hablemos de cuerdas. Pero podemos vivir con ello. A fin de
cuentas, las matemáticas siguen avanzando y la indeterminación cuántica no sólo
no nos impide hacer predicciones magníficas en ese ámbito sino que ofrece un
panorama de ricas posibilidades epistémicas.
El
ignorabimus al que nos resistimos se da más bien en el orden más pragmático. ¿Ignoraremos
siempre lo necesario para predecir con tiempo suficiente catástrofes geológicas o
meteorológicas? ¿Podremos algún día prevenir crisis económicas o guerras?
¿Podremos curar el cáncer y, en general, cualquier enfermedad? Se trata de un orden práctico y que mira al
futuro aunque use el presente y el pasado como “base de datos”.
La utopía
cientificista supone asumir como postulado la inexistencia del ignorabimus en
el ámbito de lo humano. Pero como toda utopía, o es inalcanzable o se
transforma en lo peor, en distopía realizable. Y es que, además del hecho tan
cuestionado por muchos científicos del libre albedrío, son tantas las variables
que intervienen en el proceso histórico, que la predicción, o prospectiva como prefieren decir algunos estudiosos, se hace inviable a
tal punto que, en el mejor de los casos, podemos saber, como dicen que decía Sócrates,
que no sabemos nada. Ello es así porque incluso en el caso de fenómenos
dependientes de pocas variables asistimos en general a procesos no lineales, a
situaciones en las que rigen leyes de potencia en vez de desviaciones de curvas
gaussianas y que darán cuenta retrodictivamente, pero no a priori, de sucesos como
la desigualdad económica o el éxito social o político, o el desencadenamiento
de una guerra, hambrunas o epidemias.
Nada
parece programable por mucha potencia de cálculo que haya. De vez en cuando suceden acontecimientos que cambian todo
drásticamente. Un disparo en Sarajevo, aviones que chocan con las Torres
Gemelas, un suspenso a quien quería ser pintor de Academia… Pero también grandes
descubrimientos como la penicilina o la radiación de fondo de microondas. Son los
llamados “cisnes negros” por Nassim Nicholas Taleb.
La
Historia no es precisamente algo meramente incremental, ni siquiera
revolucionario; también contempla catástrofes. Según Cicerón, “Historia magistra vitae est et testis
temporum”. Ese magisterio no nos dirá propiamente nada de lo que
pueda ocurrir, aunque lo consideremos con instrumentos científicos. Ahora bien,
nos servirá para estar advertidos ante acontecimientos sorprendentes para bien
y, demasiadas veces, para mal, pero sucesos de los que, en mayor o
menor grado, seremos responsables. La advertencia de nuestra ignorancia parece la mejor de las formas con que mirar hacia el futuro, incluso el más inmediato.
¿Qué decir a 25 de marzo, con un siniestro más en la cuenta?
ResponderEliminarfferrod
Gracias, Fernando, por tan sucinta e interesante reflexión. Desgraciadamente, un hecho tan dramático viene a cuento. Nadie esperaba este "cisne negro". Tan es así que Carsten Spohr ha dicho que el accidente es inexplicable, apoyándose en la seguridad del avión y la experiencia del piloto.
ResponderEliminarNuestra fragilidad permanece y la defensa a ultranza del mito tecnocientífico en que parece instalado Spohr se quiebra en estas situaciones. La explicación vendrá a posteriori, sin que remedie nada de lo ya sucedido. El trauma, en su versión brutal, ya ha golpeado a muchos.