domingo, 1 de noviembre de 2015

Todos los santos. El recuerdo de los muertos.


“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se muestra a un ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene paralizado. Sus ojos miran fijamente, tiene la boca abierta y las alas extendidas; así es como uno se imagina al Ángel de la Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies.”
Walter Benjamin

Percibimos el futuro desde el recuerdo del pasado. Walter Benjamin no parecía optimista cuando reflexionó sobre el cuadro de Klee. 

Estamos en un ahora, y es tras un futuro, de duración breve o un poco prolongada pero finita en cualquier caso, que nos ubicaremos en el pasado, siendo sólo cenizas y recuerdo. 

Se dice, y con razón, que somos polvo de estrellas. Éste es un conocimiento relativamente reciente, aunque fuera intuido por Novalis. Sabemos que muchos de los átomos que nos constituyen han tenido que ser formados en el corazón mismo de estrellas moribundas. Es un tanto poético pensar que somos polvo estelar, y tal imagen enlaza con la perspectiva poética de Quevedo ante el retorno al caos material: “polvo serán, mas polvo enamorado”.

La Iglesia católica dedica un día a recordar a todos los santos. Algo imposible, pues no se puede recordar a quien no se conoció. Pero, a la vez, necesario, porque sólo por la santidad de tantos (no sólo entendida en sentido religioso), ha sido posible el relativo progreso material y espiritual en que vivimos hasta que lo destruyamos y quizá recompongamos. Como tantas veces.

El recuerdo del pasado no es sólo recuerdo de santos. Asumir la Historia es recordar también la crueldad, lo horrible del ser humano, todo aquello de lo que somos capaces por ser “demasiado humano”.

Haber vivido en una tradición judeocristiana nos ha marcado inexorablemente a muchos, porque cada cual está necesariamente inmerso en una corriente, en una tradición, incluso para negarla, para rebelarse contra ella. Y en ésta, el día de todos los santos y el siguiente, el día de difuntos, suponen un doble recuerdo. Por un lado, el histórico valioso, el debido a tantos que tanto bien nos han hecho (algo perfectamente trasladable al ámbito ateo). Por otro, un recuerdo curiosamente anticipatorio, el de la propia mortalidad. 

Hay un horror atávico a los muertos o, más bien, a su reaparición. Las diferentes formas de celebrar estos días juegan con ese terror que ya a nadie asusta, ni siquiera a los niños que se disfrazan de espectros, porque tenemos electricidad que sostiene la luz, la claridad nocturna, que neutraliza todo oscurantismo. 

Pero sí hay un doble horror que puede o no invadirnos estos días. Uno, es el terror a la repetición de lo peor de la Historia, a esos jinetes apocalípticos a los que se les da tantas veces por cabalgar. Hoy lo hacen en Siria, entre otros lugares.

Otro, es el horror al cuerpo propio. No al cuerpo muerto, pues en eso somos ya bastante epicúreos: la muerte llegará, sí, pero cuando eso ocurra, no estaremos y, mientras tanto, viviremos y la muerte no existe. No. Lo que puede horrorizar es el cuerpo mismo, el anatómico, como recuerdo. Porque, así como la Historia no es, como realzaba Benjamin, una mera cadena de progresos lineales, el cuerpo, lo que mejor vemos de nosotros mismos, tampoco.

Basta con observar unas láminas de anatomía para percibir que la angustia pascaliana ante los espacios infinitos también es plausible ante el propio organismo. Porque el cuerpo es distante a nuestro ser, aunque lo sostenga. Porque el cuerpo ha resultado del azar, de extinciones masivas de formas de vida en un mundo habitado principalmente por bacterias. No llegamos por un proceso lineal. Sobran ejemplos de ausencia de “diseños inteligentes”; la absurda colocación de la retina, mirando al revés, sería uno de tantos.

Estamos solos. Surgimos del azar y cada uno se ha hecho en mayor o menor grado consciente de sí mismo, como construcción biográfica inscrita en la Historia. Una contingencia en busca de sentido.

Eso y no una danza macabra es lo que horroriza: la ausencia de sentido y significado de un cuerpo que permite un autorreconocimiento único del Todo. Y eso es lo que nos muestra como decían los existencialistas: arrojados. Para la muerte. Y para la vida. Una vida que, aun frente a la gran castración final, puede ser vivida éticamente. Ésa es nuestra tragedia y en ella reside nuestra dignidad.

Aunque se hable del caso Galileo, la Iglesia facilitó el desarrollo científico. Con desfases, todo fue integrable en el contexto dogmático. Hasta que llegó un hombre que se llamaba Charles Darwin. Y todo cambió, porque la ley sólo constriñe sin determinar, dejando hacer al azar. 

Ni siquiera la creencia en lo trascendente, en un sentido amoroso, si es auténtica, puede soportar el horror del absurdo, perceptible en momentos de lucidez. Sólo puede, que no es poco, confortarnos a quienes la tenemos, sin saber por qué la tenemos (quizá un resto infantil freudiano), en la apertura al misterio, uniéndonos a muchos otros que han esperado sin esperanza. Porque creer no es adherirse a una tabla de salvación, sino perderse irracionalmente, amorosamente, en el abandono de un "deus absconditus", de un "deus ludens", en la ignorancia más radical que implica el misterio. 

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