"If the doors of perception were cleansed everything would appear to man as it is, infinite.” William Blake.
Hubo un tiempo en que la muerte era más tenida en cuenta. Para un cristiano, saber que era llegada su hora (como se dice en tantos textos) suponía un momento crítico, el de la última posibilidad de salvarse. Las grandes tentaciones (soberbia, apego, desesperación…), estaban servidas y caer en ellas podría suponer la condenación eterna. La agonía no hacía fácil el tránsito, demasiado rápido a veces como en el calamitoso siglo XIV con la peste negra. En el siglo XV se difundió una guía en varias versiones para ayudar al enfermo en esos difíciles y peligrosos momentos para su alma. Se trataba del Ars Moriendi.
Parece que, mucho antes, los participantes en los cultos mistéricos perdían en gran medida el miedo a la muerte. En su libro “El camino a Eleusis”, Wasson, Hoffman y Ruck aventuran la hipótesis de la relación de los misterios eleusinos con el uso de sustancias alucinógenas existentes en hongos. Robert Gordon Wasson inició con su esposa Valentina el estudio de hongos utilizados por aborígenes mejicanos en sus prácticas religiosas. En otra expedición fueron acompañados por un micólogo francés que estudió y cultivo el hongo Psylocibe y le proporcionó muestras a Albert Hoffman, químico de los laboratorios Sandoz, quien consiguió aislar el principio activo psilocibina en 1958. Se trata de un agonista del receptor de la serotonina. Veinte años antes, Hoffman había alcanzado notoriedad por su descubrimiento del LSD.
Se dice que tanto la psilocibina como el LSD son alucinógenos. Sin embargo, ha ido calando desde hace tiempo otro término para estas sustancias, “enteógeno”, para referirse a algo divino interior y que daría cuenta de experiencias extáticas por parte de chamanes e iniciados. Timothy Leary pareció empeñado con poco éxito en hacer del LSD el sacramento de una nueva religión. En 1966, el LSD se ilegalizó. Unos años antes, Aldous Huxley había publicado “Las puertas de la percepción”, en donde daba cuenta de sus experiencias personales con la mescalina.
La distinción entre droga y fármaco no siempre es fácil. Lo que se cree que es un buen fármaco acaba convirtiéndose en droga ilegal. Así ocurrió con la heroína, concebida como sustituto de la morfina porque se pensaba que no era adictiva, algo que se reveló claramente erróneo. Pero también puede ocurrir al revés. La talidomida es tristemente célebre por sus efectos teratogénicos. Sin embargo, en 1965 Sheskin, un médico israelí, observó que pacientes tratados con ella con finalidad sedante mejoraban de sus lesiones por lepra; la FDA acabó aprobando su uso para este fin.
El veneno de la serpiente recogido en la copa de Hygeia es símbolo de curación. Lo peor puede ser bueno.
Los estados alterados de la conciencia como los que tal vez se dieran en los misterios pueden inducirse por drogas pero también por métodos más “naturales” como el ayuno y diversas prácticas ascéticas. ¿Por qué no probar la potencial bondad de drogas enteógenas en situaciones límite? Y una clara situación límite es la que perciben muchos pacientes con un cáncer avanzado, sabiendo que la muerte acaecerá pronto, siendo frecuentes en tales casos la ansiedad y la depresión. Pues bien, hoy mismo se publicaron en el Journal of Psychopharmacology los resultados de un ensayo clínico, cuya conclusión fue clara: En pacientes con cáncer potencialmente mortal, una sola dosis de psilocibina disminuyó de modo sustancial y duradero (seis meses) la depresión y ansiedad frente a la muerte mejorando la calidad de vida.
Este mismo año ya se había publicado en Lancet Psychiatry un artículo que apoyaba la seguridad y eficacia de la psilocibina en casos de depresión resistente al tratamiento convencional. Los estudios son escasos pero no novedosos. En 2011 ya se hizo un estudio piloto de la psilocibina en pacientes con cáncer avanzado, con resultados prometedores sobre su estado anímico.
Se abre así una puerta potencial a facilitar las cosas en el peor de los momentos, cuando alguien es consciente de que se va a morir y no puede soportarlo. Hasta ahora, las medidas basadas en antidepresivos, ansiolíticos y opiáceos distan mucho de ser adecuadamente paliativas. Por el contrario, en el estudio publicado hoy parece que los pacientes tratados con psilocibina pueden encarar mucho mejor la muerte e incluso saber aprovechar lo que les queda de vida sin la carga de un sufrimiento añadido al que el propio cáncer plantea.
Pero sólo se abre la puerta. Se necesitarán más estudios para poder obtener conclusiones firmes a efectos de aplicación en la última fase de la vida. En caso de verificarse la bondad anunciada de la psilocibina, podríamos hablar de eutanasia en un sentido diferente al que se plantea en la actualidad. No se trata ya de facilitar o no activa o pasivamente la muerte, sino el tránsito a ella. Se trataría de hacer llevadero el saber que se es moribundo e incluso aprovechar ese tiempo que quede hasta que sobrevenga la muerte. De un modo digno, sin sufrimientos evitables.
Vivimos un tiempo en que los éxitos de la Medicina se presentan en términos de esperanzas de vida media, de curaciones sorprendentes, en retrasar la muerte y en facilitar una vida sana. El propio envejecimiento es calificado por algunos como enfermedad a combatir. Los transhumanistas sueñan con una inmortalidad alcanzable a corto plazo.
Pero sabemos que moriremos y que incluso sabremos, gracias a la Medicina, de que ese momento puede ser cercano tras un diagnóstico “precoz”. Con los nuevos mitos de la juventud eterna con que nos inundan en medios televisivos y calles, eso se hace todavía más difícil de soportar ahora que en la Edad Media.
La creencia religiosa no necesariamente facilita las cosas. Jesús sudó sangre y gritó su abandono por Dios en la cruz. No es fácil morir. El sufrimiento físico y psíquico no nos hace mejores. Como en los tiempos del Ars moriendi, puede destruirnos como sujetos antes que como cuerpos. Por eso, si la Medicina consolida la eficacia de la psilocibina o de cualquier otro fármaco o grupo de ellos para hacerlo más llevadero, más digno, estaremos ante un gran avance, poco espectacular, pero extraordinariamente humano. Podremos hablar entonces de una eutanasia auténtica, la que se dirige al tránsito más que al propio momento de decidir la muerte.
Querido Javier:
ResponderEliminarCuánta verdad expresan las reflexiones de este último post. Morir podría ser un arte, efectivamente, pero probablemente no todos seamos capaces de practicarlo, ni tengamos el don que para ello es preciso. Los seres humanos experimentamos hacia la muerte un sentimiento muy especial, completamente distinto al empeño de supervivencia que anima la conducta de los animales. La muerte es para nosotros un acontecimiento metafísico, y nuestra vida está paradójicamente regida por la perpetua contradicción de aferrarnos a la inmortalidad, y al mismo tiempo deslizarnos por una pendiente que acelera el camino hacia la destrucción. La pulsión de muerte, descubierta por Freud, nos abrió las puertas que dan a la región más oscura del ser humano. Al mismo tiempo, ese mismo sujeto que se ha encarnizado en su propia autodestrucción, será el que probablemente en la hora final se aferre con la misma intensidad a la vida. Todos, en abstracto, somos capaces de afirmar que preferiríamos morir antes que seguir vivos en una existencia gravemente mermada, pero luego se demuestra que queremos vivir a toda costa, incluso sin brazos o sin piernas, o enchufados a una máquina que nos hace durar aunque sea en las peores condiciones. Para morir, pero no como resultado de la acción demoníaca de la pulsión de muerte, sino como aceptación ética de la condición humana, se necesita tal vez un valor que los modernos hemos perdido. Celebro que los investigadores puedan hallar algo que nos facilite ese tránsito, puesto que esa valentía no se recupera por obra de la voluntad. Forma parte de un discurso que ya no organiza nuestro lazo social, ni nuestra experiencia existencial. Por lo tanto, y como bien dices, prefiero que la ciencia me auxilie en un bien morir, que perpetuar una vida orgánicamente funcional, pero subjetivamente fosilizada. No obstante, si se me pudiera conceder el deseo de una longevidad en excelentes condiciones, no desecharía la oferta.
Entretanto, si tienes alguna posibilidad de hacerte con unos frasquitos de psilocibina, no te olvides de reservarme uno por las dudas…
Un gran abrazo,
Gustavo
Muchas gracias, Gustavo, por expresar con tal lucidez esa contradicción y el carácter de acontecimiento metafísico que la muerte supone para nosotros. Todo lo que facilite paliar el sufrimiento parece bienvenido. Supongo que habrá tiempo sobrado para consolidar investigaciones y hacernos con esos frasquitos.
EliminarUn abrazo,
Javier
Buenas tardes, Javier.
ResponderEliminarEnhorabuena por tu post. Me ha venido a la memoria el libro "Acercamientos" de Jünger, donde sugiere esta reflexión:
"Es natural aliviar el dolor del moribundo, cuyo reloj corre veloz, pero no basta con ello. Es nuestro deber acercar, por última vez, a su solitario lecho las riquezas del mundo.
En la hora postrera, no contiene administrar narcóticos, sino más bien dádivas que amplíen y agucen la conciencia. Si se alberga la más mínima sospecha de que ésta podría proseguir la marcha -y hay razones para creerlo-, entonces deberíamos permanecer despiertos. De ello se colige necesariamente la conjetura de que hay cualidades inherentes al tránsito."
Siendo un tema que retoma múltiples veces, como en su diario "Pasados los setenta":
"El tratamiento, más bien el tormento, de enfermos incurables, incluso agonizantes, cobra rasgos grotesco-macabros en medio de la sociedad atea, que teme la muerte como ninguna otra y en la que también el técnico estropea la muerte. Son limbos. Hay antepatios más diáfanos.
A partir de cierta edad, en una situación sin esperanza, habría que liberalizar al menos el opio; no como un fármaco dosificado con temor, sino como un medio de placer. Los dolores desaparecen, la libertad aumenta. El moribundo es soberano, está fuera de la ley."
De lo que no cabe duda es que ese momento nos será ineludible.
Un saludo
Muchas gracias. El recuerdo de Jünger viene muy bien traído. Es llamativo ese temor que señala por parte de una sociedad atea, desprovista de aquel miedo a una condenación eterna propio de la creencia medieval (y más próxima también). Claro que hay pocos ateos que lo sean de verdad, pues no parece fácil asumir esa posición de modo coherente. A la vez, nuestra sociedad pretendidamente atea quiere escatimar la muerte más que afrontarla, algo que vemos en todos los órdenes, desde las promesas salvíficas cientificistas (mueren, no moriremos) hasta la propia elaboración del duelo.
EliminarMe encanta la alusión de Jünger al fármaco placentero más allá de su valor meramente paliativo. ¿Por qué no? Dejemos al moribundo “ser soberano” de su vida, pues vida es aún la que le es concedida antes de la muerte por inminente que ésta sea.
Un abrazo,
Javier