“Quien
tenga oídos para oír, que oiga” (Mc. 4,9).
No
resulta fácil entender lo que, para otros, pocos en general, es evidente. Se
precisa de un sentido especial que requiere un proceso previo de preparación,
el que facilita que los oídos y los ojos oigan y vean de verdad. Esto es algo
muy claro en el ámbito de la Ciencia, pero se da también en el de la vida.
Se
alude a eso en el evangelio más antiguo, el de Marcos. Sabemos que Jesús
hablaba en parábolas. No es una cuestión que sólo haya ocurrido en el
cristianismo. El zen se caracteriza también por el enfrentamiento con los koan.
Tratar con lo extraño, con lo absurdo, dar rodeos, parece ser el único modo de
empezar a pensar y, sobre todo, sentir, de un modo distinto, la única forma de oír, de darse cuenta de
lo que se está escuchando fuera y dentro, algo que sólo ocurre cuando se ha logrado tener el
oído que realmente oye.
Y
eso, que sucede con el cristianismo o con el zen, parece ser también marca del
psicoanálisis, una marca que puede hacer que parezca tan extraño a quien sea
ajeno al encuentro analítico.
Ni
el psicoanálisis ni los textos sagrados ni los koan son recetas para curar el
alma ni para aliviar síntomas; la cura que pueda darse tiene que ver más con el
cuidado del alma y el tiempo preciso que requiere. No estamos ante un objeto de la Ciencia. Ahora bien, las tres
aproximaciones, tan distintas, nos confrontan ante lo que François Cheng llamó “la
intuición del Tao” y “el mandato del Cielo”. Se trata de eso, de la vía y de la
vida.
Hay
una hermosa parábola evangélica que lo muestra. Es de la de los talentos. Está
descrita en el evangelio de Mateo (Mt. 25,14-30) y es bien conocida; un hombre
deja que tres siervos suyos administren su dinero por un tiempo; a uno le da
cinco talentos, a otro dos y a otro uno. Los dos primeros juegan con la riqueza
a administrar y la duplican, mientras que el último teme perderla y entierra el
talento, con consecuencias que serán nefastas para él.
Suele
interpretarse este relato pensando que cada cual ha de corresponder de un modo
proporcional, aritmético, a sus posibilidades (también llamadas, como las monedas, talentos), pero no es exactamente así. La mirada va más
allá y atiende a lo que se hace mal, a la ocultación de la posibilidad, a la
represión sostenida.
El
papa Francisco, de
quien sabemos que tuvo relación con el psicoanálisis, lo supo manifestar de un modo excelente, diciendo que “el pozo cavado en el
terreno por el «servidor malo y perezoso» indica el temor del riesgo que
bloquea la creatividad y la fecundidad del amor. Porque el miedo de los riesgos
en el amor nos bloquea”.
Estamos ante el miedo al amor y a la vida, que demasiadas
veces se disfrazan de síntomas psíquicos o somáticos. La vida angustia y el síntoma palía esa angustia, por molesto y perturbador que sea. El psicoanálisis puede
ser un catalizador (aunque se le critique el tiempo que precisa), en
comparación con una larga vía de catarsis y progreso espiritual, muchas veces
fracasada, para la gran apertura al Ser, la que se da al amor que libera y a
la vida que esa libertad hace posible, una libertad que no tiene por qué ser
dichosa, que crea temor, pero que es lo más valioso alcanzable porque nos permite aceptar,
acoger el propio destino amoroso a que estamos llamados.
¡Excelente Javier! Todo un placer leerte.
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