Hace ya muchos años que la fotografía se ha instalado en nuestras vidas. Fotos familiares, de niños, de recién casados, de novios, de abuelos... Fotos en blanco y negro, amarillentas, fotos en color. Negativos impactantes en una maleta mexicana... Y fotógrafos, máquinas de fotos, reflex, automáticas, de bolsillo... Fotos de y fotos para. De padres, de amigos, de paisajes. Para el DNI, para el recuerdo, para decir que uno estuvo allí, fuera donde fuera, como si importara, fotos testimoniales.
Ya se sabe, una foto vale más que mil palabras, algo que muchas veces es mentira, porque el parloteo excesivo puede llegar a asfixiar la verdad pixelada; a pesar de las imágenes que muestran a judíos fregando las calles de la culta, de la romántica Varsovia, sigue y seguirá habiendo negacionistas, todos esos que confirmarán otra vez que la Historia nunca se aprende y sólo se repite. El otro, el gran enemigo, seguirá siendo fotografiado y negado.
Desde los álbumes de fotos familares hasta los “gigas” o “teras” de imágenes obtenidas con móviles y captadas para no ser vistas nunca, el milagro fotoquímico persiste mejorado, electrónico. La fotografía permanece más allá de otras aventuras tecnológicas. Hasta los videos, como los CDs, parecen haber pasado a la historia tras una vida breve.
Una pintura puede determinar una vocación. Una foto puede retomar el instante eterno.
Estos días hay una exposición en mi ciudad, en A Coruña. Se trata de una colección de fotos de Pepe Ventureira. Ayer fue inaugurada en "El Club Financiero", que suele acoger exposiciones muy interesantes.
Fue presentada por un amigo común, profesor de Filosofía, Freire Leira, con hermosas y exactas palabras que aludían a lo que tal exposición suscita: belleza y nostalgia.
En esas imágenes se percibe algo original, singular, sustentado por una amorosa y elaborada técnica que las hace posibles. Se trata de una mirada que facilita a su vez la mirada de cada uno. Una mirada que lo es al instante eterno, plasmado en nebulosa, pues no se intenta una métrica, un isomorfismo entre lo real (¿qué será lo real?) y un negativo fotográfico, sino que parece atenderse a la pura evocación que, como tal, es necesariamente indefinida. Indefinida y persistente, algo que mueve y conmueve.
Parece que la imagen directa lo diría todo, sea de conexiones neuronales, de dibujos paleolíticos o de un rascacielos. Ah, la imagen... Estamos inundados de imágenes y de promesas salvíficas asociadas a ellas. El conectoma, por ejemplo, parece incurrir en la tentación de la verdad manifiesta, pero la verdad se aleja siempre, especialmente en lo que apunta al alma, que requiere algo más, algo que hace confundir lo aparentemente real de la foto con lo simbólico de la pintura.
“La ciudad” es una exposición de una selección de fotos de eso, de la ciudad, de la polis, que es el propio Estado al que uno realmente pertenece, cada vez más alejada del ámbito acogedor. En este caso, se trata de la ciudad del autor, que es también la mía, la de quienes aquí habitamos.
Calles, barrios, monumentos, paseos modernos, alguna persona aislada de quien no sabemos nada… hacen reverberar algo en nosotros, en cada uno, de uno en uno, porque cada foto remite a fin de cuentas a un impacto singular que presiona e impresiona. Los cielos foto-grafiados, sublimes, resuenan con la pintura de Turner, algo a lo que también se refirió en su presentación el profesor Freire.
Ya se sabe, una foto vale más que mil palabras, algo que muchas veces es mentira, porque el parloteo excesivo puede llegar a asfixiar la verdad pixelada; a pesar de las imágenes que muestran a judíos fregando las calles de la culta, de la romántica Varsovia, sigue y seguirá habiendo negacionistas, todos esos que confirmarán otra vez que la Historia nunca se aprende y sólo se repite. El otro, el gran enemigo, seguirá siendo fotografiado y negado.
Desde los álbumes de fotos familares hasta los “gigas” o “teras” de imágenes obtenidas con móviles y captadas para no ser vistas nunca, el milagro fotoquímico persiste mejorado, electrónico. La fotografía permanece más allá de otras aventuras tecnológicas. Hasta los videos, como los CDs, parecen haber pasado a la historia tras una vida breve.
Una pintura puede determinar una vocación. Una foto puede retomar el instante eterno.
Estos días hay una exposición en mi ciudad, en A Coruña. Se trata de una colección de fotos de Pepe Ventureira. Ayer fue inaugurada en "El Club Financiero", que suele acoger exposiciones muy interesantes.
Fue presentada por un amigo común, profesor de Filosofía, Freire Leira, con hermosas y exactas palabras que aludían a lo que tal exposición suscita: belleza y nostalgia.
En esas imágenes se percibe algo original, singular, sustentado por una amorosa y elaborada técnica que las hace posibles. Se trata de una mirada que facilita a su vez la mirada de cada uno. Una mirada que lo es al instante eterno, plasmado en nebulosa, pues no se intenta una métrica, un isomorfismo entre lo real (¿qué será lo real?) y un negativo fotográfico, sino que parece atenderse a la pura evocación que, como tal, es necesariamente indefinida. Indefinida y persistente, algo que mueve y conmueve.
Parece que la imagen directa lo diría todo, sea de conexiones neuronales, de dibujos paleolíticos o de un rascacielos. Ah, la imagen... Estamos inundados de imágenes y de promesas salvíficas asociadas a ellas. El conectoma, por ejemplo, parece incurrir en la tentación de la verdad manifiesta, pero la verdad se aleja siempre, especialmente en lo que apunta al alma, que requiere algo más, algo que hace confundir lo aparentemente real de la foto con lo simbólico de la pintura.
“La ciudad” es una exposición de una selección de fotos de eso, de la ciudad, de la polis, que es el propio Estado al que uno realmente pertenece, cada vez más alejada del ámbito acogedor. En este caso, se trata de la ciudad del autor, que es también la mía, la de quienes aquí habitamos.
Calles, barrios, monumentos, paseos modernos, alguna persona aislada de quien no sabemos nada… hacen reverberar algo en nosotros, en cada uno, de uno en uno, porque cada foto remite a fin de cuentas a un impacto singular que presiona e impresiona. Los cielos foto-grafiados, sublimes, resuenan con la pintura de Turner, algo a lo que también se refirió en su presentación el profesor Freire.
Las imágenes mostradas no son sólo de recuerdos, sino de presencias, de permanencias. No son sólo para evocar, sino para vivir mejor la propia vida, sabiendo que cada rincón, cada día, son perennes porque nos han pertenecido y, a la vez, aunque parezca paradójico, dinámicos, vitales, porque nos siguen y seguirán perteneciendo... aunque no estén, incluso aunque no estemos.
Esas fotos nos recuerdan, a fin de cuentas, que vivimos, y este término, en lengua castellana, corresponde tanto al pasado como al presente de eso, de la vida. Desde esa perspectiva será posible un futuro mejor, que pasa necesariamente por lo que está a mano, por cada entorno, por cada ciudad.
Es implícita la alusión a Hölderlin ("poéticamente habita
el hombre en esta tierra"). Y desde esa concepción poética, poiética, la
colección es tan íntima para los que aquí vivimos como universal por
extrapolable a cualquier lugar, a cualquier tiempo. ¿Qué es eso, el
tiempo, a fin de cuentas, sino un posible correlato con algo más
profundo, como nos dice Smolin?
Creo que Dostoievski dijo que la belleza salvaría al mundo o algo así. Y es verdad, aunque todas las apariencias lo contradigan, porque la belleza nos aproxima a la verdad, si es que no es lo mismo como aseguraba Keats. En medio del oscurantismo que acecha, recobrar el sentido de la mirada desde la contemplación de fotos como las de Ventureira, alienta el optimismo realista que supone ser radicalmente humanos.
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