“No hay nada que hacer, no hay ningún sitio donde ir, no hay nada que ser, no hay nadie a quien conocer”.
(Expresión de Dick Cavett citada por Thomas Ligotti)
Oh Señor, haz de mí un instrumento de tu paz
…
Donde haya desesperación ponga yo esperanza,
Donde haya tristeza, ponga yo alegría.
(Oración franciscana)
Si le preguntamos hoy al ChatGPT cuál es la prevalencia de la depresión en España, nos dice que “según datos del Ministerio de Sanidad, el 4,1% de la población sufre trastorno depresivo, con una mayor incidencia en mujeres (5,9%) que en hombres (2,3%). Esta frecuencia aumenta con la edad, alcanzando el 12% en mujeres y el 5% en hombres entre 75 y 84 años”. No es poca gente. Claro que depende de qué entendemos por “depresión” y resulta que estamos ante un aparente problema nosológico, pues habría rasgos mencionados por manuales, como el DSM, que se dan o no, formas que apuntan a la posibilidad genética, relación con enfermedades somáticas, duración, etc.
En realidad, la definición del DSM y las escalas ordinales (como la de Hamilton) de ese mal resultan poco operativas. En la práctica, sólo se sabe lo que es la depresión en singular, si se padece, si se acompaña a quien la sufre o si se da con la persona afectada una relación profesional (no sólo por parte de psiquiatras y psicólogos clínicos, también por médicos generalistas, sean de atención primaria o internistas y personal de enfermería).
Ha habido autores que la definieron como demoníaca (Andrew Solomon, “El demonio de la depresión” o como algo realmente extraño, como hizo William Styron refiriéndose a “Esa visible oscuridad” .
La mayoría de quienes están deprimidos no se refieren a esa enfermedad del alma y del cuerpo más que en pasado e, incluso así, recordando mal lo que se sufrió. Algunos hacen breves escritos antes de sucumbir a algo que siempre es potencialmente letal, como la carta de despedida de Virginia Woolf a su esposo. Otros se suicidan en paisajes idílicos, cuando todo parece sonreír, como a Boltzmann en Duino.
A veces, la depresión alterna en un ritmo infernal con la manía o hipomanía, una fase de extraña y peligrosa alegría. Esos vaivenes de muchos “Touched with Fire”, como les llamó K.R. Jamison, que algo tan simple como el litio puede amortiguar gracias al experimento un tanto delirante de Cade, y su asociación a la creatividad, han facilitado una cierta “romantización” de la depresión, lo cual no deja de ser un tanto inhumano.
El sufrimiento psíquico puede asociarse a la creatividad (no es descartable una base genética común, de momento tan ignorada a pesar de los “Genome wide”), pero también se puede vivir siendo feliz y creativo. ¿De qué hablarían en sus paseos en Princeton Gödel y Einstein, ambos geniales y tan diferentes en su perspectiva de la realidad?
Hay quien se pregunta qué ocurriría si pintores, matemáticos, físicos o escritores que sufrieron depresión no la hubieran padecido merced a un tratamiento eficaz. Es la pregunta “What if” que se formuló Peter Kramer en su libro “Against Depression” y la concretó así en una de sus páginas: “What if Prozac had been available in van Gogh’s time?”La pregunta sugiere, en caso positivo, una acción curativa en la salud de van Gogh con efectos diferentes a los habidos sin tomar Prozac, en la obra producida. Algo análogo se podría decir de Kierkegaard, como se habló en una conferencia de Kramer en Copenhage. Pero es muy plausible que filósofos, literatos o pintores deprimidos que tomaran Prozac, se limitaran en un alto porcentaje de casos a engordar, adelgazar o, simplemente, a seguir como estaban antes de tomarlo, a no ser que les indujera a suicidarse. El Prozac y su familia posterior, en la que destaca actualmente el escitalopram, no son precisamente equivalentes en eficacia a los anestésicos generales para operar a alguien o los antibióticos contra las enfermedades bacterianas. Los efectos antidepresivos de los ahora llamados inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina son eficaces cuando lo son, en ausencia de marcadores que orienten prescribirlos. Hasta la hipótesis de su acción sobre una carencia serotonínica en determinados espacios sinápticos sigue siendo discutida, como lo es, en general la hipótesis monoaminérgica iniciada por Julius Axelrod.
Lo escrito hasta aquí es un mero contexto muy simplificado a tener en cuenta cuando se mira a la depresión. Lo que sigue será, más bien, un enfoque que tiene dos características: la pretensión fenomenológica y la marca subjetiva. Se trata de una mirada sesgada, para bien y para mal, por ser quien esto escribe médico, aspirante a científico, con interés filosófico de escasa base bibliográfica y con fe cristiana. Mi intento no es abarcador, no podría serlo en absoluto; trato sólo de dar una impresión en unas cuantas pinceladas.
Aparece la depresión. Se anuncia, porque es conocida ya. Y se niega; será un mal día, algo ha pasado, etc., hasta que el absurdo se muestra.
Pero el absurdo no lo es tanto. Diría que nunca se muestra claramente hasta que la enfermedad alcanza su plenitud. Hasta entonces, van creciendo la tristeza, la apatía, los días malos… Y se instala. ¿Por qué? La discusión entre el carácter endógeno y el exógeno me parece bizantina, antigua. Es cierto que hay una base genética con expresión biológica cuyo conocimiento nos retrotrae al hallazgo empírico casual de los antidepresivos IMAO y los tricíclicos, y al desarrollo de los "selectivos", “duales” y otros varios. Cuando se descubrieron los fragmentos de restricción de ADN como marcadores fenotípicos por parte de Gusella (con el importante hallazgo de su aplicación en el diagnóstico de la enfermedad de Huntington), se empezaron a buscar (previamente a la “caza” del gen implicado) en múltiples enfermedades mono y poligénicas, incluyendo la psicosis maníaco-depresiva (llamada ahora bipolar) con resultados negativos. Los estudios “genome wide” extendieron el panorama, pero no es predecible a día de hoy si aparecerá o no depresión en una persona a partir de marcadores bioquímicos, genéticos o morfológicos.
Las “dianas” de los principales antidepresivos, la serotonina, noradrenalina y dopamina, distan de ser explicación necesaria y suficiente. Pero, dicho todo esto, es obvio que hay personas bipolares, las hay distímicas, otras con tendencia mayor a la depresión, incluyendo muchas que no saben por qué les ha caído en su vida tal desgracia, potencialmente letal, y a veces, cuando, desde la mirada de los otros, todo les sonríe.
Asumiendo que hay un substrato biológico a la depresión, sostengo que, salvo experiencias directas con fármacos, alguno usado hace muchos años, como la reserpina, todas las depresiones (exagerando algo), incluyendo las endógenas, son, en su inicio y probablemente en su mantenimiento, exógenas y, simplificando, ligadas a una pérdida real (de un familiar, de un trabajo, de un país, etc., lo que acarrearía más bien situaciones de duelo) o simbólica, que ya es otra cosa, más oculta. Ahora bien, la respuesta al dolor exógeno puede amplificarse del peor modo por mecanismos biológicos que escapan ya al control consciente y que requerirán tratamiento, por defectuoso que éste sea.
Es decir, el conflicto biográfico se amplía y se perpetúa por mecanismos bioquímicos mal conocidos. La biografía sucumbe entonces a la biología. No basta eso para asumir sin mayor evidencia que la actual la teoría monoaminérgica necesita muchos más resultados para pasar de hipótesis a tesis. No se ha atendido aparentemente a su posible falibilidad popperiana.
Hay que reconocer, no obstante, que son muchos los pacientes que, sea por efecto real o por efecto placebo, mejoran con psicofármacos. Hubo dos grandes meta-análisis al respecto con resultado global contradictorio y, de ellos, es muy citado el más reciente, del grupo de Cipriani.
No se puede descartar el recurso a psicofármacos, la mayoría con indeseables efectos secundarios, casi todos ellos con períodos de latencia agobiantes, y que pueden mostrarse inútiles tras un prolongado tiempo de administración. Pero es lo que hay y también valiosas experiencias personales, con independencia de meta-análisis.
Hay algo que me parece, esto es impresión subjetiva, interesante tener en cuenta. El mercado de los psicofármacos para la depresión y la ansiedad no parece precisar tanta I+D para mantenerse. Lo que hay se vende muy bien porque no hay otra cosa y no parece darse, a pesar de existir, un estímulo para la investigación en este campo. Algo parece ir mal cuando una terapia ya antigua como la electroconvulsiva mantiene cierto vigor. Por sus connotaciones psicodélicas, la psilocibina o la esketamina, por ejemplo, no parecen muy atractivas en investigación. No facilita las cosas tampoco el contar con mediocres modelos experimentales o que, en ensayos clínicos, los integrantes de un placebo puedan reconocer su grupo de asignación por presencia o ausencia de efectos secundarios concretos.
La depresión es el gran absurdo vital. Hasta el deprimido se pregunta el porqué, como hacía Styron cuando fue premiado, esas cosas que ocurren, o no, una vez en la vida. Y más lo hará quien lo presencia. ¿Por qué? ¿Por qué, si hay enfermedades “de las de verdad”, terribles, que no deprimen necesariamente a personas que las padecen? ¿Por qué ese sufrimiento sin sentido, perdiendo la vida y su color en él? Alguien es admirado, la vida no le puede ir mejor a los ojos de los demás, es un triunfador y lo sabe, pero no basta para desplomarse ante el poder del absurdo. Tenemos clarísimos ejemplos de famosos autolíticos (por suicidio o por consumo de drogas).
La depresión se hace corpórea. A la depresión, a ese demonio, no le basta con mostrarse como perturbación mental. Como un cáncer agresivo, se corporeiza, amplificando los males del cuerpo y somatizando otros nuevos. La queja no es ya de tristeza, de inhibición o incluso claramente de depresión, sino de fatiga, de dolores articular, precordial, gástrico…, de temor a enfermedades incurables (Styron decía que su depresión se había iniciado con abundantes notas hipocondríacas). Temor incluso a una muerte próxima, inminente.
El paciente podrá optar por acudir a distintos médicos que elegirán, en general, entre dos opciones extremas, decir que todo es depresión o, por el contrario, fijarse sólo en la semiología orgánica y atenderla o derivar al paciente a otro especialista. Y ocurre que “in medio virtus”, pagándose caros los excesos y los defectos diagnósticos.
En la depresión, especialmente en personas mayores, se echa mucho en falta la perspectiva generalista.
La depresión es contagiosa. El día 13 de enero fue el día mundial contra la depresión. A la vez, también fue el día mundial del chicle. Sin duda, una casualidad, pero que, sin pretenderlo, alude a un elemento común; como el chicle, la depresión es pegajosa. Contagia sin aparente necesidad de germen infeccioso (aunque se haya barajado esa hipótesis hace años).
El grado de contagio se relaciona con la proximidad espacial y el tiempo de su duración. Depende del contagiado, pues no es lo mismo ser próximo localmente que emocionalmente. Y el contagio se produce paradójicamente donde uno se protege de enfermedades que son contagiosas por microbios, en casa. La casa se hace lugar de recuerdos, micro-clínica con sus termómetros y tensímetro y con los nuevos fármacos y registros si proceden, con internet para leer prospectos enciclopédicos e interacciones posibles. No suelen hacerse búsquedas de otros pacientes. Hay asociaciones contra las enfermedades mentales, pero no propiamente de depresivos. ¿A quién, con depresión mayor, le interesaría conocer a gente sufriendo el mismo absurdo?
Hay más bien la tentación de refugiarse en casa, donde uno no es visto. Como en otros tiempos la lepra, la enfermedad mental está mal vista, aunque su alta prevalencia vaya favoreciendo la desaparición de estigmas clásicos. Pero algo permanece y es el propio paciente deprimido quien se autoestigmatiza recluyéndose en casa o paseando sólo por lugares muy concretos y pequeños de la ciudad en la que ya no habita, sino que sólo vive.
Se sigue otorgando al deprimido una autonomía de la que carece por su enfermedad: “Anda, anímate” sigue siendo un consejo sencillamente estúpido como lo sería aconsejarle a un paciente que generase más neutrófilos (algo simpático que presencié).
El cuidado.
La soledad no deseada crece de modo imparable y destaca más en las ciudades por su contraste con el ajetreo juvenil en calles y lugares de ocio. Hasta la televisión es esencialmente joven y “alegre”, exceptuando los macabros telediarios.
Una persona deprimida sola puede, si su enfermedad lo permite, hablar o escuchar (conversar es más difícil) con cuidadores profesionales, que son del ámbito sanitario o con asistentes sociales. También con personas vistas de forma cotidiana. ¿Cuánta gente “incordia” a quienes esperan a que acabe su única charla del día con el tendero, con el único interlocutor de meras palabras vacías que tiene?
Y los profesionales del cuidado, aunque vayan a casa, no son de casa.
Es curioso. El término “cuidado” está descuidado. No cometeré la osadía de comentar la importancia que Heidegger concedió a “Das Sorge” y me limitaré sólo a lo que concibo como cuidado de la depresión.
Se trataría esencialmente de estar atento y resolver problemas que la enfermedad acarree, sean de salud o de cualquier otro tipo. Escuchar, ser receptivo a la queja perenne, al absurdo que muestra, a la resistencia a cualquier razonamiento…
Eso sólo puede hacerse por amor a la persona enferma y, si uno cree en Dios como Amor, con Jesús como Amor Divino encarnado y resucitado, puede bastar con pedirle a Él fortaleza y serenidad, con pedirle que ayude a ayudar. Cabe así sostener una difícil desesperación esperanzada.
Se habla del cuidado del cuidador, pero eso es una entelequia más allá del recurso a necesidades de mantenimiento propio incluyendo el médico, más allá de contar con pocos y buenos amigos con quienes, eso sí, la comunicación es facilitada por el teléfono y los medios electrónicos; a veces, raras al no haber ya tiempo propio, con un breve encuentro. Sólo se cuida al cuidador si éste no es único y comparte el cuidado del enfermo con otro familiar. El grado de soledad de la civilización actual conduce a que el cuidador de alguien lo sea también de sí mismo. Quien cuida cotidianamente a un familiar deprimido, acaba a su vez adherido a ese agujero negro mental llamado depresión. Ya sabemos que nada escapa de un agujero negro físico y por eso acercarse a su horizonte de sucesos es peligroso. También ocurre con la depresión; quien se acerca es fácilmente fagocitado por ese agujero negro mental, que reduce su tiempo propio a un mínimo.
¿Qué hacer?
Algo va muy mal en nuestra sociedad desarrollada para que tanta gente se deprima. Y ese algo tiene mucho que ver con la ausencia de sentido que no necesariamente ha de ser religioso, aunque esto ayude (analizaré la relación entre depresión y fe, algo tan aparentemente denostado, en una futura entrada).
Quizá el peor factor sea la soledad, por muy rodeados de gente que estemos. Acompañarse, sea en compañerismo, amistad o enamoramiento supone el cuidado esencial y recíproco. Johann Hari lo explicó muy bien en su libro “Las conexiones perdidas” .
Si eso falla, si hay una falta de amor, aunque se reciban todos los honores del mundo, la pérdida esencial está servida y, con ella, el caldo de cultivo para la depresión.