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lunes, 30 de marzo de 2020

MEDICINA. Covid-19. Aplausos hipócritas y estigmas.





Ya lo sabemos. Es a las 20 h. cuando toca salir a las ventanas a aplaudir al personal sanitario. Sabemos de su abnegación, pero también esa “solidaridad” expresada en las ventanas es un recurso ante el confinamiento. Por un momento, descubrimos que tenemos vecinos, que nosotros mismos lo somos (aunque sea un instante) y se aplaude a héroes. 

Los aplaudidores se sienten hermanos en su confinamiento. Hay quien toca algo alegre. Y, de vez en cuando, hasta se oye una canción que ya se califica de himno de estos tiempos y que interpretaban dos jóvenes que hacían furor entre las chicas cuando Franco vivía, “resistiré”. ¿Resistiré qué? No lo sabemos; estar en casa, no poder ir a tomarse unas cañas, lo que resiste todo el mundo, lo que sea. Todos como el junco ese que se dobla, pero siempre sigue en pie. Resistiré. Emocionante.

Ah, cómo emocionan esos aplausos. Hasta las lágrimas. Todos dentro de casa, en donde hemos descubierto que podemos hacer de todo, incluso correr, y hasta descubrir cosas nuevas, como ordenar libros o ver películas, tareas insospechadas hasta ahora.

¿A quién se le aplaude? Pues a esos héroes que vemos en la televisión realizando su abnegada tarea en los hospitales, pero siempre y cuando estén ahí, no justo debajo de casa. Y es que hay héroes que no dan entendido que serlo supone vivir en el hospital y no acercarse a su casa, porque lógicamente asustan a vecinos, como seres potencialmente contagiosos. ¿Cómo se atreven a hacerse visibles en la calle, para ir o salir de casa, rompiendo el estado de alarma? Comprensible es que les caigan toda clase de improperios (a ellos o a sus madres, culpables de su existencia). Los héroes son para el cine o para los telediarios. Es a esos a los que siempre se aplaudió y a los que se aplaude ahora desde las ventanas de casa. No a la enfermera que regresa a la suya desde el lugar heroico que ha abandonado por unas horas. Lo que recoge un artículo de “Redacción Médica” es para nota. 

Los héroes hasta atienden a viejos. Pero, si a los héroes solo se les quiere a distancia, en la tele, a los viejos contaminados también. Lógico que vecinos de La Línea lo afirmaran con rotundidad, a pesar de la incomprensión de la policía. 
 
Hay aplaudidores que, en su justa ira, insultan a presuntos transgresores de la norma higiénica. Ya se la juegan teniendo que ver que hay gente que saca a sus perros a veces. Bueno, es perdonable, admisible, en su gran comprensión humana. Pero lo que no tiene nombre es que se saque a tomar una bocanada de aire a niños, diciendo que son autistas. Muchos no sabrán qué es eso, otros lo habrán visto en la Wikipedia o se habrán enterado por televisión. Hasta “The Good Doctor” es autista. Y entonces, vale, que salgan un rato, pero que se les controle y no solo por la policía sino por todos los aplaudidores que se autorizan a sí mismos como agentes del orden. Es sencillo, basta con que los autistas y sus padres lleven un brazalete azul. Y, aun así, a ver… De extrapolar eso al personal sanitario, éste tendría que llevar también un brazalete blanco o algo que indicara su profesión, que ya no sería reconocida como admirable, sino como opción de pecado de potencial contaminación contagiosa. ¿Se les aplaudiría?

Desde un lado y otro entramos otra vez, quién lo diría, en la valoración del estigma hecho marca. Como en los viejos tiempos, en los que había gente con la estrella de David bien puesta para ser reconocidos como los apestados, los Untermenschen.

Como si tuviéramos poco con el coronavirus apátrida (a pesar de que Trump diga de él que es chino), resurgen temores y odios, que no hacen distingos entre estigmatizados (como no se hicieron en la Alemania nazi) más allá de la marca segregadora que muestra el supuesto peligro de contaminación, de mezcla de sangre pura con fómites de impureza, por parte de médicos, ciejos contagiados, farmacéuticos o autistas.



sábado, 28 de marzo de 2020

MEDICINA. Ser Virus





La planta del tabaco sufre enfermedades que hacen que sus hojas tomen unas ondas de coloración extraña, en mosaico. Se suponía que se trataba de infecciones, pero … ¿dónde estaba el germen?

Charles Chamberland había creado un filtro de porcelana con un tamaño promedio de poro que no podían atravesar bacterias. Sin embargo, filtrando por ahí un extracto de plantas de tabaco “enfermas”, Dimitri Ivanovski vio que el líquido resultante seguía siendo infeccioso, aunque no se apreciara en él una sola bacteria. Se pensó en una toxina como causante de la enfermedad de las hojas del tabaco. Y de ese nombre, toxina, pero en griego, derivó un término bien conocido ahora, virus, otorgado por Beijerinck, quien repitió en 1899 los experimentos de Ivanovski. 

Virus. Algo referido a un germen infeccioso filtrable. Había una base racional para llamarle así, aunque no pudiera verse con los mejores microscopios ópticos de entonces. Émile Roux en 1903 se refirió a los “êtres de raison”, organismos cuya existencia podía deducirse de sus efectos, aunque no pudieran detectarse de modo directo.

Fue la llegada del microscopio electrónico la que permitió “ver” virus en la década de los treinta. Se vieron, se clasificaron, se identificaron algunos como agentes etiológicos de distintas enfermedades, se llegó a pensar erróneamente que todos los tipos del cáncer eran causados por virus (algunos sí); se pudieron cultivar en embriones de pollo, en líneas celulares y, desde esos cultivos, por pases sucesivos que atenuaban el poder mórbido de algunos virus, se lograron vacunas, conociendo ya a qué se enfrentaban, cosa que no le fue concedida a Pasteur con su vacuna contra la rabia.

Y la historia siguió. 

Y quién lo iba a decir, los virus, agentes infecciosos de plantas y animales, lo eran, a su vez, de bacterias. Fueron precisamente éstos, los virus bacteriófagos, los "fagos", los que permitieron un modelo experimental excelente para ir comprendiendo las bases de la Genética. 

Los virus, entes infecciosos, no se parecían a los gérmenes “convencionales”. Las bacterias pueden crecer “solas” en medios nutritivos. Koch hizo el gran descubrimiento metodológico de lograr crecimiento bacteriano en superficie, fuera en un trozo de patata o, más eficazmente, en un soporte de agar suplementado con nutrientes.  Un crecimiento en colonias, a partir de las que hacer identificaciones morfológicas y bioquímicas. Pero algo así no ocurría con los virus. Sean bacteriófagos, del mosaico del tabaco o del SIDA, los virus son absolutos parásitos. Sólo se multiplican en el interior de una bacteria, de una célula. El crecimiento de “fagos” puede verse en placas de agar, pero como halos equivalentes al vacío que dejan las bacterias destruidas.

Fuera de ese entorno celular, pueden conservarse, cristalizar, congelarse, permanecer, pero no multiplicarse. Fuera, son inertes.

¿Están vivos? Muchas veces se ha hecho esa pregunta, desde que se cree que la vida es eso, reproducción.

Nuestra concepción de la vida sigue siendo antropomórfica. No hemos avanzado en eso. Si algo se reproduce, parece que vive y, en caso contrario, no. 

El triunfo de la perspectiva atomística no sólo se dio, para bien, en los ámbitos de la Física y de la Química. También fue exitoso en el mundo de la vida. Para bien y para mal. El “átomo vital” acabó siendo la célula, como bien formuló Virchow. Más tarde, la influencia poderosísima del libro de Schrödinger (“¿Qué es la vida?”) hizo que investigadores procedentes de la química y de la física se volcaran en la búsqueda del supuesto cristal aperiódico, soporte de la información vital. Y lo lograron. En 1953, la presentación del modelo del ADN, por parte de Watson y Crick, en el contexto de experimentos como el de Harshey y Chase (el más elegante de la Biología Moderna) y de los que condujeron a la elucidación del “código genético”, sentaron las bases de una Biología Molecular, en la que el átomo vital ya no era la célula, sino la molécula informativa, el ADN. 

Pero, si consideramos la célula como unidad vital, sea eucariótica o bacteriana, tenemos un problema. ¿Es un virus algo vivo? Están los tiempos como para decir que no, en plena pandemia provocada por uno de ellos, por un coronavirus.  Y, sin embargo, solo así, invadiendo células para hacer copias de sí mismo, puede hablarse de un virus como de algo vivo según la concepción clásica.

Tal vez uno de los problemas que tengamos con la vida parezca erróneamente mucho más filosófico que pragmático. No sabemos definirla y, por ello, no la identificaríamos en otro planeta a no ser que sea muy parecida a la surgida en la Tierra. Tenemos el esquema celular impregnado en las mentes. Y en él un virus se hace problemático. Sin embargo, todo cambia si descartamos la concepción atomística por un momento y concebimos la vida como algo que abarca a todas sus manifestaciones. En ese sentido, un virus vive con (incluso aunque acabe siendo contra) bacterias, células, nuestro cuerpo mismo.

Hoy nuestros cuerpos son los potenciales medios de cultivo del coronavirus. Así es la vida, podría decirse en realidad. No se trata de amigos y enemigos, lo que deja fuera de lugar la pobre metáfora belicista en que nos movemos: la lucha contra el coronavirus, la lucha contra el cáncer… Ese es un criterio de la vida individual, pero la vida va más allá de lo atomístico, de lo individual. Aunque sea discreta, clasificable, modificable, se guarda un misterio, el “qué” es. 

La selección natural, que tantos han identificado con un demiurgo finalista, craso error, simplemente ubica las cosas, facilitando una evolución ciega, de la que resultamos por una serie de contingencias, del mismo modo que podemos extinguirnos también como tantas otras especies lo hicieron antes. 

¿Y ahora qué? Ahora nos vemos inmersos en la efervescencia de una forma de vida que sigue su curso y, lamentablemente para nosotros, ha topado con un medio de cultivo interesante, nuestras células, nuestros cuerpos, en los que se puede dar una reacción inmunológica que, en vez de “defensiva”, puede resultar catastrófica para nuestros pulmones, para nuestra vida. 

No hay sentido. O sí, pero eso ya entraría en el ámbito de la creencia. 

Ese virus ha puesto el mundo patas arriba. El mito cientificista del progreso incesante cesa en su delirio. Retornamos, ya con criterio sensato, a la esperanza en que la ciencia resuelva más pronto que tarde algo para lo que estamos a día de hoy tan preparados como lo estaban en 1918 frente a la gripe española. Esperamos, eso sí y con fundamento, que 2021 sea bien diferente a 1919.

El virus no tiene finalidad; es un ente. Nosotros le conferimos, le facilitamos propiamente el hecho de ser, de ser en nosotros, quién lo iba a decir, incluso de ser nombrado. Nosotros le dotamos de un poder maligno, el que nos dispersa, el que nos retiene confinados, el que hunde nuestra economía, el que nos puede matar, el que ve al otro como potencial portador de muerte, como enemigo. 

No habíamos caído en que la vida es como el viento evangélico, que sopla donde quiere y no sabemos de dónde viene ni a dónde va. 

Anclados en la perspectiva atomística y en el delirio de supremacía biblicista (el Génesis no se ha ido de mentes ateas), un simple virus toma su ser de nuestros propios cuerpos. Y, bien podría decirse, a la luz de la tragedia asociada a esas muertes que no pueden velarse, a esos cadáveres que no se tocarán, que también toma su ser de nuestras almas. 

Acontece, es, por nosotros, que nos creíamos invulnerables a epidemias y, ya no digamos, a pandemias, como algo del pasado.

Y, si no aprendemos la lección, acabaremos “salvando” el planeta… sucumbiendo como especie. Hay muchas más que son salvadoras potenciales de la Tierra, sin saberlo.

sábado, 21 de marzo de 2020

MEDICINA. Coronavirus y viejos.





            Basta un mínimo de sensibilidad para conmoverse ante la muerte de tres personas jóvenes y sanas en cumplimiento de su servicio. Una enfermera y dos guardias civiles murieron por ayudar a otros en medio de esta pandemia. Además de heroicas, esas muertes, y más que habrá habido (no lo sé), y más que tristemente habrá, destrozan el supuesto valor del conjuro que acompañaba cualquier comentario “autorizado” de cifras de fallecidos a causa del coronavirus, tantos muertos, de más de setenta años y con enfermedades previas. Una expresión darwiniana que evoca épocas pasadas de penoso recuerdo.

Es cierto que la vejez propicia la mortalidad “per se”. Y más aún por cualquier infección sobrevenida. Es cierto también que ser un enfermo crónico es peor que ser sano. Pero, ¿Quién está sano de verdad? Según el viejo criterio de la OMS, esa organización tan decidida y sabia, nadie.

El caso de la gran cantidad de muertes en residencias geriátricas en pocos días sugiere que no sólo se deben a la edad, sino que algo se ha hecho mal, en línea con todo lo que se lleva haciendo mal desde que los del “Mobile” (que no deben ser idiotas) se negaron a participar en el evento de ese nombre. Algo en línea con la frivolidad con que se actuó viendo lo que pasaba, no ya en China, sino en Italia. Frívola, fría también, omisión letal.

Llega a viejo (¿lo somos los que ya hemos cumplido 65 años?) para que el descuido sanitario te haga más frágil de lo que eres ante una pandemia, para que no te puedan visitar familiares, para que no tengas los recursos del “mejor sistema sanitario” que algún iluminado dice que tenemos, y para que, en plena soledad ahí, en el geriátrico, veas que te mueres. Qué triste. Ah, pero era mayor, se dirá, diabético, con EPOC encima… 

¿Y ahora qué? Ahora no sabemos, porque resulta que parecen no saber nada los que debieran saber algo más que decir banalidades. Y, por si fuera poco, siendo joven y sano, también se puede morir uno. ¿Hacer pruebas de modo universal a sanitarios que puedan estar en contacto con pacientes infectados o sus muestras? Hasta ahora no. Una médica lo denunciaba recientemente en ABC. Bueno, esto ya pasaba con la gripe de 1918, cuando tampoco se hacían pruebas. No deberíamos quejarnos. Y ya nos lo dicen nuestros líderes políticos; venceremos, como si fuéramos los buenos contra los malos que, esta vez son virus. Una metáfora excelente… para niños. Porque la atribución de bondad o maldad a cualquier ser vivo es la plasmación de la estupidez, cuando no del más rancio planteamiento bíblico, el del Génesis (Gen.1,26).

¿Y ahora qué? Hay algún renombrado médico de familia, ya jubilado, que sostiene que el Covid-19 mata menos que otras enfermedades, desde infartos o ictus hasta el tabaquismo o accidentes de tráfico y que lo malo es el pánico. Y es cierto, pero ese "plus" viral, de vírico, no de pánico viralizado en redes, no nos lo quita nadie. Porque la gente también se seguirá muriendo de lo de siempre, solo que ahora con más facilidad, dado el colapso previsible en el que nos meterá… ¿sólo el virus?

Las consultas disminuyen o cierran, los quirófanos y UCIs son y serán golpeados por la influencia del coronavirus. Por otra parte, si en mi primera entrada sobre esta cuestión, el 3 de marzo, ya alertaba de la riesgo inherente al contagio del personal sanitario, esto es ya una triste realidad. Es evidente que la morbi-mortalidad por causas distintas al virus aumentará en línea con retrasos diagnósticos y terapéuticos y falta de personal sanitario.

Qué curioso. Pasaron aquellos tiempos felices en los que el sistema público jubiló de golpe y porrazo, a veces con una simple carta o llamada telefónica, a todos los que cumplieran 65 años o los sobrepasaran. De hoy para mañana; en algún caso, de hoy para hoy, como bien me consta. Y ahora solicitan jubilados, MIR que no acabaron su especialidad, incluso estudiantes. ¿Seguirá habiendo esa patética “nota de corte” para empezar a estudiar Medicina? Seguro que sí, porque esto se olvidará y reinarán los "técnicos ingenieriles" sobre los médicos vocacionales.

Si algo caracteriza lo que está ocurriendo en España con esta pandemia es la improvisación. No hay mascarillas, recurramos al altruismo. No hay EPIs, hagámoslos con papel de basura y esparadrapos. Tenemos viejos sin suficiente asistencia sanitaria. Ah, quién lo iba a decir; algo habrá que hacer. Pero bueno, ya vivieron (ya se plantea en algunos medios que se avecina una medicina de catástrofe priorizando el "valor social"). Tuvimos focos, alguno tan pequeño como Madrid. Bien, dispersémoslos, excelente medida, de libro. Es indudable que Hipócrates, Galeno o Paracelso lo hubieran hecho mucho mejor.

Sobra buena gente dispuesta al servicio a los demás. Médicos y personal sanitario en general que están en los sitios peliagudos (Urgencias, UCIs, Plantas…), militares (que bien que saben de orden y disciplina y han de estar sujetos los pobres a mandos políticos ineptos), policías, conductores, personal de farmacia, de alimentación, taxistas… Seguro que me quedan muchos más. A todos ellos dedico esta modesta entrada. Pero parecen faltar cabezas que sepan liderar a tanta buena gente. Ese es nuestro dramático problema. 

Venceremos, dicen. Pues no. Es mentira porque no habrá derrota de ningún enemigo. ¿O es alguien un virus? ¿Es un enemigo un fragmento de RNA revestido de proteínas, que ni está vivo ni deja de estarlo? Seremos, ya lo estamos siendo, derrotados en mayor o menor grado, con muertes, sufrimiento, ansiedad, angustia, miedo, y el empobrecimiento que se avecina que dejará en la más absoluta miseria a muchos. Seremos derrotados por la ineptitud de preventivistas y politiquillos.

Después vendrán los rifirrafes políticos, ya más centrados en la cuestión económica brutal que se avecina. Y más tarde, el coronavirus será tan olvidado como cualquier otra epidemia. Y volveremos a presenciar brillos cientificistas, y las promesas fantásticas de vivir jóvenes hasta los 140 años, jugando con telómeros, o las transhumanistas, que son más simpáticas. 

La Historia, incluso la que hoy mismo se construye desde una actualidad dramática, se olvidará mañana, porque eso, la Historia, nunca se aprende, solo se repite.