En su Carta a los Corintios (1 Cor. 6, 19), San Pablo decía
que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, subrayando así la maldad de la
fornicación. El cuerpo como templo, sea de Dios o sea del alma, refleja el dualismo
con que el contexto helenístico impregnó la inicial secta cristiana haciendo de
ella una religión poderosa y del cuerpo un instrumento de purificación anímica
con vistas a lo eterno, algo muy distinto a lo que mostró Jesús, que comía y
bebía con pecadores (Mt 11, 19), que confiaba en Dios mirando a los lirios del
campo (Mt 6, 25-31) y que descartó la prudencia elemental que podría evitar su
muerte siendo joven. Quizá San Pablo no fuera tan cristiano como suele parecer.
O tal vez sí y no Jesús.
En un mundo que se ha ido haciendo desalmado, y ya con años
transcurridos desde el anuncio de Nietzsche, surge vigorosa la perspectiva del
cuerpo como algo sagrado; más incluso, aunque parezca paradójico, que su propia
vida.
Vivir, estar sano, supone gozar del cuerpo, con el cuerpo, pero
sin pensar en el cuerpo. Se suele decir que la salud es el silencio de los
órganos. No hay que pensar en el cuerpo porque él mismo “se piensa” y nos dice si ese “pensamiento” merece
nuestra atención; lo hace por medio de síntomas y signos. Un cólico, una
hematuria, una cefalea, una hemiparesia, un lunar que sangra… Es entonces
cuando el cuerpo indica que algo hay que hacer para restablecer la salud, para
curarse. Durante una larga historia, la Medicina ha ido tratando con toda la
semiología corporal, construyendo una nosología y tratando de explicarla desde
los conocimientos proporcionados por las ciencias de la naturaleza. Podría decirse que un médico es un intérprete
de esa semiología que el cuerpo muestra y que puede resaltar además con todos
sus sentidos (a la diabetes mellitus se le llama así por algo).
Ahora bien, esa semiología se ha enriquecido desde la mirada
instrumental. Los rayos X marcaron un hito al hacer el cuerpo transparente. La
mejora en la radiología (TAC) y la aplicación de otros fundamentos físicos como
el eco de ultrasonidos, la resonancia magnética nuclear, o los registros
eléctricos y magnéticos, se unió al análisis químico de líquidos corporales y
al morfológico de células y tejidos con la microscopía en todas sus variantes.
El gran avance médico se dio en tres órdenes: la higiene
elemental (recomendable la lectura de la curiosa tesis doctoral de Céline sobre
Semmelweis), más y mejores medicamentos y, sobre todo, un extraordinario avance
diagnóstico basado en mostrar una semiología oculta.
Pero en Medicina casi todo es un arma de doble filo. No hay
medicamento inocuo (a no ser que consideremos medicamentos los homeopáticos) y
la obsesión por la higiene puede segregar a personas potencialmente
contagiosas. Parecería que, por el contrario, un uso mayor de herramientas
diagnósticas sólo puede traer beneficios por diagnosticar más exactamente una
enfermedad o por “coger a tiempo” algo potencialmente letal. Pero no es así. Y
no lo es por dos motivos bien distintos. Por un lado, no todos los diagnósticos
son inocuos; algunos suponen un daño intrínseco asociado que habrá que tener en
cuenta: cualquier exploración con radiaciones ionizantes (radiografías, TACs,
gammagrafías) aumenta el riesgo de inducción de carcinogénesis. Pero, por otra
parte, el peor efecto de esa gran capacidad diagnóstica reside en que también
produce ruido. Cuanto más completo es un perfil analítico, más fácil será ver
al menos una alteración en un sujeto sano (probabilidad cuantificable como 1 –
0.95n, siendo n el número de análisis solicitados y considerando
anormal el que afecta a menos del 5% de la población sana), una alteración que
puede inducir a cascadas de inútiles procesos diagnósticos. También se expresa
el ruido en forma de falsos positivos
resultantes de técnicas de imagen.
La intervención diagnóstica instrumental, aun con sus
límites, riesgos y posibles falsos positivos, es bondadosa porque afina,
amplifica, revela datos mal definidos desde la primera impresión. Por ello, es
muy habitual que en cualquier consulta médica se solicite ese auxilio
instrumental, concebido como “pruebas complementarias”.
El problema real se da cuando lo complementario pasa a
priorizar en la clínica y cuando un cuerpo sano es sometido a una atención
instrumental para desvelar la posible semiología oculta, la que el propio
cuerpo no revela ni siquiera mínimamente. El cuerpo pasa a ser concebido como
máquina que precisa revisiones periódicas aunque funcione bien, prestando
atención a los dos grandes peligros que muchos quieren neutralizar: los
factores de riesgo vascular y un cáncer incipiente. El número de cribados
preventivos aumenta cada año, haciéndolo también su sensibilidad, mostrando
visible lo invisible y, al hacerlo, olvida lo viejo. Sucede que la historia
natural del cáncer es vieja e incompleta, viniendo de la mano de la anatomía
patológica clásica y de la casuística. Sin una historia natural moderna (hablar
de “medicina personalizada” con criterios genéticos es un tanto pueril), se
trata de conjurar la vieja mediante el cribado de alta sensibilidad. Pero
ocurre precisamente que el mayor poder de resolución factible con los actuales
sistemas de imagen puede crear una historia falsa: la del cáncer curado que
nunca habría que curar porque no se manifestaría como tal cáncer. Cabe también
la falacia de creer que gracias a un diagnóstico temprano se ha obtenido un
mayor tiempo de supervivencia cuando lo que se consigue muchas veces es simplemente
aumentar el tiempo de conocimiento (no de supervivencia) de la enfermedad por
haberla “cogido antes”. Por supuesto, hay efectos beneficiosos, vidas salvadas
gracias a esas intervenciones, pero ellos no debieran hacer olvidar que el “más
vale prevenir” puede ser la peor prevención en muchos casos.
Y es que cuando la mirada al cuerpo precisa de un
instrumento de visión (imagen médica, análisis, registros eléctricos…) puede
ocurrir que el mero miedo, cuando no el interés comercial del que mira (médicos
y, más generalmente, industria diagnóstica) induzca a que nos obsesionemos por
recordar que tenemos cuerpo, aunque éste esté callado y nos empeñemos en pensar
por él. Por eso parece una buena noticia la iniciativa de prudencia tomada al
inicio de esta década, conocida como “Choosing wisely” (
http://www.nejm.org/doi/full/10.1056/NEJMp1314965), y que viene
a ser una forma moderna de contemplar el “primum non nocere”, optando por
actuar en consonancia con la evidencia existente, evitar réplicas de pruebas minimizando
su riesgo y hacer sólo lo que realmente sea necesario. Dicho así, parece fácil,
pero no lo es en absoluto: supone un saber clínico sostenido por el estudio
constante. Implica también evitar incurrir en la protocolización excesiva, algo
que ya ocurrió con la corriente de la “Evidence Based Medicine”. Teniendo en
cuenta el papel que las sociedades científicas están tomando en esa “elección
prudente” y sus potenciales conflictos de interés, es muy pronto para saber
hasta qué punto logrará los objetivos propuestos. No es malo recordar que la relación
clínica, aunque implique a muchos, acaba siendo siempre de dos y que la vida se
vive… viviéndola, algo difícil, casi imposible, a veces.
https://www.youtube.com/watch?v=dvgZkm1xWPE