viernes, 22 de febrero de 2019

SEGREGACIÓN POR EDADES. Asilos y niñofobias.


“Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro
y a veces lloro sin querer”


(Rubén Darío) 

“Pero Jesús les dijo: Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos”. (Mt.19,14). 

He sabido de la existencia de la “niñofobia” por un excelente artículo publicado al respecto por el psicoanalista Manuel Fernández Blanco En él da cuenta de ese curioso contraste entre “el niño idealizado y el niño como molestia”. 

Es cierto que los niños son algunas veces molestos a otros, pero eso no ocurre porque sean niños, sino porque tienen padres inútiles, incapaces de educarlos mínimamente. Pero resulta que también le son molestos a algunos los recreos colegiales por el alboroto que en ellos se da, siendo así que un recreo colegial sin ruido sería, como indica Fernández Blanco, “una escena siniestra e inquietante”.

Hace años, por el supuesto bien de menores, había espectáculos en los que su entrada no se permitía; había películas “toleradas” y otras sólo permisibles para mayores de 18 años. Ahora, por el supuesto bien del adulto, hay hoteles "no tolerados"para niños. Son los “adult only” y abundan, habiéndolos lujosos, rurales, de todo tipo. 

No es permisible estar obligado a aguantar niños cuando uno está disfrutando de sus merecidas vacaciones o soportando las tareas de su vida cotidiana. En realidad, son más dóciles y manejables las mascotas y por eso no extraña que los perros sí sean más aceptables; a fin de cuentas, son otra especie, son objeto interesante, aunque reciban, como si sujetos fuesen, nombre propio, en tanto no sean sustituibles por un robot que no incordie con excreciones. En realidad, ya hay artefactos de pseudo-comunicación con nombres como “Alexa” o “Siri”, muy superiores a los ya olvidados Tamagochi. Mascotas sí, niños no, y así el censo de perros se dispara en comparación con el de niños.

No basta con decir que los niños molestan, porque más molestos son los jóvenes que hacen botellón en una calle y perturban el descanso de cuanto vecino haya en ella, con un horario que es un tanto más desajustado que el de los recreos colegiales (en donde, además, no suele haber alcohol). Pero ya se sabe, “juventud, divino tesoro”. Si se es joven, todo está permitido, porque ya suponemos que el mundo les pertenece (“Tomorrow belongs to me”, cantaba un joven rubio en la película “Cabaret”), aunque eso sea una gran mentira y abunden las depresiones precisamente cuando la vida “sonríe”.

Niños adorados, consentidos, malcriados …  y segregados. Curiosa y tristemente, hay espacios de segregación en donde los niños son “queridos” del peor modo. El escándalo de la pederastia masiva por parte de religiosos resquebraja la Iglesia católica y transforma creencias en estupores, traicionando lo bueno transmitido en dos mil años. El ámbito eclesial (colegios, seminarios, etc.), que debiera ser protector, ha resultado ser con demasiada frecuencia otro campo concentracionario que desprecia las palabras de Jesús: “Más le vale que le pongan una piedra de molino y sea arrojado al mar, que escandalizar a uno de estos pequeños” (Lc. 17, 2).  

En 2002, “The Boston Globe” publicó una investigación al respecto, de la que se hizo eco la película “Spotlight”. Sabemos que no fue algo aislado (y han pasado 17 años de ese reportaje). La frecuencia tan escandalosa de la pederastia llega casi a aproximar aquí la probabilidad como frecuencia al límite y a justificar así una terrible pregunta, aunque no se formule directamente: “Padre, ¿es o ha sido Vd. pederasta?” Curioso que un pederasta sea llamado “padre”. Mucha tarea le queda al papa Francisco en estos días para impedir que, en el futuro, el término “cura”, procedente de algo hermoso, “cura animarum”, alcance la sinonimia con una perversión abominable. Y la Iglesia católica no es precisamente un caso aislado en esta barbarie. 

Todo lo peor es factible desde el desprecio ético que incluye la objetivación, la reificación del sujeto. No bastará con exhortaciones papales, por duras que lleguen a ser. Sólo saberse dependiente de la “polis” como ciudadano en relación con otros también ciudadanos, sea uno carpintero, ingeniero o cura, sometido a su ley y no a la de un estado teocrático, de una ONG o de una secta, podrá frenar o paliar la acción criminal. 

Si los niños se segregan, los viejos no iban a ser menos, a no ser que enmascaren su triste situación con medidas “anti-aging” exigibles a la fosilización juvenil. Los viejos, los de verdad, siguen molestando, por ser una carga a cuidar y por recordar que, si uno no se muere antes, llegará a tan triste situación. No es agradable comer con un viejo que se baba, que no para de temblar al beber o que dice sandeces; mejor ingresarlo, segregarlo. 

El viejo sólo es admisible como consumidor, y sobran los estúpidos anuncios de una vejez dorada, tanto como rara, en la que felices parejas de los que han entrado en la “tercera edad” viajan en un crucero, disfrutan de la viagra, o saltan en el jardín con sus nietos, gracias a suplementos de calcio, magnesio o plantas diversas. Todo es permisible mientras gasten gastándose. Ya los concentrarán a todos ellos si no se mueren antes. Han olvidado que los sistemas sanitarios se centran en la edad laboral (una mujer, por ejemplo, puede tener cáncer de mama tras los 70 años, pero ya no será “cribada” por su edad).

Quizá estemos ante dos extremos que, siendo tan diferentes, perturban el ideal de la sana juventud, con sus moderadas sonrisas, con alguna exageración quizá (un poco de cocaína, bastante alcohol o algo que suba la adrenalina de vez en cuando, incluyendo selfies merecedores de premios Darwin), con su atractivo sexual, con sus tersos rostros y con esas proporciones anatómicas ideales para una reproducción a la que no consentirán, haciendo caer la natalidad en una Europa que se cierra a la inmigración. ¿Por qué aguantar que un niño altere su paz y recuerde, con su mera presencia, que esa etapa supuestamente feliz ya pasó en el río de la vida, que se pretende más bien que sea un lago perenne de vida estimulante?

¿Por qué soportar a un anciano que recuerda ese futuro indeseado?

En cierto modo, subyace el deseo expresado en la película Cocoon  de una juventud eterna por estática.

El término “guardería” es inadecuado por ser inexacto (propiamente, se guardan cosas, no personas) e incompleto, pues guarderías son también las escasas residencias geriátricas públicas, las carísimas privadas y los asilos derivados de esa caridad católica tan poco caritativa tantas veces, tan aparentemente sádica algunas, tan dudosamente cristiana en frecuentes casos. Privadas, públicas o caritativas, las residencias geriátricas acaban siendo guarderías en sentido literal porque guardan al objeto incordiante, despojado de su ser, consentido en su torpe recuerdo subjetivo que ya nada aporta. 

La segregación racial contempló campos de concentración. Ahora esos campos, los que no miran razas sino edades, son mucho más “light”; en ellos se da de comer, se ayuda en la higiene, se facilita la medicación, la gente no queda indefensa (en general) ante sus enfermedades (quizá no fuera lo peor en determinados casos), pero no dejan de ser pequeños “Konzentrationslager” dispersos, “personalizados” por tres grados de dependencia, pero Kl, a fin de cuentas, en los que, en vez de extenuantes trabajos forzados, se obliga a infantiloides actividades manuales, con ayuda de “coachers”, para prevenir o tratar demencias y mantener las articulaciones.

Hay gente que no quiere recordar la infancia ni oír hablar de la vejez, y ver niños y viejos recuerda que, a pesar del delirio transhumanista, que pretende una juventud eterna que paralice la Historia, envejeceremos, nos haremos con mucha probabilidad enfermos, decrépitos y dependientes antes de morir, a no ser que ese acontecimiento tan poco recordado, la muerte, acontezca antes.

Y quién sabe, tal vez entonces uno sea asistido espiritualmente con la confianza de que la eficacia sacramental se da “ex opere operato” y no “ex opere operantis” (la Iglesia siempre fue sabia), por lo que sobraría cualquier sospecha sobre la posible pederastia o cualquier otro pecado por parte de quien ayuda a un viejo a morir.




lunes, 18 de febrero de 2019

PSICOANÁLISIS. Lo inconsciente y el cerebro… ¿Nada en común?






En julio de este año, Bruselas acogerá la celebración del 5º Congreso Europeo de Psicoanálisis, PIPOL 9, con el llamativo título: “EL INCONSCIENTE Y EL CEREBRO, NADA EN COMÚN”. 

Es un enunciado que induce, sin duda, a pensar los grandes interrogantes, aunque como postulado se plantee.

Ante la deriva cientificista actual, ante la reificación que implica, es bueno resaltar lo que nos hace humanos, es bueno recordarnos como seres libres y, a la vez, determinados … por nosotros mismos, por eso que nos es inconsciente. Libres, no obstante, a pesar de todo y, por ello, responsables. 

No somos el efecto de una cadena de estímulos – respuestas. Somos algo más. ¿Qué? Nosotros, de uno en uno y con todos, sabiéndonos y, sobre todo, desconociéndonos, aventurándonos a preguntar y a saber de nuestra ignorancia.

No somos el fruto directo de una constitución cerebral. Ni siquiera puede afirmarse que lo seamos de un cerebro con capacidad de remodelación plástica.

La ingenuidad reducccionista es patente cuando se consideran el enamoramiento, la depresión, la angustia, la alegría o cualquier síntoma, en general, como el resultado de un balance sináptico de neurotransmisores o como la consecuencia de unos genes o de sus modificaciones epigenéticas.  Reducción neural, reducción genética, reducción a un software entendible a la larga, mediante los grandes proyectos de “fuerza bruta” (BRAIN, Human Brain Project…), como resultado de un hardware genético y sináptico, de un conectoma reducible a una secuencia de bases o, lo que es lo mismo, de bits.

Somos porque soy, eres, es, y porque eso es permitido por el lenguaje que nos permea desde que nos vamos constituyendo. Somos singulares y hablantes y esa subjetividad extraordinaria hace de cada uno de nosotros un ser inigualable, especial, irrepetible, en la historia del mundo, por más que podamos parecernos unos a otros. Somos cada uno disfrutando paradójicamente en lo que puede resultar extraño, recreándonos en el síntoma, gozando con lo que nos hace sufrir. Somos, sin duda, extraños.

Ahora bien, ¿nada en común entre lo inconsciente y el cerebro? Parece difícil asumir tal axioma porque, si lo hacemos de modo coherente, si no hay nada en común, incurrimos claramente en un dualismo, y poco importa que le llamemos cuerpo-alma, cuerpo-mente, cerebro-inconsciente o como queramos. Y el dualismo es algo respetable, sin duda (dos mil años de cristianismo ajeno a la postura bíblica lo han mantenido), pero ¿es necesario? ¿No bastaría con aceptar la posibilidad emergentista que hace del cerebro causa necesaria, aunque no sea suficiente, a la hora de configurarnos como seres conscientes y, sobre todo, como inconscientes?

Nadie es reducible a un amasijo neurológico, pero ni debemos renegar del pasado ni cerrarnos al futuro. Un hallazgo que no fue fruto del ataque racional sino del empirismo más vulgar nos proporcionó los neurolépticos y eso cambió la Psiquiatría de modo radical. El litio estabiliza a muchos pacientes evitando las dramáticas oscilaciones de la psicosis maníaco-depresiva. Los ansiolíticos son un paliativo ante la angustia insoportable. ¿Qué nos deparará la Ciencia? Es de esperar que grandes cosas, a pesar de las infantiloides interpretaciones cientificistas. No es impensable que conocer mejor el cerebro pueda facilitarnos la vida. 

Creo recordar que, en su biografía de Freud, Peter Gay nos dijo que el fundador del psicoanálisis admitía la posibilidad de superación farmacológica. Sabemos que Freud procedía del positivismo y que su honestidad le hizo llegar al psicoanálisis. Podemos decirlo al revés: llegó al psicoanálisis desde la ciencia, aunque el psicoanálisis no sea una ciencia.

Estoy convencido de que el psicoanálisis, especialmente en su versión lacaniana, saldrá reforzado de un encuentro como el previsto, precisamente porque asumo que el título de ese Congreso responde al exceso cientificista a neutralizar desde la sensatez, a un exceso que debe ser combatido desde la opción clínica humanista. A pesar de ello, quizá sea un tanto exagerado establecer una dicotomía radical, aunque no se pretenda en sentido literal. 

El psicoanálisis ha iluminado nuestra posición en el cosmos; desde su óptica, no sólo somos polvo estelar. Ahora bien, es perfectamente plausible que el psicoanálisis sea reforzado con el avance neurocientífico y que así el cerebro y lo inconsciente, con todos los matices necesarios y que serán cuantiosos, tengan en realidad mucho en común, aunque se enmarquen en distintos discursos. Las perspectivas neurobiológica y psicoanalítica no tienen por qué seguir derroteros incompatibles a perpetuidad. 








viernes, 8 de febrero de 2019

El feliz descamisado.




“Te preocupas y agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola”. (Lc.10, 41-42).

Hay quien se recrea en la mentira de la felicidad supuesta en ricos y famosos. Y la envidia, un tanto frecuente en nuestro país, no se conforma con personajes de televisión; también los de al lado, muchos que "no lo merecen", parecen felices. En general, siempre son los otros los agraciados por ese estado de felicidad. 

¿Cómo se consigue? Crecen los anaqueles de libros de autoayuda que nos informan al respecto. No parece difícil y, sin embargo, algo tan supuestamente natural se nos vende como manual de instrucciones, al lado de otros libros sobre cocina o yoga. Libros de Seligman, Punset, Fuster, al lado de ricos testimonios vitales de gente feliz y luchadora (incluyendo los que “luchan” contra el cáncer) nos ayudarán a ser felices y, de paso, eficientes. 

Es conocido el breve cuento de Tolstoi sobre “La camisa del hombre feliz”. Y sabida es la conclusión; la felicidad, que muchos dicen que existe, no es transferible; el hombre feliz no tenía camisa con la que poder pasarle al poderoso zar un remedio para su melancolía.

No se “tiene” algo que proporcione felicidad, sean camisa, dinero, fama o genes. Simplemente, sólo a veces se percibe la felicidad, se instala brevemente uno en ella, como cuando se enamora. Y después se evapora.

Cuando la vida sonríe, el sonreído puede, sin embargo, precipitarse en el abismo de la depresión e incluso suicidarse. Si lo tenía todo…, se dirá ante su féretro. Pues claro, por eso está ahí, por no soportarlo.

Desde la percepción trágica, uno puede, si no es capaz de asumirla, acudir al médico, y entrará en un apartado del DSM III, del IV o del que venga. Se le tratará con psicofármacos para que sus espacios sinápticos se den cuenta de que no hay motivo para la depleción amínica asociada al hundimiento anímico.

El caso es que, como con el cuento de la camisa, hay que buscar eso que no se tiene, incluyendo neurotransmisores o aspectos no materiales. Quizá no se tenga sueño suficiente, o haya falta de ejercicio, o ausencia de recogimiento o haya que cambiar una relación tóxica por otra condescendiente. La ausencia de felicidad se asocia así a la ausencia de algo. La camisa, que reviste el cuerpo, es un buen símbolo para esa carencia, para esa falta de trabajo, de salud, de amor, de reconocimiento, de todo lo que parece necesario.

Y sí. Hay condiciones necesarias, pero nunca tanto como se cree y, sobre todo, nunca suficientes. No las hay porque la falta real es la que atañe al ser. Se está en falta con, en, uno mismo y, si eso se reconoce, la necesidad de felicidad pasa a ser considerada como lo que es, algo fugaz, interesante, gozoso, pero no un fin en sí mismo. No estamos aquí para obtener una camisa de felicidad.

Schöner Götterfunken”. Eso es la alegría de Schiller y Beethoven, un bello fogonazo divino.  Fugaz y, a la vez, señal de que con eso basta, con ese breve instante en que el relámpago amoroso ilumina el mundo y nos recuerda que estamos vivos. Anuncio de algo singular, atemporal, cósmico y eterno, soplo divino. Alegría, hija del Elíseo.

No cabe hablar de felicidad, pero sí de ser feliz, porque la felicidad nunca se tiene más que en instantes. Ser feliz no excluye la tragedia de la vida y es, con todas las consecuencias, la asunción de estar en el mundo, de ser parte esencial de él, aunque sea soportando lo más terrible. Abundan ejemplos heroicos de esa perspectiva. 

Quizá no quepa mejor expresión que la de Bertrand Russel: “El hombre feliz es el que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”.

Se trata de eso, de sabernos partícipes en el Misterio, en esa corriente de la vida a la que entramos un día y de la que saldremos otro, sin que importe demasiado cuánto tiempo estemos en ella. Y por eso no cabe buscar una felicidad racional, pues sólo puede aproximarla la imagen mítica. Y por eso no nos satisfará la Medicina, porque Hygeia, ya nos lo mostró Klimt, es ajena al río de la vida en el que podemos participar como seres libres, a pesar de todos los pesares, como seres que aman a pesar de odios, como portadores de sentido en el sinsentido de la Historia.




viernes, 25 de enero de 2019

PSICOANÁLISIS. "Freud. Un despertar de la humanidad"



Ayer tuve el placentero honor de participar en la presentación de un magnífico libro de Vilma Coccoz, organizado por la Biblioteca de Orientación Lacaniana de A Coruña y que tuvo lugar en la librería Lume de mi ciudad.

Se trata de un libro sobre ese nuevo despertar que propició Freud, quien partió de otros previos, el filosófico y el científico, en los que se apoyó, para darnos cuenta de lo que nos resulta más extraño, más inaccesible y, a la vez, determinante, lo inconsciente. Con Copérnico dejamos de considerarnos el ombligo del Universo. Darwin mostró la importancia creadora de lo contingente (Stephen Gould lo ilustró crudamente diciendo que sólo somos una ramita del árbol de la evolución). Y Freud, mostrando el poder de lo que de nosotros mismos desconocemos, permitió el acceso realista, aunque limitado, al viejo mandato délfico.

El libro no es una biografía de Freud, como lo fue la de Peter Gay. Es más bien una lectura personal de Freud, sostenida por un gran trabajo clínico y reflexivo. Empezando por “La interpretación de los sueños”, vamos viendo cómo los casos más conocidos de Freud son retomados por la autora, Vilma Coccoz, bajo una luz lacaniana que muestra los felices hallazgos, pero también las dificultades con que se fue encontrando Freud en esa interacción entre una clínica y una teoría que fue construyendo y modificando a la par.

Ante eso estamos aquí, ante un Freud retomado y mejorado, mostrándonos la autora cómo eso ha sido no sólo posible sino necesario. 

Aunque no es una biografía de Freud, lo sitúa, recordándonos que ha sido uno de los grandes hombres de la Historia. Muestra su actualidad releyéndolo, repensando, reanalizando sus casos más conocidos.

No sólo se refiere al Freud que murió en 1939. Muestra la vigencia de su vasta obra, a la que ha contribuido de un modo especialísimo su gran lector Lacan y la vitalidad de la escuela lacaniana. Obras como ésta sugieren fuertemente que el psicoanálisis no es cosa del pasado, sino actual y floreciente, facilitador del entendimiento, no sólo de los analizantes, sino de la sociedad en la que estamos inmersos. Si en su día Einstein se dirigió a Freud con la pregunta sobre la guerra, esa y otras muchas cuestiones, bastantes de ellas novedosas por el avance tecnológico, requieren también de la reflexión analítica.

El mundo requiere de esa mirada, que siempre será singular, pero, precisamente por ello, si aceptamos la afirmación aristotélica, también implicará la posibilidad política y la acción ética.

Un libro así es especialmente oportuno en un tiempo en el que se traiciona al conocimiento y se ataca a la libertad. Un lamentable modo de concebir la Ciencia, facilita su adoración como si de un nuevo dios se tratara. Abundan los nuevos sacerdotes en forma de comités de expertos que no tienen el menor rubor en criticar desde la ignorancia lo que perciben que no es ciencia. Y bien es cierto que el Psicoanálisis no lo es, pero tampoco lo es la Medicina. Estamos viviendo algo muy parecido a una deriva inquisitorial en nuestro propio país, que, en vez de fomentar la educación humanística y científica, intenta neutralizar libertades y asfixiar la crítica que el conocimiento requiere.

En nombre de la ciencia, no sólo el psicoanálisis es o será perseguido; en nombre de la ciencia, la ciencia misma es atacada al reducirla a productividad bibliométrica y a una financiación exclusiva de líneas “productivas”, cercenando el afán de saber que implica la curiosidad y el amor al conocimiento por el conocimiento mismo.

Las perspectivas simplistas conducen a lo peor. La autora contrastó claramente en su intervención la apertura de Freud a la mujer (con casos señalados de analistas como los de Lou Andreas Salomé y Sabina Spielrein), algo proseguido en la actualidad, en la que hay muchas mujeres psicoanalistas, con un feminismo militante que torna en neopuritanismo ortodoxo que puede acoger como normativo en su seno lo peor de la posición masculina.

El síntoma puede ser el desencadenante del psicoanálisis personal, que no se enfocará hacia su anulación en un "furor sanandi", sino que, desde la interpretación a la que el malestar convoca, facilitará ese conocimiento amoroso del mundo y de nosotros mismos, de uno en uno, que puede permitir que la vida prevalezca sobre ese demonio que llevamos incrustado y al que conocemos, también desde Freud, como pulsión de muerte.


sábado, 19 de enero de 2019

PSICOANÁLISIS. "El caso Anne"



”El psicoanálisis es para el filósofo el aliado más fiable a favor de la tesis de lo inolvidable”. Paul Ricoeur” (en “La memoria, la historia, el olvido”).

“Anne pudo acariciar su rostro, mirar aquellos ojos que habían visto el fin de la humanidad, testigos directos del naufragio definitivo de cualquier esperanza”. Gustavo Dessal (en “El caso Anne”)




"El caso Anne” (“Survivig Anne” en versión inglesa) es un libro maravilloso. Lo es en el sentido del medievalista Jacques Le Goff (“Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval”), que lo relaciona con los “mirabilia”, que tienen una raíz, “mir”, que implica algo visual. Dice Le Goff que “se trata de una mirada”.

Pues bien, la maravilla del libro de Dessal reside precisamente ahí, en la mirada a la que nos conduce, de un modo natural, sencillo, excelente. 

Esa es su gran diferencia con otras obras. Lo maravilloso aquí reside en la dirección de la mirada a ese acto de amor que es un psicoanálisis, una laboriosa y lenta tarea que puede facilitarnos el hacer algo más auténtico con la propia vida, porque partimos, con el autor, de que “la única dignidad de las personas reside en su drama, en el hecho de que la existencia es siempre un proyecto fallido, un encuentro truncado, un deseo irrealizado”. Lejos quedan las insensateces de adiestramientos conductistas y las baratas e imposibles felicidades de las psicologías positivas y mindfulness de empresa o caseros.

Sólo un gran escritor como Gustavo Dessal puede construir una narrativa que apasiona desde el primer momento, sugiriéndonos con gran claridad, no exenta de rigor, lo que es un psicoanálisis y, más concretamente, un psicoanálisis lacaniano. 

Pero no es menos cierto que sólo un gran psicoanalista podría escribir algo así. Tan feliz conjunción de ser escritor y psicoanalista facilita la mirada del narrador, contagiando a su vez a la nuestra. 

Pero Gustavo Dessal va más allá al narrar unas historias entretejidas. Se ancla en la Historia misma, parte de ahí, de ese lugar común que nunca se aprende y siempre se repite. De eso que tan bien nos han descrito autores como Hobswam, Judt, Fontana, Beevor, Mazower… La Historia escrita, descrita, “explicada”, nos dibuja el contexto en el que muchos nacen, viven y mueren. Pero ha de tenerse siempre en cuenta que eso implica a un sumatorio de lo distinto, de las vivencias singulares, que ya no son, como tales, meras consecuencias de la Historia, sino esencialmente memorias irrepetibles inconscientes y conscientes a la vez, también memorias con frecuencia culpables por el hecho de existir, por la contingencia de haber sobrevivido a la muerte anunciada. Es tan interesante como llamativo y cierto que en el libro el mal se le atribuya a los alemanes y no a los nazis (aunque hubiera alemanes no nazis, aunque hubiera alemanes judíos). No es exageración, sino mera constatación de la "normalidad" germánica de aquella época que tan claramente denunció Goldhagen.

Y Gustavo Dessal parte de ahí (por eso el título de la versión inglesa parece más acertado).  Su narración surge de los efectos en una persona de algo lejano a ella, pero no tanto como para que no le afecte, para que no la vuelva loca. Y ahí volverá, a ese horror, mezcla de historia y locura, pero de otra manera. Ese es el gran valor del psicoanálisis, facilitar que el amor sobreviva incluso en supervivientes, hacer que el perdón, como olvido (no es contemplable otro perdón), sea factible.  

Lo cuantitativo cede, en este libro, a lo cualitativo, como la narración de los historiadores (no son citados ni falta que hace) cede a la memoria personal. 

Pocos libros hay que merezcan ser leídos y releídos. Éste es, para mí, uno de ellos. Podría incluir en mi lista personal unos cuatro o cinco más. 

A veces se dice que quien pruebe, vea o lea algo, no será defraudado. No es el caso. El libro defraudará más de lo que satisfará. Defraudará a quien espere un relato agradable, interesante, un "thriller", un divertimento, y más aún a quien persiga una cierta respuesta a sus problemas vitales. Satisfará sólo a quien tenga la humildad de reconocerse como ser impropio en el sentido de Heidegger (quien sí que defraudó pero de un modo absolutamente vulgar y acomodaticio). Satisfará algo a quien vea que la cura, considerada como cuidado, es complicada, que no se dará con simplezas, sino que quizá, sólo quizá, sea posible en un encuentro con uno mismo mediado por otro a quien se le supone un saber sobre el alma.

El Psicoanálisis, tan lejano a la Ciencia, necesita, sin embargo, como ésta, de una buena difusión que aparque cualquier resto "biblicista". Este libro es ejemplar al respecto. Los grandes hitos han de superarse en todos los campos del saber, que lo es cuando reconoce su propia carencia o quietud. Einstein fue maxwelliano y newtoniano, pero fue más allá. Nos basta con Newton para enviar una sonda a Júpiter, pero precisamos a Einstein para buscar un restaurante próximo. Y la Física no se conformará con Einstein ni con Planck, por genios que sean. Es imaginable que Freud y Lacan siguen y seguirán siendo vigentes, pero quizá se les haga un flaco favor si son perpetuados sólo como "libro" a aplicar y no como impulso para ir más allá, aunque parezca impensable a corto plazo. Esa efervescencia de novedad, que acoge el efecto tecnológico (brillante en "El caso Anne", con su "bebé" japonés) es perceptible ya afortunadamente en apariencia.

El tiempo dirá. Casi al final, Freud le concedió más importancia al capullo de una flor que a todo lo demás. Tal vez ahí, en esa espera de belleza, que lo es del saber real, resida la mejor posición.

sábado, 12 de enero de 2019

LA MIRADA. Cuando la fotografía llega al alma.


Hace ya muchos años que la fotografía se ha instalado en nuestras vidas. Fotos familiares, de niños, de recién casados, de novios, de abuelos... Fotos en blanco y negro, amarillentas, fotos en color. Negativos impactantes en una maleta mexicana... Y fotógrafos, máquinas de fotos, reflex, automáticas, de bolsillo... Fotos de y fotos para. De padres, de amigos, de paisajes. Para el DNI, para el recuerdo, para decir que uno estuvo allí, fuera donde fuera, como si importara, fotos testimoniales.

Ya se sabe, una foto vale más que mil palabras, algo que muchas veces es mentira, porque el parloteo excesivo puede llegar a asfixiar la verdad pixelada; a pesar de las imágenes que muestran a judíos fregando las calles de la culta, de la romántica Varsovia, sigue y seguirá habiendo negacionistas, todos esos que confirmarán otra vez que la Historia nunca se aprende y sólo se repite. El otro, el gran enemigo, seguirá siendo fotografiado y negado.

Desde los álbumes de fotos familares hasta los “gigas” o “teras” de imágenes obtenidas con móviles y captadas para no ser vistas nunca, el milagro fotoquímico persiste mejorado, electrónico. La fotografía permanece más allá de otras aventuras tecnológicas. Hasta los videos, como los CDs, parecen haber pasado a la historia tras una vida breve.
Una pintura puede determinar una vocación. Una foto puede retomar el instante eterno.


Estos días hay una exposición en mi ciudad, en A Coruña. Se trata de una colección de fotos de Pepe Ventureira. Ayer fue inaugurada en "El Club Financiero", que suele acoger exposiciones muy interesantes.

Fue presentada por un amigo común, profesor de Filosofía, Freire Leira, con hermosas y exactas palabras que aludían a lo que tal exposición suscita: belleza y nostalgia. 
En esas imágenes se percibe algo original, singular, sustentado por una amorosa y elaborada técnica que las hace posibles. Se trata de una mirada que facilita a su vez la mirada de cada uno. Una mirada que lo es al instante eterno, plasmado en nebulosa, pues no se intenta una métrica, un isomorfismo entre lo real (¿qué será lo real?) y un negativo fotográfico, sino que parece atenderse a la pura evocación que, como tal, es necesariamente indefinida. Indefinida y persistente, algo que mueve y conmueve.

Parece que la imagen directa lo diría todo, sea de conexiones neuronales, de dibujos paleolíticos o de un rascacielos. Ah, la imagen... Estamos inundados de imágenes y de promesas salvíficas asociadas a ellas. El conectoma, por ejemplo, parece incurrir en la tentación de la verdad manifiesta, pero la verdad se aleja siempre, especialmente en lo que apunta al alma, que requiere algo más, algo que hace confundir lo aparentemente real de la foto con lo simbólico de la pintura. 

“La ciudad” es una exposición de una selección de fotos de eso, de la ciudad, de la polis, que es el propio Estado al que uno realmente pertenece, cada vez más alejada del ámbito acogedor. En este caso, se trata de la ciudad del autor, que es también la mía, la de quienes aquí habitamos. 

Calles, barrios, monumentos, paseos modernos, alguna persona aislada de quien no sabemos nada… hacen reverberar algo en nosotros, en cada uno, de uno en uno, porque cada foto remite a fin de cuentas a un impacto singular que presiona e impresiona. Los cielos foto-grafiados, sublimes, resuenan con la pintura de Turner, algo a lo que también se refirió en su presentación el profesor Freire.

Las imágenes mostradas no son sólo de recuerdos, sino de presencias, de permanencias. No son sólo para evocar, sino para vivir mejor la propia vida, sabiendo que cada rincón, cada día, son perennes porque nos han pertenecido y, a la vez, aunque parezca paradójico, dinámicos, vitales, porque nos siguen y seguirán perteneciendo... aunque no estén, incluso aunque no estemos.

Esas fotos nos recuerdan, a fin de cuentas, que vivimos, y este término, en lengua castellana, corresponde tanto al pasado como al presente de eso, de la vida. Desde esa perspectiva será posible un futuro mejor, que pasa necesariamente por lo que está a mano, por cada entorno, por cada ciudad. 

Es implícita la alusión a Hölderlin ("poéticamente habita el hombre en esta tierra").  Y desde esa concepción poética, poiética, la colección es tan íntima para los que aquí vivimos como universal por extrapolable a cualquier lugar, a cualquier tiempo. ¿Qué es eso, el tiempo, a fin de cuentas, sino un posible correlato con algo más profundo, como nos dice Smolin?

Creo que Dostoievski dijo que la belleza salvaría al mundo o algo así. Y es verdad, aunque todas las apariencias lo contradigan, porque la belleza nos aproxima a la verdad, si es que no es lo mismo como aseguraba Keats. En medio del oscurantismo que acecha, recobrar el sentido de la mirada desde la contemplación de fotos como las de Ventureira, alienta el optimismo realista que supone ser radicalmente humanos.

jueves, 27 de diciembre de 2018

PSICOANÁLISIS. El koan, la parábola y la clínica.




“Quien tenga oídos para oír, que oiga” (Mc. 4,9).

No resulta fácil entender lo que, para otros, pocos en general, es evidente. Se precisa de un sentido especial que requiere un proceso previo de preparación, el que facilita que los oídos y los ojos oigan y vean de verdad. Esto es algo muy claro en el ámbito de la Ciencia, pero se da también en el de la vida. 

Se alude a eso en el evangelio más antiguo, el de Marcos. Sabemos que Jesús hablaba en parábolas. No es una cuestión que sólo haya ocurrido en el cristianismo. El zen se caracteriza también por el enfrentamiento con los koan. 

Tratar con lo extraño, con lo absurdo, dar rodeos, parece ser el único modo de empezar a pensar y, sobre todo, sentir, de un modo distinto, la única forma de oír, de darse cuenta de lo que se está escuchando fuera y dentro, algo que sólo ocurre cuando se ha logrado tener el oído que realmente oye.

Y eso, que sucede con el cristianismo o con el zen, parece ser también marca del psicoanálisis, una marca que puede hacer que parezca tan extraño a quien sea ajeno al encuentro analítico. 

Ni el psicoanálisis ni los textos sagrados ni los koan son recetas para curar el alma ni para aliviar síntomas; la cura que pueda darse tiene que ver más con el cuidado del alma y el tiempo preciso que requiere. No estamos ante un objeto de la Ciencia. Ahora bien, las tres aproximaciones, tan distintas, nos confrontan ante lo que François Cheng llamó “la intuición del Tao” y “el mandato del Cielo”. Se trata de eso, de la vía y de la vida.

Hay una hermosa parábola evangélica que lo muestra. Es de la de los talentos. Está descrita en el evangelio de Mateo (Mt. 25,14-30) y es bien conocida; un hombre deja que tres siervos suyos administren su dinero por un tiempo; a uno le da cinco talentos, a otro dos y a otro uno. Los dos primeros juegan con la riqueza a administrar y la duplican, mientras que el último teme perderla y entierra el talento, con consecuencias que serán nefastas para él. 

Suele interpretarse este relato pensando que cada cual ha de corresponder de un modo proporcional, aritmético, a sus posibilidades (también llamadas, como las monedas, talentos), pero no es exactamente así. La mirada va más allá y atiende a lo que se hace mal, a la ocultación de la posibilidad, a la represión sostenida. 

El papa Francisco, de quien sabemos que tuvo relación con el psicoanálisis, lo supo manifestar de un modo excelente, diciendo que “el pozo cavado en el terreno por el «servidor malo y perezoso» indica el temor del riesgo que bloquea la creatividad y la fecundidad del amor. Porque el miedo de los riesgos en el amor nos bloquea”.

Estamos ante el miedo al amor y a la vida, que demasiadas veces se disfrazan de síntomas psíquicos o somáticos. La vida angustia y el síntoma palía esa angustia, por molesto y perturbador que sea. El psicoanálisis puede ser un catalizador (aunque se le critique el tiempo que precisa), en comparación con una larga vía de catarsis y progreso espiritual, muchas veces fracasada, para la gran apertura al Ser, la que se da al amor que libera y a la vida que esa libertad hace posible, una libertad que no tiene por qué ser dichosa, que crea temor, pero que es lo más valioso alcanzable porque nos permite aceptar, acoger el propio destino amoroso a que estamos llamados.

sábado, 22 de diciembre de 2018

Navidad. El retorno de lo posible.





“Pero en su alma entraba a raudales la luz, e inaudible llenaba la estancia la música del Cosmos”. Stefan Zweig. “La resurrección de Händel”.

 ¿Por qué celebramos la Navidad? Quizá la mejor respuesta sea la más simple; porque sí. Sería lo que dijera un niño, aunque lo adornara en el contexto de un relato oído en su casa o en la escuela.

Es un día más, se dice con frecuencia, desde la nostalgia por ausencias o desde el hastío de toda la parafernalia comercial, pero no es menos cierto que es un día especial y no otro más.

La pregunta ¿Por qué la celebramos? sólo es formulada por mayores, desde la pérdida de la inocencia infantil en la que era creíble también el gran milagro posterior, el de los reyes magos. 

Sólo los mayores podemos preguntar por qué hemos de cargar con esa nostalgia de tiempos pasados que, esa noche sí, son percibidos como mejores.

Ya se sabe lo que se dice. Siempre se celebró algo así, relacionado con el tiempo cíclico. El solsticio de invierno anuncia la victoria solar. Pero, ¿a quién le importa ahora el dichoso solsticio? 

Se podrá decir que se celebra, por los cristianos, el nacimiento de su gran referencia, Jesús de Nazaret, que, a pesar de eso, de ser de Nazaret como parece, había de nacer en Belén para que casaran bien las cosas con el relato mítico. Los evangelistas Mateo y Lucas no coinciden precisamente en muchas cosas y son los únicos que se refieren a ese nacimiento.

Pero el relato evangélico, incrustado necesariamente en la tradición judía, de la que se hizo herejía, anuncia algo milagroso y cotidiano: la vida.

Y, a la vez, muestra la gran realidad de lo celebrado, el desvalimiento (“…Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento”. Lc. 2,7). Hubo ahí todo lo contrario a lo que se aspira o lo que se cree percibir del propio pasado: ni grandes familias, ni familias normales (una mujer que, receptiva al ángel, acoge el Espíritu, un padre que no lo es y un niño que habría de ser referencial tras una vida más bien corta y extraña). 

Y hubo soledad. Esa es la navidad para mucha gente. Demasiados niños nacen aquí y ahora y seguirán naciendo en condiciones infrahumanas. Demasiadas personas apagarán la televisión para evitar el contraste con su soledad; otras la dejarán para que les haga la única compañía posible.

Para el cristianismo, es el mismísimo Dios el que se encarna en un niño en un momento dado de la Historia. Eso, tantas veces repetido, creído o no, remite a lo simbólico, al Misterio, que requiere renunciar a lo que no puede ser dicho. Basta el silencio.

La navidad, natividad, es nacimiento y, en la narración evangélica, implica la relación con la posibilidad de renacer, de volver a nacer incluso siendo viejo, cosa que le parecía imposible a Nicodemo (Jn.3,4).

La narración evangélica de la Navidad no es un relato histórico, pero sí un texto hermoso porque apunta a la radicalidad humana, a su desvalimiento, al misterio de la vida y a la gran posibilidad de un cambio, de un renacer que no tiene en cuenta los años vividos. Es por eso que el “Cuento de Navidad” de Dickens es excelente y sostiene la necesidad de celebrar lo que el viejo Ebenezer Scrooge detestaba (y en eso simpatizamos con él). Demasiadas veces la gran posibilidad se oculta y es preciso que aparezcan fantasmas para caer en la cuenta de lo que es importante. El cuento de Dickens no es propiamente para niños, sino una llamada a los que somos adultos, un recuerdo de la gran posibilidad de cambio, para el que no hay edades, ni siquiera cuando se está próximo a la muerte. 

Ni Nicodemo, “maestro de Israel”, ni Scrooge, entendían que vivir es mucho más que durar y hacer lo correcto. Dickens alude a un viejo acontecimiento de hace dos mil años que induce a ver, a verse, a ver – ser. 

Al final, la Navidad supone la posibilidad del retorno a casa y no a la de ahora o la de antes, no a la que fue ni a la que es, sino a la más propia, la que nos une por un momento, aunque ni casa haya, aunque seamos forzados enemigos, como ocurrió en la Gran Guerra, la que nos alienta cuando la decisión trágica se ha tomado, como se nos muestra en la excelente película “De dioses y hombres”. Basta con compartir vino en buena compañía, de unión de soledades, con el fondo de un fragmento musical, en la que es suficiente algún cruce de miradas para comprender que sólo la coherencia, aunque parezca locura, es asumible desde el honor, desde la grandeza que supone ser humano.



sábado, 1 de diciembre de 2018

MEDICINA. Ensayos clínicos. Altruismo, redes sociales y comercio.





Hace ya tiempo que la Medicina dejó de aplicar terapias como resultado de observaciones de ensayo y error.

En general, los medicamentos disponibles resultan de la purificación de productos naturales o de su síntesis. De la corteza del sauce, del hongo Penicillium, de la digital, del árbol del tejo, acabaron surgiendo fármacos tan importantes como la aspirina, la penicilina, la digoxina y el taxol.

Contrariamente a tantas creencias infundadas, el producto químico obtenido mediante un proceso de purificación adecuado o por síntesis directa puede administrarse de forma mucho más eficaz y segura que los extractos o infusiones “naturales”.

Esa síntesis puede utilizar a su favor métodos ingeniosos derivados del estudio de sistemas biológicos. Un buen ejemplo es la insulina, obtenida actualmente mediante técnicas de ADN recombinante, de forma mucho más adecuada, barata y segura que el viejo método de purificación a partir de páncreas de animales.

El hallazgo de nuevos medicamentos surge muchas veces de un descubrimiento casual o, cuando menos, peculiar. Así ha ocurrido con la clorpromazina o el litio. Incluso algún fármaco que tuvo resultados catastróficos por teratógeno, como la talidomida, se ha retomado para el tratamiento de la lepra, algo bien distinto a lo que estaba destinado al principio. Lo contingente siempre ha de tenerse en cuenta para bien y para mal. Nadie podía imaginar que la finasterida tuviera buenos efectos en la alopecia androgénica o que el sildenafilo tuviera como “efecto secundario” algo que propició un mercado millonario.

Sea desde el planteamiento teórico, sea desde una base empírica, van surgiendo nuevos medicamentos potenciales, muchos de los cuales tratan de curar, o mejorar al menos, graves enfermedades, como muchas formas de cáncer o procesos degenerativos.

Pero cada persona es un mundo; un mundo constituido por infinidad de variables consideradas desde el punto de vista morfológico, bioquímico, funcional… y psicológico. Un medicamento no es ingerido y tratado sólo por un cuerpo; la personalidad del paciente (o sano) también cuenta y, muchas veces, basta con la creencia en la eficacia de un supuesto medicamento para que éste proporcione efectos bondadosos. Es lo que se conoce como efecto placebo. Curiosamente es una de las características, la subjetividad de cada cual, la que parece superar a otras muchas variables en efecto a tener en cuenta. Por esa razón, llevan efectuándose desde hace años los llamados ensayos clínicos.

Un ensayo clínico trata de evaluar la eficacia real de un nuevo fármaco (a veces, de una terapia no farmacológica). Y esto se hace en varias fases. La primera analiza la seguridad del medicamento en cuestión y las dosis y formas en las que es posible administrarlo. En la fase II se evalúa su posible eficacia administrándolo a un grupo reducido de pacientes. Si ésta se da, será aceptable pasar a la fase III en donde se comparará el efecto del medicamento con el de un placebo (si no hay ningún tratamiento adecuado para la enfermedad) o bien con un tratamiento convencional (algo corriente en Oncología). Para obtener un resultado significativo desde el punto de vista estadístico, cada individuo ha de tener la misma probabilidad que otro participante de ser asignado a una de las “ramas” del ensayo (control y experimental), y ni él ni su médico sabrán en cuál de esas ramas se sitúa. Es lo que se conoce como un ensayo randomizado a doble ciego.

El ensayo proporcionará, en caso positivo, una diferencia con significación estadística y con un grado de significación clínica que habrá que ponderar. El fármaco podría ser sometido a aprobación y, en tal caso, pasará a la fase IV, tras la comercialización, en la que podrán vigilarse potenciales efectos secundarios que, por infrecuentes, no hayan sido apreciados antes. Algún fármaco ha debido ser retirado como consecuencia de esa farmacovigilancia (la cerivastatina fue letal en varios casos), una atención siempre necesaria. Muy recientemente, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) ha restringido el uso de unos antibióticos, las quinolonas, que han sido ampliamente utilizados durante años.

Cuando se comparan enfermos con sanos, reclutar a éstos no es tarea fácil, si tenemos en cuenta la gran cantidad de ensayos ya en curso y el hecho de que sufrirán molestias y potenciales riesgos.

La cosa cambia cuando se comparan unos enfermos con otros, siendo los de la rama control sometidos a placebo o un tratamiento estándar, si éste existe, y los de la rama experimental los que serán expuestos al fármaco novedoso. La participación ha de ser, obviamente, informada y consentida por personas adultas y, en el caso de niños, por sus padres.

Es importante resaltar que la “ceguera” que supone la ignorancia sobre si se está siendo tratado de modo convencional o con un tratamiento nuevo es esencial para poder hacer un estudio adecuado que proporcione resultados, que siempre serán interesantes e importantes, aunque sean negativos (algo a destacar, teniendo en cuenta que una gran cantidad de estudios "negativos" no son nunca publicados).

Ahora bien, nadie quiere ser ciego a lo que le dan. Cuando a una persona se le plantea la participación en un ensayo clínico, es muy probable que crea que se le va a administrar el nuevo tratamiento y que trate de saberlo de modo indirecto. Y eso es lo que empieza a ocurrir desde que hay redes sociales y constitución de grupos de intereses en ellas. En asociaciones de enfermos que se comunican en Facebook, Twitter o grupos de Whatsapp, es factible percibir que unos tienen unos efectos buenos o malos distintos a los demás miembros del grupo, lo que puede interferir con el ensayo mismo, sea por sospechas que dan al traste con la “ceguera”, sea por abandonos.  Esto es algo de lo que se ha hecho eco la revista Nature. (Agradezco al Prof. Cabezas Cerrato la transmisión de este artículo). 

Es muy humano. Si no hay nada que hacer a priori, ¿Para qué arriesgarse a algo que puede ser perjudicial? A la vez, si no hay nada que hacer a priori, ¿Por qué no arriesgarse y probar algo que puede ser beneficioso? Pero, en este último caso, si se acepta el riesgo, parece sensato "desearlo", es decir, ser integrado en el brazo de prueba del ensayo, ser propiamente “ensayado”.

El altruismo que mira al futuro, a otros que puedan beneficiarse, no parece que pueda sustentar en muchos casos la inquietud personal de pacientes concretos o de familias con un hijo sometido a ensayo y que no saben si está siendo sometido a lo novedoso o al placebo.

Tiene que ser muy doloroso para unos padres intuir que a su hijo lo están tratando con ... nada, por más que entiendan que ese brazo del ensayo, el placebo, es necesario para llegar a saber algo que quizá acabe beneficiando sólo a otros.

Y algo así les puede ocurrir a pacientes con cáncer con una expectativa de vida corta. Creo que muchos pacientes entienden que, si les proponen participar en un ensayo clínico, serán realmente "ensayados" ellos mismos y, en tal caso probablemente sientan que no hay nada que perder.

La participación en un ensayo clínico supone en muchos casos una buena dosis de altruismo, a veces sufrimiento y serios efectos secundarios, un gran desgaste personal y familiar, que contrastan fuertemente con el precio escandaloso que están alcanzando terapias novedosas logradas gracias a esa participación voluntaria (ya tuvimos el lamentable ejemplo del coste abusivo de los nuevos fármacos contra la hepatitis C), y que apuntan a una probable y próxima escisión entre una medicina de ricos y otra de pobres si una política sensata e internacional no lo remedia, pero esto ya es otra historia.