"El hombre apartado
del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese
terror a la historia sino mediante la idea de Dios"
Mircea Eliade. El mito del eterno retorno.
Comenté en otra entrada que no volvería a referirme a esta pandemia, ya que
clamar en el desierto sirve de poco. Pero el paseo por calles solitarias con
bares cerrados me induce a desdecirme.La oscuridad de noviembre no es propicia a alegrías, y menos aun cuando se
han apagado tantas luces y sonrisas en la vida cotidiana por unas restricciones
que, aunque duras, probablemente debieran serlo más, visto lo visto. En Galicia
y otros lugares de España se intenta así, con el cierre de hostelerías y toques
de queda, “salvar” la campaña navideña. Esa salvación irá ligada muy probablemente
a nuevos rebrotes por encuentros familiares y de amigos en ese tiempo próximo, que tendrán serias
implicaciones. Contrariamente a lo que se dice, no se puede “convivir” con este
virus. Sólo cabe la opción de eliminarlo, de neutralizarlo, de tratar al máximo
de evitar contagios hasta que, con el tiempo, la vacunación sea una realidad y
no sólo una promesa. El virus es un agente no intencional, pero, desde una
mirada antropomórfica, no estamos ante un enemigo que nos dé a elegir entre la
bolsa o la vida; quiere ambas cosas. Y sólo salvando el máximo de vidas y con
cobertura social mejor programada de quienes sean afectados por restricciones laborales (subvenciones, ayudas,
moratorias, etc.), se podrá evitar una debacle económica inimaginable… por “convivir”
con un enemigo letal.
Quienes hemos sido afortunados, de
momento, por no contagiarnos ni contagiar, no podemos evitar, sin embargo, la
tristeza cotidiana, que supera ya a la indignación por el modo en que se ha
gestionado esto. Es una tristeza que tiene, desde mi
punto de vista, dos caras.
La primera, compasiva, viene dada por
saber del horror, de ese brutal exceso demográfico de mortalidad, de la
cantidad de gente que, de la noche a la mañana, se ha visto, se ve, en UCIs
desbordadas, con un futuro incierto. El individuo estadístico, la ignominiosa “curva”,
oculta lo real del uno por uno, del sujeto, de cada muerto, de cada enfermo
grave, de cada familia destrozada… Porque sí, porque Dios, que no es humano (lo
que no equivale en absoluto a suponer que es inhumano) sigue, a pesar de
Einstein, jugando a los dados con el Universo y con la vida que en él se rige
por criterios evolutivos ajenos a finalidades. Nos habíamos llegado a creer que
este planeta, y otros en el futuro, constituía nuestro hogar y que las demás
especies eran útiles o inútiles para nosotros. Y resulta que no, que un virus diezma a la población en cualquier momento.
Se repite algo que ocurrió otras veces en la Historia pero que, por no
haberlo vivido, no lo recordamos, aunque sepamos de ello. Sí, hubo pandemias,
también guerras mundiales, pero no en nuestro lugar (aunque le llegó con la
civil) ni en nuestro tiempo. Las guerras que aún existen no son globales, las
tragedias del hambre y de la enfermedad son o fueron de otros, del tercer mundo
o de otras épocas. Ahora el horror biológico y el inherente a la depresión
económica se instalan en nuestro suelo. Las colas del hambre se alargan de día en día.
Nuestro tiempo era, es, debería ser (ese condicional que tanto se usa para
decir que en tantos años habría posibilidad de ir a Marte, de curar el
Alzheimer, etc.) de progreso incesante. Y ahora tal sueño se ha ido al traste.
La segunda cara de la tristeza en los afortunados proviene de un corte en
esa simbiosis mal llevada en esta época cientificista entre el tiempo lineal,
de trabajo, de avance, y el tiempo cíclico, de celebración, de uniones y
desuniones. Las epidemias y pandemias son inhumanas principalmente por eso,
porque el más próximo pasa a ser, por mucho que lo amemos, enemigo letal
potencial.
Y tal corte nos ha entregado directamente a Chronos. El pecado anunciado en
el Génesis era un buen símbolo de algo real. Hemos comido el fruto prohibido.
Matando a Dios en los corazones y tras desterrar a los viejos dioses, habiendo
ensordecido ante el anuncio poético, nos hemos endiosado a nosotros mismos
abocándonos a la inmersión en un nuevo mito laicizado, cientificista, el del
progreso ilimitado que, por serlo, requiere de una concepción del tiempo
lineal.
Ha de reconocerse que lo evidente nos afianza en esa creencia, porque el
tiempo, si existe, algo que es discutible y discutido, algo que no hace tanto
perdió su carácter absoluto y también probablemente carezca de continuidad, tiene
relación con lo direccional. Hay bases para asumirlo. Son las flechas que lo
encauzan, la cosmológica, que nos habla del inicial Big Bang, cuyos efectos son
dinámicos y observables; la entrópica, salvable asumiendo un gran orden inicial
para que crezca sólo hacia el futuro, y la psicológica, por la que podemos
recordar lo que llamamos pasado, pero no el porvenir.
Y como seres constreñidos a la legalidad física, hemos de vérnoslas con la
evidencia de que, en ese tiempo lineal nacemos, vivimos y moriremos, aun cuando
haya ideas cientificistas salvíficas delirantes.
Este año nos hemos quedado sin el tiempo cíclico, por más que se monten
árboles navideños en casas y ciudades. Y eso es terrible porque, al margen de
creencias, sin esa periodicidad de encuentro, de rito, semanal, estacional…
desaparece el tiempo mítico, el del buen retorno de lo mismo. El incremento
brutal del paro hace equiparables domingos y lunes. La distancia “social” (¿Qué
sociedad puede reconocer ese oxímoron?) impide la reunión ritual. Lo higiénico
es la separación y el aislamiento.
Esa ausencia del tiempo cíclico, que incide también en los ritos de paso
(hoy en día es complicado nacer, casarse o incluso morirse dignamente), incluyendo los religiosos (se puede contagiar uno en misa),
Chronos nos señala su poder mostrándonos lo más inhumano, la linealidad y
uniformidad del tiempo, desde la cual, desterrado el tiempo de vida, el tiempo
en que se Es, pasamos a un tiempo de supervivencia. Los que ya tenemos una
edad, nos damos cuenta de lo que no pensábamos antes de la pandemia y es eso
precisamente, la edad, lo que tendemos a asociar a una pregunta simple, que en
condiciones normales no hacíamos ¿Cuánto me quedará de vida? También tendemos a
protestar por la “injusticia” de que haya gente joven y sana que puede sucumbir a causa del virus por no llegar a tiempo a la vacuna.
Esa tristeza de doble cara (o de múltiples facetas) nos hunde, pero, a la
vez, nos reclama otra mirada, más allá de periódicos y noticiarios; nos sugiere
una cierta catarsis ante los grandes errores de habernos cronometrado, de la
pretensión de “aprovechar” el tiempo, de correr a hacer cosas, de ser
eficientes, de no envejecer, de sobrevivir cueste lo que cueste. Quién sabe.
Quizá, en medio de este panorama inquietante, haya espacios temporales de
paréntesis, ocasiones en las que kairós también surge como otras veces, como oportunidad
para saber esperar del mejor modo que esto se acabe y seguir haciendo algo
propio con nuestras vidas, sin limitarnos a sobrevivir.
Algo ganaremos si asumimos que la vida no es mera supervivencia. Somos ahora retados a ello. A la posibilidad de aceptar que la
vida, regalo esencial, lo es sólo si es abierta a sí misma, al Ser; si es, por ello, receptiva a los olvidados dioses y posibilidad de abandono desapegado, sereno, en el
Gran Misterio.