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“Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in information?”
T.S.Eliot
Es fantástico. Si
quiero saber cualquier cosa, me basta con teclear la pregunta (a veces sólo una
palabra de ella) y obtengo más información de la que pueda leer en un tiempo
razonable. Atrás quedaron las viejas enciclopedias (la Larousse, por ejemplo) y
quienes se ganaban la vida de un modo tan peculiar como era el tratar de
venderlas a domicilio. Tenemos la democrática Wikipedia.
En tiempos había
un libro de ayuda en enfermedades, “El médico en casa” (jamás lo vi en la mía).
¿Quién recurriría a algo así teniendo la opción de consultar gratuitamente y de
modo instantáneo a la Clínica Mayo, por ejemplo?
Si quiero
aprender chino, que parece muy difícil, puedo hacerlo, más o menos, con alguno
de los programas “online”.
Pero hay mucho más.
Las redes sociales, como Facebook, que yo uso, me permiten conectar con alguna gente
interesante, e incluso hacer amigos de los de verdad (muy pocos, eso sí).
Se dice con
frecuencia que en internet está todo. Y, en gran parte, es verdad. Está todo lo
bueno, como poder comunicarse con alguien de un país lejano o leer magníficos textos de modo gratuito, pero también está todo
lo malo, siendo un tristísimo ejemplo al respecto la pornografía infantil. Hay,
dicen los que saben, un internet “profundo”, que no sé lo que es, aunque lo
intuyo inquietante.
Lo electrónico es
lo que impera, es la gran herramienta con la que, por fin, nos “empoderamos”
(término estúpido donde los haya). ¿A qué edad se murió Gary Cooper? ¿Cómo hago
para ir a una tienda en mi ciudad sin perderme? ¿Por qué tendré ansiedad?
Cualquier pregunta que hagamos tendrá su respuesta en el dios internet, pero
será, en una inmensa cantidad de casos, una respuesta inútil, cuando no
perjudicial.
T.S.Eliot se
preguntaba dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento y dónde el
conocimiento perdido en información. Internet nos proporciona sólo bits que, en
el mejor de los casos, podemos reconocer como información, aunque generalmente
podríamos continuar en la línea de Eliot: ¿Dónde está la información que hemos
perdido en un mero conjunto de datos? Abunda el ruido que, combinado con la
excesiva prisa, hace de internet las más de las veces una mirada improductiva,
aberrante, descentrada, y que confunde lo virtual con lo real. Es difícil encontrar un oxímoron
tan tonto como “realidad virtual”.
¿Necesito dinero? ¿Para qué, si puedo pagar
con un móvil? Si deseo hacerlo "en metálico", puedo obtenerlo de un cajero electrónico.
¿Para qué queremos personas haciendo de cajeros, oficinistas y demás actividades
que creemos que realiza mil veces mejor internet? Por no hablar del internet de
las cosas, que suena de maravilla. ¿Quién no desea tener conectado el móvil a
su nevera o al chip de su mascota?
¿Necesito ir al
médico? Pregunta inadecuada en estos tiempos en que hay citas y consultas sólo
telefónicas, pero pregunta al fin y al cabo, que sigue surgiendo ante el
malestar corpóreo. Si hago el esfuerzo de recopilar mis síntomas y signos de posible
enfermedad e introducirlos, aunque sea de modo tosco, en el ordenador personal
(un “Smartphone” ya lo es), internet me dirá qué puedo padecer (cáncer casi siempre) y qué puedo tomar, o cómo empezar a “gestionar” el dolor o lo que
se tercie ante una plausible muerte próxima, aprendiendo también en "la red" mindfulness.
Pero no seamos
macabros. No se trata sólo de gestionar dinero, de hablar de enfermedades. Somos
seres sexuales, eróticos (o no, pues uno ya duda de todo). Atrás quedaron los
populacheros lugares de encuentros aleatorios para "ligar", como se decía
entonces (bailes en verbenas, discotecas, aulas o espacios de trabajo…). Ahora tenemos
plataformas (pagadas, eso sí) en las que todo el aburrido cortejo se evapora
porque, tras el pertinente análisis psicométrico y antropométrico (fotos de
caras sonrientes), los “expertos” (quizá sólo un sencillo algoritmo) nos sugerirán la pareja
adecuada. Ya ni habrá que recurrir a la maestría de geniales programas como
“First Dates”, con sus citas a ciegas sólo para quienes a ellas concurren.
Juego al ajedrez.
Suelo hacerlo con frecuencia de modo “online” y, supuestamente, con alguien
cuyo país me es indicado con su banderita. Qué subidón de alegría me da cuando
le gano a alguien, a pesar de ser absolutamente desconocido o, tal vez, me
resisto a imaginarlo, un robot. Y, por esa experiencia lúdica tan
placentera, me prohíbo a mí mismo engancharme a lo que me parece (cosas de la
vejez) una gran adicción, los videojuegos. Eso, los videojuegos, y no el diseño
de naves interplanetarias o complicados cálculos matemáticos, sí que es el gran
motor de internet y de los ordenadores que lo soportan, pero he ahí que algo
tan maravilloso y esencial como las tarjetas gráficas que permiten jugar en el ordenador, empieza a estar en peligro ahora, al igual que los coches, por falta
de suministro de chips. Parece que hay gente malvada empeñada en hacer fracasar
la ley de Moore, con lo bien que iba.
Me llevaría
muchas páginas cantar las excelencias de internet, conocidas, por otra parte,
por bastante gente (mucha menos, no obstante, de la que se pretende). Y, sin embargo,
cosas que tenemos los humanos, me da por ponerme en contra de lo que considero
un engendro diabólico, aunque lo use para esto que hago ahora mismo, intentar
comunicarme con los demás.
Lo califico de
diablo porque pretende lo que me parece más abominable a los ojos de Dios y de
los hombres, deificarse a base de esclavizarnos al servicio de unos cuantos
ricos y poderosos.
Es claro que con
internet (o en internet, como les ocurre a los hikikomoris) se pueden lograr
muchas cosas (incluso físicas, desde hamburguesas o aspiradoras hasta libros,
que ya es decir). No negaré su extraordinaria utilidad. Pero el problema reside
en que internet no es sólo una herramienta magnífica, sino que pasa a hacerse
progresivamente condición que se pretende suficiente y necesaria para todo tipo de tarea humana, tocando y contaminando todo lo que configura nuestra
existencia en este momento de la Historia.
Ya no ocurre que
podamos usar internet sólo para nuestro beneficio. Se nos pretende condenados a
usarlo por parte de muchos gestores directivos, agentes comerciales y de servicios. Y esa condena es
algo visible, palpable (impalpable, más bien) y omnívora. El diabólico internet
es una gran boca que todo lo traga y tritura para alimentar a unos cuantos amos,
la mayoría de los que nos serán siempre desconocidos.
De mes en mes, el
acceso a la información deja de ser gratuito como fue. Hay periódicos que
ofrecen suscripciones temporales a un precio simbólico, que pasará a no serlo
tanto y costar lo suyo. Bueno, quedan periódicos en papel, que ya se venden en
panaderías, cosa curiosa, a la vez que el número de quioscos se reduce hasta
que desaparezcan definitivamente.
Cualquier
vendedor de lo que sea está abocado a que su actividad deje de considerarse
laboral. Sea quiosquero, bancario, camarero, tendero o, pronto, médico, cualquier persona parece destinada a engrosar un paro terrible.
He tenido un
regalo para poder pasar una estancia en algún lugar (no daré detalles,
no sea que el diablo reticular, que ve casi tanto como Dios, lo estropee). Pero sólo puedo usarlo mediante internet. De nada sirven llamadas telefónicas o la presencia en lugares. ¿No usas internet? El regalo se evapora. Fin. Eso sí, el aspecto pretendidamente bondadoso de internet acoge todo tipo de quejas, sean referidas a este tipo de regalos o a cualquier compañía telefónica, en tiempos en que la fidelización es castigada y se induce al cliente al cambio continuo.
Cada vez que
visito una página (“web” les llaman), con independencia de su contenido, tendré
que ceder previamente mi privacidad y ser inundado de cookies, trátese de
páginas de física cuántica o de chicas guapas. Eso es ya algo universal, se
acabó el voyeurismo gratis, sea científico o erótico.
Es curiosa la abundancia del suicidio laboral, que intentan, quizá inconscientemente, tantos trabajadores que nos incitan a tramitar lo que sea (en el banco, en Renfe, etc.) a través de la web corporativa consiguiente, lo que supondrá para ellos un riesgo obvio de despido próximo. El número de empleados en entidades bancarias ha caído drásticamente. En muchos pueblos de España no hay sucursal bancaria alguna. ¿Para qué, si todo está “online”? Y resulta que "online" uno puede ver de forma instantánea cómo su dinero ha viajado desde su banco a Tailandia, para partir inmediatamente hacia otros bolsillos no precisamente virtuales.
En nuestros hospitales,
dirigidos, como siempre, por adelantados a su tiempo, no podían faltar ni los
recursos ni los cursos de formación en “e-Health”. Quienes, desde asépticos despachos, planifican la educación, tampoco se quedan cortos y promueven un “e-Learning” que contrasta, sin embargo, con la masificación en las aulas de secundaria.
Por alimentar
las fauces de internet acabaremos, paradójicamente, tragándolo y no sólo en
sentido metafórico, pues cada vez más y más sensores podrán ser integrados en
nuestro organismo voluntariamente (sin necesidad alguna de los “chipeos
vacunales” con que nos alertan los conspiranoicos). Una semiología oculta cada
vez más rica no sólo nos hará cibercondríacos, sino que auxiliará a
agencias de seguros de vida para nuestro mal, a la vez que los médicos descansarán en la
sabiduría algorítmica, también para nuestro perjuicio. Incluso cuando hayamos muerto podremos contribuir a alimentar la
insaciable hambre de los procesos Big Data.
Este tipo de modernidad
dista mucho en sus consecuencias, aunque tenga parecidos, de las habidas en la
Revolución Industrial, por dos motivos. Uno, es que es querida por los siervos voluntarios o les es impuesta si no la desean, como única herramienta vital cotidiana. El otro motivo es que internet se asocia al aislamiento laboral, lo que previene cualquier reacción colectiva, de tal modo que organizaciones de trabajadores, como los sindicatos, ya débiles, están condenadas a extinguirse o mantenerse como figuras simbólicas y simbióticas con el poder real.
Esta triste
pandemia vírica no sólo ha traído muerte y tragedias vitales. Ha sido, es, un
gran catalizador de la “e-idiotez” que ya se anunciaba antes de la llegada de un coronavirus que hizo ridículas las promesas cientificistas relativas a la salud.
¿Qué podemos
hacer para seguir llamándonos humanos y, por ello, libres, en este entorno que
esclaviza de modo incruento? Ni podemos volver atrás en el tiempo ni parece deseable convertirnos en amish o integrar colectivos similares. Pero tenemos la
capacidad, aunque sea en forma singular, rara se dirá, de resistirnos a esa
corriente autoritaria con su cara amable. Serán importantes los gestos de
comprar los periódicos donde siempre se vendieron, de pagar con dinero metálico,
de reclamar, si vivimos en un pueblo, que el banco siga con nosotros, al igual que los demás servicios elementales. También si requerimos con todos los medios legales un soporte sanitario de verdad en
vez de ser maltratados por teléfono por alguien o algo con bata blanca con un fonendo colgado
al cuello. Tenemos la capacidad de exigir mucho más que la apertura de bares, única demanda claramente respaldada por el poder político. Si en Roma se
daba pan y circo, ahora tenemos bares y “realities” alimentados por los "like" de internet. Ah, los "like" esos que premian la estupidez biográfica de "influencers" y por los que unos cuantos "premios Darwin" satisfacen la sed de sangre del diabólico internet.
Hay algo muy
llamativo a día de hoy, no del año pasado ni, tal vez, del siguiente, y muy relacionado con internet. Se
potencia al máximo la presencialidad en las aulas (con una gran cantidad de
jóvenes, adolescentes y niños sin vacunar), llegando a reducir la “distancia de
seguridad” entre pupitres y, con ello, el número de profesores por centro
educativo. A la vez las consultas médicas caen en picado, sustituyéndose por una mala comunicación telefónica, a pesar de que prácticamente todo el personal sanitario está vacunado, como lo está la mayoría de pacientes adultos. Es decir, se propicia la proximidad escolar de no vacunados y se disminuyen considerablemente los encuentros clínicos entre médicos y pacientes, todos ellos vacunados.
Las consultas tardías tienen efectos de morbi-mortalidad evidentes. La proximidad aquí y ahora de adolescentes y jóvenes no vacunados entraña un riesgo de contagio de coronavirus, lo cual también se traduciría potencialmente en morbi-mortalidad por Covid 19. ¿Será esa conjunción
extraña de dos decisiones políticas aparentemente antagónicas, simple y llanamente, un ejemplo notable de pulsión de muerte?