miércoles, 23 de septiembre de 2015

Autoayuda y psiquiatría por entregas

La proliferación de libros de autoayuda es un hecho tan obvio como interesante. Algunos de ellos han sido “best-seller”, lo que apunta a una necesidad, porque es difícil encontrar placer o, en general, algo, en tales lecturas. 

Es indudable que muchos libros ayudan a uno. Hay obras de teatro, novelas que muestran las profundidades del ser humano, ensayos como los de Montaigne, que orientan desde el saber de quien los escribió, escritos filosóficos, etc. Pero la finalidad específica de toda esa literatura, como la de la poesía, tiene que ver más con la necesidad de expresión del autor que con su deseo de ser “útil” para alguien, aunque haya habido excepciones como el Enchiridion de Epicteto o las cartas de Séneca a Lucilio.

El texto de Dale Carnegie, “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”, publicado en 1948, aun decía algo sensato, precediendo en unos cuantos años al boom actual de la autoayuda, un ámbito literario más bien pobre y que no incluye, aunque recoja frases de ellos, libros sapienciales propios de la tradición judeocristiana o procedentes de Oriente. En las librerías hay anaqueles llenos de libros de autoayuda, en los que se nos indica cómo cada uno de nosotros puede solucionar sus propios problemas. Es cierto que algunos o muchos de ellos acaban siendo una colección más o menos afortunada de citas clásicas tomadas de filósofos, psicólogos y maestros espirituales, pero el objetivo es ayudar a autoayudarse, lo que es en sí mismo una contradicción.

Podría pensarse que esos recetarios son análogos a libros de divulgación, pero no es así. La divulgación favorece la disposición autodidacta en lo epistémico, que es previa a lo que se vaya a leer, en tanto que la autoayuda sugiere la respuesta a una necesidad que se da generalmente en el ámbito emocional. Los libros de autoayuda nos enseñarán así cómo ayudarnos a nosotros mismos a ser triunfadores, seductores, sosegados, autoestimados, asertivos y, sobre todo, felices. La felicidad es la gran cuestión y la respuesta puede estar en uno o muchos de los más de seis mil libros que pueden localizarse en Amazon bajo ese término, “felicidad”, o de los casi noventa mil que proporciona esa casa para lectores en inglés, buscando “happiness”.

El problema de la autoayuda es que es imposible. Y lo es porque afecta al síntoma que surge de lo que uno mismo no conoce de sí. Uno puede sufrir por su síntoma, por sus efectos en su vida cotidiana, sea como fracaso reiterado en relaciones de pareja, sea como constante tristeza sin causa aparente, sea en forma de ansiedad que no cesa, como obsesión que se impone, sea del modo que sea. Pero ningún texto dará la clave más allá de dibujar mejor el síntoma mismo. Y es que la clave reside en partir de que, cuando se necesita ayuda de verdad, no hay autoayuda que valga. Sí pueden ser interesantes consejos sobre el modo de estudiar, de preparar un examen o cómo responder a una situación de protocolo social, pero tal interés es similar en importancia al proporcionado por textos de gastronomía o de bricolaje. 

Ninguno de esos libros resolverá problemas reales, porque éstos siempre necesitan del otro terapéutico, que no es un libro sino una persona. 

Lamentablemente, el auge de las terapias conductistas, coachings y demás inventos, muestra que muchas de esas personas son, en realidad, libros de autoayuda parlantes. Pero cuando alguien tiene la fortuna de encontrar a un clínico adecuado, sí puede ser ayudado, no propiamente con consejos, sino con el propio encuentro de sí mismo en esa relación clínica, que permite aflorar lo determinante biográfico, algo imposible de ser revelado por la mera reflexión y que precisa de otro. Eso diferencia la filosofía de la psicología, aunque haya la figura del “filósofo asesor”, que recuerda la del “personal shopper”. Sobra decir, por otra parte, que tal diferencia no reduce en absoluto la necesidad de la filosofía.

Vivimos en tiempos de modernidad tecnológica y no sólo hay libros. También videos, podcasts, en los que incluso especialistas en psiquiatría venden (literalmente) autoayuda, olvidando así lo más propio de su profesión, que implica el encuentro personal, de relación clínica, claramente distinto a la imagen próxima al telepredicador proporcionada en un video. 

Esas corrientes de lo que podríamos llamar psiquiatría por entregas se anuncian en formato de video (en Amazon también hay amplia oferta). Así, por un módico precio, un paciente podrá comprender su esquizofrenia o por qué no para de lavarse las manos. Parece que la psiquiatría, medicina del alma, a veces se vuelve loca ella misma en manos de algunos de quienes la practican y que optan por vender también autoayuda, por vender humo. 

Se critica muchas veces y con razón el exceso farmacológico en el ámbito psiquiátrico, siendo abundantes los estudios que cuestionan la eficacia de muchos de esos medicamentos. Pero, si eso es peligroso como tal exceso, si es inquietante el afán de lucro de tantas compañías farmacéuticas (y diagnósticas), parece todavía más peligroso banalizar la enfermedad mental dando a entender que uno puede superarla autoayudándose leyendo un libro o viendo a un psiquiatra en un video. Una banalización cuyo extremo más dañino alcanza la negación de la enfermedad mental.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Apps. Enfermos por seguridad

Hay profesiones que aún se muestran mediante la vestidura de quienes la ejercen. Viéndolos en su ambiente de trabajo, podemos reconocer a un albañil, a un bombero, a un militar, a un sacerdote católico… También a un médico. 

En un hospital o en una consulta particular un médico lleva una bata blanca, algo que tiene sus explicaciones históricas y simbólicas. Hay batas cortas, largas, abrochadas por delante o por detrás. Algunas incluso pueden llevar dibujos infantiles en un vano intento de proximidad a pacientes pediátricos. Pero, en los hospitales, además de batas, hay uniformes también blancos. Y la bata no es siempre exclusiva del médico; también la lleva personal de enfermería o administrativo e incluso capellanes. Hay una cierta confusión con tanta bata. Una confusión que desaparece con algo llamado “fonendo”. El fonendoscopio ha servido y sirve para oír el ruido de los órganos, diferenciando en él las señales llamativas, la semiología sonora que hace reconocer la probable neumonía o un defecto valvular en el corazón de un paciente que se reconoce como tal. Pero ahora tenemos radiografías, electrocardiogramas, “ecocardios"… El fonendo ya no es lo que era. Es otra cosa, una mera insignia. Llevado al cuello (casi nunca en un bolsillo de la bata) indica que quien lo porta sí que es médico de verdad.

El fonendo fue instrumento de mediación más allá de su valor en el diagnóstico. Uno se sentía visto, tocado y… auscultado. El arco metálico de su membrana imprimía una ligera frialdad en la piel, pero se acompañaba del calor humano de la esperanza en el saber médico. De su atenta escucha vendría el diagnóstico y la probable curación. 
Pero ese acto de la auscultación prácticamente pasó al olvido. ¿Qué hay ahora en muchas consultas? Un médico con su fonendo al cuello, como etiqueta más que instrumento, un paciente y, en el medio, un ordenador. Ese tercer elemento convierte a la relación clínica, inicialmente amorosa, transferencial, en una mala relación triangular. Es ese artefacto informático el que transmitirá a “la nube” nuestra historia clínica, incluyendo si bebemos, si fumamos, si nos drogamos, si somos psicóticos o VIH positivos, obesos o hipertensos.

¿Qué pasará en breve plazo? Pues que en esa relación triangular, alguien lleva las de ganar y no serán ni el médico ni el paciente, sino el ordenador y ya no con la imagen actual, de pantalla grande y teclado, separadora, sino de otro modo, muy próximo, que ya ha mostrado su poder: como móvil nuestro lleno de “Apps” diagnósticas y, en su día, también supuestamente terapéuticas. 

En tiempos se acudía a los templos de Asclepio. Más tarde se buscaban curaciones cambiando de aires. Hoy mucha gente viaja al MD Anderson en Houston, buscando la salvación. Pero la salvación no estará ya, según los grandes gurús informáticos, en los hospitales de Houston ni de ninguna otra parte, sino en el Sillicon Valley. Y es que nada como la prevención. Se acabó el viejo concepto de la salud concebida como el silencio de los órganos, pues éstos siempre hablan: el corazón tiene su ritmo, audible con fonendo, pero mejor registrable eléctricamente con una App. ¿Por qué conformarse con un electrocardiograma ocasional cuando lo podemos hacer en todo momento con el móvil? Desde ese cotidiano y cómodo artefacto podemos enviarlo a “la nube” para que nos diagnostique (la nube misma; no ningún médico) y nos sugiera un tratamiento o una visita a un hospital “algoritmizado” e “ISOficado", en donde un robot nos coloque un stent; no hoy, pero tal vez dentro de pocos años. ¿Acaso no parece ya mejor el robot Da Vinci que el más experto urólogo a la hora de resolver un problema prostático? 

¿Quién no se pone auriculares conectados al móvil para oír música mientras anda o corre? Pero… ¿corre bien o se excede? ¿Cómo están su tensión arterial, su glucosa o su potasio mientras lo hace? ¿Basta esa música para relajar su mente? Con los mismos auriculares algo modificados, su electroencefalograma será monitorizado por la nube y desde ella se le darán pautas de meditación o se le leerán versos de sosiego. Quizá estemos estresados sin saberlo, pero múltiples registros podrán revelar los nocivos efectos de los malos neurotransmisores en el cuerpo y también la nube nos alertará y nos enseñará a relajarnos o a ingerir el fármaco adecuado. 

Nuestro móvil, lleno de Apps médicas, estará constantemente atento a la semiología oculta. Se acabó el pensar en si estamos enfermos, pues siempre lo estaremos. ¿Acaso no? Siempre habrá alertas del hígado, del riñón, de la mente misma. 

Pero, ¿qué ocurriría si perdiéramos el móvil? Pasaríamos un intervalo, quizá incluso de días, sin chequeo permanente. ¿Y si nuestro hígado se altera en ese tiempo? ¿Y si hay riesgo inminente de infarto? 
Ante tales peligros es imprescindible tener siempre a mano la conexión a la hermana nube. Tenemos que tocarla propiamente, o más bien sentirla, relacionándonos con ella a través de la propia piel, mediante los adecuados sensores en el antebrazo. No es sorprendente que algo tan imprescindible suscite profundas investigaciones nada menos que en el Instituto Max Planck, en donde un grupo está embarcado en el apasionante reto de “bionizar” nuestra piel llenándola de sensores que nos conecten con la nube salvífica. Le llaman “iSkin”. Si tenemos un iPad y un iPod, ¿Por qué no una iSkin?

¿Habrá así algún día sin síntomas ni signos? Parece imposible. Gracias a la técnica quizá podamos curarnos antes y mejor de algunas cosas. Pero hay algo seguro. Todos seremos enfermos, paradójicos enfermos de seguridad, pero enfermos al fin y al cabo en una hipocondrización generalizada que no llegó a imaginar el aprensivo más feroz.

La tecno-ciencia es, como Jano, bifaz. Y una de sus caras es terriblemente siniestra. 

Hay un hermoso ensayo de Freud, “Das Unheimliche”, en el que recoge ese término, “siniestro”, tomado de Schelling (qué época tan distinta a ésta): “Lo siniestro es lo que, estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, se manifiesta”. Gracias a la perversión técnica, lo que nos hace vivir, lo oculto del cuerpo, se manifestará como síntoma cotidiano, de tal modo que el propio cuerpo, concebido como organismo medible y comparable, pasará a ser algo absolutamente siniestro, recordándonos siempre que, por estar vivos, estamos en riesgo permanente de morirnos. Y así, cenando tranquilamente, ya no tendremos que estar atentos sólo a sonidos intrascendentes de llamadas o mensajes. El propio móvil se encargará de llamarnos a una ambulancia, dando nuestra posición por GPS, si detecta algo preocupante en nuestro interior.

Y mientras pasen esas cosas en este mundo tan civilizado, muchos se seguirán muriendo de algo tan supuestamente fácil de prevenir como es el hambre o la sed. Aunque tengan móviles y cobertura, no les servirá. Y ese contraste hace que el término "siniestro" se muestre aun de un modo más brutal, cuando lo oculto de la injusticia se revele.


sábado, 5 de septiembre de 2015

El olvidado "Mare Nostrum"

“Nada, sino la conciencia de tu propia debilidad, puede hacerte indulgente y compasivo para la de los demás”.
Fénelon

“Era forastero y me acogisteis”
Mt. 25, 35.

Durante mucho tiempo, el Mediterráneo fue, en la práctica, un lago romano, ámbito de comunicación, de intercambio.
Sabemos que los romanos le llamaban “Mare Nostrum”. Era suyo, aunque esa pertenencia se ligara a la ciudadanía real. Y así ocurrió hasta el desmantelamiento de esa extraordinaria unidad política que fue Roma. Genserico, al frente de sus vándalos, ya anunció con su brutalidad lo que vendría después. Las salvajadas no han cesado de producirse en las aguas mediterráneas.  

El Mediterráneo dejó de ser nuestro, dejó de ser de nadie porque todos lo querían y acabó siendo parcelado. En un informe del Parlamento Europeo de 2010 se indica que “Las interacciones entre Estados adyacentes y opuestos en el Mediterráneo y mar Negro dan lugar a 36 contactos fronterizos” (1). No es poca la división. Hasta la insignificante superficie que supone el mar que baña a Gibraltar sigue siendo fuente de fricción cada año entre dos estados supuestamente civilizados como el nuestro y el Reino Unido.

Las fronteras dibujadas en mapas pueden reflejar barreras físicas reales en tierra, sean de tipo geográfico, como las que tanto tiempo supusieron el Rin y el Danubio, sean construcción humana en forma de muros o alambradas.  Pero tales límites no pueden organizarse en el mar mismo, excepto en forma de vigilancia. Y así, el mar sigue siendo lugar preferente de huída de lo peor. 

Según un informe de la Agencia de la ONU para refugiados (2), en el primer semestre de este año 137.000 refugiados (de ellos, 43.900 sirios) han cruzado el Mediterráneo en condiciones terribles. Muchos otros lo intentaron y perecieron. 

La tragedia de Lampedusa en octubre de 2014 impulsó una operación, llamada precisamente “Mare Nostrum”, que recordó que ese mar soportó la vida, la de todos, en tiempos lejanos. A partir de esa iniciativa, se redujeron las muertes de refugiados que atravesaban el Mediterráneo.

Pero no basta con llegar a las costas europeas. A esos seres humanos, a esas familias enteras, les quedan durísimas travesías terrestres a través de fronteras y más fronteras, cruzando alambradas, pasando hambre y sed y recibiendo todo tipo de humillaciones. Lo vemos todos los días en los telediarios y periódicos, en medio de noticias que abarcan desde el pueril discurso político hasta los avatares amorosos de modelos y futbolistas.

Donald J Goldhagen escribió un libro de título significativo, “Peor que la guerra”, centrado en el “eliminacionismo”. Lo construyó antes de esta tragedia, que muy bien podría ser acogida en su estudio. Escribió otro antes, “Los verdugos voluntarios de Hitler”, en el que rechazaba la ignorancia de la mayoría de los alemanes acerca de lo que estaba ocurriendo bajo el régimen nazi. También ahora hay mucha ignorancia, en forma de pasividad. Las aguas del Leteo siguen bebiéndose, la Historia sigue olvidándose. 

Quien busca refugio siempre es el otro para alguien. Lo es para quien causa su expulsión. También para quien dice estar dispuesto a acogerlo. Sin embargo, esa alteridad se muestra ahora de un modo especialmente diferente al de otras épocas de la Historia. Se ve como ausencia de diferencia. No sólo los vemos en los telediarios. También los oímos… hablar en inglés. Llamativo sólo hasta que sabemos que un 40% de los sirios son universitarios. Es gente que sabe hablar una “lingua franca” que es desconocida incluso por dirigentes como Rajoy. Hablan con europeos como podríamos, si supiéramos, hablar nosotros, en un idioma común que, si en tiempos fue el latín, ahora es el inglés, no precisamente continental. En esa lengua piden comida para sus hijos, se muestran como lo que son, personas “normales”, como uno de los nuestros, como uno de nosotros, aunque los consideremos extranjeros.

Tienen derecho a ser asilados, aceptados por un sistema político que, junto a EEUU, ha favorecido las condiciones del conflicto que les afecta. ¿Qué piensan al respecto ahora Bush, Aznar y Blair? Los tres hablaban de las armas de destrucción masiva para justificar la guerra de Irak. Pues bien, acabaron teniendo razón; ellos las hicieron aflorar, pero no como esperaban, sino así, como ahora vemos, en forma de guerra perenne, fanática, técnica y cruel. 

No cabe esperar mucho de las reuniones de trabajo de quienes dirigen lo que llaman cínicamente Unión Europea. Por eso, tiene mucho valor y sostiene la esperanza la actitud de corporaciones municipales, de entidades humanitarias, de colectivos generosos, de personas dispuestas a ceder habitación en su piso o a ayudar del modo que sea a quien viene con lo puesto.

Frente a la inoperancia del Estado, la ciudad recupera su valor primigenio, el de ciudad - estado, de polis.

Jesús se refirió al “ochavo de la viuda”, más grato a los ojos de Dios que la abundante dádiva farisaica. La posición ética individual es la que, a fin de cuentas, tiene valor. Mucho más que decisiones de alto nivel sobre cuotas y "reasentamientos”, palabra ésta que hace estremecer a uno si recuerda que precedió a la conferencia de Wannsee. 

Hay una hermosísima expresión del Talmud que muchos que no somos judíos hemos conocido gracias a la película sobre Oskar Schindler: "Wer auch nur ein einziges Leben rettet, rettet die ganze Welt" ("Quien salva sólo una vida salva al mundo entero”). Esa expresión apunta al valor esencial de lo cualitativo, de lo singular. Basta con poco para salvar al mundo entero, pero hay que hacerlo, porque salvar el mundo supone también la propia salvación. 

1) Aguas jurisdiccionales en el Mediterráneo y el Mar Negro. Dirección General de Políticas Interiores. Parlamento Europeo. 2010.

2) The sea route to Europe: The Mediterranean passage in the age of refugees. UNHCR. The UN Refugee Agency. 1 July 2015.



viernes, 28 de agosto de 2015

Resucitar al padre

"Se os abrirán los ojos y seréis como dioses"
Gen.3,5.

Woody Allen expresó su deseo de ser inmortal, no por sus obras, sino por no morirse. 

Raymond Kurzweil es un hombre que también quiere ser inmortal de ese modo, no muriéndose, pues no lo pretende como creyente religioso sino desde la fe tecno-científica. Opina que la expansión exponencial del desarrollo tecnológico, que ya había enunciado Moore en su célebre ley hace algún tiempo, no sólo se está verificando sino que es previsible que, en pocos años (hacia 2045), se alcanzará un punto de no retorno en el que habrá una cierta explosión de inteligencia, que supone híbrida, humana - máquina. Habla metafóricamente de “singularidad”, tomando este término del nada intuitivo de la física y de las matemáticas. 
Alcanzada la singularidad tecnológica, nuestras mentes podrán ser replicadas, la consciencia humana será propiamente híbrida con la de máquinas y probablemente el cuerpo mismo sea indefinidamente reparable o ya no necesario.

Kurzweil percibe que es posible que su cuerpo actual no tenga la estabilidad suficiente para alcanzar ese año, y por ello ingiere unas doscientas píldoras al día para “reprogramar” su bioquímica y tratar de mantenerlo hasta entonces. Las acompaña con vino tinto en un aislado ejercicio de sensatez.

Podría pensarse que estamos ante un iluminado más, similar a los que esperan la llegada de alienígenas o de un inminente Armaggedon, pero Kurzweil no parece sólo un fantasioso. Es un superdotado que ha contribuido poderosamente a mejorar la vida de mucha gente gracias a notables aplicaciones tecnológicas, lo que le ha valido reconocimiento internacional y múltiples premios. Parece que sabe de lo que habla cuando habla de ciencia. Colin Powell no se reunía con cualquiera para charlar sobre defensa.

La creencia de Kurzweil, sostenida por predicciones suyas previas que se han cumplido, es compartida, aunque sea con matices, por otros científicos conocidos como transhumanistas.

Hay cierta base para esa esperanza, suministrada por los espectaculares logros tecnológicos habidos en muy pocas décadas en varios ámbitos: neurobiología, nanotecnología, informática y genética molecular, principalmente. ¿Por qué no pensar en la posibilidad de una tecnología auto-mejorada constantemente que evolucione sin cesar, exponencialmente, hacia la emergencia de la consciencia, en fusión con nuestras mentes o sin ella? El gran von Neumann ya imaginó algo así.

En realidad, no sabemos qué pasará en el 2.045 ni en el 3.002; mucho menos en el 25.459. En realidad, no sabemos qué ocurrirá mañana o la próxima semana. Hacer previsiones sobre capacidades técnicas futuras es interesante sólo como ciencia-ficción, aun cuando puedan inspirar aplicaciones poco bondadosas de carácter militar.
Lo interesante de Kurzweil no es imaginar si acertará, cosa que parece muy poco probable y menos importante aun. Lo interesante en realidad es su planteamiento mismo, algo que ofrece en su libro, “The Singularity is Near”, y en el documental “The Transcendent Man”.

El documental es especialmente interesante porque es el propio Kurzweil quien habla, quien defiende la posibilidad de que lo escrito en el libro del Génesis se haga realidad, que el conocimiento nos haga como dioses.

Pero hay algo que llama especialmente la atención porque se muestra casi sin querer, y es la alusión de Kurzweil a su padre, muerto con 58 años. Vemos en el documental a Kurzweil derramando una lágrima ante la tumba de su padre, a la vez que dice que es probable que no vuelva a verlo. Probable, no seguro, porque Kurzweil no quiere salvarse solo, sino resucitar a su propio padre. Habla de exhumar su cadáver para obtener el DNA y tratar de generar un clon con esa información genética, pero también sabe que nadie es sólo biología y para ello tiene previsto echar mano del recuerdo de su padre y de los recuerdos que el propio padre legó en forma de fotos, videos, facturas incluso. Le servirá el material que tiene recogido en un montón de cajas y con el que espera modelar el cerebro del clon hasta reconstruir, resucitar, a su padre. 

La clonación ya dio de sí en su día para imaginar la reproducción de nuevos Hitler en la película “Los niños de Brasil” basada en la novela de Ira Levin. También en esa narración se considera la necesidad del entorno educativo; no basta con los genes. A Kurzweil lo inspira algo aparentemente más amable que al imaginado Dr. Mengele de la película. No sólo quiere vida eterna para él; también para su padre, aunque éste murió en 1970 y parece poco probable que expresara un deseo en ese sentido. Es igual. Quiere revivirlo, en una posibilidad monstruosa de transformar a su padre en un niño o una máquina hasta que en la artificial madurez, con toda su mente copiada desde el papel a ese engendro, pueda volver a reconocerlo como padre. 

Tal esperanza razonada parece la expresión de un serio problema biográfico. El padre de Kurzweil era músico pero, como compositor, aunque bueno, no parece haber sido alguien especialmente relevante, no al menos para este curioso mundo informativo que es internet, con sus "wikipedias" y demás fuentes. Sin embargo, un joven Raymond de 17 años logró que un ordenador construido por sí mismo “compusiera” música. Más tarde, con el asesoramiento de Steve Wonder,  fundó la compañía Kurzweil Music Systems dedicada a producir instrumentos musicales electrónicos. Hizo muchas más cosas que facilitar la creación musical, pero la música es el nexo inicial y mantenido con el padre. Y en eso aparentemente, de otra forma, lo superó. Por ello… ¿Qué quiere apaciguar resucitándolo?

Esta aparente locura es compartida por quienes conciben la ciencia como posibilidad soteriológica sin límites. Kurzweil no es, ni mucho menos, el único creyente. Y esta nueva creencia cientificista puede conducirnos a la peor distopía. Estamos ante una nueva religión que no quiere creer en Dios sino construirlo literalmente. Algo que parece compartir Tipler y que recuerda remotamente pero del peor modo, justamente al revés, al poético Teilhard de Chardin.

La mayor inteligencia puede ser ciega a lo más oculto y, a la vez, a lo más evidente de uno mismo, a lo que sólo es revelado en la casa del ser que es el lenguaje; en esa casa heideggeriana que precisa al otro para ser dicho.

La vida humana es más que un saber mantenerla. Hölderlin lo expresó desesperadamente en su petición: “Nur Einen Sommer göhnth, ihr Gewaltigen!” Sólo un verano (y un otoño pedía también). Le fue tristemente concedido mucho más pero de otro modo; tuvo una prolongación de vida como locura. No importa la duración de la vida sino el goce pleno de su misterio. ¿Quién quiere vivir para siempre?

miércoles, 19 de agosto de 2015

Famosos

"¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?"
Mc. 8, 36.

"Pura es la austeridad practicada con sincera fe, sin apetencia del fruto de la acción ni esperanza de recompensa"
Bhagavad Gita.

Parece que hay quien es capaz de suicidarse por alcanzar la gloria. Que ésta sea laica o sagrada parece asunto menor ante la importancia de ser alguien relevante, famoso.

Tradicionalmente se habla de famosos como de aquellos que son reconocidos por muchos en razón de algo. Con frecuencia, ese algo se olvida y, con ello, también el alguien que lo logró. La mayoría de quienes son honrados en nombres de calles son también perfectos olvidados por quienes por ellas transitan.

La fama ya no es lo que era. Y es que, en tiempos lejanos, la fama era la gloria, aunque nadie supiera decir qué significaba eso. Sabemos que Aquiles prefirió la gloria heroica a una vida prolongada pero común, gris. Y heroicas aparecen las figuras de muchos personajes históricos.
La fama gloriosa es apoteósica, pues sólo parece posible tras la muerte del héroe. Ese término, “héroe”, ha sido tomado incluso por la Iglesia católica para honrar con la canonización a quienes, según ella, han vivido las virtudes cristianas en grado heroico, aunque no aclare qué significa eso, exceptuando el caso del martirio por confesión de la fe.
Pero hay quien disfruta (o sufre) de su fama en vida. Como reconocimiento. De hecho, son muy abundantes los artistas y cantantes famosos, en muchos de los cuales tal condición puede acabar siendo letal. 

No todo el mundo puede actuar como Marlon Brando o cantar como María Callas. Es normal que esa peculiar mezcla de don y trabajo sea reconocida, aplaudida, por muchos. Es normal que se les haga famosos y que, desde la impresión de sus manos en el paseo de Hollywood hasta el registro de su opinión sobre cualquier cosa tengan mucho valor para muchos. Y es que la fama implica lo cuantitativo, la exposición de lo único a muchos, supone el espectáculo. Y nada más espectacular que el fútbol o la belleza. No es sorprendente que los mejores futbolistas se emparejen con misses y modelos (término que ya es definitorio de por sí).

También se da la posibilidad de alcanzar la fama por trabajos que no supongan lo espectacular. En ausencia de revelación biográfica alguna, un escritor puede ser famoso a través de su obra. Y lo que ocurre en el campo de la literatura, también se da, de otro modo, en la actividad artística y en la ciencia.

Una persona concreta puede hacerse célebre por su trabajo científico o artístico. Pero se da una gran diferencia entre esas dos actividades, sin las que nuestro mundo actual sería muy diferente. La relación obra - autor, tan clara en arte, lo es mucho menos en ciencia. Tal diferencia se da en dos órdenes, la fama real como reconocimiento y la fama pagada al autor o a otros que no tienen propiamente nada que ver con él. 

El caso de la pintura es sencillamente sintomático. “Les Femmes D’Alger” de Picasso alcanzó en una subasta los 179 millones de dólares. Bueno, es “un picasso” dirán algunos, como si Picasso estuviera aun en el cuadro. Quizá sea más llamativa la venta de una copia privada de “El grito” de Munch por casi 180 millones de dólares. Llamativa porque “el grito” parece reflejar la antítesis de lo que pueda ser su comprador. O quizá no; tal vez lo haya adquirido alguien que, además de rico, está angustiado ante la vida.

Picassos, Modoglianis, Rembrandts… ya son en plural, porque no se trata de cuadros de artista sino del artista mismo pluralizado en sus obras. 

Quien tiene dinero y pretende a su vez la fama a través de él, no quiere hacerse con meras copias fotográficas o pictóricas de un original. Quiere el original mismo, lo que una vez se pintó como acto creativo y en lo que se pretende que ha quedado congelada la creación misma. Hemos llegado a una situación paradójica en la que la pintura se desvaloriza por el acto de comprarla. Aquí sí puede decirse con propiedad que sólo el necio confunde valor y precio, una confusión que, en general, no le fue permitida al pintor, singular, único, que creó “pintores” en forma de cuadros por poner su firma en ellos y que pudo haber muerto en la indigencia.

Eso no ocurre en el caso de los científicos. Los hay que alcanzan su celebridad por algún descubrimiento y eso suele reconocerse dándole su nombre a una ecuación, ley física o teoría. No hay un “darwin”, sino la Teoría de la Evolución de Darwin. Tampoco hay un “maxwell” sino sus ecuaciones obre el electromagnetismo. Es cierto que, a veces puede hablarse de un voltio o de un amperio, pero no es algo que se venda. Ni siquiera los vatios o kilovatios se venden; sólo cuando se multiplican por horas, lo que desvirtúa el valor de la persona que se llamó Watt. 

Hay algo que puede explicar una diferencia tan palpable entre dos mundos que son, aunque distintos, creativos. Quizá la mejor explicación resida en que la ciencia es tarea de muchos y, en cierto modo (sólo en cierto modo, no como se desea desde utopías cuasi-religiosas),  progresiva y acumulativa. Aunque no hubieran nacido Planck o Einstein, es probable que ahora o más tarde tuviéramos una mecánica cuántica y otra relativista.

Sólo algunos casos son especiales por su “modo” de hacer ciencia, pero son más bien personalidades históricas algo lejanas, como Newton, de quien se dijo que se reconocía al león por sus garras cuando, de modo anónimo, resolvió el problema de la braquistócrona, abriendo el paso al cálculo variacional.

Es cierto que hay científicos cuya celebridad se reconoce. El caso más claro se produce en la ceremonia anual de los premios Nobel. Pero … ¿quién recuerda a los premios Nobel de hace dos o tres años? Y ¿quién sabe realmente por qué se dan los del año en curso? 
Los científicos actuales reconocidos no lo son tanto por su trabajo cuanto por su biografía. Tal vez el caso más conocido sea el de Hawking. Sus contribuciones han sido muy importantes, pero quizá menos que las de Edward Witten a quien sólo conocen en su casa (en su casa de físicos, se entiende). Richard Dawkins se ha hecho más famoso por su proselitismo ateo cientificista que por sus contribuciones reales a la Biología.

Un científico se hace célebre por la adversidad que rodea su trabajo, como Hawking, por la genialidad incuestionable, como Einstein, o, como suele ocurrir últimamente, por su paso a la divulgación científica y a la inmersión sacerdotal en la cosmovisión cientificista, como ocurre con Dawkins.
Claro que también los científicos han despertado de su ingenuidad, viendo que sus descubrimientos pueden patentarse. Desde esa perspectiva, ya no tienen que esperar a que sus obras, descubrimientos en este caso, sean vendidas post-mortem; pueden enriquecerse ya. Podríamos decir que, también en ese sentido pragmático, la ciencia ya no es lo que era.

En todos los ejemplos anteriores, la fama es algo que sucede como efecto colateral. Einstein no investigó en Física para hacerse famoso. Menos aún el aparentemente gris Planck. Tampoco parece que Modigliani pensara en el precio que adquirirían su obras una vez que él hubiera muerto. 

Pero hay quien hace de la fama objetivo. En una ya vieja serie televisiva (“Fama”), la maestra de danza les decía a sus alumnos “Buscáis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar”. En ese caso, la fama ya era objetivo prioritario, pero a alcanzar mediante un saber artístico que implicaba esfuerzo.

Actualmente proliferan quienes buscan la fama por la fama, ofreciendo sólo lo que tienen, un cuerpo y su vagancia en los tristemente célebres “realities”. Y la logran, aunque sea efímera y vaya ligada al grado de estupidez propio y de quienes siguen sus tristes peripecias. Y es que, si uno hace de sus carencias espectáculo, tendrá muchos espectadores también carenciales que lo verán ejemplar o, al menos, un paliativo de sus propias miserias.

miércoles, 5 de agosto de 2015

La nube. El recuerdo imborrable.

La escritura ya es antigua, tanto como la Historia misma, que surge con ella. Estabiliza el mensaje que durante milenios fue verbal; sin embargo, tanto en piedra, pergamino, papiro o papel… todo puede borrarse, accidental o deliberadamente. 

La dificultad de la destrucción de información escrita depende de la estabilidad de los medios de registro y, fundamentalmente, del número de copias de cada documento, o eso parecía hasta hace poco. 

La historia de la biblioteca de Alejandría ha mostrado crudamente el efecto catastrófico de la destrucción por accidente o por celo religioso de un depósito que albergaba manuscritos originales o copias únicas de documentos muy dispersos.

La necesidad de redundancia para contrarrestar la destrucción de soportes de información es obvia y se ha ido dando de modo generalizado para todo tipo de documentos. La imprenta superó definitivamente la fragilidad del soporte gracias a las copias múltiples de un texto. Pero no sólo los libros precisan de redundancia, también han de ser copiados muchos documentos. No son lejanos los tiempos en que el papel carbón facilitaba esta tarea y más próxima es la aparición de fotocopias, siendo en la actualidad la copia informática la más usada.

Curiosamente esas copias informáticas son frágiles por la corta vida media de sus soportes. Ya nadie usa hoy los “floppy disk” o los más recientes “diskettes”. Los “pendrive USB” se han impuesto, su capacidad se incrementa, pero no es descartable que, de la noche a la mañana también pasen ellos mismos al olvido.

Frente a la conservación secular de estelas y viejos pergaminos, el olvido de los sistemas informáticos de memoria es cada vez más rápido. Hoy asistimos a una situación de cambio importante y tiene que ver con la estabilidad del registro, dada por la existencia de internet. A efectos prácticos, la vida media de ese soporte parece que será inconcebiblemente prolongada. Y esa estabilidad supera la necesidad de copias; de hecho, basta a efectos prácticos con un solo ejemplar codificado electrónicamente de cada documento.

Aunque en nuestros ordenadores personales y soportes externos podamos guardar múltiples copias y también destruirlas, lo que “digamos” en internet equivale a escribir algo imborrable y, a la vez, accesible a muchos. 

Ocurre que internet no es un dios bondadoso, sino una herramienta tan útil como peligrosa. Las redes sociales no sólo sirven a quienes participamos en ellas sino también a quienes las usan para obtener información de cada participante. Puede negarse un puesto de trabajo a quien haya “colgado” ocurrencias en Facebook que el posible empleador considera inapropiadas. Un “tuit” emitido hace años con pretensión banal puede costar un cargo político. Un comentario social sobre enfermedades de familiares puede elevar el coste de un seguro médico. Vemos ya cómo si hacemos algún comentario sobre cualquier objeto de consumo, empieza a aparecernos propaganda de múltiples ofertas de venta. La salvaguarda informática de historias clínicas es mucho más preocupante.

Este nuevo soporte electrónico tiene dos grandes características: no precisa copias por parte del autor y es imborrable. Es igual que alguien cause baja en una red social; sus datos permanecen albergados en algún servidor. Y ser imborrable supone que el sujeto mismo se pierde como tal pasando a ser un perfil, un ente individual codificable como una colección de datos (o bits), y cuyos “pecados”, por muy de juventud que sean, quedarán para siempre sin perdón. Internet facilita el renacimiento vigoroso del conductismo.

Hace años era habitual oír en autobuses conversaciones de otros que hablaban en voz muy alta de sus vecinos, del tiempo o de fútbol; tanto se charlaba que había carteles expresando la prohibición de hablar con el conductor. 
Parecía darse una falta de privacidad escandalosa entre personas. Hoy la mayoría de los pasajeros van aislados, como individuos, a la vez que conectados con sus móviles, que suelen teclear frenéticamente. Pero resulta que la apariencia de privacidad es falsa, que tanta intimidad lo es para nada, pues los correos electrónicos pueden salir a la luz por muy privados que sean y todo lo que escribimos, sea en un móvil, sea en una red social o como consulta a un buscador, permanece, y no porque lo guardemos nosotros, sino porque lo hacen otros a quienes desconocemos. Todo eso está en “la nube”, se dice, en una nube que no es tal, sino más bien niebla sostenida por grandes arquitecturas informáticas fuera de nuestro control, fuera en realidad ya del control de nadie.

Es cierto que se ha iniciado un esfuerzo legislador por el que se contempla el derecho al olvido, pero basta con examinar el formulario que Google ha destinado a tal fin para ver que no es sencillo ser olvidado.

Nos volcamos hablando electrónicamente y todo eso es grabado. Entre todos construimos el Gran Hermano orwelliano y enriquecemos su información cada día, con textos, imágenes, podcasts y videos. Ni los sueños más osados de los agentes de la Stasi habrían conducido a algo así. El conductismo renace en la peor de las formas, caminando imparable hacia la forma más brutal de deshumanización. 


No se trata de ser nostálgicos y apagar los ordenadores (tampoco arreglaríamos nada), sino prudentes. Internet es una herramienta magnífica si la mantenemos a nuestro servicio y eso supone un serio esfuerzo en la educación de niños y jóvenes. El supuesto descontrol de internet, que tantos sueños utópicos alimenta en el terreno político, puede derivar, si no estamos alerta, en el peor autoritarismo, el deseado por los siervos con la misma intensidad que sus amos.

jueves, 23 de julio de 2015

"Nature" se olvida del alma

Nada duele más que la enfermedad del alma, incluso aunque ese dolor no parezca ser percibido por el propio sujeto, como podría ocurrir en el caso de demencias avanzadas o de ciertas formas de locura. Pocas tareas tan nobles como la de tratar de curar o paliar el dolor anímico. El propio término “Psiquiatría” alude a tal intento de curación (ἰατρεύω) del alma (ψυχή).

En su afán por clasificar lo inclasificable, el lamentable manual conocido como DSM trata de mostrar cuándo es factible realizar un diagnóstico de depresión mayor (curiosamente, el primer criterio reside en tener un estado de ánimo deprimido). Unos criterios cualitativamente pobres, en comparación con las patografías clásicas. Claro que tampoco puede haber mucho más que sea de aplicación general, al no disponerse de marcadores medibles. 

Ante esa carencia, la falsa medida es habitual en el ámbito "psi". De hecho, proliferan los tests psicológicos, y el análisis factorial que, de lo cualitativo, pasando por lo ordinal, retorna a lo cualitativo del peor modo. 

Se ha negado el alma. No precisamos ser dualistas para conservar tan hermoso término, alma, lo que anima el cuerpo, aunque surja o emerja del cuerpo mismo (término que también se va desposeyendo de lo que alguna vez significó). 

Sartre dijo aquello de que “L'enfer, c'est l´Autre”, así, con mayúscula y en singular, aunque se suele traducir su expresión por otra más suave, la de que el infierno son los otros. Y no; suele ser el Otro, con mayúsculas, ese amo incorpóreo que echa a uno al paro, lo desaloja de su casa o que lo enajena de mil modos. No es extraño que un infierno así deprima, pero ¿Por qué acontece la caída en depresión en ausencia de ese infierno que la explicaría, cuando incluso a la vista de otros, supuestamente “objetiva”, la vida parece sonreír? Si lo supiéramos, se abriría la posibilidad de buscar fármacos eficaces, en vez de esos mal llamados "antidepresivos".

Una concepción materialista muy mal entendida (cada materialista tendría que tener claro qué entiende por materia, como cada ateo o deísta qué entienden por Dios) ha sustentado el reduccionismo cientificista y, desde él, nada anímico puede propiamente ocurrir. Siendo máquinas bioquímicas, complejas, basta con saber qué falla en ellas para que la conducta, lo anímico observable, lo único que para muchos existe, se trastorne.

En ese contexto en el que la Genética es la gran metáfora, el nuevo libro de la vida, no es extraño que se busque en ella la respuesta a todo, como si de un texto sagrado se tratara. 
El primer borrador de ese nuevo libro santo se obtuvo en 2001, pero el nacimiento real de la Genética Humana, más allá de la herencia ligada al sexo, más allá de la citogenética, tuvo lugar con un descubrimiento que pasó un tanto desapercibido, pero que resultó crucial: ver que el DNA, además de ser substrato genético, podía ser usado como marcador fenotípico para buscar los propios genes. Genotipo y fenotipo en la misma molécula. Ese fenotipo, altamente polimórfico, era mostrado como un patrón electroforético obtenido tras cortar en fragmentos el DNA con restrictasas. Ese polimorfismo en los fragmentos de restricción (RFLP) fue usado con éxito (y mucha suerte) por el equipo de Gusella para hallar una asociación con la enfermedad de Huntington.

A partir de ahí, empezaron a surgir noticias sobre hallazgos de genes. Todo parecía simple; si se había dogmatizado la relación “un gen - una enzima”, ¿por qué no otra, “un gen - una enfermedad”? Y enfermedad es también la psicosis maníaco - depresiva, sufrimiento terrible suavizado ahora con el término “bipolar”. ¿Por qué no buscar los genes alterados en esa afección? Así se hizo y así se sigue haciendo, obsesivamente. Se hicieron intentos con ese enfoque exitoso de los RFLP en la población amish. Inicialmente, todo iba bien; parecía que el cromosoma 11 estaba implicado en que uno se deprimiera, pero el contraste estadístico, esencial en estudios de este tipo, fracasó cuando se estudió un número adecuado de amish y se vio que no se comportaron tan locamente como se esperaba, eliminando la significación estadística previamente obtenida. 

Las técnicas genéticas se fueron refinando y el conocimiento de los propios genes también. Se indagaron los llamados genes candidatos (aquéllos que por alguna razón deberían ser especialmente sospechosos), pero los resultados fueron pobres, apuntando más bien a un determinismo poligénico débil, como el que da cuenta de la obesidad.

Pero era necesario insistir. Porque todo ha de ser genético en este contexto simplista en el que nos movemos; todo ha de ser determinado, escrito en nuestro genoma, también para explicar lo inexplicable y corregir lo incorregible. Y, si los genes candidatos no ofrecían respuestas, habría que aplicar un enfoque de fuerza bruta, el basado en comparar, entre casos y controles, miles de polimorfismos de nucleótido único (llamados SNP y algo mucho más moderno que los RFLP), con enfoques llamados “genome wide association”.

Y es que ¿será por dinero? Constituyamos grandes equipos, como el “CONVERGE Project”, gastemos lo que se precise y la verdad surgirá. Éste es el triste panorama de muchas aproximaciones, supuestamente científicas, a los problemas humanos. La misma visión que indujo al presidente Nixon a ver la lucha contra el cáncer como la conquista de la Luna. Fracasó.

Una pretendida divulgación científica es cada día más afín al sensacionalismo, con titulares como el reciente de El País: “Halladas dos de las grandes causas de la depresión”; a pesar del amarillismo, es de agradecer al menos su referencia a la publicación científica de la que deducen tan impactante conclusión. Se trata de una carta firmada por más de cien autores (como si de un trabajo realizado en el CERN se tratara) a la prestigiosa revista Nature y en la que se indica que, mediante una aproximación “genome - wide”, se compararon 6,242.619 SNPs entre 5.303 casos de depresión mayor con 5.337 controles. Los resultados mostraron una asociación de la depresión con dos lugares (loci) genéticos, ambos situados en el cromosoma 10. El significado estadístico fue excelente (la probabilidad de que se debieran al azar era inferior a uno entre mil millones). El estudio se realizó en mujeres chinas, con la participación de 58 hospitales. 

Lamentablemente, las chinas parecen deprimirse por causas genéticas distintas a las de personas europeas porque los resultados del estudio no fueron todo lo coherentes que se esperaba con respecto a otra investigación realizada por otro gran grupo, el mega - análisis (a diferenciar de meta - análisis) del Psychiatric Genomics Consortium, que asoció la depresión más bien al locus CACNA1C.

Es fuertemente llamativo que todo este trabajo se haga partiendo de estudios caso - control en los que los criterios de “caso” son los que son, los que refleja el DSM o los que definen los distintos psiquiatras participantes desde su saber empírico, pero que no soportan el rigor que se asociaría a una entidad objetivable anatómica o bioquímicamente. No parece científico pensar que, con tal base, se llegará a alguna conclusión, por mucho dinero y esfuerzo que se ponga en el empeño y por mucha significación estadística que se alcance. Y, en este sentido, parece muy útil la revisión muy reciente de dos autores recogida en Neuron, en donde apuntan claramente a las dificultades metodológicas inherentes a este tipo de estudios. De dicha revisión, se deduce la ausencia de determinantes genéticos claros, hallándonos más bien ante un determinismo poligénico débil y un terreno en donde las conclusiones alcanzables requieren un amplio número de participantes y algo tan difícil como evitar factores de confusión, derivados principalmente de elementos de comorbilidad.

A pesar de todo, sabemos que el geneticismo no cesará en su empeño por desentrañar las bases de lo más anímico, por tratar de explicar en términos informativo - mecanicistas el dolor psíquico, siempre con la distopía de la ciencia como progreso lineal hacia un mundo feliz. Nada peor que la depresión para frenar esa nueva e infantiloide utopía, que enmarcará la dinámica de grandes publicaciones supuestamente científicas y revistas que las recojan. 

Esta vez, nuevamente, Nature ha olvidado el alma, creyendo leerla.

viernes, 10 de julio de 2015

El olvido del sujeto. Análisis y Psicoanálisis.

Peter Gay nos dice que Freud “utilizó por primera vez el decisivo término psicoanálisis en 1896, en francés y después en alemán”.

¿Por qué eligió ese término? Tal vez por su propia biografía científica. Freud había trabajado en el laboratorio estudiando gónadas de anguilas. Puede parecer un trabajo extraño o banal pero todo trabajo científico riguroso acaba haciendo uso de lo más aparentemente banal. El gran científico (también cientificista) Sydney Brenner, premio Nobel, es reconocido mundialmente, entre otros muchos logros científicos, por mostrar que un vulgar nematodo, el “Caenorhabditis elegans” es un excelente modelo experimental. 

Freud no estaba destinado a seguir en los laboratorios, pero su paso por ellos, sus lecturas iniciales, como la del libro de Goethe sobre la naturaleza, y la inmersión en un ambiente claramente empírico en el que se oían las voces de Brücke, Helmholtz o Virchow hicieron de él un científico y, como tal, un observador atento que analiza la naturaleza.

Análisis (ἀνάλυσις) es una hermosa palabra, relacionada con λύειν, la acción de soltar, de descomponer, de resolver algo en sus elementos constituyentes. Y eso se aplica a múltiples campos: análisis químico, espectral, matemático, dimensional, sintáctico…

Pero, ¿por qué analizar? En ocasiones, sólo para saber; en otras, con finalidad utilitaria. En Química, análisis y síntesis guardan una íntima relación. En otros ámbitos, como la Medicina, esa relación es menos obvia o nula. Pasar del análisis a la síntesis sería la gran utopía transhumanista: analicemos el cerebro y podremos sintetizar la mente o copiarla a un soporte informático. De momento, sólo es factible pasar del análisis a una cierta restauración, a una reparación de salud, que no es poco.

Los avances bioquímicos han transformado la semiologia médica; con unos pocos mililitros de sangre podemos evaluar funciones hepáticas, renales, riesgos cardiovasculares… e identificar genes alterados o procedentes de gérmenes invasores. También identificarnos como individuos, sólo como individuos, no como sujetos.

Hay algo que condiciona el valor de los tradicionales análisis clínicos. Exceptuando los cualitativos, generalmente dicotómicos, que indican si hay o no embarazo, presencia de virus VIH, VHC, etc., estamos ante niveles cuantitativos individuales cuyo valor informativo depende de una métrica lograda desde otro análisis, el estadístico. En ese sentido, el análisis químico de cada uno cobra valor en función del análisis de muchos, de lo que se llama “valores de referencia”, y también en términos de probabilidad bayesiana de enfermedad, obtenida desde la aproximación de ensayos clinicos y epidemiológica.

El análisis químico de nuestro organismo vivo, que puede abarcar con el tiempo el del cerebro mismo, nos muestra como un conjunto de medidas situado en una métrica de lo saludable, nos compara, pero no nos dice propiamente nada más allá de esa situación que, a veces, sirve para enfermar a sanos más que para curar a enfermos. El análisis químico, que abarca la química genética, nos dice algo sobre nuestro qué, pero nada sobre nuestro quién. Los grandes proyectos como el Human Brain Project o el BRAIN superarán viejas clasificaciones como el DSM pero sólo para clasificar mejor, para realzar el posicionamiento métrico, incluyendo una potencial segregación y haciendo renacer la tentación eugenésica.

El "revival" del positivismo hace más necesaria que nunca la perspectiva clínica que, más allá de situarnos, de clasificarnos, intenta curar a través del reconocimiento de lo subjetivo. Y ocurre que ese reconocimiento, ese recuerdo del sujeto, se resiste no sólo a lo medible de nuestro organismo particular, sino a la reflexión filosófica sobre nuestra posición en el mundo, pues el planteamiento filosófico parte demasiadas veces de una premisa infundada, la de nuestra libertad de pensamiento. 

Entre la creencia determinista cientificista y la supuesta libertad de pensamiento filosófico, la aproximación psicoanalítica centra las cosas, recuperando lo subjetivo y lo que lo condiciona. El psicoanálisis no es ajeno a las contingencias del acontecer biológico, pero se centra primordialmente en lo que biográficamente es determinante para cada cual sin que él mismo lo sepa, en su forma de situarse en el mundo como sujeto único, similar a otros pero irrepetible aunque él mismo se condene inconscientemente a una repetición de lo peor.

El psicoanálisis es modesto en su afán pero precisamente de esa modestia deriva su gran potencial, que trasciende la mera curación del síntoma que lo reclama. Requiere tiempo, calma, y humildad, lo que precisa cualquier aproximación seria al intento de cumplir el viejo mandato délfico. Freud lo expresó de un modo excelente: "wo Es war, soll Ich werden".