La proliferación de libros de autoayuda es un hecho tan obvio como interesante. Algunos de ellos han sido “best-seller”, lo que apunta a una necesidad, porque es difícil encontrar placer o, en general, algo, en tales lecturas.
Es indudable que muchos libros ayudan a uno. Hay obras de teatro, novelas que muestran las profundidades del ser humano, ensayos como los de Montaigne, que orientan desde el saber de quien los escribió, escritos filosóficos, etc. Pero la finalidad específica de toda esa literatura, como la de la poesía, tiene que ver más con la necesidad de expresión del autor que con su deseo de ser “útil” para alguien, aunque haya habido excepciones como el Enchiridion de Epicteto o las cartas de Séneca a Lucilio.
El texto de Dale Carnegie, “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”, publicado en 1948, aun decía algo sensato, precediendo en unos cuantos años al boom actual de la autoayuda, un ámbito literario más bien pobre y que no incluye, aunque recoja frases de ellos, libros sapienciales propios de la tradición judeocristiana o procedentes de Oriente. En las librerías hay anaqueles llenos de libros de autoayuda, en los que se nos indica cómo cada uno de nosotros puede solucionar sus propios problemas. Es cierto que algunos o muchos de ellos acaban siendo una colección más o menos afortunada de citas clásicas tomadas de filósofos, psicólogos y maestros espirituales, pero el objetivo es ayudar a autoayudarse, lo que es en sí mismo una contradicción.
Podría pensarse que esos recetarios son análogos a libros de divulgación, pero no es así. La divulgación favorece la disposición autodidacta en lo epistémico, que es previa a lo que se vaya a leer, en tanto que la autoayuda sugiere la respuesta a una necesidad que se da generalmente en el ámbito emocional. Los libros de autoayuda nos enseñarán así cómo ayudarnos a nosotros mismos a ser triunfadores, seductores, sosegados, autoestimados, asertivos y, sobre todo, felices. La felicidad es la gran cuestión y la respuesta puede estar en uno o muchos de los más de seis mil libros que pueden localizarse en Amazon bajo ese término, “felicidad”, o de los casi noventa mil que proporciona esa casa para lectores en inglés, buscando “happiness”.
El problema de la autoayuda es que es imposible. Y lo es porque afecta al síntoma que surge de lo que uno mismo no conoce de sí. Uno puede sufrir por su síntoma, por sus efectos en su vida cotidiana, sea como fracaso reiterado en relaciones de pareja, sea como constante tristeza sin causa aparente, sea en forma de ansiedad que no cesa, como obsesión que se impone, sea del modo que sea. Pero ningún texto dará la clave más allá de dibujar mejor el síntoma mismo. Y es que la clave reside en partir de que, cuando se necesita ayuda de verdad, no hay autoayuda que valga. Sí pueden ser interesantes consejos sobre el modo de estudiar, de preparar un examen o cómo responder a una situación de protocolo social, pero tal interés es similar en importancia al proporcionado por textos de gastronomía o de bricolaje.
Ninguno de esos libros resolverá problemas reales, porque éstos siempre necesitan del otro terapéutico, que no es un libro sino una persona.
Lamentablemente, el auge de las terapias conductistas, coachings y demás inventos, muestra que muchas de esas personas son, en realidad, libros de autoayuda parlantes. Pero cuando alguien tiene la fortuna de encontrar a un clínico adecuado, sí puede ser ayudado, no propiamente con consejos, sino con el propio encuentro de sí mismo en esa relación clínica, que permite aflorar lo determinante biográfico, algo imposible de ser revelado por la mera reflexión y que precisa de otro. Eso diferencia la filosofía de la psicología, aunque haya la figura del “filósofo asesor”, que recuerda la del “personal shopper”. Sobra decir, por otra parte, que tal diferencia no reduce en absoluto la necesidad de la filosofía.
Vivimos en tiempos de modernidad tecnológica y no sólo hay libros. También videos, podcasts, en los que incluso especialistas en psiquiatría venden (literalmente) autoayuda, olvidando así lo más propio de su profesión, que implica el encuentro personal, de relación clínica, claramente distinto a la imagen próxima al telepredicador proporcionada en un video.
Esas corrientes de lo que podríamos llamar psiquiatría por entregas se anuncian en formato de video (en Amazon también hay amplia oferta). Así, por un módico precio, un paciente podrá comprender su esquizofrenia o por qué no para de lavarse las manos. Parece que la psiquiatría, medicina del alma, a veces se vuelve loca ella misma en manos de algunos de quienes la practican y que optan por vender también autoayuda, por vender humo.
Se critica muchas veces y con razón el exceso farmacológico en el ámbito psiquiátrico, siendo abundantes los estudios que cuestionan la eficacia de muchos de esos medicamentos. Pero, si eso es peligroso como tal exceso, si es inquietante el afán de lucro de tantas compañías farmacéuticas (y diagnósticas), parece todavía más peligroso banalizar la enfermedad mental dando a entender que uno puede superarla autoayudándose leyendo un libro o viendo a un psiquiatra en un video. Una banalización cuyo extremo más dañino alcanza la negación de la enfermedad mental.